EL PARAGUAS

—También los barquitos, también los barquitos,53 —repetía Mimì, pataleando e intentando ponerse delante de su mamá, que la cogía de la mano, debajo del paraguas.

Al otro lado Dinuccia, la hermanita mayor, caminaba como una viejecita, seria y precisa, sosteniendo con ambas manos otro paraguas, viejo y agujereado que, pronto, cuando comprara uno nuevo, pasaría a ser de la sirvienta.

—Y también el paraguas —continuaba Mimì—, dos paraguas, dos abrigos, cuatro barquitos.

—Sí, querida, los barquitos y todo, pero vamos —la exhortaba su mamá, impaciente, que quería avanzar rápidamente entre el confuso vaivén de la gente que caminaba por las aceras mojadas, bajo el salpicar incesante de una lenta llovizna.

Con zumbidos sordos, entre destellos cegadores, las lámparas eléctricas se encendían, opalinas, rojizas, amarillentas, delante de las tiendas.

Aquella madre apresurada pensaba, mientras caminaba, que las estaciones no tendrían que sucederse nunca y que, sobre todo, no debería llegar el invierno. ¡Cuántos gastos! Para los libros de la escuela, cada año nuevos, y ahora para resguardar del frío, del viento, de la lluvia a aquellas dos pobres pequeñinas que se habían quedado huérfanas antes de que la menor tuviera tiempo de aprender a decir «papá». ¡Queridas y tiernas! ¡Qué tortura, ciertas mañanas, verlas así, desprovistas de todo!

Ella hacía todo lo posible, pero ¿cómo podía bastar aquel poco de pensión que le había dejado su marido, cuando la desgracia llega inesperada y hace años que se ha adquirido la costumbre de vivir bien?

Este año, además, Mimì había empezado a ir a la guardería, y eran otras seis liras al mes de cuota, porque… sí, no había sido capaz de sacar a Dinuccia, la mayor, de la escuela privada para enviarla a la pública, y le tocaba pagar ahora por las dos. ¡Y las cuotas eran el menor de los problemas que tenía! Todas eran alumnas de familias pudientes, en aquella escuela, y sus pequeñas no podían quedar mal.

No descuidaba sus propios asuntos, no: tras la muerte de su marido, que era veinte años mayor que ella, aunque tenía que ocuparse de aquellas dos criaturitas, había tenido la fuerza de retomar los estudios interrumpidos el año anterior; había conseguido su diploma; luego, valiéndose del buen nombre de su marido y de los muchos contactos que él tenía, haciendo también que se consideraran sus tristes condiciones, había conseguido una plaza de maestra adjunta en una escuela complementaria. Pero la retribución, junto con la pequeña pensión de su marido, no era suficiente o lo era apenas.

Si hubiese querido… No vestía bien, no se cuidaba; se peinaba rápidamente cada mañana, se ponía un sombrerito ya pasado de moda e iba a la escuela, sin mirar a nadie. Sin embargo, si hubiese querido… ya había recibido dos proposiciones. Quién sabe por qué, aquella noche, mientras caminaba deprisa entre sus dos hijas, todos se giraban para mirarla, ¡y llovía! ¡Figurarse que quería darles otro papá a Dinuccia y a Mimì! ¡Locura! ¡Sería una locura!

Pero aquella admiración, aquellas miradas ora atrevidas e impertinentes, ora lánguidas y dulces, que percibía por la calle con molestia aparente o también, a veces, con rabia, le provocaban en el fondo una ebriedad chispeante, alegraban su espíritu, conferían un sabor heroico a su renuncia al mundo y hacían que considerara llevadero el sacrificio por el bien de sus hijas.

Su placer era parecido al del avaro, que no sufre tanto por las privaciones que se impone cuando piensa que, si quisiera, podría disfrutar sin dificultad.

Pero ¿qué sería del avaro si, de un momento a otro, el oro de su cofre perdiera todo su valor?

Pues bien, algunos días, sin saber por qué, o mejor dicho, sin querer confesarse la razón, ella caía en una profunda inquietud, era agitada por una sorda irritación que buscaba en cada mínima contrariedad (¡y cuántas encontraba, entonces!) un pretexto para desahogarse. Le habían faltado aquellas miradas de admiración por la calle. Y descargaba especialmente sobre la mayor de sus hijas, Dinuccia, la electricidad maligna de aquellos días turbios. La pequeñina, sin saberlo, atraía aquellas descargas con su rostro pálido, silenciosamente atento, con su mirada seria y atónita, que seguía a su furiosa mamá, quien se sentía espiada y creía adivinar un reproche en aquel asombro penoso y en aquella mirada seria e indagadora.

—¡Estúpida! —le gritaba.

Estúpida, ¿por qué? ¿Porque no entendía la razón por la cual su mamá estaba tan enfadada aquel día y actuaba así? ¡Pero si ni siquiera su madre quería comprender esta misma razón! La pequeñina estaba muy sorprendida por no verla actuar como los otros días. ¿Sorprendida? Se sorprendía sin razón porque no se puede estar alegre todos los días y para su mamá aquella vida de dificultades y angustias no era alegre en absoluto. Solo ella sabía bien cuántas preocupaciones y cuántas necesidades y cuántas dificultades colmaban su existencia.

Así, ahogaba el remordimiento por haber maltratado y haber hecho llorar injustamente a su niña. Sí, las preocupaciones, las dificultades, las necesidades, las angustias eran reales, pero el no querer confesarse a sí misma la verdadera razón de su tristeza y de su enfado la hacía más desdichada y aumentaba su malhumor.

Por suerte estaba la otra niña: Mimì, que en cada ocasión obraba el milagro de serenarla de repente, con alguna de sus graciosas actitudes, propias de la infancia, irresistibles.

Primero Mimì la miraba durante un largo rato, pero no con los ojos serios y atentos de su hermana mayor, la miraba con ojos ingenuos y amorosos, luego hacía que aquella mirada hablara, pronunciando con sus pequeños labios de cereza: «¡Mamita linda!». Se levantaba, se inclinaba hacia delante con las manitas enlazadas tras la espalda y preguntaba, sacudiendo los rizos morenos de su cabecita:

—¿Quieres?

Tal cual. No decía: «¿Me quieres?», sino simplemente: «¿Quieres?». Y entonces su mamá le ofrecía los brazos y apenas aquel copito se lanzaba a su cuello, la apretaba fuerte contra su pecho, llorando. Enseguida llamaba también a Dinuccia; las abrazaba a ambas, con intensa ternura, acariciando incluso más a la pequeña a quien acababa de maltratar y gozaba la embriaguez de esta alegría pura que nacía de su dolor y de su bondad, que nacía de su sacrificio, impuesto por la crueldad de la suerte, el sacrificio que estaba feliz de cumplir por sus dos criaturitas, únicamente por ellas.

Aquella noche la mamita estaba muy alegre.

—¡Venga, Mimì! Es aquí: hemos llegado.

La niña permanecía boquiabierta ante unos grandes y resplandecientes escaparates, al principio de Via Nazionale. Arrastrada por su mamá, entró en la tienda, repitiendo una vez más: «¡Los barquitos! ¡Primero los barquitos!».

—¡Sí, calla! —le gritó su madre, a quien se había acercado un dependiente—. Bar… es decir (¿ves? Haces que yo también los llame así): necesito dos pares de…

—¡Barquitos!

—¡Y dale! Galochas para estas niñas. Mi hija las llama «barquitos». En verdad, podrían llamarse así, para no utilizar esa palabra extraña.

—Chanclos —sugirió el dependiente, seco y con aire de suficiencia, arqueando las cejas.

—Pero barquitos sería más bonito.

—¡Yo primero! ¡Yo primero! —gritaba Mimì, que ya había trepado al sofá y agitaba los pies.

—¡Mimì! —la riñó su mamá, mirándola severamente y con el rostro alterado.

Dinuccia notó enseguida este cambio repentino y asumió, con sus ojos atónitos y serios, aquel aire de penoso asombro que tanto molestaba a su madre. Y ninguna de las dos se percató de la alegría de Mimì, a quien aquel antipático dependiente había ya calzado el primer «barquito». Quería bajar del sofá para caminar enseguida, sin esperar a que también le pusiera el otro.

—¡Aquí, Mimì, no te muevas o nos vamos a casa! Es demasiado grande, ¿no lo ves?

El dependiente, antes de ir a buscar otro par de una medida inferior, hubiera querido que la mayor se probara aquellos chanclos, pero Dinuccia lo evitó, señalando a su hermanita:

—Primero a ella.

—¡Estúpida, es lo mismo! —le gritó su madre, cogiéndola por las axilas y sentándola con poca gracia en el sofá. Mientras tanto, para calmar a Mimì, le dijo al dependiente que ya le pondría ella los chanclos a la mayor de sus hijas y que él, por favor, fuera a buscar el par para la menor.

Una vez calzada, Dinuccia permaneció en el sofá; Mimì, en cambio, bajó con rapidez, aplaudiendo, y empezó a saltar, a girar sobre sí misma como un trompo, gritando de la alegría, levantando ora un pie ora el otro para mirárselos. Desde el sofá, Dinuccia la miraba y sonreía pálidamente. Asumió de nuevo su expresión seria al oír que su madre exclamaba:

—¿Cuarenta liras? ¿Veinte cada par?

—Manufactura americana, señora —contestó el dependiente, oponiendo al asombro de su clienta la digna frialdad de quien conoce el valor de sus mercancías—. Es un producto indestructible. Usted misma lo puede apretar en un puño, mire.

—Lo entiendo, pero… con perdón, para un pie así de pequeño… ¿veinte liras?

Y el dependiente:

—Solo hay dos precios: para los números pequeños, veinte liras; treinta y cinco para los grandes. Que sean un poco más largos, un poco más cortos… lo que importa es la manufactura.

—Nunca me lo hubiera esperado —confesó entonces la mamita afligida—. Había calculado un máximo de veinte liras para ambos pares.

—¡Uy, ni lo diga! —protestó el dependiente, casi horrorizado.

—Mire —intentó seducirlo la mamita—, tendría que comprar algo más: dos abrigos de loden, también para las niñas, y dos paraguas.

—Disponemos de todo.

—Lo sé, por eso he venido aquí. Hágame un pequeño descuento…

El dependiente levantó las manos, inflexible:

—Son precios fijos, señora. Lo toma o lo deja.

La mamita le lanzó una mirada turbia y rabiosa. ¡Era fácil decirlo! ¿Cómo quitar los barquitos de los pies de Mimì? Montaría una escena. Hubiera tenido que regatear antes. Pero ¿podría haber supuesto que le pediría tanto dinero? Y además, si eran precios fijos… Había calculado que gastaría ciento veinte liras en total, no podía permitirse más.

—Los abrigos de loden —dijo—, enséñemelos. ¿Qué precio tienen?

—Sígame.

—¡Dinuccia! ¡Mimí! —llamó la mamita irritada—. ¡Sé buena, Mimì, o te quito las galochas! Ven aquí. Déjame ver. ¿No te van grandes también estas?

Quería intentar quitárselas para ver si conseguía encontrarlas a un precio menor en otra tienda. Ya tenía ganas de abofetear a aquel dependiente.

—¿Grandes? No, bonitas —gritó Mimì, rebelándose.

—¡Y déjame ver!

—¡Bonitas, sí, bonitas! ¡Muy bonitas! —continuó Mimí, escapándose.

Y empezó a soplar, inflando los carrillos y moviendo los brazos y las piernas como si estuviera en el agua y caminara segura, con aquellos barquitos en los pies.

Por fin aquel dependiente se dignó a concederle una sonrisa. ¡Nunca hubiera pensado que lo haría! Al verlo sonreír como por compasión, la sangre de la mamita se revolvió. Pensó que solo llevaba ciento treinta y cinco liras en el monedero. Los abrigos de loden valían cuarenta liras cada uno; cuarenta liras más para los dos pares de chanclos, solo quedaban quince liras, insuficientes para comprar dos paraguas. Podría comprar solo uno, y de pésima calidad.

Ahora bien, el capricho de las niñas era precisamente tener un paraguas cada una, el paraguas y los barquitos. No se alegraron por aquellos abrigos impermeables, pesados y grises, y cuando supieron que solo era posible comprar un paraguas, empezaron las peleas.

Dinuccia defendía —con razón— que le correspondía a ella, que era la mayor, pero Mimì no quería aceptar esa razón, porque también le había sido prometido un paraguas a ella y la madre, en vano, para calmarlas, repetía que no sería ni de una ni de la otra, sino de ambas, en común, pues tenían que ir juntas a la escuela.

—¡Pero lo llevo yo! —protestó Mimì.

—¡No, yo! —se rebeló Dinuccia.

—Un rato una y un rato la otra —las interrumpió la madre y, dirigiéndose a Mimì—: Tú no podrás, no sabes cómo llevarlo.

—¡Sí que lo llevo!

—Pero si es más alto que tú, ¿no lo ves?

Y, para demostrárselo, la mamita lo puso al lado de ella. Enseguida Mimì lo apretó contra su pecho con ambos brazos. Este gesto le pareció a Dinuccia un gesto de prepotencia y extendió las manos para coger el paraguas.

—¡Qué vergüenza! —gritó la madre—. ¡Qué espectáculo! ¡Qué niñas educadas! ¡Aquí, devolvedme el paraguas! ¡No lo tendrá ninguna de las dos!

Por la calle, aunque con los abrigos puestos y los barquitos en los pies, las dos niñas caminaron silenciosas, enfurruñadas, con los ojos brillantes y el pensamiento concentrado en aquel paraguas, por el cual seguramente la discusión empezaría de nuevo, apenas entraran en casa. La propiedad común está bien, pero ¿a quién le daría el paraguas la mamá, a la mañana siguiente? Se trataba de eso: de llevar aquel paraguas abierto, por la calle, bajo la lluvia. Y Dinuccia consideraba que le correspondía a ella, por derecho: no solo porque era la mayor, sino también porque… sí: ¿se podía dar mejor prueba de saber llevar un paraguas de la que daba ella en aquel mismo momento? Y gracias a aquella prueba, tan bien superada mientras caminaba, ¿acaso no merecía llevar ella el paraguas nuevo? ¿Por qué su mamá lo había comprado? ¿Para guardarlo, cerrado, bajo el brazo? Si su mamá con su paraguas resguardaba a Mimì, ¿por qué darle a ella el viejo, el de la sirvienta? Si acaso, el castigo tenía que ser solo para Mimì, aquella creída que nunca sabría llevar un paraguas tan bien como ella. ¡Eh, quería verla!

Mientras pensaba, Dinuccia intentaba mirar a su madre, sin perder el equilibrio, para ver si se daba cuenta de su habilidad. Pero, en cambio, vio que el rostro de su madre estaba más turbio y ceñudo de lo habitual, y el paraguas vaciló entre las dos manitas que lo sustentaban.

Tras salir de la tienda víctima de una rabiosa mortificación, la mamita luchaba en aquel momento para expulsar de su alma el peor de los pensamientos contra su Dinuccia: un pensamiento horrible que no quería ver reflejado, ni siquiera por un instante, en su conciencia, donde permanecería como una mancha, como una llaga.

Sin embargo, ante cada golpe, incluso leve, contra la dura realidad, en algunos momentos, aquel pensamiento odioso se asomaba de pronto. Y el pensamiento odioso era este: que si Dinuccia no existiera (no que tuviera que morir, ¡Dios, no!, pero si no existiera, sí, si no hubiera nacido), ella, solo con Mimì, que era tan alegre y abierta, que estaba siempre contenta, volvería a casarse. Mimì, sin duda, se haría amar por el hombre que ella eligiera como su nuevo compañero, enseguida se lanzaría a sus brazos, preguntándole a él también, con su gracia acostumbrada, sacudiendo la cabecita rizada: «¿Quieres?». ¿Y cómo no quererla? Dinuccia, en cambio, con aquellos ojos, siempre atónitos y serios… Imaginaba aquellos ojos dirigidos penosamente al padrastro y… ¡no, no, nunca! Sentía que con ella y por ella nunca daría aquel paso, no podría hacerlo.

La miró y enseguida, como siempre solía ocurrirle, sintió un remordimiento agudo y una ternura angustiosa por su pobre niña. La vio empeñada en dar muestra de habilidad y no pudo evitar sonreír. Hubiera querido que alguien, por la calle, exclamara: «¡Muy bien! ¡Miren qué bien lleva el paraguas aquella niña!». El paraguas viejo, pobrecita… ¡Quién sabe qué alegría sentiría, si le diera el nuevo! Ya, pero la otra… Eh, la otra… ¿Ganaba siempre? Si se había equivocado prometiéndole un paraguas, si no había podido comprar dos, ¿tenía que pagar la pobre pequeñina? Mimì no tenía que ser tan caprichosa y a Dinuccia, que sabía llevar tan bien el paraguas, le correspondía el nuevo y no el viejo.

Se lo dio. Pero la pequeñina no lo recibió con la alegría que su mamá había imaginado. No porque hubiera adivinado el triste pensamiento de ella (¿cómo podría hacerlo?). Tras reconocer su rostro turbio y ceñudo, Dinuccia había sentido un escalofrío y sus ojos se habían enturbiado pensando que no solo Mimì era mala, su mamá también lo era: protegía a Mimì y no se preocupaba por ella, la dejaba sola, con aquel paraguas viejo de la sirvienta, que chorreaba y que pesaba tanto, tanto que sus pequeños brazos estaban entumecidos y no podía sostenerlo más tiempo.

El nuevo pesaba menos y Dinuccia le dio las gracias a su mamá solo con una sonrisa. A la mamá le pareció poco y enseguida se dirigió a Mimì:

—Tú quédate conmigo, sé buena, ¿sí? Dinuccia se resguarda sola. ¿Qué diría la gente viéndola con este paraguas viejo? «¡Pobrecita!», diría. «¿Acaso es la sirvienta?». Y tú no quisieras, ¿verdad?, que se dijera eso de tu hermanita.

Mimì no habló, tenía una idea. Cuando llegaron al portal del edificio donde vivían, le suplicó a su mamá:

—¡Oh, mamá, yo por las escaleras! ¡Lo llevo yo por las escaleras!

Y así entró en casa, donde se sentía más segura, con el paraguas en su poder y no quiso cederlo, tras subir las escaleras, para que su mamá lo guardara, con la excusa de que Didì lo había llevado mucho tiempo por la calle. La pelea —inevitable— estalló mientras la madre se quitaba la ropa. Dinuccia arrancó el paraguas de las manos de Mimì e hizo que esta se cayera al suelo. Grito de Mimì, devolución del paraguas a ella y Dinuccia castigada sin cena.

Pero al anochecer, cuando la mamá fue a buscar a Dinuccia, que se había acurrucado en un rincón detrás del armario, y la encontró durmiendo, comprendió por qué la pequeñina no había recibido el paraguas con alegría, por la calle, y por qué, al contrario de lo habitual, ella, que como una viejita compadecía los caprichos de Mimì, la había hecho llorar: ¡Dinuccia ardía por la fiebre!

La mamá permaneció un instante contemplándola, en silencio, luego la cogió en brazos gritando:

—¡Oh, Dios, Dinuccia mía! ¡No, no, no!

Le quitó la ropa, la metió en la cama y se sentó a su lado, con el alma vacía y en vilo, aturdida por la lluvia que caía fragorosamente afuera.

Llovió sin pausa durante toda la noche y los seis días siguientes.

Mimì, al despertarse a la mañana siguiente, pensó en el paraguas, en los barquitos y en su abrigo nuevo.

El paraguas lo había puesto al lado de su cama y enseguida lo tuvo entre las manos; corrió a buscar los barquitos y el abrigo. Llovía: ¡qué bien! ¡Iría a la escuela perfectamente equipada, con los barquitos en los pies, el abrigo puesto y el paraguas en la mano, abierto, bajo el agua!

¿No? ¿No se iba a la escuela? ¿Por qué? ¿Dinuccia estaba enferma? ¡Qué lástima! Llovía tanto…

Hubiera querido pedirle a su mamá que la mandara a la escuela, a ella sola, sin Dinuccia. Pero su mamá no se ocupaba de ella: lloraba. Se lo pidió a la sirvienta pero esta, a punto de salir con prisa en busca de un médico, ni siquiera se volvió para contestarle.

Mimì permaneció un rato detrás de la ventana, mirando el agua, estruendosa e impetuosa, luego se situó ante el espejo del armario, con el abrigo de loden y los barquitos, se puso la capucha, bajándola hasta las cejas; abrió el paraguas con mucha dificultad y se contempló —feliz— en el espejo, encogida de hombros, con los piececitos juntos, riendo y temblando por los escalofríos que le procuraba aquella lluvia imaginaria.

Durante cinco días, cada mañana, Mimì hizo aquel ensayo ante el espejo. Y después de haberse contemplado durante una hora, en varias poses, tras quitarse el abrigo y los barquitos, iba a esconder el paraguas en un lugar que solo ella conocía. ¡Ah, aquel paraguas era suyo, sí, todo suyo, únicamente suyo, y nunca lo cedería, ni siquiera a su mamá! Pero qué pena toda aquella lluvia desperdiciada…

La noche del sexto día la sirvienta llevó a Mimì al apartamento vecino, donde vivían dos viejas señoras, amigas de su madre, que en los últimos días había visto varias veces por casa, entre la habitación y la cocina. Estaba tan ocupada con sus tesoros que no les hizo caso: hacía seis días que nada la preocupaba. Y estaba contenta de que su mamá estuviera tan ocupada con su hermanita enferma y que no la cuidara a ella, porque así podía «hacer el invierno» (el «invenno», decía ella) cuando y como quería. Era tan maleable que se adaptaba enseguida y se sentía cómoda en cualquier lugar: extraía la vida de sí misma y la difundía a su alrededor, alegremente, poblando con maravillas cada rincón, incluso el más desnudo y el más oscuro. Cenó en casa de las vecinas, jugó, charló con la sirvienta, cambiando continuamente de tema, y finalmente se durmió en su regazo.

Se despertó casi de madrugada, a causa de un sobresalto, sorprendida por un formidable ruido que había sacudido la casa y que ahora se alejaba retumbando profundamente en la lluvia violenta. La niña miró a su alrededor, perdida. ¿Dónde estaba? Aquella no era su casa, aquella no era su cama… Llamó a la sirvienta dos o tres veces, se destapó y se sentó en la cama. Todavía estaba vestida. Miró la cama contigua a la suya, intacta, y comprendió: aquella era la habitación de las dos viejas señoras, había entrado en ella muchas veces. Bajó de la cama, aterrada por el ruido de la lluvia que caía sobre el tragaluz y por el resplandor palpitante de los relámpagos. También la puerta de su casa estaba abierta, y Mimì entró y corrió a la habitación, gritando:

—¡Mamá! ¡Mamá!

Una de las dos viejas señoras, sentada al lado de la cama de la niña agonizante, corrió hacia ella para detenerla en el umbral.

—Ve, ve, pequeñina mía —le dijo—, tu mamá está en la otra habitación.

—¿Didì? —preguntó entonces la niña sorprendida, entreviendo en la débil claridad de la lámpara el rostro céreo de su hermanita en la cama.

—Sí, querida —le contestó la señora—, el Señor la quiere consigo. Didí se va al cielo…

—¿Al cielo?

Y Mimì salió, sin esperar respuesta; se detuvo en la sala a oscuras, un tanto perpleja. Oyó de nuevo, a través de la puerta abierta, el tremendo ruido de la lluvia que caía sobre el tragaluz, entrevió a través de la ventana, ante un nuevo pálpito de luz, el cielo trastornado, y se escapó por el pasillo.

Poco después las dos viejas señoras que velaban la agonía de Dinuccia la vieron aparecer con aquel paraguas más grande que ella en las manos, balbuceando:

—El paraguas… a Didí… en el cielo… llueve.

53 Reproduciendo el lenguaje infantil de Mimì, Pirandello utiliza el término barquitos para significar los chanclos.