NACE UN DÍA
La palidez espectral del amanecer se ha detenido en los cristales de la ventana con las hojas abiertas, y parece que no tenga fuerzas para entrar en la oscuridad de la habitación.
Poco a poco empieza a difundirse un hormigueo en la sombra. Y primero se engancha en el leve bordado de las cortinas, luego, casi evaporándose, se trasparenta entre los barrotes enrarecidos de una jaula que cuelga al lado de la ventana, en el medio, todavía sin despertar al canario acurrucado en la percha. Después, adentrándose, lame apenas las patas y el borde de una mesita negra delante de la ventana y, poco a poco, se extiende sobre ella, avistando los objetos a tientas: algunos papeles, algunos libros, una paletilla de hierro esmaltado con el mango de latón y una vela consumida, una carta sellada, otra carta, un sello de lacre, un retrato fotográfico… ¡Oh! ¿Qué tiene aquel retrato? Un alfiler en el cuello. ¿Y se ríe? Sí, se puede distinguir bien: el joven representado en aquel retrato ríe con aire arrogante, sin preocuparse por aquel alfiler en el cuello. ¿Y luego? Una pistola. ¿Un brazo? Sí, y otro brazo y la cabeza despeinada de una mujer.
¿Muerta?
La pálida luz supera, sin un escalofrío, aquel descubrimiento. La cabeza de aquella mujer no le importa más que el bordado de las cortinas, más que la madera de la mesita o que la culata de hueso de la pistola.
Sigue penetrando lentamente en la habitación, llega a la pared opuesta a la ventana y descubre un pequeño lavamanos con un espejo ovalado a los pies de la cama; la cama intacta, con un sombrero, un viejo bolso de cuero rojo, un paraguas, un libro.
De pronto el canario se despierta en la jaula; mira hacia el cielo girando su cabecita amarilla hacia un lado; se mueve en la percha con un débil pío.
¡Buenos días!
Los brazos, la cabeza de la mujer, permanecen abandonados en la mesita. Entre el pelo negro y despeinado, se entrevé una oreja que parece de cera.
Bien, sí. Puedes reírte.
¿Qué te ha hecho esta mujer, clavándote en el cuello el alfiler de su sombrero?
Nada.
Tal vez esta noche, mientras dormías plácidamente, habrás sentido que te picaba un insecto en el cuello y habrás levantado la mano para rascarte, mientras seguías durmiendo y sonriendo en el sueño.
Porque se ve: tienes el aspecto de no creer en la amenaza de un suicidio.
Tienes tan cerca la cabeza abandonada de ella y, riendo, miras hacia otro lado, como si todavía no creyeras que haya podido matarse de verdad.
Miras a lo lejos, tú.
Sabes que el mundo es ancho y que puedes encontrar fácilmente un lugar: no hay nada que pueda retenerte, aquí o en otro sitio.
Quien tiene mucha vida en sí, vida de afectos y de pensamientos, y la difunde con amor también entre las cuatro paredes de una habitación, puede no advertir la angustia material, porque aquella habitación se convierte idealmente en todo su mundo y no sabría separarse de él. Pero uno como tú, sin estorbos de afectos ni de pensamientos, digo, de aquellos que no se dejan poner de un momento a otro en las maletas para ser transportados a otro lugar, puede viajar fácilmente y encontrar un sitio en cualquier lugar.
Para ti la vida está fuera.
Esta habitación está demasiado impregnada por el hedor nauseabundo del sebo de la vela totalmente consumida. Tú no lo percibes y te ríes, porque aquí solo está tu efigie. Tampoco ella lo percibe. Quizás el canario lo haga.
¡Mira! La puerta de la jaula está abierta. Ella la habrá dejado así, anoche, atándola con un lazo a una barra para evitar el cierre.
El canario sigue mirando, sacudiendo su cabecita amarilla y saltando inquieto de un barrote al otro.
No se ha percatado de que la puerta está abierta.
Ahora sí, se asoma, alarga y retira la cabecita. Parece que hace reverencias.
¿O espera una invitación para salir?
La invitación no llega y, perplejo, sigue intentándolo, picando en el aire, con píos breves y agudos.
Ah, ahora ha volado a la cama.
A punto de posarse sobre ella, se mantiene revoloteando, consternado; cae sobre la sábana intacta y compuesta sobre la almohada, salta, buscando, gimiendo, baja, se acerca al bolso de cuero rojo, espía dos y tres veces y luego lo pica; otro salto y ya se encuentra encima del paraguas; mira a su alrededor, perdido; y de nuevo, a la jaula.
Tú, desde el retrato, sigues riendo.
¿Acaso sabes que ella tenía la amable costumbre de dejar abierta así, cada noche, la puerta de la jaula, para que por la mañana aquel querido animalito volara hasta su cama, ante una llamada, y saltara entre sus dedos o buscara el calor de su pecho o le picara los labios o el lóbulo de la oreja?
Por la calle se oye el frotar de las escobas de los barrenderos o el ruido de algún carro de lechero.
La luz ha crecido y vibra, difundiéndose.
Una mosca, desde el cristal de la ventana, vuela a la cortina y de allí al hombro de ella. En dos movimientos se desliza sobre el cuello de su chaqueta, sin saber si posarse en la nuca que se percibe parcialmente, como de cera, entre los rizos negros. Vuela de nuevo, ahora está en el alfiler que tienes en el cuello, baja por él y llega a tu cara, te deja un pequeño lunar en la mejilla y se va.
Oh, así, con este lunar en la mejilla, estás más guapo.
Sigue riendo, querido.
Curiosa, aquella mosca que vuela; curioso, aquel canario que salta tras volver a su jaula; y aquella jaula que se tambalea, en esta habitación que se aclara más recibiendo la luz de un día que aquí, para el cuerpo de aquella mujer volcado sobre la mesa, ya no existe.
Como si hubiera tomado una decisión, el canario trina fuerte para pedir ayuda. Entonces la cabeza de aquella mujer abandonada en los brazos, en la mesita, se mueve.
Quién sabe desde hace cuántas horas, allí encorvada, la joven estira la espalda; encoge los brazos con los puños cerrados hacia su pecho y contrae todo su rostro cansado y descompuesto con una suerte de sollozo en la garganta y en la nariz.
Pero enseguida, tal vez por el hedor nauseabundo que impregna la habitación, junto con el horrible desconcierto del estómago hambriento, se le despierta —no menos horrible— la conciencia del acto no realizado.
¡No se ha suicidado!
Vencida por el cansancio, en la desesperación, después de haber escrito las dos cartas y de haber inclinado la frente antes de decidirse, se durmió. Ahora abre los ojos y ve las dos cartas selladas y la pistola al lado. La conmoción se convierte enseguida en rabia que la empuja a levantarse.
Un calambre en una pierna.
Un entumecimiento de los dedos de la mano derecha.
Pero mientras aprieta con la otra mano aquellos dedos entumecidos e intenta con el peso de todo su cuerpo hacer presión sobre la pierna que le duele, para disolver el calambre, sus ojos se dirigen al retrato en la mesita, con el alfiler en el cuello. Deja de percibir el calambre y el entumecimiento de los dedos: coge el alfiler y empieza a pinchar, furibunda, el rostro del joven retratado, hasta que lo destroza, hasta que no se distingue nada. Finalmente, aún insatisfecha, hace trizas el papel desfigurado y lo arroja al suelo.
Homicidio y dispersión del cadáver.
Está realmente trastornada por el furor, con ojos de loca. Abre la ventana. Inclina la cabeza hacia atrás y cierra los ojos por la pena que le provoca el aire nuevo, entrando y abriendo su pecho oprimido donde su corazón late todavía y le duele.
Comprende que no puede quedarse allí, sola consigo misma, ni un minuto más, con aquellas dos cartas selladas y aquella pistola bajo los ojos. Corre a la cama, coge el sombrero y se lo pone sobre el pelo despeinado. Coge el bolso de cuero y mete dentro las cartas y la pistola.
Sale de la habitación al pasillo todavía oscuro, como una ladrona.
Está a punto de abrir la puerta y bajar por las escaleras cuando una voz grita desde una puerta al fondo del pasillo:
—¡Eh! ¡Señorita!
Permanece un momento perpleja, al acecho, luego, encogiéndose de hombros, airada, abre la puerta, la cierra, baja precipitadamente el primer tramo. Cuando llega al rellano tiene que parar porque una mujer adiposa, medio desnuda, jadeando por la grasa, por el sueño interrumpido de repente y por la carrera, tras abrir la puerta, empieza a gritar desde la barandilla:
—Ah, ¿se escapa? Y yo me visto, ¿sabe? ¡Voy a la comisaría! ¿Le parece que cuatro libros y tres trapos son suficientes para garantizarme cinco meses de alquiler? ¡Voy a la comisaría! ¡Tendría que avergonzarse! ¡Escaparse así!
Como un perro que ladra fuera de la trampa, ante cada pregunta, ante cada amenaza que lanza, se inclina hacia delante y hacia atrás, y con sus manos rudas y rojizas aferra la barandilla (al no poder aferrarse a otra cosa), mientras su voz retumba desde lo alto en el vacío de la escalera todavía invadida por la sombra y por el silencio de la noche.
Aunque de aspecto fiero, la joven se queda aplastada, aterrada.
No sabe huir ni encontrar la voz para contestar de alguna manera y que se calle. Finalmente, como obligada, hace unas señales para decir que sí, que irá…
—… ¿a ver al viejo? —pregunta la voz, desde arriba.
Asiente con la cabeza, varias veces. Y después de esta señal, como si tuviera derecho a hacerlo, vuelve a bajar cómodamente por la escalera, sacando del bolso los guantes gastados, para ponérselos, mientras la otra, ya calmada, se retira del rellano mascullando:
—¡Menos mal que se ha convencido!