«¡LEONORA, ADDIO!»
Oficial de complemento con veinticinco años, a Rico Verri le complacía la compañía de los otros oficiales del regimiento, todos del continente, quienes, sin saber cómo pasar el tiempo en aquel polvoriento pueblo del interior de Sicilia, habían rodeado como moscas a la única familia acogedora: la familia La Croce, compuesta por el padre, don Palmiro, ingeniero minero (Sampognetta, como lo llamaban todos porque, distraído, silbaba siempre), por la madre, doña Ignazia, oriunda napolitana (conocida en el pueblo como La Generala y que ellos llamaban, quién sabe por qué, doña Nicodema); y por cuatro hermosas hijas, rellenitas y sentimentales, vivaces y apasionadas: Mommina y Totina, Dorina y Memè.
Con la excusa de que en el continente «se hacía así», aquellos oficiales, entre el escándalo y las malas lenguas de todas las demás familias del pueblo, habían conseguido que aquellas cuatro jóvenes realizaran las locuras más audaces y ridículas, tratándolas con tanta confianza que cualquier mujer se sonrojaría si se lo contaran, y también ellas, si no hubieran estado más que seguras de que en el continente se hacía así y nadie lo criticaba. Las llevaban al teatro, a su palco lateral, y cada hermana, entre dos oficiales, era pellizcada por el de la izquierda y al mismo tiempo el de la derecha le ofrecía un caramelo o un bombón. En el continente se hacía así. Si el teatro estaba cerrado, escuela de baile y representaciones cada noche en casa de la familia La Croce: la madre tocaba al piano, como una tempestad, todas las «piezas de ópera» que habían escuchado durante la última temporada, y las cuatro hermanas, dotadas de discretas vocecitas, cantaban, con disfraces improvisados, también las partes de los hombres, con los bigotes recortados con tapones de corcho sobre los labios, y unos sombreros con plumas y las chaquetas y los sables de los oficiales. Había que ver a Mommina, que era la más rellenita de todas, en el papel de Siebel en el Fausto:59
Le parlate d’amor —o cari fior…
Todos cantaban los coros a grito pelado, también doña Nicodema desde el piano. En el continente se hacía así. Y siempre para hacer como se hacía en el continente, cuando los domingos por la noche tocaba en el jardín comunal la banda del regimiento, cada una de las cuatro hermanas se alejaba del brazo de un oficial por los caminos más apartados, buscando luciérnagas (¡nada malo!), mientras La Generala permanecía vigilando las sillas alquiladas, dispuestas en círculo, vacías, y fulminaba a los paisanos que la miraban con ironía y desprecio: los salvajes eran ellos, idiotas que no sabían que en el continente se hacía así.
Todo fue bien hasta que Rico Verri, quien antes estaba de acuerdo con doña Ignazia sobre el odio contra todos los salvajes de la isla, poco a poco, enamorándose en serio de Mommina, empezó a convertirse él mismo en un salvaje. ¡Y qué salvaje!
En las fiestas, en las locuras de sus colegas oficiales nunca había participado, solo había asistido, divirtiéndose. Cuando había querido intentar actuar como los demás, es decir, bromear con aquellas jóvenes, enseguida, como buen siciliano, se había tomado en serio la broma. Y entonces, ¡adiós diversión!: Mommina tuvo que dejar de cantar, de bailar, de ir a teatro, y de reírse como antes.
Mommina era buena, la más sabia de las cuatro hermanas, la sacrificada, la que preparaba la diversión para los demás y la que gozaba a costa de fatigas, vigilias y tormentosos pensamientos. El peso de la familia recaía sobre sus hombros, porque su madre hacía el papel del hombre, incluso cuando don Palmiro no estaba trabajando en la azufrera.
Mommina entendía muchas cosas: antes que nada, entendía que los años pasaban; que su padre, con aquel desorden en casa, no conseguía ahorrar nada; que nadie en el pueblo saldría nunca con ella, como ninguno de aquellos oficiales saldría realmente con ninguna de ellas. Verri, en cambio, no bromeaba: ¡al contrario! Y seguramente se casaría con ella si ella respetaba aquellas prohibiciones, resistiendo a todas las invitaciones, a las presiones, a la rebelión de su madre y de sus hermanas. Ahí estaba: pálido, ardiente, al verla asediada, con los ojos clavados en ella, listo para reaccionar ante la mínima observación de uno de aquellos oficiales. Y una noche reaccionó y se armó un buen jaleo: sillas por los aires, cristales rotos, gritos, llantos, convulsiones. Tres desafíos, tres duelos. Hirió a dos adversarios y fue herido por el tercero. Cuando, una semana después, todavía con la muñeca vendada, se presentó en casa de los La Croce, La Generala lo embistió enfurecida. Mommina lloraba; las tres hermanas intentaban contener a su madre, considerando más conveniente que interviniera su padre, en cambio, para poner en su lugar a aquel que, sin derecho alguno, había querido dictar ley en casa de otros. Pero don Palmiro, sordo, silbaba como siempre en otra habitación. Una vez evaporada la rabia inicial, Verri, por desquite, prometió que, apenas terminara su formación como oficial de complemento, se casaría con Mommina.
La Generala ya había pedido información en el pueblo cercano de la costa meridional de la isla y había sabido que él, sí, pertenecía a una familia rica, pero su padre tenía fama de usurero, de hombre tan celoso que en pocos años su mujer había muerto de pena. Por eso, ante la petición de matrimonio, quiso que su hija tuviera unos días para reflexionar. Y tanto ella como sus hermanas le aconsejaron a Mommina que no aceptara. Pero Mommina, además de todo lo que entendía, sentía también pasión por los melodramas y Rico Verri… Rico Verri se había batido en duelo por ella; Raul, Ernani, don Alvaro…60
… Nè toglier mi potrò l’immagin sua dal cor…61
No cedió y se casó con él.
No sabía ante qué condiciones él, por la locura de ganar contra todos aquellos oficiales, se había rendido con su padre usurero y cuáles otras había establecido consigo mismo para compensar del sacrificio que le había costado aquel desquite, pero también para elevarse frente a sus paisanos, que conocían bien la fama de la familia de su mujer en el pueblo cercano.
Mommina fue aprisionada en la casa más alta del pueblo, en una colina aislada y ventosa, frente al mar africano. Todas las ventanas herméticamente cerradas, cristales y persianas. Una sola, pequeña, abierta al panorama del campo lejano, del mar lejano. Solo se divisaban los tejados de las casas del pueblo, los campanarios de las iglesias: solo tejas amarillentas, más altas, más bajas. Rico Verri encargó en Alemania dos cerraduras especiales, y no le bastaba cerrar la puerta con aquellas dos llaves; cada mañana, durante un buen rato la empujaba con ambos brazos para asegurarse de que estaba bien cerrada. No encontró una sirvienta que aceptara vivir en aquella prisión y se condenó a ir cada día al mercado para la compra, y condenó a su mujer a ocuparse de la cocina y de las tareas domésticas más humildes. Cuando volvía a casa, no le permitía entrar ni al muchacho que cargaba la compra que entrara; él se cargaba con todos los paquetes de la cesta, cerraba la puerta de un empujón y, apenas se libraba de la carga, corría a inspeccionar todas las ventanas, también aseguradas internamente con candados cuya llave él solo tenía.
Inmediatamente después del matrimonio, los mismos celos de su padre habían ardido en su interior, más feroces y exasperados por un pesar sin sosiego y por la certeza de no poderse proteger de ninguna manera, por muchas trancas que pusiera en puertas y ventanas. No había salvación para sus celos: eran causados por el pasado; la traición estaba allí, cerrada en aquella prisión; estaba en su mujer, viva, perenne, indestructible, en los recuerdos de ella, en aquellos ojos que habían visto, en aquellos labios que habían besado. Ni ella podía negarlo, no podía hacer más que llorar y asustarse cuando lo veía terrible, alterado por la ira de uno de aquellos recuerdos que había encendido la visión siniestra de más sospechas infames.
—¿Así, es cierto? —rugía—, te apretaba así… los brazos, ¿así? La cintura… ¿cómo te la apretaba… así? ¿Así? ¿Y la boca? ¿Cómo te la besaba? ¿Así?
Y la besaba y la mordía y le arrancaba el pelo, su pobre pelo sin peinar porque él no quería que se peinara ni que llevara sujetador ni que se cuidara mínimamente.
No sirvió en absoluto el nacimiento de la primera hija, y luego de la segunda; con ellas creció el martirio de Mommina, porque las dos pobres criaturas, con los años, empezaron a entender. Asistían, aterradas, a aquellos asaltos repentinos de furiosa locura, a aquellas escenas salvajes; sus rostros palidecían y sus ojos se agrandaban desmesuradamente.
¡Ah, aquellos ojos en aquellos rostros pálidos! Parecía que solo ellos crecieran, por el miedo que los mantenía siempre tan abiertos.
Delgadas, pálidas, mudas, seguían a su mamá en la penumbra de aquella cárcel, esperando a que él saliera de casa para asomarse con ella a la única ventana abierta para beber un poco de aire, para mirar el mar lejano y contar en los días serenos las velas de los barcos, para mirar el campo y contar las blancas villas entre el verde variado de los viñedos, de los almendros y de los olivos.
Nunca habían salido de casa y deseaban tanto estar allí, en aquel verde, y le preguntaban a su madre si ella, al menos, había estado en el campo y querían saber cómo era.
Al oírlas hablar así no podía contener las lágrimas, y lloraba en silencio, mordiéndose el labio y acariciando sus cabecitas, hasta que el dolor le cortaba la respiración, lo que la empujaba a ponerse de pie, agitada; pero no podía. El corazón, su corazón latía precipitado como el galope de un caballo que hubiera huido. Ah, el corazón, su corazón no aguantaba más, quizás también por aquella gordura, por aquella pesadez de carne muerta, sin sangre.
Además, podían parecer una burla atroz los celos de aquel hombre por una mujer cuyos hombros, sin ser protegidos por el sostén, habían caído, y cuyo vientre había subido exageradamente, hasta aguantar los pechos flojos; por una mujer que vagaba jadeante por su casa, con pasos lentos y fatigados, despeinada, aturdida por el dolor, convertida casi en materia inerte. Pero él la veía siempre tal como era antes, cuando la llamaba Mommina o también Mummì y enseguida, tras pronunciar su nombre, tenía ganas de apretarle los blancos y frescos brazos que se trasparentaban por el encaje de su camisa negra, apretarlos fuerte, a escondidas, con toda la vehemencia del deseo, hasta que ella emitiera un pequeño grito. En el jardín comunal tocaba entonces la banda del regimiento y el perfume intenso y suave de los jazmines y de los azahares embriagaba, en el hálito caliente de la noche.
Ahora la llamaba Momma o, cuando quería golpearla también con la voz: ¡Mò!
Por suerte, hacía un tiempo que no estaba mucho en casa; salía también por la noche y nunca volvía antes de las doce.
Ella no se preocupaba por saber adónde iba. Su ausencia era el mayor alivio que pudiera esperar. Después de acostar a sus hijas, cada noche lo esperaba asomada a aquella ventana. Miraba las estrellas; todo el pueblo estaba bajo sus ojos; una vista extraña: entre la claridad que se esfumaba de las farolas de las calles angostas, cortas o largas, tortuosas o en pendiente, la multitud de los tejados de las casas, como dados negros suspendidos en aquella claridad; oía en el silencio profundo de las calles más cercanas algún sonido de pasos, la voz de alguna mujer que quizás, como ella, esperaba; el ladrar de un perro y, con más angustia, el sonido de la hora en el campanario de la iglesia cercana. ¿Por qué aquel reloj medía el tiempo? ¿Para quién marcaba las horas? Todo estaba muerto, y vacío.
Una de aquellas noches se alejó tarde de aquella ventana y vio en la habitación, echado en una silla, el traje que su marido solía llevar (había salido antes de lo acostumbrado y se había puesto otro traje, que guardaba para las grandes ocasiones), y pensó en buscar, por curiosidad, en los bolsillos de la americana, antes de colgarla en el armario. Encontró uno de aquellos folletos publicitarios que se distribuyen en las cafeterías y por la calle. Se anunciaba, precisamente para aquella noche, en el teatro del pueblo, el estreno de La forza del destino.
Ver aquel anuncio, leer el título de la ópera y estallar en un llanto desesperado fue cuestión de un instante. Su sangre había afluido de pronto a su corazón, para subir hasta su cabeza, representando ante sus ojos la imagen del teatro del pueblo, el recuerdo de las noches antiguas, la alegría despreocupada de su juventud junto a sus hermanas.
Sus dos hijas se despertaron del sobresalto y acudieron, asustadas, en camisón. Creían que su padre había vuelto. Al ver a su madre que lloraba, sola, con aquel papel amarillo en las rodillas, se quedaron estupefactas. Entonces ella, al principio incapaz de articular palabra alguna, empezó a agitar aquel anuncio y luego, tragándose las lágrimas y forzando horriblemente su rostro lacrimoso para que albergara una sonrisa, empezó a decir, entre los sollozos que se transformaban en extraños accesos de risa:
—El teatro… el teatro… es esto, el teatro: La forza del destino. Ah, vosotras, pequeñinas mías, pobres almitas mías, no lo sabéis. Os lo digo yo, os lo digo yo, venid, volved a vuestras camas para no coger frío. Ahora os lo hago yo, sí, sí, os lo hago yo, el teatro. Venid.
Tras reconducir a sus hijas a la cama, el rostro encendido y el cuerpo sacudido por los sollozos, empezó a describir el teatro, los espectáculos que se representaban, el escenario, la orquesta, las escenografías. Luego narró el argumento de la ópera y nombró a los diferentes personajes y su vestuario. Y finalmente, entre la sorpresa de las niñas que la observaban, sentadas en la cama, temiendo que hubiera enloquecido, se puso a cantar con extraños gestos esta y aquella aria y los duetos y los coros, representando los papeles de varios personajes: toda La forza del destino. Hasta que, exhausta, con el rostro cárdeno por el esfuerzo, llegó a la última aria de Leonora: «Pace, pace, mio Dio». Se puso a cantarla con tanta pasión que, después de los versos
Come il dì primo da tant’anni dura
Profondo il mio soffrir,
no pudo continuar: rompió de nuevo a llorar. Pero se reanimó enseguida; se levantó; hizo que las dos niñas asombradas se acostaran de nuevo en sus camas y, besándolas y tapándolas, prometió que al día siguiente, cuando su padre saliera de casa, les representaría otra ópera, más hermosa, Gli Ugonotti, sí, y luego otra, ¡una por día! Así, sus amadas pequeñinas, vivirían al menos de su vida pasada.
Volviendo del teatro, Rico Verri notó enseguida en el rostro de su mujer un brillo insólito. Ella temió que su marido la tocara: se daría cuenta del temblor convulso que todavía la agitaba. Cuando, a la mañana siguiente, él notó algo insólito también en los ojos de sus hijas, empezó a sospechar. No dijo nada, pero se propuso descubrir si había algún acuerdo secreto, llegando a casa por sorpresa.
Su sospecha fue confirmada la noche del día siguiente, cuando encontró a su mujer deshecha, con un jadeo de caballo, los ojos brillantes, el rostro congestionado, incapaz de sostenerse de pie, y a sus hijas pasmadas. Les había cantado toda Gli Ugonotti, toda, desde el primero hasta el último verso. No había solo cantado, había representado todos los papeles, incluso dos o tres a la vez. Las niñas tenían en los oídos el aria de Marcello:
Pif, paf, pif,
dispersa sen vada
la nera masnada,
y el estribillo del coro que habían aprendido a cantar con ella:
al rezzo placido
dei verdi faggi
correte, o giovani
vaghe beltà…
Rico Verri sabía que su mujer sufría del corazón y fingió creer que había sido un repentino asalto de la dolencia.
Al día siguiente, volviendo a casa dos horas antes de lo acostumbrado, al introducir las dos llaves alemanas en la cerradura, creyó escuchar extraños gritos en el interior de su casa; aguzó el oído; miró, ensombreciéndose, las ventanas cerradas… ¿Quién cantaba en su casa? «Miserere d’un uom che s’avvia…» ¿Su mujer? ¿Il Trovatore?
Sconto col sangue mio
L’amor che posi in te!
Non ti scordar, non ti acordar di me,
Leonora, addio!
Entró precipitadamente en casa; subió la escalera a saltos, encontró en la habitación, detrás de la cortina de la cama, el cuerpo enorme de su mujer en el suelo, con un sombrero de plumas en la cabeza, los bigotes recortados con tapones de corcho sobre los labios, y a sus dos hijas sentadas en dos sillas, inmóviles, con las manos en las rodillas, los ojos y la boca abiertos, a la espera de que la representación de su mamá continuara.
Rico Verri, con un grito de rabia, se lanzó sobre el cuerpo de su mujer y lo empujó con el pie.
Estaba muerta.
59 Ópera de Charles Gounod.
60 Personajes de óperas: el primero es un personaje de Gli Ugonotti de Meyerbeer, el segundo de la homónima ópera de Verdi, el tercero de La forza del destino, también de Verdi.
61 Breve pasaje del cuarto acto de La forza del destino.