LA LUZ DE LA OTRA CASA
Ocurrió una noche de domingo, al regreso de un largo paseo.
Tullio Buti había alquilado aquella habitación dos meses antes. La propietaria, la señora Nini, buena viejecita chapada a la antigua, y su hija soltera, prematuramente envejecida, no lo veían nunca. Salía cada mañana muy temprano y volvía cuando ya era noche cerrada. Sabían que trabajaba en un ministerio, también que era abogado. Nada más.
La habitación, más bien angosta, amueblada modestamente, no conservaba rastros de su presencia. Parecía que, a propósito, quisiera permanecer extraño, como en una habitación de hotel. Había, sí, ordenado su ropa interior en la cómoda y había colgado algún traje en el armario; pero nada en las paredes ni en los otros muebles: ni un estuche, ni un libro, ni un retrato; nunca un sobre en la mesa; nunca una prenda en la silla, una corbata como señal de que allí se consideraba en su casa.
Las Nini, madre e hija, temían que no durara mucho. Les había costado mucho alquilar aquella habitación. Varias personas habían ido a verla pero nadie había querido quedársela. En verdad, no era muy cómoda ni muy alegre, con aquella única ventana que daba a una calle angosta, privada, por la cual no entraba aire ni luz, oprimida por la casa de enfrente.
Madre e hija habían planeado compensar al deseado inquilino con cuidados y atenciones; habían estudiado y preparado varias propuestas, mientras esperaban. «Le haremos esto, le diremos lo otro», y así, sobre todo ella, Clotildina, la hija. Tantas delicadezas, tantos gestos de «civilización», como decía su madre, oh, pero así, sin segundas intenciones. Pero ¿cómo dedicárselas si nunca se dejaba ver?
Tal vez, si lo vieran, entenderían enseguida que su miedo era infundado. Aquella habitación triste, oscura, oprimida por la casa de enfrente, concordaba con el humor del inquilino.
Tullio Buti caminaba siempre solo por la calle, sin ni siquiera los dos compañeros de los solitarios más esquivos: el cigarro y el bastón. Con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo, los hombros encogidos, el ceño fruncido, el sombrero calado hasta los ojos, parecía incubar el más oscuro de los rencores contra la vida.
En la oficina, nunca intercambiaba palabras con sus colegas, quienes todavía no habían establecido cuál de los dos apodos, búho u oso, le iba mejor.
Nadie lo había visto entrar nunca, por la noche, en algún café. Muchos, en cambio, lo habían visto evitar las calles más frecuentadas para sumergirse en la sombra de las calles largas y solitarias de los barrios altos, apartándose siempre de los muros y doblando sin entrar en el círculo de luz que las farolas proyectan en las aceras.
Ni un gesto involuntario ni una mínima contracción de sus facciones, ni una señal de los ojos o de los labios revelaban los pensamientos en los cuales parecía absorto, el profundo duelo que lo enclaustraba. La devastación que estos pensamientos y este duelo tenían que haber obrado en su alma, se hacía evidentísima en cómo miraban, fijamente, sus ojos claros, agudos, y en la palidez de su rostro deshecho y la barba descuidada y precozmente entrecana.
No escribía y no recibía nunca cartas; no leía diarios; no se paraba nunca para mirar lo que atraía la curiosidad de los demás, pasara lo que pasara por la calle; y si a veces la lluvia lo sorprendía desprotegido, seguía avanzando al mismo paso, como si no pasara nada.
No se sabía qué hacía así en la vida. Tal vez no lo sabía ni él. Vivía… Quizás ni siquiera sospechaba que se podía vivir de manera diferente o que, viviendo de manera diferente, se podía sentir menos el peso del tedio y de la tristeza.
No había tenido infancia; no había sido joven, nunca. Las escenas salvajes a las cuales había asistido en la casa paterna desde los años más tiernos, por la brutalidad y la tiranía feroz de su padre, habían quemado en su espíritu cualquier germen de vida.
Tras la muerte de su madre, todavía joven, por la violencia atroz de su padre, la familia se había perdido: una hermana se había metido a monja; un hermano se había escapado a América. Él también había huido de aquella casa y, a través de dificultades increíbles, había conseguido alcanzar cierto estatus.
Ahora ya no sufría. Parecía que lo hacía, pero también el sentimiento del dolor se había resecado en su interior. Parecía siempre absorto en pensamientos, pero no, había dejado de pensar. Su espíritu había permanecido suspendido en una especie de tenebrosidad atónita que solo le permitía advertir, pero apenas, algo amargo en su garganta. Paseando por la noche por las calles solitarias, contaba las farolas, no hacía otra cosa, o miraba su sombra o escuchaba el eco de sus pasos, o a veces se paraba ante los jardines de las villas para contemplar los cipreses, cerrados y oscuros, como él, más nocturnos que la noche.
Aquel domingo, cansado después del largo paseo por la antigua Via Appia, había decidido volver a casa. Todavía era pronto para la cena. Esperaría en su habitación a que el día terminara de morir y llegara la hora.
Para las Nini, madre e hija, fue una sorpresa muy grata. Clotildina, por la alegría, aplaudió. ¿Cuál, entre las muchas atenciones estudiadas y preparadas, entre tantas finuras y gestos de «civilización», dedicarle primero? Madre e hija se pusieron de acuerdo: de pronto Clotildina pataleó, se golpeó la frente. ¡Oh, Dios, la luz! Había que llevarle una lámpara, de las buenas, conservada a propósito, de porcelana con amapolas pintadas y la esfera esmerilada. La encendió y fue a llamar con discreción a la puerta del inquilino. Temblaba tanto por la emoción que la esfera, oscilando, golpeando el tubo corría el riesgo de llenarse de humo.
—¿Permiso? La lámpara.
—No, gracias —contestó Buti—, estoy a punto de salir.
La solterona hizo una mueca, con la mirada baja, como si el inquilino pudiera verla e insistió:
—Se la he traído para que no esté a oscuras.
Pero Buti repitió, duro:
—Gracias, no.
Se había sentado en el pequeño canapé detrás de la mesa y abría sus ojos ausentes en la sombra que poco a poco se volvía más densa en la habitación, mientras en los cristales moría tristísimo el último resplandor del crepúsculo.
¿Cuánto tiempo permaneció así, inerte, con los ojos abiertos, sin pensar, sin advertir las tinieblas que lo habían envuelto?
De pronto, vio.
Estupefacto, miró a su alrededor. Sí. La habitación se había alumbrado de pronto, de una luz blanda y discreta, como por un soplo misterioso.
¿Qué era? ¿Cómo había ocurrido?
Ah, sí. La luz de la otra casa. Una lámpara ahora mismo encendida en la casa de enfrente: el hálito de una vida extraña que entraba para disipar la oscuridad, el vacío, el desierto de su existencia.
Permaneció un rato mirando aquella claridad como si fuera algo prodigioso. Y una intensa angustia taponó su garganta al notar con qué suave caricia se posaba sobre su cama, sobre la pared y sobre sus manos pálidas, abandonadas en la mesa. En aquella angustia surgió el recuerdo de su angustiosa infancia, de su madre. Y le pareció que la luz de un amanecer lejano soplara en la noche de su espíritu.
Se levantó, se acercó a la ventana y, furtivamente, detrás de los cristales, miró hacia allí, hacia la casa de enfrente, hacia la ventana iluminada.
Vio una familia reunida alrededor de la mesa: tres niños y el padre ya sentados, la madre todavía de pie, que servía la comida, intentando —como él podía deducir por sus movimientos— frenar la impaciencia de los dos mayores, que blandían la cuchara y se movían inquietos en la silla. El último estiraba el cuello, movía su rubia cabecita: evidentemente, le habían atado el babero demasiado estrecho alrededor del cuello, pero si su mamita se apresuraba en servirle la menestra, dejaría de percibir la molestia de aquel lazo demasiado estrecho. Sí, sí, de hecho: ¡con qué voracidad se lo tragaba todo! Se metía toda la cuchara en la boca. Y su papá, entre el humo que se evaporaba de su plato, reía. Ahora se sentaba también la madre, justo enfrente. Tullio Buti hizo ademán de retirarse, instintivamente, al ver que ella, sentándose, había levantado la mirada hacia su ventana, pero pensó que, estando a oscuras, no podía ser visto y permaneció allí, asistiendo a la cena de aquella familia, olvidándose de la suya.
A partir de aquel día, todas las noches, tras salir de su despacho, en vez de dedicarse a sus habituales y solitarios paseos, volvió a casa. Cada noche esperó a que la oscuridad de su habitación se blanqueara suavemente por la luz de la otra casa y permaneció allí, detrás de los cristales, como un mendigo, saboreando con angustia infinita aquella intimidad dulce y querida, aquel consuelo familiar, del que los demás gozaban, del que él también, de niño, en alguna infrecuente noche de calma había gozado cuando su mamá… su mamá… como aquella…
Y lloraba.
Sí. La luz de la otra casa obró este prodigio. La tenebrosidad atónita, en la cual el espíritu de Buti había estado suspendido durante tantos años, se disolvió ante aquella blanda claridad.
Tullio Buti no pensó en todas las suposiciones que el hecho de que permaneciera a oscuras tenía que provocar en la propietaria de la casa y en su hija.
Dos veces más Clotildina le había ofrecido la lámpara, en vano. ¡Que al menos encendiera la vela! No, tampoco. ¿Acaso se encontraba mal? Clotildina había osado preguntárselo, con voz tierna, desde la puerta, la segunda vez que le había ofrecido la lámpara. Él le había contestado:
—No, estoy bien así.
En fin… ¡sí, Dios santo, era justificable! Clotildina había espiado por el agujero de la cerradura y, con sorpresa, había visto en la habitación del inquilino la claridad difundida por la luz de la otra casa, de la casa de la familia Masci, precisamente. Y lo había visto a él, de pie trás de los cristales, mirando atentamente la casa de los Masci.
Clotildina había corrido, trastornada, a revelarle a su madre el gran descubrimiento:
—¡Está enamorado de Margherita! ¡De Margherita Masci! ¡Está enamorado!
Algunas noches más tarde, mientras Tullio Buti estaba mirando la habitación de enfrente, donde la familia, como siempre —pero aquella noche sin el padre—, estaba cenando, vio entrar, con sorpresa, a la señora Nini y a su hija, que eran recibidas como amigas cercanas.
En cierto momento, Tullio Buti se retiró de pronto de la ventana, turbado, jadeante.
La mamá y los tres niños habían levantado la mirada hacia su ventana. Sin duda, aquellas dos estaban hablando de él.
¿Y ahora? ¡Ahora todo se había acabado! La noche siguiente aquella señora, o su marido, sabiendo que en la habitación de enfrente estaba él, tan misteriosamente a oscuras, cerraría la ventana y así, de ahora en adelante no recibiría más aquella luz de la cual vivía, aquella luz que era su goce inocente y su único consuelo.
Pero no fue así.
Aquella misma noche, cuando la luz de la casa se apagó, y él, sumergido en la tiniebla, después de haber esperado durante un rato a que la familia se fuera a dormir, abrió con cuidado la ventana para renovar el aire, vio (y en la oscuridad sintió miedo y consternación) que la mujer se asomaba, tal vez curiosa por lo que las Nini, madre e hija, le habían contado sobre él.
Aquellos dos edificios altísimos, que abrían uno contra el otro, y tan cerca, los ojos de sus ventanas, no dejaban ver, arriba, el cielo claro y tampoco, abajo, la tierra negra, rodeada por una valla. Nunca dejaban que un rayo de sol penetrara, ni un rayo de luna.
Ella, por tanto, se había asomado por él, y seguramente porque se había dado cuenta de que él se había asomado a su ventana oscura.
En la oscuridad apenas podían distinguirse. Sin embargo él sabía que era hermosa, conocía la gracia de sus movimientos, el brillo de sus ojos negros, las sonrisas de sus labios rojos.
Pero, aquella primera vez, por la sorpresa que lo trastornaba todo y le quitaba el aire en un temblor inquieto casi insostenible, sintió pena. Tuvo que esforzarse para no retirarse, para esperar a que lo hiciera ella primero.
Aquel sueño de paz, de amor, de dulce y querida intimidad, que había imaginado propio de aquella familia, que él también había disfrutado por reflejo, se desvanecería si aquella mujer, en la oscuridad, se asomaba a la ventana por un extraño. Ese extraño, sí, era él.
Sin embargo, antes de retirarse y cerrar la ventana, ella le susurró:
—¡Buenas noches!
¿Qué habían fantaseado sobre él las mujeres que lo hospedaban, hasta el punto de encender así la curiosidad de la vecina? ¿Qué extraña, poderosa atracción, había obrado sobre ella el misterio de su vida de clausura si enseguida, dejando a sus pequeñines, había ido donde estaba él, casi para hacerle compañía?
Uno frente a la otra, aunque ambos evitaron mirarse y fingieron ante sí mismos que estaban asomados a la ventana sin intención alguna, ambos —estaba seguro de ello— habían vibrado por el mismo temblor de espera desconocida, consternados por el encanto que tan de cerca los envolvía en la oscuridad.
Cuando, ya avanzada la noche, él cerró la ventana, tuvo la certeza de que a la noche siguiente ella, tras apagar la luz, se asomaría para él. Y así fue.
Desde entonces Tullio Buti dejó de esperar en su habitación la luz de la otra casa, y esperó, en cambio, con impaciencia, que aquella luz se apagara.
La pasión amorosa, que nunca antes había experimentado, se encendió voraz, tremenda en el corazón de aquel hombre que durante tantos años había permanecido fuera de la vida y embistió, golpeó, trastornó en un remolino a aquella mujer.
El mismo día que Buti dejó la habitación de las Nini, estalló como una bomba la noticia de que la señora del tercer piso de la casa de enfrente, la señora Masci, había abandonado a su marido y a sus tres hijos.
La habitación que durante cuatro meses había hospedado a Buti se quedó vacía. Durante varias semanas permaneció apagada la luz en la sala de enfrente donde la familia solía reunirse, cada noche, para cenar.
Luego la luz se encendió de nuevo en aquel triste comedor, donde un padre aturdido por la desgracia miró los rostros asombrados de tres niños que no se atrevían a mirar la puerta por la cual su madre solía entrar cada noche con la sopera humeante.
Aquella luz encendida en el triste comedor volvió a alumbrar, pero con una luz espectral, la habitación de enfrente, vacía.
¿Tullio Buti y su amante se percataron de la locura que habían cometido unos meses después?
Una noche las Nini, asustadas, vieron aparecer a su extraño inquilino, trastornado y agitado. ¿Qué quería? ¡La habitación, la habitación si todavía no la habían alquilado! ¡No para sí, no para quedarse, solo para ir una hora, un momento al menos, cada noche, a escondidas! ¡Ah, por caridad, por piedad hacia aquella pobre madre que quería volver a ver, sin ser vista, a sus hijos! Tomarían todas las precauciones, se disfrazarían si era necesario, cada noche subirían cuando no hubiera nadie en la escalera, él pagaría el doble, el triple del alquiler, solo por aquel momento.
No. Las Nini no quisieron aceptar. Solamente, hasta que la habitación siguiera vacía, concedieron que raramente… ¡Oh, por caridad, a condición de que nadie los descubriera! Algunas veces…
La noche siguiente fueron, como dos ladrones. Entraron jadeando en la habitación a oscuras y esperaron, esperaron a que se alumbrara gracias a la luz de la otra casa.
De aquella luz tenían que vivir así, a lo lejos.
¡Ahora!
Pero Tullio Buti al principio no pudo soportarla. Ella, en cambio, con los sollozos que le cortaban la garganta, la bebió como una sedienta, se precipitó a la ventana, apretándose fuerte el pañuelo sobre la boca. Sus pequeñines… sus pequeñines… estaban allí… en la mesa…
Él se acercó para sostenerla y ambos permanecieron allí, apretados, clavados, espiando.