LIBRÉMONOS DE ESTE ASUNTO

En la cámara mortuoria estaban reunidos todos los parientes: el padre viejísimo, las hermanas con sus maridos, los hermanos con sus esposas y sus hijos mayores. Algunos lloraban silenciosamente, con el pañuelo sobre los ojos; otros, meneando amargamente la cabeza, con las comisuras de los labios hacia abajo, miraban la cama con la muerta cubierta de flores entre los cuatro cirios, con un pequeño crucifijo de plata y el rosario de granos rojos entre las manos duras, lívidas, dispuestas a la fuerza sobre el pecho.

Bernardo Sopo, el marido, caminaba por la habitación contigua.

De hombros anchos, aunque de piernas cortas y lentas, calvo y barbudo como un fraile capuchino, con los ojos cerrados, las gafas olvidadas en la punta de la nariz, las manos anudadas tras la espalda, caminaba; se detenía de vez en cuando; decía:

—Ersilia… pobrecita…

Volvía a pasear y poco después se paraba para repetir:

—Pobrecita.

El sonido de sus pasos, el sonido de su voz, con aquella entonación que no parecía una exclamación de dolor, sino una conclusión razonada, molestaban a los parientes mudos y reunidos por el duelo. Su presencia molestaba especialmente, cada vez que se detenía en el umbral y, con la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos entre los pelos, los miraba a todos, como por compasión por aquel espectáculo de muerte que ellos estaban representando sinceramente, casi por deber, oh, tristísimo, sí, e inútil.

Y apenas él les daba la espalda para disponerse a continuar caminando por la habitación contigua, todos tenían la impresión de que aquel hombre, paseando así, estaba esperando, con paciencia forzada, que terminaran de una vez de llorar.

En cierto momento lo vieron entrar en la cámara mortuoria con una expresión que conocían bien, una expresión de resignación, pero testaruda, con la cual desafiaba las protestas y aceptaba las injurias de todos, como un burro acepta los latigazos sin moverse del borde del precipicio.

Temieron que soplara sobre los cuatro cirios para apagarlos, para decir que el espectáculo ya había durado bastante y que podía terminar.

De eso y de más todos aquellos parientes consideraban capaz a Bernardo Sopo. Y seguramente, si dependiera de él —no, apagados nunca, no—, no los hubiera encendido, ni hubiera puesto las flores, ni el crucifijo ni el rosario en las manos de la muerta. Pero no por la razón que, malintencionados, sospechaban los parientes.

Bernardo Sopo se acercó a su suegro y le pidió que lo siguiera un momento al estudio.

Allí, ante la vista de los muebles quietos, en penumbra, que no sabían nada de lo que había ocurrido, resopló sobre todo observando las estanterías llenas de pesados libros de filosofía. Tras abrir un cajón del escritorio, sacó una libreta de ahorros a nombre de su difunta esposa y se la entregó a su suegro.

Este, aturdido por la desgracia, miró con sus ojos anegados en el llanto, primero la libreta, luego a su yerno, sin entender.

—La dote de Ersilia —le dijo Sopo.

El viejo, molesto, tiró la libreta al escritorio y, como también allí, incapaz de permanecer en pie, se había sentado en la primera silla, se levantó como impulsado por un muelle, para volver a la cámara mortuoria. Pero Bernardo Sopo, apretando dolorosamente los ojos y extendiendo las manos, intentó retenerlo:

—Por caridad —le rogó—, todo lo que se tiene que hacer…

—¡Llorar! —le gritó el viejo—. ¡Llorar! ¡Por ahora llorar y nada más!

Bernardo Sopo volvió a apretar dolorosamente los ojos, por piedad profunda hacia aquel pobre viejo, aquel pobre padre; pero luego levantó el rostro, inspiró cuanto más aire pudo y, espirando, con un gesto de cansancio desconsolado, dijo:

—¿De qué sirve?

Al no haber tenido hijos de su mujer, tenía que devolver la dote.

Era necesario que liquidara este asunto.

Otro asunto, que no veía la hora de solucionar, era el de la casa. Una vez muerta su mujer y teniendo que devolver la dote, con sus ahorros y con todas las cargas que llevaba sobre los hombros, no podía seguir pagando el alquiler. Aquella casa, además, sería demasiado grande para él, que estaba solo. Por suerte, figuraba como alquilada a su mujer, por tanto el contrato, con la muerte de ella, se disolvía naturalmente.

Pero estaban los muebles, todos aquellos muebles con los cuales la pobre muerta, que amaba las comodidades, había ocupado las habitaciones, incluso los rincones más apartados. Y Bernardo Sopo los sentía como losas de granito en su pecho.

Faltaban todavía seis días para que terminara el mes. El alquiler de aquel mes estaba pagado, no quería pagar el del mes siguiente por causa de todos aquellos muebles. No sabía qué hacer con ellos. Ya había establecido alquilar una habitación amueblada. Mientras tanto, ¿cómo solucionar el asunto rápidamente? Para solucionar el problema de los muebles era necesario que antes su mujer fuera trasladada al cementerio y tenían que pasar al menos cuarenta y ocho horas, por voluntad declarada de los parientes, porque había muerto de repente, de parálisis cardiaca.

«Cuarenta y ocho horas», repetía para sus adentros Bernardo Sopo, paseando con los ojos entornados y rascándose el mentón con la mano inquieta, entre los pelos de su densa barba de fraile capuchino. «¡Cuarenta y ocho horas! ¡Como si la pobre Ersilia pudiera no haber muerto realmente! ¡Desgraciadamente ha muerto! Desgraciadamente para mí, no para ella. Ah ella sí, pobre Ersilia, se ha librado de ese asunto de la muerte, mientras nosotros, aquí… Todas estas tonterías que hacer y que se tienen que hacer: la vigilia del cadáver, claro, y los cirios y las flores y los funerales en la iglesia y el traslado y la sepultura. ¡Cuarenta y ocho horas!».

Y sin hacer caso a las miradas turbias que todos le dirigían porque su suegro acababa de contarles el episodio de la dote, continuó mostrando de todas las maneras posibles su agitación, la molestia que le provocaba aquella espera forzosa.

Agobiado por la prisa, no podía calmarse. Se acercaba a uno y a otro de los parientes más íntimos de la difunta, irresistiblemente atraído por la idea de plantear alguno de los numerosos asuntos que se tenían que solucionar, pero advertía enseguida en su interlocutor la repulsión, el fastidio. No le dolía. Ya estaba acostumbrado. Por otro lado reconocía que aquella repulsión, aquel fastidio eran naturales hacia uno que, como él, representaba las duras necesidades de la existencia. Comprendía y compadecía. Permanecía al lado de su interlocutor, mirándolo a través de los párpados entornados, inerte, asfixiante, hasta que provocaba con un resoplo la pregunta: «¿Necesitas algo?».

Asentía con la cabeza, tristemente, y con expresión cansada y agotada, lo llevaba a pasear al comedor.

Aquí, después de haber recorrido el perímetro dos o tres veces, exclamando de vez en cuando: «¡La vida, querido, qué tristeza!», «¡La vida… qué miseria!», o de nuevo: «Ersilia… pobrecita…», se detenía y, con actitud humilde y piadosa, o fingiéndose de pronto distraído, suspiraba:

—Tú, si quieres, querido, podrías coger estos dos muebles con la vajilla y las piezas de cristal; también el platero, si quieres.

El ofrecimiento, en aquel momento, con el cadáver presente, parecía un insulto, o peor, un puñetazo en el pecho. Y sin recibir otra respuesta que una mirada de disgusto o de abominación, Bernardo Sopo se quedaba solo.

Pero eso no le impedía acercarse, poco después, a otro de los parientes más íntimos y llevárselo a la sala para proponerle, en cierto momento, como al anterior:

—¡Si te gustan este canapé y estos sillones, puedes cogerlos, querido!

Hasta que, al ver que todos los más íntimos reaccionaban escandalizándose, empezó a ofrecer los muebles y los objetos de la casa a los menos íntimos y también a algún extraño, amigo de familia, quienes, con menor escrúpulo pero igualmente perplejos y tímidos, le daban las gracias. Bernardo Sopo interrumpía enseguida los agradecimientos con un gesto de la mano, levantaba los hombros para decir que el regalo no tenía importancia y añadía:

—Más bien tendrías que darte prisa en llevártelos, necesito desocupar la casa cuanto antes.

Entonces estos otros, por su cuenta, empezaron a fulminarlo desde la cámara mortuoria con unos ojos enfurecidos y a dar señales de ira y de rabia y de desprecio.

No, no tenían derecho alguno sobre aquellos muebles que le pertenecían solamente a él, Bernardo Sopo, pero, ¡por Dios, era indecente!

Y, uno por uno, incapaces de contenerse, se sentaron y lo encararon, gritándole entre dientes que tenía que avergonzarse de lo que estaba haciendo, tal como ellos se avergonzaban de que, en la incomodidad de la situación, no habían sabido oponerse a sus ofrecimientos. Se lo preguntaban directamente:

—¿No es cierto? ¿No es verdad?

Aquellos se encogían de hombros, con una sonrisa triste en los labios.

—¡Claro! ¡Todos! —exclamaban entonces los parientes—. ¡Es mortificante!

Y Bernardo Sopo, siempre con los ojos cerrados, abriendo los brazos, decía:

—Con perdón, queridos mío, ¿por qué? Yo me despojo… Para mí se ha acabado, queridos míos. ¡Necesito dejar de pensar en ella! Sé lo que llevo en mi interior. Dejadme que lo haga. Son cosas que se tienen que hacer.

Aquellos gritaban:

—Está bien, se tienen que hacer, pero en el momento y en el lugar adecuados, ¡por Dios!

Y entonces él, para acabar con la conversación, decía:

—Entiendo… entiendo…

Pero no lo entendía en absoluto o, más bien, entendía solo esto: que aquella demora que querían interponer era una debilidad, como todo aquel llanto.

Consideraban que no tenía corazón porque no lloraba. ¿Acaso el llanto demostraba la intensidad del dolor? Demostraba la debilidad de quien sufre. Quien llora quiere demostrar que sufre, o quiere provocar ternura o pide consuelo y compasión. Él no lloraba porque sabía que nadie podría consolarlo, y que cualquier compasión sería inútil. No había que sentir pena por los que se iban. ¡Eran afortunados a quienes envidiar!

Para Bernardo Sopo la vida era profundamente oscura; la muerte representaba una tiniebla más densa en aquella oscuridad. No conseguía dar crédito a la luz de la ciencia para la vida ni a la luz de la fe para la muerte. Y entre tanta oscuridad, a cada paso, no veía perfilarse otra cosa que las desagradables, duras y ásperas necesidades de la existencia, a las cuales era vano intentar resistirse, y que por eso se tenían que afrontar enseguida, para librarse de ellas lo antes posible.

¡Sí, librarse de esos asuntos! Toda la vida no era otra cosa que esto: un problema, una serie de problemas que solucionar. Cada demora era una debilidad.

Todos aquellos parientes que se indignaban sabían bien que él siempre había sido así. Cuántas veces Ersilia los había hecho reír contando, con alegre exageración, las variopintas aventuras de su vida conyugal con aquel hombre que, pobrecito, ¿qué podía hacer? Tenía la agitación en el cuerpo, el frenesí de librarse de todos los asuntos apenas se asomaban a su mente como una necesidad ineluctable. ¡También en la cama, sí! Y ella, la pobrecita, se representaba a sí misma como una perrita cansada, en perpetua carrera, detrás de él, siempre con la lengua fuera.

¿Tenía que ir al teatro? Aquel hombre no encontraba paz, no porque le importara el teatro, ¡todo lo contrario! Pensar en tener que asistir a un espectáculo se convertía para él en una pesadilla tal que no veía la hora de librarse de ella, y —sí, señores—, cada vez, llegaba a su palco una hora antes, ¡esperando a oscuras el comienzo de la función!

¿Tenía que ir de viaje? ¡Por la misericordia de Dios! Un suplicio. Baúles, maletas, fardos: ¡rápido, cochero! ¡Corre, mozo! ¡Y los sudores! ¡Los sudores! ¡Y cuántas cosas perdidas y cuántas olvidadas para llegar a la estación dos horas antes de la salida del tren! No actuaba así porque temiera perder el tren, sino porque no podía esperar más en casa, ni un minuto, obsesionado con la partida.

¡Y cuántas veces había aparecido en casa con cinco o seis pares de zapatos, para librarse del problema de tener que comprarlos en el futuro! Tal vez era el único de los contribuyentes que realizaba un único pago anual de todas las cuotas mensuales de las tasas, y siempre era el primero en llegar a la ventanilla de la oficina de recaudación. De milagro, al amanecer del día establecido para el pago de la primera cuota, no iba a despertar al recaudador a su casa.

La pobre Ersilia, al verlo tan volcado en todos sus asuntos, había intentado siempre refrenarlo. Cuando lo veía cansado o tenso, con tanto tiempo por delante que no sabía cómo llenar, le preguntaba:

—¿Ves? Te has librado de ese asunto, Bebi mío, ¿y ahora qué?

Ante esta pregunta, Bernardo Sopo meneaba la cabeza, siempre con los ojos cerrados.

No quería confesar —a los demás y tampoco a sí mismo— que, en el fondo más remoto de la oscuridad que sentía en su interior y que ni la luz de la ciencia ni la de la fe conseguían disolver, ni siquiera con un frígido y pálido amanecer, palpitaba un ansia indefinible, el ansia de una espera desconocida, un presentimiento vago: que en la vida había algo que hacer, que nunca se correspondía con el asunto del que quería librarse. Pero desgraciadamente, siempre, cuando se había librado de ello, permanecía en vilo y anhelante en un vacío inquieto. Aquella ansia quedaba en su interior, pero la espera, ¡ay de mí!, era siempre vana, siempre.

Y los años habían pasado y pasaban y Bernardo Sopo, hoy más cansado y aburrido que ayer, aunque no menos obediente a las más duras necesidades de la existencia —o mejor: tanto más obediente cuanto más cansado y aburrido—, no conseguía entender que precisamente por eso, precisamente para obedecer a aquellas necesidades, se vivía.

¿Era posible que no hubiera nada más que hacer? ¿Posible que se llegara a la tierra y se permaneciera en ella solo para eso?

Oh, sí, estaban los sueños de los poetas, las arquitecturas mentales de los filósofos, los descubrimientos de la ciencia. Pero a Bernardo Sopo le parecían bromas, bromas graciosas o ingeniosas, ilusiones. ¿Adónde llevaban?

Se había convencido, cada vez más, de que el hombre en la tierra no podía llegar a nada, que todas las conclusiones a las cuales el hombre creía haber llegado eran necesariamente ilusorias y arbitrarias.

El hombre es gracias a su naturaleza; su naturaleza piensa, produce frutos de pensamientos, según las estaciones, como en los árboles, frutos un poco menos efímeros, pero necesariamente pasajeros. La naturaleza no puede concluir, porque es eterna. La naturaleza, en su eternidad, no concluye. ¡Por tanto: tampoco lo hace el hombre!

Bernardo Sopo se percataba de ello cuando, durante el tiempo que siempre le sobraba, se abstraía de las contingencias vulgares, de los engorros cotidianos, de los deberes que se había impuesto, de las costumbres que se había marcado, y ampliaba los confines de la acostumbrada visión de la vida y se levantaba, imparcial, para contemplar la naturaleza desde aquella altura trágica y solemne. Se daba cuenta de que, para concluir algo, el hombre se ponía anteojeras que, durante un tiempo, le dejaban ver solo una cosa pero, cuando creía haberla alcanzado, no la encontraba porque, al quitarse las anteojeras, se le descubría la vista de todo lo que había alrededor de ella: ¡adiós conclusión!

¿Qué quedaba, pues, si no quería ilusionarse conscientemente, casi en broma? Ay de mí: nada más que las duras necesidades de la existencia, que se tenían que soportar o solucionar enseguida, para librarse de ellas cuanto antes. Valía la pena matarse para librarse totalmente. ¡Bravo, sí! Matarse… ¡Si se pudiera hacer…! Bernardo Sopo no podía: desgraciadamente su vida era una necesidad de la cual no podía librarse. Tenía muchos parientes pobres por los cuales debía vivir.

Después del traslado y de la sepultura de su mujer, tras haber conseguido librarse de todo en los pocos días que quedaban para el fin del mes, se fue a vivir solo, miserablemente, a una habitación de alquiler.

Ninguno de los parientes de su mujer quiso saber nada más de él. No le dolió.

Se libró enseguida de muchísimas necesidades que, cuando su mujer estaba viva, él había considerado siempre superfluas, pero que había aceptado por ella, soportándolas o solucionándolas con su resignación y su coraje acostumbrados. Redujo todos los gastos (alquiler, ropa) a los que su mujer lo obligaba, para no reducir demasiado, ahora que su mujer ya no estaba, los cheques para sus parientes pobres, que no le estaban en absoluto agradecidos. Esto tampoco le dolía. Consideraba su sacrificio un deber, una necesidad fastidiosa, y lo daba a entender claramente en las cartas a aquellos parientes, que por eso no le agradecían su ayuda. En fin, ellos, como todo lo demás, representaban un asunto del que librarse, cuanto antes, cada mes. También a costa de comer una sola vez al día y escasamente. Enseguida consumía también aquella comida, para no pensar en alimentarse durante todo el resto del día.

Una vez solucionados así los pocos asuntos de los que debía ocuparse, creció más que nunca el tiempo, el vacío inquieto que no sabía cómo llenar.

Empezó a emplearlo en el provecho de los demás, de gente que apenas conocía, de cuyas necesidades se enteraba por casualidad. Pero, como siempre, también de estos beneficiados recibió solo descortesía y falta de gratitud. Carecía totalmente del sentido de la oportunidad, porque no conseguía entender que se podía sentir placer dedicándose a las ilusiones, convencido como estaba de que cualquier demora, ante las necesidades impelentes e ineluctables de la existencia, era una debilidad. Y no sentía piedad ni consideración por todos aquellos débiles que se demoraban: se presentaba cuando no tenía que hacerlo para recordarles aquellas necesidades, con un aire cada vez más cansado y más oprimido, que decía claramente: «Miren, aunque es así de duro, aunque me cueste tanto, yo estoy aquí, listo: ¡queridos míos, librémonos de este asunto!».

Y todos, apenas lo veían a lo lejos, se ponían nerviosos. Se había convertido en una pesadilla. Todos creían que él experimentaba un gusto feroz atormentando y oprimiendo a los demás.

Sus piernas, con los años, se volvieron más lentas. Nada era más penoso que ver cómo se afanaba en correr detrás de aquellas oportunidades —suyas y de los demás—, y cómo buscaba la manera de correr rápidamente con sus pobres piernas, que parecían dejarlo siempre en el mismo punto.

Envuelto en la sombra tremenda del tiempo que le sobraba, con la obsesión de tantos asuntos, no solamente suyos, a menudo se detenía de pronto en la calle, sin recordar adónde iba, qué tenía que hacer.

Con el bastón bajo la axila, el sombrero en la mano, la otra mano inquieta entre los pelos de su densa barba, pensaba, con los ojos cerrados, repitiendo para sus adentros: «Yo tenía que hacer algo…».

Y así una vez, en medio de una plaza desierta, en pleno mediodía, lo atropelló un coche que pasaba, rápido.

Arrasado en un instante, arrojado debajo de las ruedas, Bernardo Sopo, con las costillas y los brazos fracturados, fue recogido moribundo por algunos mozos de estación, que lo trasladaron al hospital, inconsciente.

Se reanimó poco antes de morir; abrió sus ojos nublados; con el ceño fruncido miró al médico y a los enfermeros alrededor de su cama; luego, apoyando la cabeza en la almohada, repitió con su último suspiro:

—Yo tenía que hacer algo…