CANDELORA

Nane Papa, con las manos gorditas sujetando el ala de su viejo sombrero de jipijapa, le dice a Candelora:

—No te conviene. Sigue mi consejo, querida. No te conviene.

Y Candelora, enfadada, le grita:

—¿Y qué me conviene, pues? ¿Quedarme contigo? ¿Morir aquí, consumida por la rabia y por la frustración?

Nane Papa, plácido, calándose más el sombrero en la cabeza:

—Sí, querida. Pero sin morirte. Con un poco de paciencia. Mira, para decir la verdad, Chico…

—¡Te prohíbo que le llames así!

—¿Acaso tú no lo llamas así?

—¡Precisamente porque lo hago yo!

—Ah, bien. Creía que te gustaba. ¿Quieres que lo llame «el barón»? El barón. Quiero decir que el barón te ama, Candelora mía, y en ti gasta…

—Ah, ¿gasta en mí? ¡Comediante! ¡Sinvergüenza! ¿Acaso no gasta mucho más en ti?

—Si me dejas terminar… El barón gasta dinero en mí y en ti. Pero ¿ves?, si gasta mucho más en mí, ¿qué significa? Sé razonable. Significa que te da un precio a ti únicamente porque recibes brillo de mí. Eso no puedes negarlo.

—¿Brillo? —grita de nuevo Candelora, indignada—. Sí, brillo por esos…

Levanta un pie y le muestra el zapato.

—¡Recibo vergüenza! ¡Vergüenza! ¡Vergüenza!

Nane Papa sonríe y, aún más plácido que antes, contesta:

—No, perdona. Si acaso, soy yo quien recibe vergüenza. Soy tu marido. Es así, créeme, Loretta. Si no fuera tu marido y, sobre todo, si no estuvieras conmigo, en esta acogedora casa, todo el gozo, ¿lo entiendes?, desaparecería. Aquí pueden venir a honrarte impunemente y todos con un placer que crece cuanto más tú, digámoslo así, me deshonras y me avergüenzas. Sin mí, tú, Loretta Papa, te convertirías en un pequeña cosa de poco valor y de mucho riesgo, en la cual Chico… el barón, no gast… ¿Qué haces? ¿Lloras? ¡No, venga! Estoy bromeando…

Nane se acerca a Candelora, hace ademán de querer acariciar su barbilla pero Loretta intercepta su brazo, abre la boca como una fiera y lo muerde, largamente, sin soltarlo, hincando los dientes profunda y rabiosamente.

Encorvado, para mantener el brazo a la altura de la boca de Candelora, Nane rechina los dientes, pero para sonreír, mudo ante un espasmo que palidece su rostro.

Sus ojos se vuelven más brillantes y más agudos.

Luego, cuando los dientes de Candelora se retiran, ¡qué delicia!, siente en el brazo una marca de fuego.

No dice nada.

Lentamente se sube la manga de la chaqueta, la de la camisa no sube: la tela se ha hundido en la carne viva. La manga blanca está manchada de rojo. Una dentadura ensangrentada: los fuertes dientes de Candelora, impresos uno por uno. ¡A despegar la tela! Pero finalmente, siempre sonriendo y todavía palidísimo, Nane lo consigue. Su brazo inspira piedad. Cada marca de diente es una herida y, adentro, la carne está negra.

—¿Ves? —dice Nane, mostrándola.

—¡Así te comería el corazón! —ruge Candelora, acurrucada en la silla.

—Lo sé —dice Nane—. Y justamente por ese deseo, verás cómo te convencerás de que debes quedarte. Toma el sombrero, vamos. Un poco de tintura de yodo, para evitar la infección; el algodón fenicado y una venda. En el cajón de mi escritorio, Loretta, el segundo a la derecha. Sé que eres un animalito mordedor y por eso guardo muchos remedios para urgencias.

Candelora levanta el brazo y lo mira, de reojo.

Nane, en aquel momento, la admira profundamente.

Candelora es una maravilla de formas y de colores, un reto para sus ojos de pintor, que la descubren siempre nueva y diferente.

En esta hora del día, aquí, en el jardín de la villa, bajo ese negro sol de agosto cortado por sombras violentas, da miedo. Ha vuelto esta mañana de la playa, áspera y enrojecida por el sol y por la sal. En sus ojos claros, en su barbilla fina, en su pelo amarillo y rudo, hay un aire de cabra adormecida en la voluptuosidad. Parece como si, con sus brazos fuertes y quemados y con sus poderosas caderas, tuviera que romper con cada movimiento el delgado y ceñido vestido, de velo azul, que cruje sobre sus carnes quemadas.

¡Ah, qué ridículo es aquel vestido!

Candelora ha nadado desnuda durante mañanas enteras; desnuda, en la playa desierta, ha cubierto de arena caliente sus sólidas carnes, al sol, percibiendo en las plantas de los pies el temblor fresco de la espuma marina. ¿Cómo puede, ahora, aquel vestido celeste esconder su desnudez impetuosa? Se lo ha puesto por decencia, pero en realidad parece más indecente con él que si estuviera desnuda.

Pese a la rabia, ella nota la admiración en los ojos de él e, instintivamente, sonríe complacida, pero inmediatamente se exaspera. Su sonrisa se convierte en mueca, una mueca a punto de irrumpir en sollozos.

Y Candelora se escapa y corre hacia la villa.

Nane Papa, casi sin querer, contrae el rostro en una mueca pícara, siguiéndola con los ojos; luego se mira el brazo herido, que le pica a causa del sol. Después, quién sabe por qué, siente que el llanto le pica los ojos.

Es atroz, verdaderamente, en un caluroso mediodía de agosto, advertir así —en un momento de pausa— la vida que pesa, cargada de vergüenza y de asco, y sentir piedad, mientras se suda, por el peso de aquella vergüenza y de aquel asco en el alma.

En la tiniebla de aquel sol tórrido, en el jardín perfilado por las sombras, ahora Nane Papa percibe la sensación (una sensación horrible que lo molesta, lo oprime, lo consterna) de la presencia de tantas cosas inmóviles y atónitamente suspendidas ante sus ojos: los árboles, los altos troncos de acacia, la piscina con las rocas artificiales y el espejo verde de agua estancada, los bancos.

¿A qué esperan?

Él puede moverse, puede irse. Pero ¡qué extrañeza! Se siente observado por todas aquellas cosas inmóviles a su alrededor, y también atado por el encanto hostil, casi irónico, que emana de su inmovilidad atónita y que hace que le parezca inútil y estúpida su posibilidad de irse.

Aquel jardín representa la riqueza del barón Chico. Nane Papa lleva seis meses allí y solo esta mañana ha sentido la irresistible necesidad de poner ante sus ojos y ante los de Candelora, que volvía del mar, sus respectivas vergüenzas en toda su desnudez. Pero riendo, porque Candelora pretendía salir de esta vergüenza ahora que, según ella, podían hacerlo.

¡Ya! Porque ahora los cuadros de Nane Papa se venden bien y el valor de su arte —nuevo y personalísimo— se ha impuesto, no porque realmente sea comprendido, sino porque la idiotez de los ricos visitantes de las exposiciones artísticas ha sido obligada por la crítica a detenerse ante sus telas.

¿La crítica? ¡Es una palabra: la crítica! Una palabra que no vive fuera de los pantalones de un crítico. Y un día, Candelora, desesperada, le gritó a un crítico si le parecía justo que un artista como Nane Papa se muriera de hambre, y aquel crítico (el más seguido) quiso, sí, con un magistral artículo, llamar la atención de los imbéciles sobre el arte nuevo y personalísimo de Nane Papa, pero también quiso que este reconocimiento del artista fuera, no digamos pagado, pero graciosamente compensado con la gratitud de Candelora. Y enseguida Candelora, embriagada por una victoria cuyo precio imaginaba mayor, se mostró muy agradecida, no solo con aquel crítico, sino con todos los fanáticos admiradores del arte nuevo de su marido, muy agradecida con todos, especialmente con aquel barón Chico que —sí— hasta había llegado a hospedarlos en su villa para tener el honor de ofrecerle un hogar a un portento del arte, a un glorioso hijo de… ¡Y qué tratamiento! ¡Qué regalos! ¡Qué fiestas!

¡Si el precio ha sido razonable, no hay nada malo en ello, pobre Candelora!

Le ha tenido miedo a la pobreza, eso es. Ella dice que no, porque aquella pobreza no comportaba dificultades ni envilecimiento, dice que le provocaba rabia, no miedo: era una injusticia, considerando los méritos de Nane. Ha querido vengar esta injusticia. ¿Cómo? Así: la villa, el coche, la lancha, oro, joyas, excursiones, vestidos, fiestas… Y ha sentido un gran desprecio por él, que ha permanecido impasible, ni triste ni alegre, tan dejado como siempre, sin más alegría que sus colores, sin otro deseo que profundizar en su arte, por la necesidad siempre insatisfecha de llegar hasta el fondo, lo más hondo que pudiera, para dejar de ver la ridícula fantasmagoría de la vida que se agita a su alrededor.

Tal vez, más bien seguramente, esta ridícula fantasmagoría representa su gloria: las joyas, el lujo de Loretta, las invitaciones, las fiestas. Su gloria y también, ¿por qué no?, su vergüenza. Pero ¿qué le importa?

Toda su vida, todo lo que está vivo en él, lo pone, lo da, lo gasta en el gusto de convertir en carnosa una hoja, volviéndose él mismo una masa carnosa, fibras y venas de aquella hoja; volviendo rígida y desnuda una piedra, para que sea sentida como una piedra viva en la tela. Y solo eso le importa.

¿Su vergüenza? ¿Su vida? ¿La vida de los demás? Asuntos extraños, transitorios, que es inútil tener en cuenta. Su arte, solo su arte vive, la obra que prepotentemente toma cuerpo desde la luz y el tormento de su alma.

Si su destino ha sido este, es señal de que no podía ser diferente. ¡Su vida le parece ya muy lejana, cuando piensa en ella!

Y así, como desde lejos, esta mañana le ha dicho a Loretta que le gustaría —claro, sin dar importancia alguna al asunto— tener a su lado a una buena compañera, a quien la pobreza no provocara toda aquella rabia, una compañera humilde y tranquila, en cuyo pecho pudiera descansar, que le inspirara con sus sufrimientos la misma pena que le inspiraba antes su arte ignorado.

Loretta, naturalmente, se ha abalanzado sobre él como una gata furiosa.

¿Y qué hace ahora? ¿No vuelve con la tintura de yodo, el algodón y la venda? Ha subido arriba llorando, pobrecita…

Ahora Loretta quiere ser amada, amada por él, tal vez para compensar su indiferencia. ¿No es una locura? Si la amara realmente, tendría que matarla. Necesita aquella indiferencia como condición indispensable para soportar la vergüenza que ella representa. ¿Salir de esta vergüenza? ¿Y cómo es posible, si ambos ya la llevan dentro, la tienen a su alrededor? La única solución es no darle importancia y seguir: pintando él y divirtiéndose ella, con Chico de momento, luego con otro, y también con Chico y con otro a la vez, alegremente. Cosas de la vida, tonterías… De una manera u otra, pasan y no dejan huella. Reírse, mientras tanto, de todo aquello que nace mal y que sigue sufriendo en formas desgraciadas o indecentes, hasta que con el tiempo se transforma en ceniza. Todo lleva consigo la pena por su forma, la pena por ser así y por no poder ser de otra manera. En esto consiste la novedad de su arte, en hacer sentir esta pena por la forma. Él sabe bien que cada jorobado tiene que resignarse a llevar su joroba. Y como las formas son los hechos. Cuando un hecho es un hecho no se cambia. Por mucho que Candelora se empeñe, nunca podrá, por ejemplo, volver a ser pura como cuando era pobre. Aunque tal vez Candelora nunca lo haya sido, ni siquiera de niña. Si lo hubiera sido alguna vez, no habría podido hacer lo que ha hecho ni gozar de los resultados, después.

Pero ¿por qué, de repente, esta nostalgia de la pureza, de estar con él, apartada, tranquila, modesta, amorosa? ¿Con él, después de lo que ha pasado? Como si él, ahora, fuera capaz de tomarse en serio algo en la vida, y el amor, ¡además!, un amor tan arrugado como el suyo, con la imagen ridícula de Chico y de aquel crítico y de muchos otros que, idílicamente abrazados a él y a Candelora, se pondrían a cantar giro, giro, tondo…62

Al atardecer, la sangre se ha incrustado en las marcas de los dientes y la muñeca y la mano se le han hinchado y las venas se han hecho más evidentes.

Nane Papa se aleja de sus consideraciones y se encamina para subir a la villa. Llama dos veces, primero desde la escalera, luego desde el recibidor:

—¡Candelora! ¡Candelora!

Su voz retumba en las habitaciones vacías. Nadie contesta. Entra en la habitación contigua al estudio, donde está el escritorio, y retrocede de golpe. Bajo la luz cegadora, en aquella habitación blanca, Candelora está en el suelo, tirada, con el vestido por encima del muslo, un muslo descubierto, como si se hubiera caído. Se acerca, le levanta la cabeza. Oh, Dios, ¿qué ha hecho? Su boca, su mentón, su cuello, su pecho están manchados de un amarillo oscuro. Se ha bebido la tintura de yodo.

—¡No es nada! ¡No es nada! —le grita—. Candelora mía, ¿qué tontería has hecho? Mi niña… ¡No es nada! Te arderá un poco el estómago… ¡Arriba! ¡Arriba!

Intenta levantarla, pero no puede porque el cuerpo de la pobrecita se ha endurecido por el dolor. Pero él no le dice pobrecita. «Niña… mi niña…», porque le parece un poco estúpido que se haya bebido la tintura de yodo. «Niña…», le repite y también la llama «tontita mía…». E intenta estirar el vestido azul sobre aquel muslo descubierto que lo ofende y aleja la mirada para no ver su boca negra… El vestido se rompe por el estirón de su mano temblorosa y descubre aún más el muslo.

Está solo en la villa. Loretta, que ha vuelto esta mañana del mar, antes de irse quiso despedir a las sirvientas. Nadie puede ayudarlo a levantarla del suelo, nadie puede pedir un coche para llevarla al hospital. Pero por suerte, por la calle oye la bocina del coche de Chico, el barón. Y, poco después, Chico aparece, aturdido, con la cabeza amarillenta de viejo chocho sobre su cuerpo juvenil, desproporcionado, muy elegantemente vestido.

—¿Qué ocurre?

Sin querer, observa con el monóculo aquel muslo descubierto.

—¡Ayúdame a levantarla, por Dios! —le grita Nane, exasperado por los esfuerzos inútiles.

Pero, apenas la levantan, de la mano aplastada por la cadera cae una pistola y allí, en la cadera, se descubre una mancha de sangre.

—¡Ah! ¡Ah! —gime entonces Nane, trasladándola con Chico a la habitación.

El cuerpo de Loretta no está endurecido por el dolor, sino por la muerte. Nane Papa, como enloquecido, tras acostar el cadáver en la cama, le grita a Chico:

—¿Quién estaba con vosotros en la playa? ¡Dime quién!

Chico, perdido, nombra a algunas personas.

—¡Ah, por Dios! —exclama Nane, feroz, aferrándolo por las solapas y sacudiéndolo—. ¿Es posible que seáis todos tan estúpidos, vosotros que tenéis dinero?

—¿Por qué estúpidos? ¿Nosotros? —dice Chico, más aturdido que antes, reculando a cada sacudida.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —sigue despotricando Nane Papa—. ¡Tan estúpidos que esta pobrecita deseaba que fuera yo quien la amara! ¿Lo entiendes? ¿Yo? ¡Quería ser amada por mí!

Y rompe en un llanto desesperado, sobre el cadáver de Loretta.

62 Juego infantil similar al español Corro de la patata.