LA HABITACIÓN QUE ESPERA

También entra luz en esta habitación cuando una de las tres hermanas, por turnos, viene a limpiarla sin mirar en derredor. Sin embargo, la penumbra, apenas las persianas y las hojas de la ventana se cierran, se vuelve cruda, como en un lugar subterráneo. Y enseguida, como si aquella ventana no se hubiera abierto durante años, la crudeza de la penumbra se advierte, se convierte en el hálito sensible del silencio en vilo, vano sobre los muebles y los objetos que, a su vez, parecen consternados, cada día, por el cuidado con que han sido limpiados y ordenados.

Es seguro que el calendario, colgado cerca de la ventana, permanece a la espera de que le arranquen otra hoja, como si le pareciera una inútil crueldad que se le exija señalar la fecha en aquella penumbra y en aquel silencio. Y el viejo reloj de bronce, con forma de tinaja, sobre el mármol de la cómoda, parece advertir la violencia que le infligen obligándolo a seguir marcando su profundo tictac.

Pero en la mesita de noche el jarrón, de cristal verde y dorado, barrigón, con su largo vaso en forma de sombrero, recibiendo desde las hojas entornadas de la ventana de enfrente un rayo de luz, parece reírse de toda la consternación difundida por la habitación.

En realidad, hay algo vivo y agudo en aquella mesita de noche.

La risa del jarrón sin duda se debe al rayo de luz, pero tal vez porque, gracias a ese rayo de luz, aquel jarrón barrigón puede entrever en una brillante losa de mármol las muecas de las dos figuritas de una caja de fósforos, que lleva allí quince meses, por si fuera necesario encender la vela, que también lleva catorce meses clavada en la paletilla de hierro esmaltado, en forma de trébol, con el botón y el asa de latón.

A la espera de la llama que la consumirá, aquella vela se ha vuelto amarillenta en el trébol de la paletilla, como una virgen madura. Y se puede apostar a que las dos figuritas melindrosas de la caja de fósforos la comparan con las tres desgraciadas hermanas que, una cada día, vienen a limpiar y a ordenar la habitación.

Vamos a ver, aunque la pobre y virgen vela siga todavía intacta, las tres hermanas tendrían que cambiarla, si no todos los días como hacen con el agua del jarrón (que también por eso está tan viva y lista para reírse de cada rayo de luz), ¡al menos cada quince días, cada mes!, para no verla tan amarilla, para no ver en aquel color los catorce meses que han pasado sin que nadie la haya encendido, por la noche, en aquella mesita.

Es verdaderamente un descuido deplorable, porque aquellas tres hermanas lo cambian todo, no solo el agua de aquel jarrón: cada quince días las sábanas y las fundas de la cama, hecha cada mañana con amorosa diligencia, como si alguien hubiera dormido en ella. Dos veces por semana cambian el camisón que cada noche, después de haber colocado bien las mantas, sacan de la bolsita de raso, colgada de un lazo azul a la cabecera de la cama, y lo ponen en la cama con la parte trasera debidamente realzada. Y han cambiado, oh Dios, hasta las zapatillas delante del sillón, a los pies de la cama. Seguro: las viejas las han apartado, en el cajón de la mesita, y en su lugar, en la pequeña alfombra, han puesto un nuevo par, de terciopelo, bordado por alguna de las tres. ¿Y el calendario? El que está colgado cerca de la ventana ya es el segundo. El primero, del año anterior, ha sentido cómo eran arrancados, uno por uno, todos los días de los doce meses del año, uno cada mañana, con inexorable puntualidad. Y no hay peligro de que la mayor de las tres hermanas, cada sábado por la tarde, a las cuatro, olvide entrar en la habitación para darle cuerda a aquel viejo reloj de bronce de la cómoda, que, repiqueteando, rompe el silencio con tanto dolor, y que mueve sus dos agujas tan despacio que casi no se nota, como si quisiera decir que no lo hace a propósito, por placer personal, sino porque es forzado por la cuerda que le dan.

Las dos figuritas melindrosas de la caja evidentemente no ven el lúgubre efecto de aquel camisón sobre la cama y de las zapatillas nuevas a la espera, en la alfombra delante del sillón, como pueden verlo el viejo reloj de bronce, con su blanco y redondo ojo, y el calendario en la pared, con el número rojo que indica la fecha.

Y la vela clavada en el trébol de la paletilla está tan recta y absorta en su rigidez amarilla que no le importa la burla de aquellas dos figuritas melindrosas y la risa del jarrón barrigón, porque sabe bien qué está esperando allí, todavía intacta, tan amarillenta.

¿Qué?

Hace catorce meses que aquellas tres hermanas y su madre enferma creen que pueden y que tienen que esperar el probable retorno de su hermano e hijo Cesarino, subteniente de complemento en el 25º Regimiento de Infantería, que hace ya más de dos años que se marchó a Tripolitania y desde allí fue destinado a Fezán.

Hace catorce meses, es cierto, que no reciben noticias de él. Hay algo más. Después de muchas y angustiosas búsquedas, súplicas y solicitudes, finalmente llegó desde el mando de la colonia el comunicado oficial que les informaba de que el subteniente Mochi Cesare, después de un combate con los rebeldes, sin ser encontrado entre los muertos ni entre los heridos ni entre los prisioneros, de los cuales se han recibido noticias seguras, se tiene que considerar desaparecido, sin rastro alguno de su paradero.

Al principio el caso despertó mucha piedad en todos los vecinos y conocidos de aquella madre y de aquellas tres hermanas. Poco a poco la piedad se ha enfriado y ha dado lugar a cierta irritación, rayana en la indignación por lo que parece una «comedia», es decir: la habitación tan puntualmente ordenada, hasta con el camisón sobre la cama, como si con esta comedia las cuatro mujeres quisieran negarle el tributo de las lágrimas a aquel pobre joven y ahorrarse a sí mismas el dolor de llorarlo como a un muerto.

Vecinos y conocidos han olvidado demasiado pronto que precisamente ellos, cuando llegó el comunicado del mando de la colonia, cuando aquella madre y aquellas tres hermanas se pusieron a llorar por su ser querido, con gritos dolorosos, considerándolo muerto, las convencieron con muchos argumentos, a cuál más eficaz, de que no se desesperaran así. ¿Por qué considerarlo muerto y llorarlo, si claramente aquel comunicado decía que el cuerpo del oficial Mochi no había sido encontrado entre los muertos? Estaba perdido; podía volver de un momento a otro, incluso después de un año, ¡quién sabe! Podría estar vagando por África, escondido… Y han sido siempre ellos quienes han disuadido y casi impedido que aquella madre y aquellas tres hermanas se vistieran de negro, como querían hacer en la incertidumbre. No, el negro, no, ¿por qué ese mal augurio? Y ante la primera esperanza de aquellas pobrecitas, que se expresaba en forma de duda: «Quién sabe… sí, tal vez esté vivo…», se apresuraron siempre a contestar: «¡Sí, seguramente esté vivo! ¡Seguramente!».

Pues bien, ¿acaso no es natural, sin ningún indicio que corrobore la suposición de que su ser querido haya muerto, y tras aceptar, en cambio —como ellos quisieron—, la ilusión de que esté vivo, que aquella pobre madre enferma, que ahora aquellas tres hermanas otorguen a esta ilusión la mayor consistencia de realidad posible? Sí, precisamente dejando la habitación a la espera, ordenándola con cuidado minucioso, sacando cada noche el camisón y poniéndolo sobre la ropa de cama. Porque, si se han dejado convencer de que no deben llorarlo, de que no deben desesperarse por su muerte, necesariamente tienen que mostrarle a él —vivo para ellas— que realmente puede presentarse de un momento a otro, que ellas estaban tan seguras de volver a verlo que le han preparado cada noche el camisón, tendiéndolo sobre la cama, hecha cada mañana, como si por la noche hubiera dormido allí. Y allí están las nuevas zapatillas que Margheritina le ha querido encargar a un zapatero y que ha bordado ella, para que cuando volviera las encontrara en el lugar de las viejas.

Con perdón:

—¿Acaso vuestro hijo, vuestra hija, cuando se fueron a estudiar a la gran y lejana ciudad murieron? Ah, ¿hacéis gestos de conjuro? ¿Me gritáis que no murieron en absoluto, que volverán a fin de año y que puntualmente recibís noticias suyas, cada dos semanas?

Calmaos, sí, lo creo. Pero, cuando vuestro hijo o vuestra hija vuelven de la gran ciudad un año más viejos, os quedáis sorprendidos ante ellos, y vosotros, con las manos abiertas, como para detener una duda que os atormenta, exclamáis: «Oh, Dios, ¿eres tú? ¡Oh, Dios, cómo has cambiado!».

Y son otros no solo en el alma, es decir, en la manera de pensar y de sentir, sino también en el sonido de la voz, en el cuerpo, en los movimientos, en la mirada, en la sonrisa…

Y, desorientados, os preguntáis: «¿Cómo? ¿Sus ojos eran así? Juraría que su naricita, cuando se fue, era un poquito respingona…».

La verdad es que vosotros no reconocéis en vuestro hijo o en vuestra hija, que vuelven después de un año, la misma realidad que les otorgabais antes de que se fueran. Aquella realidad ya no existe, ha muerto. Sin embargo no os vestís de negro por esta muerte y no lloráis… es decir, sí, lloráis, os provoca dolor este otro que ha vuelto en lugar de vuestro hijo, este otro que no podéis ni sabéis reconocer.

Vuestro hijo, el que conocíais antes de su partida, ha muerto, creedlo, ha muerto. Solo la presencia de un cuerpo (sin embargo tan cambiado) os hace decir que no es así. Pero advertís que era otro el que se fue hace un año y que no ha vuelto.

Pues bien: precisamente como no regresa a su madre y a sus tres hermanas este Cesarino Mochi que se fue hace dos años a Tripolitania y de allí a Fezán.

Lo sabéis bien, ahora, que la realidad no depende de ser o no ser de un cuerpo. El cuerpo puede estar presente y haber muerto por la realidad que le otorgabais. Por tanto, lo que determina la vida es la realidad que le otorgáis. Por eso, realmente, para la madre y las tres hermanas de Cesarino Mochi, puede ser suficiente la vida que él sigue teniendo para ellas, aquí, en la realidad de los actos que realizan para él, en esta habitación que lo espera, ordenada, lista para recibirlo tal como era antes de irse.

Ah, no hay peligro, para aquella madre y para aquellas tres hermanas, de que él vuelva convertido en otro, como os ha ocurrido con vuestro hijo a fin de año.

La realidad de Cesarino es inalterable, aquí, en su habitación, y en el corazón y en la mente de su madre y de sus tres hermanas, que fuera de esta realidad no conocen otra.

—Titti, ¿qué día es? —pregunta desde el sillón la madre enferma a la menor de sus tres hijas.

—Quince —contesta Margherita, levantando la cabeza del libro, pero no está completamente segura y le pregunta a su vez a sus hermanas—: Es día quince, ¿verdad?

—Quince, sí —confirma Nadia, la mayor, desde el telar.

—Quince —repite Flavia, que está cosiendo.

En la frente de las tres, ante aquella pregunta de la madre a la cual han contestado, se marca la misma arruga.

En la quietud del amplio y luminoso comedor, velado por blancas cortinas de muselina, ha penetrado un pensamiento que las cuatro mujeres suelen mantener alejado, aunque no sea a propósito: el pensamiento del tiempo que pasa.

Las tres hermanas han adivinado el porqué de este pensamiento miedoso en la mente de su madre enferma, abandonada en el sillón, y por eso una arruga ha recorrido sus frentes.

No por Cesarino.

Hay otra mujer, otra —no aquí, en casa, pero que mañana, ¡quién sabe!, podría convertirse en la reina de la casa—: Claretta, la novia del hermano, que sí, desgraciadamente, hace pensar en el tiempo que pasa.

La madre, preguntando por el día, ha querido contar los días que han pasado desde la última visita de Claretta.

Su niña querida (Claretta era una niña de verdad para aquellas tres hermanas ancianas) antes iba cada día a visitarlas, con la esperanza de que hubiera llegado la noticia, porque ella estaba segura, más que nadie, de que la noticia llegaría pronto. Y entraba alegre en la habitación de su novio y siempre dejaba una flor o una carta. Sí, porque seguía escribiéndole cada noche a Cesarino. En vez de enviarlas por correo, las dejaba allí para que él las encontrara cuando llegara.

La flor se marchitaba, la carta permanecía.

¿Acaso Claretta pensaba, al encontrar la carta del día anterior bajo la flor muerta, que también su perfume se había desvanecido sin embriagar a nadie? Ponía la carta en el cajón del pequeño escritorio, cerca de la ventana, y en su lugar dejaba la nueva, con una nueva flor.

Este gesto delicado duró mucho, varios meses. Pero un día la pequeña llegó con más flores, sí, pero sin carta. Dijo que la noche anterior había escrito más de lo acostumbrado y que seguiría escribiendo cada noche, pero en una libreta, porque su madre le había hecho notar que así desperdiciaba papel y sobres.

En verdad, lo que importaba era escribir cada día y daba lo mismo que escribiera en una hoja de papel o en una libreta.

Pero, con aquella carta, empezó también a faltar la visita diaria de Claretta. Al principio empezó a ir tres veces, luego dos y finalmente una sola vez por semana. Después, con la excusa del luto en su familia por la muerte de su abuela paterna, no apareció durante quince días. Y finalmente, cuando —no por iniciativa propia, sino porque lo forzó una de las hermanas— regresó, vestida de negro, a la habitación de Cesarino, ocurrió algo inesperado, que por poco no hizo explotar de angustia el corazón de aquellas tres pobrecitas. De pronto, así vestida de negro, apenas entró, se acostó sobre la cama blanca de Cesarino, rompiendo en un llanto desesperado.

¿Por qué? Después se quedó aturdida, como perdida, ante el estupor angustioso y el temblor de aquellas tres hermanas pálidas, lívidas; dijo que no sabía lo que le había ocurrido… Pidió perdón, culpó a su vestido negro, al dolor por la muerte de su abuela… De todas maneras, volvió a la costumbre de visitarlas una vez por semana.

Pero ahora las tres hermanas sentían cierto recato al llevarla a la habitación que esperaba, y ella no entraba sola ni pedía a las tres hermanas que la acompañaran.

Y casi dejaron de hablar de Cesarino.

Tres meses atrás, se presentó de nuevo vestida con ropa alegre, primaveral, como una flor, encendida y vivaz como hacía tiempo que las tres hermanas y su pobre madre no la veían. Trajo muchas flores y ella misma quiso llevarlas con sus manos a la habitación de Cesarino y distribuirlas en floreros en el pequeño escritorio, en la mesita, en la cómoda. Dijo que había tenido un sueño hermoso.

Las tres hermanas, cada vez más pálidas, más lívidas, se quedaron jadeantes, oprimidas y consternadas por aquella vivacidad exuberante, por la renovada alegría de su niña. Tras superar el aturdimiento inicial, sintieron el golpe de una violencia cruel, el golpe de la vida que volvía a florecer, exultante, en aquella niña, y que no podía ser contenida en el silencio de aquella espera a la cual ellas, con sus cuidados religiosos y sus frías y delgadas manos, otorgaban siempre (y querían seguir haciéndolo) un hilo de vida que apenas fuera suficiente para ellas. Y no se opusieron cuando Claretta, sonrojándose completamente, dijo que sentía mucha curiosidad por saber qué le había escrito a Cesarino en sus cartas del año pasado, encerradas en el cajón del escritorio.

Aquellas cartas tenían que ser más de cien, ciento veintidós o ciento veintitrés. Las quería releer, las conservaría ella, para Cesarino, junto con las libretas. Y, diez por vez, se las fue llevando todas a su casa.

Desde entonces las visitas se habían hecho aún menos frecuentes. La vieja madre enferma, mirando fijamente el brazo del sillón, cuenta los días que han pasado desde la última visita. Y es curioso que, tanto para ella como para sus tres hijas con el ceño fruncido, estos días se sumen y sean demasiados, mientras que para Cesarino —que no vuelve— el tiempo no pasa nunca, como si se hubiera ido ayer, como si nunca lo hubiera hecho, como si solo hubiera salido de casa y estuviera a punto de volver, de un momento a otro, para sentarse a la mesa con ellas y luego irse a dormir en su cama, ya lista.

La madre recibe el golpe fatal cuando le dan la noticia de que Claretta se ha comprometido.

Era de esperar, porque hacía dos meses que Claretta no iba a visitarlas. Pero las tres hermanas, menos viejas y por eso menos débiles que su madre, se obstinan en decir que no, que no se esperaban esta traición. Quieren resistir a toda costa y dicen que Claretta se ha comprometido con otro, no porque Cesarino haya muerto y ella no tenga razón alguna para esperar su regreso, sino porque, después de dieciséis meses, se ha cansado de esperarlo. Dicen que su madre está muriendo, no porque el noviazgo de Claretta haya hecho decaer la ilusión, cada vez más tenue, del regreso de su hijo, sino por la pena que su Cesarino sentirá cuando vuelva, por la cruel traición de Claretta.

Y la madre, desde la cama, dice que sí, que se muere por esta pena, pero en los ojos tiene una sonrisa de luz.

Sus tres hijas miran aquellos ojos, con triste envidia. Ella, en breve, irá a ver si él está allí, al otro lado, saldrá de la ansiedad de la larguísima espera, tendrá la certeza, pero no podrá volver para comunicársela a ellas.

La madre quisiera decir que esa noticia no es necesaria, porque ya estaba segura de que encontraría a su Cesarino al otro lado, pero no, no lo dice, siente una piedad profunda por sus tres pobres hijas, que se quedan aquí solas y que necesitan pensar y creer que Cesarino sigue vivo, por ellas, y que va a volver un día u otro. Vela dulcemente la luz de sus ojos y hasta el final, hasta el último momento, quiere permanecer atada a la ilusión de sus tres hijas, para que esta ilusión reciba aliento a través de su último respiro y siga viviendo. Con el último hilo de voz, suspira:

—Decidle que lo he esperado tanto…

Por la noche los cuatro cirios fúnebres arden en las cuatro esquinas de la cama y de vez en cuando chisporrotean levemente, mientras la llama larga y amarilla vacila.

El silencio de la casa es tal que los chisporroteos de aquellos cirios, por leves que sean, llegan a la habitación que espera, y aquella vela amarillenta, clavada desde hace dieciséis meses en el trébol de la paletilla, aquella vela de la cual se burlan las dos figuritas melindrosas en la caja de fósforos, parece temblar a cada chisporroteo, para recibir llama ella también y vigilar a otro muerto, aquí, en su cama intacta.

Para aquella vela se trata de un desempate. Aquella noche el agua del jarrón no ha sido cambiada y tampoco el camisón ha sido extraído de su bolsita y puesto sobre la cama. Y el calendario en la pared marca la fecha de ayer.

En la habitación se ha detenido por un día, y parece que para siempre, aquella ilusión de vida.

Solo el viejo reloj de bronce en la cómoda sigue, más consternado que antes, hablando del tiempo en aquella oscura e infinita espera.