ROMOLO
En las sociedades civiles, también llamadas históricas, la leyenda —como es sabido— ya no puede nacer. Podría nacer y a menudo ocurre, pero humildemente, y se difunde tímida en boca del pueblerino: caracol con los ojos en los cuernos, que retira enseguida entre las burbujas de su vana baba apenas un profesor de historia, con el dedo rígido y manchado de tinta, hace ademán de tocarlos.
El profesor de historia cree que en su dedo rígido y manchado de tinta se halla la santa verdad y que es correcto que el caracol retire sus cuernos. ¡Desgraciado! Y más desgraciados son los hombres venideros que tendrán documentados, minuto por minuto, los hechos de sus antepasados y de sus padres, que tal vez, abandonados a la memoria y a la imaginación, poco a poco, como ocurre con cualquier cosa lejana, se animarían con algo de poesía.
Historia, la historia. Basta con la poesía.
Aquí está, sin loba, sin su hermano Remo, sin vuelos de buitres, Romolo, como los historiadores nos lo presentan, como lo conocí yo, ayer, vivo.
Romolo: el fundador de una ciudad.
Y hay que decir que, mirándolo bien a sus ojos de lobo, ¡qué lástima!, se podría creer perfectamente que una loba lo amamantó, de niño, hace unos noventa años. Realmente Remo lo había tenido frente a él, rival aunque hermano. No lo había matado, solo porque Remo se había ocupado de morir antes, a tiempo, por sí mismo. Pero ahora no vayan a buscar en los mapas la ciudad fundada por este Romolo. No la encontrarían. La encontrarán los hombres venideros, seguro, en unos trescientos o cuatrocientos años, y también marcada —se lo puedo asegurar— con uno de aquellos círculos que señalan las principales ciudades de una región, con el nombre al lado: Riparo. Cada cual podrá imaginar en su interior todas las cosas hermosas que habrá allí: calles, palacios, iglesias, monumentos, con el prefecto y su señora, si todavía duran esos sabios órdenes sociales y si un terremoto (con la ayuda de Dios, que castiga la ambición de los hombres) no los hubiera hecho caer desde los fundamentos. Pero esperemos que no.
Por ahora, es más que un caserío, ya es un burgo bonito, pronto con dos iglesias.
Una es esta. Antes establo, por consejo de Romolo ha sido adaptada como iglesia, con un único altar de madera vieja y grasienta por el calor del estiércol, y un grabado del sagrado corazón de Jesús, colgado en la pared mediante clavos, como mejor se ha podido, pero ¿qué importa? Aquí dentro Jesús respira tras su nacimiento.
Desde millas de distancia, cada domingo llega en su mula un cura para celebrar la misa, sudado y polvoriento en verano; arropado hasta los ojos y con un paraguas de seda de verdad en invierno, como en las oleografías. La mula, atada por el cuello al aro que hay al lado de la puerta, espera, resoplando y espantando las moscas. Aquí, en el suelo, está la marca de sus coces. Pobre animal, no sabe que el oficio es divino. Le parece una gran molestia y no ve la hora de que termine.
La otra iglesia, la nueva, pronto estará lista y será un verdadero lujo, con el campanario y todo, tres altares y el púlpito y la sacristía, con todo, en fin. Una iglesia de verdad construida gracias a la contribución de todos los paisanos.
Ahora bien, cuando este burgo se convierta en ciudad, ninguno de sus muchos hijos sabrá que este Romolo fue su primer padre, no sabrá cómo y por qué nació la ciudad, por qué aquí y no en otro lugar. En la tierra, en un sitio determinado, no se consigue ver cómo era esta tierra, este sitio, antes de que la ciudad surgiera. Borrar la vida es difícil, cuando la vida en un lugar se ha expresado e impuesto, pese a los numerosos problemas que dan ciertos elementos pesados: casas, calles, plazas, iglesias.
Aquí había un desierto, un inocente desierto. Hombres que, como si de un rollo de cinta se tratara, desenrollaban la vida desde lejos, pasaron trazando con cinta este recorrido. Un camino. Y poco a poco los carros empezaron a pasar, en soledad, por ese camino, y algún hombre a caballo, armado, que miraba con ojos prudentes, por la angustia que él, por primera vez, descubría a la vista de tanta soledad, tan lejana y desconocida para todos. Silencio y espacio abierto, bajo la oscura vastedad del cielo.
Cuando, de aquí a cuatrocientos años, se oigan timbres de tranvías eléctricos, bocinas de coches, cuando las calles atestadas produzcan ruidos y confusión, iluminadas con farolas, con resplandor y brillo de cristales, de espejos en las puertas y en los escaparates de las ricas tiendas, ¿quién pensará en una única farola, en el cielo, la luna, que en el silencio y en la soledad, miraba desde lo alto la huella de la cinta blanca en el camino en medio del desierto infinito, de los grillos que cantaban y de las ranitas que croaban aquí, solos? ¿Quién pensará, en plena conversación de cafetería, en las cigarras que aquí, entre la maleza, sacudían el enorme e inmóvil bochorno, en el resplandor de las eternas jornadas de verano?
Pasaban carros, hombres a caballo y alguien a pie, y todos, ante aquella soledad, sentían una consternación que poco a poco se convertía en intolerable opresión. ¿Qué representaba aquel camino para ellos? La longitud del recorrido, camino que recorrer. ¿Quién pensaba en parar allí?
Un hombre. Este viejo. Entonces, rondando los treinta años de edad, mientras con la mente seguía los pensamientos que lo mantenían alejado de la compañía de los hombres para buscar su destino en la soledad, tuvo la valentía de detener en medio de aquel camino la sombra de su cuerpo. Tal vez sintió que, en aquel punto, muchos, como él, al pasar, habían, habrían sentido la necesidad de un poco de descanso, de consuelo y de ayuda. Y dijo: «Aquí».
Miró a su alrededor para observar lo que antes solo había mirado con el ojo distraído de quien pasa y no piensa detenerse; miró con la sensación de que su presencia podría ser estable y no momentánea; e intentó respirar el aire del desierto y acostumbrarse a su vista cotidiana. Y con el coraje que surgía en su interior para expandirse e imponerse, midió la tristeza infinita de aquella soledad, pensando en si su coraje sabría resistirse a ella, cuando —no ahora— en invierno, con el cielo pesado y el frío, en los eternos días de lluvia, se volviera más miserable y más temible.
El viejo habla a través de fábulas y cuenta que, de joven, tenía una hermanita enfermiza y sin apetito y una madre que sufría por no saber cómo consolarla.
Un día, mientras él jugaba en la calle con sus amigos a un juego vertiginoso, su madre, que estaba sentada en el escalón delante de la puerta, lo llamó, para que, despacio, con un sorbito cauto, bebiera de un huevo que ella tenía en la mano solo la clara, no bien cocida, pero solo la clara, que le provocaba asco a su hermanita enfermiza y sin apetito.
Pues bien, con aquel sorbito que apenas tendría que decapitar levemente el huevo, en el vértigo de aquel juego interrumpido en contra de su voluntad, él se había comido todo el huevo, clara y yema, todo, dejando a su madre con los ojos muy abiertos por la sorpresa y la cáscara en la mano, vacía.
Lo mismo ocurrió aquí, en el camino.
Cuando dijo «aquí», ciertamente no tenía en la mente el burgo de ahora, la ciudad de mañana. Pensaba que siempre se quedaría solo ofreciendo ayuda a los que pasaran por allí. Pero en su primera respiración, en medio del camino, no había aire solamente para un techo de paja, había aire para todo el burgo de hoy y para toda la ciudad de mañana. Y su coraje, al levantar aquel primer techo de paja, había sido tal que otros, necesariamente, tenían que sentir atracción por la empresa.
Pero cuando una necesidad no pensada se impone ante una ilusión, esta necesidad parece una traición.
Desafiando los horrores de la soledad, durante varios meses, consiguió que pararan delante de su techo de paja los carros que pasaban y luego, tras construir poco a poco una casita de piedra y tras la llegada de su mujer y de sus hijos, consiguió que los carreteros se sentaran bajo la pérgola para beber vino —una botella de muestra colgaba de la puerta, al lado de un rudimentario rótulo— y que comieran, en cuencos, platos campestres cocinados por su mujer, mientras él se ocupaba de reparar la rueda o el muelle de algún carro o de herrar la mula o el caballo; pero mientras tanto, otro hombre había construido, un poco más abajo, por el camino, otra casa, pegada a la suya.
Porque un pueblo (ahora el viejo lo sabe bien y lo puede decir por experiencia) nace así.
No es verdad que los hombres se juntan para darse consuelo y ayuda. Se juntan para declararse la guerra. Cuando una casa surge en un punto, la otra no se coloca a su lado como una compañera o una buena hermana; se sitúa frente a ella, como una enemiga, quitándole la vista y el aire.
Él no tenía derecho a impedir que otra casa surgiera frente a la suya. La tierra donde la había construido no tenía propietario. Pero antes este suelo era un desierto. ¿Qué vida tenía? Él se la había dado. Y la usurpación y el fraude que aquel otro llevaba a cabo no se dirigían a la tierra, sino a la vida que él le había dado a aquella tierra.
«Este suelo no es de tu propiedad», podría decirle el otro.
«Sí. Pero ¿qué era antes este lugar para ti?», podría gritarle él. «¿Y habrías venido si antes no hubiera venido yo? Aquí no había nada, y tú ahora vienes a robarme lo que yo he sembrado.»
Pero en verdad, demasiado —tenía que reconocerlo—, había sembrado demasiado para una sola familia.
Todos los carros que pasaban, a menudo en una larga fila, se detenían allí, ahora, para una parada habitual. Su mujer no podía servirlos a todos y no se aguantaba en pie por la fatiga; él tampoco daba abasto, solo con los dos brazos que Dios le había dado, y por la noche no se los sentía, por el cansancio. Había sitio y trabajo para otro, tal vez para otros tres o cuatro.
El viejo ahora dice que lo hubiera preferido. Tres o cuatro juntos hubieran actuado como compañeros y se hubieran repartido las tareas, y su mujer, quizás, no hubiera muerto del cansancio. Pero solo hubo uno, el único, su enemigo. Tenía que expulsarlo, empuñando el cuchillo, de la vida que él había hecho nacer en aquel camino y que era suya. Con tres o cuatro hombres, hubiera intentado buscar y llegar a un acuerdo, y seguramente ellos lo hubieran reconocido y respetado como el primero y como el jefe. En cambio, tuvo que defender su vida tenazmente, para que aquel único vecino no cogiera nada o solamente lo poco que sus brazos no conseguían contener. Pero el efecto fue otro: su mujer murió por el trabajo excesivo.
—¡Dios! —dice el viejo, ahora, levantando una mano con el dedo índice extendido.
Y deja en la sombra los acontecimientos pretéritos, cuya causa reconoce en Dios y, por tanto, los hombres tienen la obligación de aceptarlos con obediencia y resignación, por muy dolorosos y crueles que puedan parecer. Los acontecimientos pasan y es en vano recordarlos ante esta certeza: que la justicia de Dios triunfa siempre.
Romolo no puede hablar de otra manera. Romolo tiene que reconocer que la muerte de su mujer fue justicia de Dios, es decir, que con su muerte Dios quiso castigarlo por su deseo de poseer demasiado. Porque finalmente Romolo tiene que saberse responsable del triunfo de la justicia divina: tras la muerte de Remo, se casó con la mujer de este. ¿Y por qué Remo murió? También por castigo de Dios, por un gran miedo que Dios le infundió; murió porque comprendió que el hombre al que se enfrentaba, quebrado por la muerte de su mujer, vomitaría sobre él el furor de su desesperación.
¿Podía Dios permitir que un castigo suyo se volviera superfluo, y por tanto injusto, dejando que el otro se aprovechara de todo lo que Romolo había perdido con la muerte de su esposa? El castigo, que era dolor para él, tenía que ser miedo para el otro, y llegó al extremo de que Remo murió. Romolo no añade palabra alguna sobre este particular.
Pero añade que, entonces, en las dos casas opuestas, ambas cargadas de hijos, a quienes hasta ahora no había permitido que se acercaran unos a los otros para compartir sus juegos, se quedaron un hombre sin mujer y una mujer sin hombre. Y uno, vestido de negro, vio a la otra, vestida de negro, y Dios hizo que floreciera la caridad en el corazón de ambos, una recíproca necesidad de ayuda y de consuelo.
Y terminó la primera guerra.
Romolo menea la cabeza y sonríe.
En su mente ve cómo, después de las dos primeras, surgieron las otras casas de este burgo, cuando los hijos crecieron, de un lado y del otro, y algunos se casaron y otros se llevaron lejos a la esposa o al esposo.
¡Ah, aquellas casas! No propiamente enemigas, no: adustas. No se daban la espalda, pero una se había colocado un poco de lado y la otra un poco en diagonal, como si no quisieran mirarse a la cara entre ellas. Hasta que, con los años, surgió, entre esta y aquella, una tercera para reunirlas.
—Por eso —dice Romolo—, las calles antiguas de los pequeños pueblos están todas torcidas, con las casas formando chaflanes.
Por eso, sí. Pero luego, Romolo, llega la civilización con los planos reguladores que obligan a las casas a seguir líneas rectas.
—La guerra alineada —la llamas tú.
Sí, pero civilización quiere decir precisamente reconocimiento de este hecho: que el hombre, entre muchos otros instintos que lo empujan a la guerra, también posee el instinto gregario, por el cual solo vive entre otros hombres.
—¡Pues mira si con eso —concluyes tú— el hombre pudiera ser feliz!