LA ROSA
I
En la densa oscuridad de la noche invernal el tren avanzaba a la velocidad de quien sabe que ya no llegará a tiempo.
En verdad, la señora Lucietta Nespi, viuda de Loffredi, por mucho que estuviera aburrida y cansada por el largo viaje en aquel sucio vagón de segunda clase, no tenía prisa por llegar a Pèola.
Pensaba… Pensaba…
Se sentía transportada por aquel tren, pero con el alma estaba todavía en su lejana casa de Génova, ahora abandonada, cuyas habitaciones, vaciadas de los muebles hermosos y casi nuevos, vendidas a un precio irrisorio, en vez de parecerles más grandes, le habían parecido más pequeñas. ¡Qué traición!
Necesitaba ver aquellas habitaciones muy grandes y hermosas, en la última visita de despedida, después de haberlas vaciado, para poder decir un día, con orgullo, en la miseria hacia la que se encaminaba:
—Eh, la casa que tenía en Génova…
Lo diría igualmente, pero en el fondo de su alma, permanecía la desilusión de aquellas habitaciones vacías, tan mezquinas.
Y también pensaba en sus buenas amigas, de las cuales, finalmente, no se había despedido porque todas la habían traicionado, aunque aparentando que querían ayudarla. Oh, sí, ayudarla, llevando a su casa muchos honestos compradores a quienes, seguramente, antes habían vendido la oportunidad de comprar por cinco lo que había costado veinte o treinta.
En sus divagaciones, la señora Lucietta entornaba o dilataba sus ojos, preciosos y vivaces, y, de vez en cuando, con un movimiento rápido y peculiar, habitual en ella, levantaba una mano y se pasaba el dedo índice por su audaz nariz, suspirando.
Estaba realmente cansada. Hubiera querido dormir.
Sus dos niños, huérfanos, ellos sí, pobres amorcitos, se habían dormido: el mayor tumbado en el asiento, tapado con una capa; el menor, acurrucado a su lado, con la rubia cabecita en sus piernas.
Quién sabe, tal vez ella también se hubiera dormido si hubiera podido apoyar, de alguna manera, un codo o la cabeza sin despertar al pequeño, cuya almohada eran sus piernas.
El asiento frente a ella conservaba la huella de sus pequeños pies, que habían encontrado un cómodo apoyo, antes de que se sentara —¡vaya por Dios, como si no sobrara espacio!— justo allí, un hombre de unos treinta y cinco años, barbudo, moreno, de ojos claros, verdosos: dos ojos grandes, atentos y tristes.
La señora Lucietta había sentido un gran fastidio. El color claro de aquellos grandes ojos —quién sabe por qué— le había despertado confusamente la idea de que el mundo, a donde quiera que fuera, permanecería siempre extraño para ella, y lejano, muy lejano y desconocido, y que ella se perdería, pidiendo ayuda en vano, entre innumerables ojos que la mirarían, como aquellos, con un velo de tristeza, sí, pero en el fondo indiferentes.
Para no verlos, hacía rato que miraba por la ventanilla, aunque fuera no se viera nada.
Solo se distinguía, en lo alto, suspendido en la tiniebla, el reflejo preciso de la lámpara de aceite del coche, con la llama roja, humeante y vacilante, el cristal cóncavo y el aceite caído.
Parecía que hubiera otra lámpara, que seguía con pena al tren, en la noche, para ofrecerle al mismo tiempo alivio y consternación.
—La fe… —susurró aquel señor, en cierto momento.
La señora Lucietta se giró con expresión aturdida:
—¿Qué?
—Aquella luz ya no está.
Animando su sonrisa y su mirada, la señora Lucietta levantó un dedo para señalar la lámpara en el techo del vagón.
—¡Aquí está!
Aquel señor asintió varias veces con la cabeza, lentamente; luego añadió, con una sonrisa triste:
—Eh, sí, como la fe… Nosotros encendemos la luz en la vida y la vemos también al otro lado, sin pensar que si se apaga aquí, también desaparece allí.
—¡Es usted un filósofo! —exclamó la señora Lucietta.
El señor levantó una mano de la empuñadura del bastón en un gesto vago y suspiró con otra sonrisa:
—Simplemente observo…
El tren se detuvo en una estación de paso. No se oían voces y, una vez silenciado el ruido cadencioso de las ruedas, la espera parecía eterna y asombrosa en aquel silencio.
—Mazzanò —murmuró el señor—. Se acostumbra a hacer trasbordo aquí.
Finalmente llegó, a lo lejos, el silbido quejumbroso del tren retrasado.
—Ahora…
En el lamento de aquel tren que corría en mitad de la noche por la misma vía por la cual pronto pasaría ella, la señora Lucietta oyó por un momento la voz de su destino que, sí, precisamente, la quería perdida en la vida con sus dos criaturitas.
Se reanimó de la momentánea angustia y le preguntó a su compañero de viaje:
—¿Falta mucho para llegar a Pèola?
—Eh —contestó él—, más de una hora… ¿Usted también baja en Pèola?
—Sí. Soy la nueva telegrafista. He ganado el concurso, en el quinto lugar, ¿sabe? ¡Me han enviado a Pèola!
—Ah, mira por dónde… Sí, sí, la esperábamos ayer, por la noche.
La señora Lucietta se animó completamente:
—Ya, de hecho —empezó a explicar, pero enseguida contuvo el impulso para no molestar el sueño de su pequeñín. Abrió los brazos y, señalando a ambos niños con la mirada, añadió—: ¿Ve los lazos que tengo? Y yo sola… tener que desatarme de tantas cosas…
—Usted es la viuda Loffredi, ¿verdad?
—Sí…
Y la señora Lucietta bajó la mirada.
—Pero ¿no se ha sabido nada más? —preguntó aquel señor, después de un grave y breve silencio.
—Nada. ¡Pero hay quien sabe! —dijo la señora Lucietta con un resplandor en los ojos—. El verdadero asesino del señor Loffredi, créame, no fue el sicario que lo asaltó por la espalda, a traición, y luego desapareció. Han insinuado que por asuntos de faldas… ¡No, sabe! Venganza, ha sido una venganza política. Considerando el tiempo de que el señor Loffredi disponía para pensar en las mujeres, una ya era demasiado. Yo le bastaba. ¡Imagínese, se enamoró de mí cuando yo tenía quince años!
Al decir esto, el rostro de la señora Lucietta se sonrojó, sus ojos brillaron inquietos, huidizos y finalmente descendieron, como antes.
Aquel señor la observó durante un rato, impresionado por el rápido paso de la excitación a la mortificación, ambas repentinas.
¿Cómo considerar serias aquella excitación y aquella mortificación? Aunque era madre de dos niños, todavía parecía una niña, más bien una muñeca, y tal vez ella misma se había mortificado por haber afirmado con tanta decisión, y desde el principio, que el señor Loffredi, al tener por esposa a una cosita tan fresca y vivaz como ella, no había podido pensar en otras mujeres.
Tenía que estar segura de que nadie, al verla y sabiendo qué tipo de hombre había sido Loffredi, creería eso. Mientras Loffredi estuvo vivo, ella tuvo que sentirse intimidada por él, tal vez todavía se sintiera así. Pero no podía soportar que existiera la sospecha de que Loffredi no la había cuidado convenientemente, y que había sido para él una muñeca y nada más. Quería ser la heredera única, al menos, del estrépito que la trágica muerte del fiero e impetuoso periodista genovés despertó un año antes, en toda la prensa italiana.
Aquel señor se sintió muy satisfecho por haber adivinado con tanta precisión el estado de ánimo y el carácter de ella, cuando, tras animarla con preguntas breves y atentas a hablar de sus asuntos, obtuvo la confirmación de sus suposiciones de la boca de ella.
Entonces una gran ternura se adueñó de él, por los aires de libertad que se daba aquella calandria recién salida del nido, todavía inexperta en el vuelo; por las valientes afirmaciones sobre su capacidad de percepción de la realidad y por su gran coraje. ¡Ah, qué, qué, ella no se marchitaría nunca! De pronto trasladada de un estado al otro, entre el horror y la confusión de la tragedia, no se había perdido ni por un solo instante; había corrido por aquí, por allá; había hecho esto y lo otro, no tanto para sí misma cuanto para aquellos dos pobres pequeñines… sí, un poco también para sí que, a fin de cuentas, apenas tenía veinte años. Veinte, ya, y no los aparentaba. Este era otro obstáculo y el peor, porque todos, al verla tan tenaz y desesperada, se reían, como si no tuviera derecho a luchar tanto, a desesperarse tanto. ¡Ay, qué rabia! Cuanto más se enfadaba, más se reían los demás. Y, riendo, le prometían una cosa y la otra, pero todos hubieran querido acompañar la promesa con una caricia que no osaban hacerle pero que ella leía claramente en sus ojos. Se había cansado y con tal de salir de esta situación ahí estaba: ¡telegrafista de Pèola!
—¡Pobre señora! —suspiró, sonriendo, su compañero de viaje.
—¿Por qué pobre?
—Eh… porque… verá, no se divertirá mucho en Pèola.
Y le dio alguna información sobre el pueblo.
Por las calles y las plazas, en Pèola el aburrimiento era visible y tangible, siempre.
—¿Visible? ¿Cómo?
En una multitud infinita de perros que dormían de la mañana a la noche, tumbados en las calles adoquinadas.
No se despertaban ni siquiera para rascarse o, mejor dicho, se rascaban mientras seguían durmiendo.
¡Y era problemático abrir la boca para bostezar en Pèola! Porque se quedaba abierta al menos para encadenar cinco bostezos seguidos. Una vez dentro de la boca de uno, el tedio no se decidía a salir fácilmente. Y todos, en Pèola, ante cualquier cosa que tuvieran que hacer, cerraban los ojos y suspiraban:
—Mañana…
Porque hoy o mañana era lo mismo, es decir, mañana quería decir nunca.
—Verá lo poco que trabajará en la oficina de telégrafos —concluyó—. Nadie la utiliza. ¿Ve este tren? Avanza al paso de una diligencia. E incluso la diligencia representaría un progreso para Pèola. La vida, en Pèola, sigue avanzando en parihuela.
—¡Dios, Dios, me asusta usted! —dijo la señora Lucietta.
—¡No se asuste, por favor! —sonrió aquel señor—. Ahora le daré una buena noticia: en pocos días habrá un baile en el Círculo.
—Ah… —y la señora Lucietta lo miró como atravesada por la sospecha de que también este señor quería burlarse de ella.
—¿Los perros bailan? —preguntó.
—No: las personas civilizadas de Pèola… Vaya, se divertirá. El Círculo está justo en la plaza, cerca de su oficina. ¿Ya ha encontrado alojamiento?
—La señora Lucietta contestó que sí, que lo había encontrado en la misma casa en que antes se hospedaba su predecesor. Luego preguntó:
—Y usted, perdone… ¿su nombre?
—Silvagni, señora. Fausto Silvagni. Soy el secretario del ayuntamiento.
—¡Oh, mira! Encantada.
—¡Bah!
Y Silvagni levantó una mano de la empuñadura del bastón en un gesto desconsolado, con una sonrisa muy amarga en el rostro, que veló de intensa melancolía sus grandes y claros ojos.
El tren saludó con un silbato quejumbroso la pequeña estación de Pèola.
—¿Es aquí?
II
Entre aquella gran sierra de montañas azuladas, interrumpida por valles vaporosos, oscuros por las encinas y los abetos y alegres por los castaños, Pèola, con su montoncito de tejados rojos y sus cuatro campanarios oscuros, sus angostas y sesgadas placitas y las calles inclinadas entre casas pequeñas y viejas y casas un poco más grandes y nuevas, tenía el privilegio de hospedar a la viuda de aquel periodista, Loffredi, de cuya trágica muerte, envuelta en el misterio, se seguía hablando, de vez en cuando, en los diarios de las grandes ciudades. Era un privilegio poco frecuente poder escuchar de boca de su protagonista tantos datos que los demás, en las grandes ciudades, no conocían. Un privilegio era también el mero hecho de poder verla y de poder decir: «Loffredi, vivo, tuvo entre los brazos a aquella cosita».
Los habitantes de Pèola estaban orgullosos de ello. En cuanto a los perros, creo que en verdad seguirían durmiendo pacíficamente tumbados en las calles y en las plazas del pueblo, sin el mínimo indicio de aquel infrecuente privilegio, si de pronto, al haberse difundido la voz de la mala impresión que, con su sueño, le habían causado y seguían causándole a la señora Lucietta, la gente, sobre todo los jóvenes, pero también los hombres maduros, no hubieran empezado a molestarlos, y a echarlos a patadas, o pisoteando o aplaudiendo para producir ruidos que los ahuyentaran.
Los pobres animales se levantaban del suelo, más sorprendidos que fastidiados; miraban de reojo, levantando apenas una oreja, y luego iban a tumbarse a otro lugar, algunos avanzando con tres patas en el suelo y la cuarta encogida. ¿Qué había ocurrido?
Tal vez lo hubieran entendido, si hubieran sido perros un poco más inteligentes y estuvieran menos aturdidos por el sueño. Dios santo, bastaba con observar un rato desde las entradas de las plazas, donde a ninguno de ellos les estaba permitido tumbarse y tampoco pasar corriendo.
En aquella plaza estaba la oficina de telégrafos.
Se hubieran dado cuenta (si hubieran sido perros un poco más inteligentes) de que todos, al pasar por ahí, sobre todo los jóvenes, pero también los hombres maduros, parecían entrar en otra atmósfera, más oxigenada, que volvía enseguida el modo de andar y los movimientos más esbeltos y más ágiles, y las cabezas se movían como si, por un acceso repentino de sangre no se sintieran cómodas en los cuellos de las camisas, y las manos de pronto estaban muy atareadas en estirar el chaleco o en arreglar la corbata.
Una vez atravesada la plaza, se sentían ebrios, alegres, nerviosos y, al ver un perro, le gritaban: «¡Fuera!», «¡Vete!», «¡Fuera de aquí, bestia fea!».
Y no bastaba con las patadas, también les tiraban piedras.
Por suerte, en auxilio de aquellos pobres perros, alguna ventana se abría con furia y una cabeza de mujer, con mirada feroz y los brazos rabiosamente extendidos, gritaba:
—¿Qué tenéis, sinvergüenzas, en contra de estos pobres animales?
—¿Usted también? ¿Usted también, señor notario? ¿Cómo no se avergüenza? ¡Mira cuántas patadas a traición, pobre animalito! Aquí, querida, ven aquí… La patita, miren… le ha herido la patita y se va con el puro en la boca, como si la cosa no fuera con usted… ¡Vergüenza, hombre serio, tendría que darle!
En breve, una vivísima simpatía se estableció entre las mujeres feas de Pèola y aquellos pobres perros a los que, de pronto, sus hombres —maridos, padres, hermanos, primos, novios— y, por contagio, también todos los golfillos, empezaron a torturar.
Las mujeres, un poco más inteligentes que los perros (al menos algunas), habían advertido enseguida aquel aire nuevo que sus hombres respiraban desde hacía unos días y por el cual tenían los ojos brillantes y el rostro perpetuamente asombrado. Se había difundido en los tejados enmohecidos y en cada rincón del viejo y somnoliento pueblito y lo alegraba todo (ante los ojos de los hombres, se entiende).
Sí. La vida… —angustias, tedio, amargura—, luego, de pronto, sonríe… Oh, Dios, así… por nada… Sonríe. Si después de tantos días de bruma y de lluvia, un día aparece el sol, ¿acaso no se alegran todos los ánimos? ¿Acaso todos los pechos no respiran de alivio? Pues bien, ¿qué es? Nada, un rayo de sol y la vida parece otra. El peso del aburrimiento se vuelve más ligero; los pensamientos más oscuros se colorean de azul; quien no ha querido salir de casa de pronto se solaza al aire libre… ¿Sientes qué agradable olor a tierra mojada? Oh, Dios, qué bien se respira… ¿Frescura de hongos, eh? Y todos los planes para la conquista del futuro se vuelven fáciles, posibles, y cada cual se libra del recuerdo de los golpes más solemnes, reconociendo que, sí, les había dado demasiada importancia. ¡Qué diablos! Arriba, arriba… ¿Qué arriba? ¡Sí, hay que mantenerse arriba! ¿Los bigotes? ¡Sí, los bigotes también!
—Querida, ¿por qué no te peinas un poco mejor?
Efectos del rayo de sol que ha salido de repente en Pèola, en la plaza de la oficina de telégrafos. Además de la tortura a los perros, esta pregunta de tantos maridos a sus esposas:
—Querida, ¿por qué no te peinas un poco mejor?
Y, claro, hacía años que, en el Círculo, por la calle, en las casas, de paseo, los habitantes de Pèola no cantaban tanto, sin quererlo, sin saberlo.
La señora Lucietta veía y percibía todo esto. El brillo de tanto deseo en los ojos encendidos que seguían sus movimientos y la acariciaban con la mirada, voluptuosamente, y el calor de simpatía que la envolvía, en breve la embriagaron también a ella.
En verdad no era necesario, porque la señora Lucietta ya ardía, ya echaba chispas por sí misma. ¡Qué molestia le provocaban ciertos mechones de pelo que le caían en la frente apenas inclinaba la cabeza para seguir con los ojos el papel que se desenrollaba al ritmo del repiqueteo de la máquina en la mesa de su oficina! Sacudía la cabeza y casi saltaba, como si le estuvieran haciendo cosquillas por sorpresa. ¡Y qué sofocos repentinos y qué súbitos suspiros interrumpidos, que terminaban en una sonrisita cansada! Oh, también lloraba, sí, sí, en algunos momentos lloraba sin saber por qué. Lágrimas calientes, abrasadoras, por una oscura e imprevista confusión en su mente, por una ansiedad extraña, que provocaba agitación en todo su cuerpo, impaciencia… No podía contener aquellas lágrimas, y resoplaba, resoplaba por la molestia pero, inmediatamente después, volvía a reírse por nada.
Para no pensar en nada, para no revolotear con la fantasía ante cualquier imagen cómica o peligrosa, para no sorprenderse absorta en ciertas predicciones inverosímiles, la única solución era cumplir juiciosamente con su profesión; concentrarse, mantener firmemente la atención, para que todo ocurriera conforme a las reglas, en orden perfecto. Y recordar, recordar siempre que en casa, confiados a una vieja y muy estúpida sirvienta, estaban sus dos pobres pequeñines, huérfanos de padre. ¡Qué pensamiento era este! ¡Criarlos sola, con su trabajo, con su sacrificio! Miserablemente, por desgracia, hoy aquí, mañana allí, vagabunda con ellos… Y luego, cuando crecieran, cuando decidieran el camino de su propia vida, tal vez no tendrían consideración alguna por su sacrificio, por todas sus penas. ¡No, vamos a ver! Todavía eran tan pequeños… ¿Por qué imaginar estas cosas feas? Entonces ella sería vieja, su tiempo pasaría, y cuando el tiempo ha pasado y uno es viejo, está acostumbrado a poner buena cara ante los recuerdos tristes…
¿Quién lo decía? Ella. No porque estas consideraciones surgieran espontáneas en su alma. Cada mañana el secretario del ayuntamiento, aquel señor Silvagni que había conocido en el tren, pasaba por su oficina y, a veces, también hacia el atardecer, cuando salía del ayuntamiento. Permanecía en la puerta o detrás de la ventanilla; le hablaba de cosas ajenas y también alegres; se reía con ella de la caza a los perros, por ejemplo, y de la defensa por parte de las mujeres feas del pueblo. Pero, en los ojos de aquel hombre, en sus ojos grandes y claros, atentos y tristes, que permanecían largamente en su memoria después de que él se hubiera ido, la señora Lucietta leía aquellas consideraciones que la afligían. El pensamiento de sus hijos, ¡quién sabe por qué!, él lo volvía presente y angustioso, aunque no le preguntara por ellos ni los nombrara por casualidad.
Resoplaba de nuevo, se repetía que sus hijos eran todavía tan pequeños… por tanto, ¿por qué entristecerse? No debía y no quería hacerlo. ¡Arriba, coraje! Ella era joven, por ahora… tan joven y…
—¿Cómo dice, señor? Sí: cuente las palabras del telegrama y luego calcule dos sueldos más. ¿Quiere un impreso? ¿No? Ah, para saberlo… Entiendo. Adiós, señor… De nada, figúrese.
¡Cuántos entraban en la oficina dirigiéndole preguntas estúpidas! ¿Cómo no reírse? Todos aquellos señores de Pèola eran graciosos de verdad. ¡Y aquella comisión de jóvenes, socios del Círculo, con su anciano presidente, que había entrado en su oficina una mañana para invitarla al famoso baile, que el señor Silvagni le había anunciado en el tren! ¡Qué escena! Todos con los ojos animados, por un lado parecían querer comérsela, por el otro parecían experimentar una extraña sorpresa al constatar que de cerca ella tenía la nariz así y asá, la boca así y asá y los ojos y la frente, por no hablar de su cabeza. Pero los más impertinentes eran también los más torpes. Nadie sabía cómo empezar:
—Querrá hacernos el honor…
—Es costumbre anual, señora…
—Una pequeña soirée dansante…
—¡Oh, sin pretensiones!
—Fiesta en familia…
—Es costumbre anual, señora…
—Esperamos que quiera honrarnos…
Se retorcían y se apretaban las manos, se miraban a la boca en el momento en que se lanzaban a hablar, mientras el presidente, que también era el alcalde del pueblo, se irritaba más a cada instante, cárdeno por la ira. Se había preparado un discurso y no se lo dejaban pronunciar. También se había untado brillantina en el largo mechón de pelo que rodeaba su cráneo y se había puesto los guantes amarillos, poniendo dos dedos, dignamente, entre los botones de su chaleco.
—Es costumbre anual, señora…
La señora Lucietta, confundida, con muchas ganas de reírse y completamente sonrojada por las apremiantes invitaciones pronunciadas por labios torpes, asediada por aquellas miradas de deseo, intentó protegerse al principio diciendo que todavía estaba de luto, que lo sabían… y además, dos hijos… estaba con ellos solo por la noche… no los veía durante todo el día… solía acostarlos personalmente… y tenía tantas cosas de las que ocuparse…
—Por una noche…
—Podría venir después de haber metido a los niños en la cama…
—¿Y no tenía una sirvienta?... ¡Por una noche!
A uno de los jóvenes, en la excitación, hasta se le escapó:
—¿El luto? ¡Qué tontería!
Le dieron un codazo y no habló más.
La señora Lucietta prometió finalmente que iría o, más bien, que haría todo lo posible para ir, pero luego, cuando todos se fueron, se quedó mirando en sus manitas blancas sobre el vestido negro el anillo de oro que Loffredi, al casarse con ella, le había puesto en el dedo. Su manita, entonces, era muy delgada, una manita de niña. Y ahora que sus dedos habían engordado un poco, aquel anillo le hacía daño. Era tan estrecho que no podía quitárselo…
III
En la habitación del viejo apartamento amueblado, la señora Lucietta decía ahora que no, para sus adentros, que no iría, y mientras tanto mecía en las rodillas a su angelito rubio, vestido de negro, a su hijito más querido, a quien cada noche quería dormir en sus brazos.
El otro, el mayor, a quien la vieja y silenciosa sirvienta había puesto el pijama, se había tumbado solo en su cama y… ¿sí? ¡Sí, sí, qué belleza! Ya dormía.
Con la mayor ligereza de manos posible la señora Lucietta empezaba a desvestir al pequeñín, que ya se había dormido en su regazo. Lentamente, los zapatitos, uno y dos; los calcetines, uno… y dos; y ahora los pantalones con los calzoncillos… y ahora, ah, ahora llegaba la parte difícil: las mangas de la chaqueta, despacio, con la ayuda de la sirvienta… no, así, por aquí… sí… despacio… despacio… ¡hecho! Y ahora el otro lado…
—No, amor… Si, aquí, aquí con tu mamita… tu mamita está aquí… No se preocupe, lo hago yo… Doble la manta, mejor… sí, aquí, lentamente…
¿Y por qué tan despacio?
Transcurrido apenas un año desde la muerte de su marido, ¿de verdad quería ir a bailar? No, la señora Lucietta no hubiera ido si de pronto, al salir de la habitación pasando por el recibidor contiguo, no hubiese visto, delante de la ventana cerrada, un prodigio, un verdadero prodigio.
Hacía muchos días que vivía en aquel apartamento alquilado y no se había dado cuenta de que, delante de la ventana del recibidor, había un viejo florero de madera, cubierto de polvo.
En aquel florero, de pronto, fuera de estación, había florecido una rosa.
La señora Lucietta se quedó mirándola, estupefacta, entre la palidez de la tapicería gris de aquel sucio recibidor. Luego, por la alegría de aquella rosa roja, su sangre se animó. En aquella rosa vio, vivo, su deseo ardiente de disfrutar al menos de una noche. Tras librarse de la perplejidad que hasta ahora la había mantenido en tensión, del horror por el espectro de su marido, de la preocupación por sus hijos, corrió, cortó aquella rosa e instintivamente, poniéndose ante el espejo, se la acercó a la cabeza.
¡Sí, allí! Iría a la fiesta con aquella rosa en el pelo, y sus veinte años y su alegría vestidos de negro…
IV
Fue la embriaguez, fue el delirio, fue la locura.
Ante su aparición, cuando ya casi todos habían perdido la esperanza de verla, pareció que las tres oscuras salas del Círculo, en la planta baja del edificio, separadas por tres anchos arcos, y a duras penas iluminadas por lámparas de petróleo y velas, resplandecieran de luz, tan encendido y tan asombrado por el temblor interior de su sangre estaba su rostro y tan fúlgidos y brillantes eran sus ojos y tanta loca alegría gritaba con aquella rosa de fuego entre su pelo negro.
Todos los hombres perdieron la cabeza. Irresistiblemente, abandonado cualquier freno de conveniencia, cualquier precaución por los celos de sus esposas o de sus novias, por la envidia de las solteronas, de las hijas, de las hermanas, de las primas, declarando que se debía recibir alegremente a la invitada forastera, acudieron a ella, con vivaces exclamaciones y, enseguida, porque el baile ya había empezado, sin darle tiempo de mirar alrededor, empezaron a disputársela. Quince, veinte brazos se le ofrecieron. Para aceptarlos todos, pero ¿cuál primero? Uno por uno, sí… Bailaría con todos… ¡Espacio! ¿Y la música? ¿Qué hacían los músicos? ¿También estaban mirándola encantados? ¡Música! ¡Música!
Y, entre los aplausos, el primer baile con el viejo alcalde y presidente del Círculo, en traje de etiqueta.
—¡Bravo! ¡Bravo!
—¡Qué indecencia!
—Uh, las faldas del traje… ¡mirad, mirad cómo se abren y se cierran sobre los pantalones claros!
—¡Bravo, bravo!
—¡Oh, Dios, el mechón, el mechón con brillantina, se despega!
—¿Qué? ¿La acompaña a su asiento? ¿Ya?
Y otros quince, veinte brazos le son ofrecidos:
—¡Conmigo! ¡Conmigo!
—¡Un momento, un momento!
—¡Me lo ha prometido!
—¡No, primero conmigo!
¡Dios, qué escándalo! De milagro no se empujaban.
Los que eran rechazados, esperando a que llegara su turno, iban a invitar a otras damas, abatidos; alguna mujer, más fea, aceptaba enfurruñada; las otras, indignadas y asqueadas, rechazaban la invitación con un: «¡Muchas gracias!».
Y se intercambiaban entre ellas feroces miradas de asco; algunas se levantaban, hacían señales violentas de querer irse; invitaban a esta o a aquella amiga a seguirlas: ¡fuera, todas! ¡Todas! ¡Nunca se había visto semejante indecencia!
Algunas al borde del llanto, otras temblando por la rabia, se desahogaban con ciertos hombrecitos, ajustados en sus viejos y brillantes trajes, de corte antiguo, que olían a pimienta y a alcanfor. Como hojas secas, para que el remolino no los raptara, estos se habían acercado a la pared, resguardados por las faldas de seda de sus esposas o cuñadas o hermanas; faldas torpes con vuelos y faralás, estridentes en los colores más vivaces: verdes, amarillas, rojas, celestes, que herméticamente, con gran consuelo de sus narices y de su conciencia, custodiaban, impregnadas por el hedor de los honrados arcones, los severos pudores provinciales.
El calor en las tres salas poco a poco se había vuelto asfixiante. Se había difundido una suerte de niebla, por la evaporación de la bestialidad de todos aquellos hombres: bestialidad jadeante, caliente, cárdena, sudada, que con ojos locos se aprovechaba del sudor, en las breves pausas, para componerse, pegarse, alisarse con las manos temblorosas el pelo mojado y áspero, en la cabeza, en las sienes, en la nuca. Y esta bestialidad se rebelaba, con arrogancia inaudita, a cualquier llamada de la razón: ¡la fiesta se celebraba una vez al año! ¡No había nada malo! ¡Que se callaran las mujeres!
Fresca, ligera, envuelta en su alegría que rechazaba cualquier contacto brutal, riendo con movimientos imprevistos, para complacerse consigo misma, intacta y pura en su momento de locura, llama ágil y voluble en medio del tétrico fuego de todos aquellos tontos congestionados, la señora Lucietta, tras vencer el vértigo y haberse convertido en vértigo ella misma, bailaba, bailaba, sin ver nada más, sin distinguir a nadie. Y los arcos de las tres salas, y las luces, y los muebles, las telas amarillas, verdes, rojas, celestes, de las señoras, los trajes negros y las blancas camisas de los hombres: todo la envolvía con líneas y curvas vertiginosas. Se alejaba de los brazos de un bailarín apenas lo sentía cansado, pesado, jadeante, y enseguida se lanzaba hacia otros brazos, los primeros que veía ante sus ojos para envolverse de nuevo en aquellos vértigos, para que todas aquellas luces y aquellos colores giraran de nuevo a su alrededor.
Sentado en la última sala, cerca de la pared, en un rincón en penumbra, Fausto Silvagni, con las manos apoyadas en la empuñadura del bastón y la gran y pelirroja barba apoyada en las manos, la seguía desde hacía dos horas con sus ojos grandes y claros. Solo él entendía toda la pureza de aquella loca alegría, y gozaba, como si aquella danza inocente fuera un regalo de su ternura para ella.
¿Solo ternura? ¿Todavía solo ternura? ¿Acaso no latía demasiado en su interior para ser solo ternura?
Hacía años que Fausto Silvagni, con sus ojos atentos y tristes miraba las cosas como desde lejos, observaba los aspectos cercanos como sombras remotas y evanescentes, y dentro de sí sus pensamientos y sus sentimientos.
Tras fracasar su vida, por la aversión de los acontecimientos, por obligaciones pesadas y mezquinas, tras apagarse la luz de muchos sueños que, desde niño, había preservado encendida con el ardor de toda su alma (sueños que ahora podía recordar sin dolor y sin sonrojarse), huía de la realidad en la cual estaba obligado a vivir. Caminaba en ella, la veía a su alrededor, la tocaba, pero no recibía pensamiento o sentimiento alguno de ella, y se veía como lejos de sí mismo, perdido en un exilio angustioso.
En este exilio, de pronto lo había alcanzado un sentimiento, que hubiera querido mantener apartado para no reconocerlo todavía. No quería reconocerlo, pero tampoco se atrevía a expulsarlo.
¿Acaso aquella pequeña y loca hada, vestida de negro y con una rosa de fuego en el pelo, no había volado desde sus años lejanos? ¿Podían estar vivos sus sueños, ahora, en esta pequeña hada, para que él, que no había podido alcanzarlos entonces de otra forma, los estrechara vivos entre sus brazos?… ¡Quién sabe! ¿No podía detenerla, retenerla y volver por ella y con ella, al fin, de su lejano exilio? Si no la detenía, si no la retenía, quién sabe dónde y quién sabe cómo acabaría aquella pobre, pequeña y loca hada. Ella también necesitaba ayuda, guía y consejo, tan perdida estaba en un mundo que no era suyo, y con aquel gran deseo de no perderse pero, ¡ay de mí!, también de disfrutar. Lo decía aquella rosa, aquella rosa roja en su pelo…
Fausto Silvagni la miraba aturdido desde hacía rato. No sabía por qué la veía sobre aquella cabeza como si fuera una llama… Aquella cabecita loca se movía tanto, ¿cómo es que la rosa no caía? Pues bien, ¿temía por eso? No sabía decírselo y seguía mirándola, aturdido.
Adentro, mientras tanto, en voz baja, su corazón le decía, temblando: «Mañana, mañana o uno de estos días, hablarás… Ahora deja que baile así, como una pequeña y loca hada…».
La mayoría de los caballeros estaban agotados, se declaraban vencidos y miraban a su alrededor, como borrachos, en busca de sus mujeres, que se habían ido. Solo seis o siete resistían todavía, tenaces, entre los cuales estaban dos ancianos —¿quién lo hubiera dicho?—: el viejo alcalde con traje de etiqueta y el notario viudo, ambos en un estado deplorable, con los ojos fuera de las órbitas, los rostros sudados, pegajosos a causa del maquillaje, la corbata torcida, la camisa arrugada, trágicos en su furor senil. Hasta ahora habían sido apartados por los jóvenes; ahora, frenéticos, se lanzaban de nuevo para que los empujaran, como bultos, de regreso a las sillas, después de dos giros.
Era el momento final, el último baile.
La señora Lucietta vio a los siete alrededor y casi encima de ella, agresivos, furibundos.
—¡Conmigo!
—¡Conmigo!
—¡Conmigo!
Tuvo miedo. De pronto, la bestial excitación de los hombres asaltó sus ojos y, pensando que habían podido encenderse por su inocente excitación, sintió repugnancia, deshonra. Quiso huir, escapar de aquella agresión, y con su salto de cervato, el pelo, ya bastante aflojado, se acabó de soltar y la rosa cayó al suelo.
Fausto Silvagni se levantó para mirar, empujado por el presentimiento oscuro de un peligro inminente. Pero ya aquellos siete se habían abalanzado para recoger la rosa. El viejo alcalde consiguió aferrarla, pese a un tremendo arañazo en la mano.
—¡Aquí esta! —gritó, y corrió con los demás para ofrecérsela a la señora Lucietta que, al fondo de la sala, se arreglaba como podía—. ¡Aquí está! No; ¿qué gracias? Ahora usted —el viejo no tenía aliento para hablar, sacudía la cabeza en contra de su voluntad—, ahora usted… tiene que elegir… tiene que ofrecérsela a uno…
—¡Bravo! ¡Bien!
—¡Elija usted a uno!
—A ver… a ver…
—¿A quién la ofrece? ¡Usted elige!
—¡El juicio de Paris!
—¡Silencio! ¡Veamos a quien se la ofrece!
Anhelante, con el brazo extendido y la hermosa rosa en la mano, la señora Lucietta miró a aquellos siete hombres violentos sintiéndose un botín perseguido por sus perseguidores. Se giró, al sentirse arrollada. Intuyó enseguida que querían que se comprometiera a toda costa.
—¿A uno? ¿Tengo que elegir? —gritó de pronto, con un relámpago en los ojos—. Pues bien, se la ofreceré a uno… Pero apártense antes… ¡Apártense todos! No, más, más… así… Se la ofrezco… se la ofrezco…
Asaetaba con la mirada a uno y a otro, como si dudara con respecto a la elección; inseguros y torpes, con las manos extendidas y los brutales rostros alterados en una mueca de indecente imploración, aquellos siete machos estaban pendientes de su rostro, que ahora brillaba malicioso porque ella, saltando y deslizándose entre los últimos dos a su izquierda, se dirigió hacia la primera sala. Había encontrado una solución: ofrecer la rosa a uno de los que habían permanecido toda la noche quietos, observando, sentados cerca de la pared, a uno cualquiera, el primero que apareciera…
—¡Aquí! Se la ofrezco a…
Se encontró ante los ojos grandes y claros de Fausto Silvagni. Palideció de pronto; se quedó un instante en vilo, confusa, temblorosa, ante la vista de su rostro, se le escapó una exclamación en voz baja: «Oh, Dios…», pero se reanimó enseguida:
—Sí, por caridad… ¡para usted, señor Silvagni!
Fausto Silvagni cogió la rosa y se giró con una sonrisa vana, mísera, mirando a aquellos siete que la habían seguido, gritando como locos:
—No, ¿él qué tiene que ver con todo esto?
—¡A uno de nosotros!
—¡Tenía que ofrecérnosla a uno de nosotros!
—¡No es verdad! —protestó la señora Lucietta, pataleando fieramente—. ¡Han dicho a uno y nada más! ¡Y yo se la he ofrecido al señor Silvagni!
—¡Pero esta es una declaración de amor en plena regla! —gritaron aquellos.
—¿Qué? —dijo la señora Lucietta, sonrojándose completamente—. ¡Ah, no, señores, por favor! ¡Hubiera sido una declaración si se la hubiera ofrecido a uno de ustedes! Pero se la he ofrecido al señor Silvagni, que no se ha movido durante toda la noche y que, por tanto, no puede creérselo, ¿verdad? ¡No puede creérselo! ¡Y ustedes tampoco!
—¡Sí, nosotros nos lo creemos! ¡Y totalmente, además! Es más: nos lo creemos sobre todo porque se la ha ofrecido a él —protestaron a coro—: ¡Precisamente a él!
La señora Lucietta se sintió recorrer por un desprecio feroz. ¡No era una broma! La malignidad salpicaba desde aquellos ojos, desde aquellas bocas, estaba clara en sus guiños, en sus gritos la alusión a las visitas de Silvagni a su oficina, a la bondad que él le había demostrado desde su llegada. Y aquella palidez, mientras tanto, aquella turbación en él daban pie a las sospechas malignas. ¿Por qué aquella palidez, aquella turbación? ¿Acaso podía él también creer que ella…? ¡No era posible! ¿Y por qué, pues? ¡Tal vez porque lo creían los demás! En vez de palidecer y turbarse de aquella manera, ¡tenía que protestar! No protestaba. Palidecía aún más y un sufrimiento cruel se agudizaba en su mirada.
La señora Lucietta lo intuyó todo en un relámpago, y se estremeció. Pero en aquel instante de perplejidad angustiosa, ante el desafío de aquellos siete impudentes, derrotados, que seguían gritándole con furia lacerante:
—¡Lo dice ella, pero él no!
—¿Cómo que no lo dice? —gritó, dejando que, entre el contraste de tantos sentimientos opuestos, se impusiera el fastidio.
Y, acercándose más a Silvagni, agitada por un temblor convulso, mirándolo a los ojos, le preguntó:
—¿Puede usted creer en serio que yo, ofreciéndole esa rosa roja, haya querido hacerle una declaración?
Fausto Silvagni se quedó mirándola un instante con aquella sonrisa mísera de nuevo en los labios.
¡Pobre, pequeña hada, forzada por el arranque bestial de aquellos hombres a salir del círculo mágico de aquella alegría pura, de aquella embriaguez inocente, donde se había movido como una loca! Ahora, con tal de defender de los brutales apetitos de aquellos hombres la inocencia del regalo de aquella rosa, la inocencia de su loca alegría de una noche, exigía de él la renuncia a un amor que duraría toda la vida, una respuesta que tuviera valor ahora y para siempre, la respuesta que tenía que hacer que aquella rosa muriera entre sus dedos.
Levantándose y mirando con firmeza fría a aquellos hombres a los ojos, dijo:
—No solo no puedo creerlo yo, puede estar usted segura de que nunca nadie lo creerá, señora. Aquí tiene la rosa; yo no puedo aceptarla: tírela usted.
La señora Lucietta cogió la rosa con una mano no muy firme y la tiró al suelo.
—Sí… gracias… —dijo, sabiendo bien lo que, con aquella rosa fugaz, había tirado para siempre.