PLUMA
Y se había dado cuenta de que la piedad de sus parientes no era provocada tanto por su propio sufrimiento como por el que ella les provocaba a todos, con su enfermedad incurable; y que, en fin, aquella piedad afanosa nacía de cierto torpe remordimiento. Su marido —gordo, calvo, ceñudo—, aquella prima —pobre y gorda, protegida por dos tetas poderosas bajo el mentón, el pelo que parecía un casco de hierro sobre la frente baja y aquel par de gafas espantosas sobre la nariz fiera, también con algo de bigotes pobrecita—, querían sufrir con ella porque querían pagar así el alivio, el bien que recibirían con su muerte.
Y, de hecho, cuando sufría, volvían a su lado, atentos. Pero luego, apenas la enfermedad le concedía un poco de calma y podía disfrutar en la cama de una leve e inocente alegría por nada, de una dulzura de aliento nuevo entre la fresca blancura de la cama ordenada, ni uno ni otra participaban en su alegría, se alejaban de la cama y la dejaban sola.
Por tanto, estaba claro: no le concedían el derecho a sentirse bien; le concedían, en cambio, el derecho a atormentarlos con su dolor, lo más que pudiera, lo más que supiera. Y parecía que quisieran que les diera las gracias por ello.
¿No era demasiado?
Tenía que atormentarlos necesariamente; no podía evitarlo; no dependía de ella. Que luego la dejaran sola en los momentos de calma no le importaba, es más, le agradaba mucho porque sabía bien que aquellos dos no podrían ni lejanamente imaginar de qué disfrutaba, de qué gozaba.
Parecía que de nada. Y, en verdad, ya no vivía de lo que los demás necesitan para vivir. Así podía también creer que no les quitaba nada a los demás, permaneciendo a la espera de la muerte que tardaba en llegar. Pero a menudo sus ojos, que todavía conservaban el brillo límpido del zafiro, vivos en la delgadez demacrada de su pequeño y diáfano rostro, reían maliciosos.
Tal vez se veía como aquella hormiguita de la fábula de su libro de lecturas infantiles: la hormiguita que, al cruzar una calle, preguntaba a los transeúntes:
—¿Qué daño os hace, buena gente, mi pequeña brizna de paja?
¿Una brizna de paja? ¡Nada! Pero la hormiguita pretendía que todo el tráfico de la calle, la gente, los vehículos, se detuvieran para dejarla pasar con su brizna de paja.
En aquella vana espera de muerte, la vida eterna había perdido valor a sus ojos.
Duraba desde hacía tantos años la enfermedad que ningún médico había sabido diagnosticar; y no entendía cómo. En la luz de aquella grande y blanca habitación, en aquella ancha y blanca cama, se había vuelto más frágil que los insectos que, en verano, si son apenas tocados, se revelan como leve polvo de oro entre los dedos. ¿Cómo podía, tan frágil, resistirse a los espasmos de aquellos fieros accesos de la enfermedad, tan frecuentes? No parecía un dolor humano, porque arrancaba de su garganta gritos profundos, de animal. Sin embargo resistía. Poco después: calma, como si nada hubiera ocurrido. Adelgazaba día tras día, esto sí, y asustaba, más que su aspecto, imaginar a qué estado quedaría reducida en diez, veinte años, ¡quién sabe! Porque quizás siguiera viva durante más de veinte años, convirtiéndose en un cadáver sobre aquella cama; sin deformarse, sin perder, más bien adquiriendo, cada vez más, cierta gracia infantil, por la cual no parecía tanto adelgazar como empequeñecerse, a medida que el tiempo pasaba, como si, por prodigio, tuviera que abandonar la vida desde la infancia y no desde la vejez, al revés.
Pero sus ojos, en el brillo de la luz azul, en aquel demacrado y pequeño rostro de niña, no eran infantiles; se volvían —diabólicamente— más maliciosos, sobre todo cuando, después de los accesos de la enfermedad, todavía en la cama, con la cabecita apoyada en la almohada, miraba, por encima de la sábana arrugada, las espaldas de su grueso marido y de su gruesa prima que, encorvados y abatidos, se alejaban de la cama.
¡Estaban desesperados, pobrecitos! ¡Quién sabe qué conversaciones tendrían y en qué pensarían mientras estaban velándola en la habitación! Tal vez la veían perdida en una ensoñación extraña e impenetrable, lejana aunque estuviera tan cerca, ante sus ojos. Tal vez a ninguno de los dos les parecía que lo que ella llamaba «sol», lo que ella llamaba «aire» cuando, con una voz que no parecía humana, decía «sol», decía «aire», no eran su mismo sol, su mismo aire. Era el sol de otro tiempo, un aire que ella quería respirar en otro lugar, lejos, porque aquí, ahora, ellos debían de pensar que no necesitaba sol ni aire ni nada.
Lejos, en su tiempo alegre, con el sol y el aire de entonces, cuando era hermosa y estaba sana y alegre y sus límpidos ojos de zafiro brillaban de deseos o de frustraciones, sonrientes; cuando todos los aspectos de su vida, tal como era entonces, vivían brillantes, precisos, con todos sus colores, como reflejados en un espejo ante sus ojos.
Se balanceaba caminando, ¡tan ligera!, por la barandilla verde de la pérgola larga y opaca, con el sol resplandeciente al fondo; las manitas rosadas que aferraban el ala de su gran sombrero de paja, con un lazo de terciopelo negro anudado bajo la barbilla. ¡Oh, aquella paja! Sobre el cristal azul de la fuente, al final de la pérgola, donde ahora corre a reflejarse, parece una cesta al revés.
—¡Amina! ¡Amina!
¿Quién la llama así? Baja por la escalera. En la playa no hay nadie. Y ahora, en barco, sola, con el mar agitado, se siente asaltada por oleadas de plomo, que la azotan. Y se siente agua, se siente viento: viva, en medio de la tempestad. Y a cada azote, ¡ay!, una imbibición divina que la hace gritar, ebria. Una fuerza ágil, prodigiosa, tremenda, la lanza y la acuna espantosamente. ¡Y qué voluptuosidad en este miedo vertiginoso!
No hay que abusar. De otra manera volverá el mordisco renovado y feroz de los dolores en el pecho, que la hacen gritar como una bestia. No, no, su vida tiene que permanecer alejada —así—, para vivirla solo en el recuerdo.
Oh, cuánto le gustan ciertos días de nubes claras, después de la lluvia, con el olor a tierra mojada y, en la luz, la húmeda ilusión de las plantas y de los insectos, para quienes es primavera de nuevo. Por la noche, las nubes inundan a las estrellas, para dejar que vuelvan a aparecer en breves y profundos claros de cielo azul. Y ella, con el alma llena de la más angustiosa dulzura de amor, hunde los ojos en aquel azul nocturno y bebe aquel polvo de estrellas.
Pocas gotas de agua, unas gotas de leche, ahora, y nada más. Pero en los sueños, también con los ojos abiertos, donde vivía perennemente, los recuerdos —que para ella eran vida— la nutrían en abundancia. Ya no le traían la materialidad, sino la fragancia y el sabor de la comida de entonces, de lo que más le gustaba, frutas y hierbas, y el aire de entonces y la alegría y la salud.
¿Cómo podría morir? Después de un leve sueño, su alma estaba plenamente fortalecida y a su cuerpo, que casi no existía, le bastaba con una gota de agua, con una gota de leche, para subsistir.
La torpe grosería de los cuerpos, no solo de su marido y de su prima, sino de todos lo que se acercaban a su cama, era, para sus ojos y para sus agudísimos sentidos, de una pesadez insoportable, y motivo de repugnancia y a veces también de terror. La delgadez de su nariz temblaba, sufría, percibiendo los olores nauseabundos de aquellos cuerpos, la densidad agria de sus alientos. Y para ella casi tenían peso sus miradas, cuando se posaban sobre su cuerpo para compadecerla. Sí, sí, esta compasión, como todos los demás sentimientos y deseos en aquellos cuerpos, tenía para ella peso y mal olor. Por eso escondía a menudo el rostro entre las almohadas, hasta que se alejaban de su cama. Los miraba desde lejos, con más espacio alrededor de la clara ligereza de su sueño, y se reía de ellos en su interior, como si fueran animales gruesos y extraños que no podían verse como los veía ella, condenados al afán de necesidades estúpidas, de pasiones pesadas y sucias.
Más que de todos los demás, se reía para sus adentros de su marido, cuando lo veía llorar, de pie en medio de la habitación, con la abstracción pesada y lúgubre de los bueyes. También así, desde lejos, distinguía su piel esponjosa, sembrada de puntos negros. Él creía que cada mañana se lavaba bien, como hacen todos los demás, pero también en la piel de ellos, por mucho que se lavaran, quedaban aquellos puntos negros. Solo ella podía distinguirlos, como solo ella distinguía los granos de las narices y muchas otras cosas que, cuando las miraba desde lejos, le parecían divertidísimas.
La gorda prima de gafas, por ejemplo, no podía evitar bajar los párpados apenas ella la miraba, con la cabeza apoyada en la almohada, en la blanca sábana.
En aquel blanco, su rostro casi desaparecía y solo se veían, agudos y brillantes, los grandes ojos de zafiro, como dos gemas vivas.
Pero reían, ardían diabólicos de risa, no porque divisaran, bajo las gafas de su prima, espesas y largas pestañas, como antenas de insecto, sino porque ella sabía bien que su prima, yendo a asistirla, pacífica y con expresión relajada, dejaba en las otras habitaciones un drama que no podría imaginar más torpe en su grosería: el drama de su pasión, pobre y gorda prima de gafas; el drama de su vergüenza y de su remordimiento y también —¡oh, Dios, perdón!— el drama de sus secretos placeres carnales con el primo gordo, atosigados por quién sabe cuántas lágrimas, ¡pobrecita!
Hubiera querido decirle que no sufriera tanto, porque ella lo sabía, desde hacía mucho, y le parecía naturalísimo que ambos, primo y prima, viendo que la muerte no llegaba a esta habitación (la suya) para dejarlos libres, vivieran como una pareja en las otras habitaciones, con sus grandes cuerpos —oh, Dios, ya se sabe— tentados por la cercanía y por la necesidad de un consuelo recíproco. Naturalísimo. Y ya dos veces, en seis años, la pobrecita había sido obligada a desaparecer; la primera vez durante tres meses, la segunda durante dos. Porque —oh, Dios, ya se sabe— esta necesidad ardiente de consuelo recíproco tiene, la mayoría de las veces, consecuencias. Su marido le dijo que había ido al campo a descansar un poco, pero con un aire tan perdido y avergonzado que seguramente se habría reído, si hubiera podido hacerlo. Pero no podía, excepto con sus ojos. Podía reír, reír fuerte, con su boca roja, con sus dientes espléndidos, reír como una loca, solo en la realidad del sueño, cuando se veía con su imagen rosada y fresca y saludable, y allí, ¡allí sí, rio, y mucho, como una loca!
Tal vez tendría que arrepentirse de ello, como si fuera un pecado, porque su inútil risa les costaba necesariamente lágrimas a los demás. Pero ¿qué podía hacer si todavía no se moría? Y por otro lado, ¿por qué arrepentirse, si ambos, cansados de esperar su muerte en vano, se entendían entre ellos? ¿Tenían que arrepentirse porque, con ella viva, no podían regularizar su unión y el nacimiento de dos hijos? ¡Hubieran tenido que pensarlo antes! ¿Habían tenido dos hijos y ahora se lamentaban? Por suerte, los dos pequeñines no participaban en su afán, porque estaban fuera, como ella, de las pasiones groseras y complicadas.
Un día obtuvo la prueba de ello.
En la amplia y luminosa habitación no había nadie. De vez en cuando le hacía creer a la prima que dormía y que por tanto podía dejarla a solas, no obstante la orden de su marido. (Los dos estaban juntos pero de una manera muy curiosa, es decir, conservando en sus corazones, gordos pero tiernos, el afecto hacia ella, un afecto que tanto más cómico parecía cuanto más se demostraba sincero y conmovedor, pero que, sin embargo, le procuraba a la prima cierta sombra de celos si él, por ejemplo, al sujetarla durante los accesos de la enfermedad, le acariciaba con dedos temblorosos su largo pelo de oro, recuerdo de íntimas y lejanas caricias.)
Aquel día la prima la había dejado con los ojos abiertos, pero no importaba, había creído que estaba dormida y había salido de la habitación, cuando de pronto la puerta se abrió y entró una niña gordita, con gafas, con una muñeca tiñosa vestida de rojo y sin un pie en una mano y con una manzana en la otra. Desorientada y vacilante, parecía una pollita que se hubiera escapado del gallinero y que, por casualidad, se encontrara en una estancia.
Ella, sonriendo, le hizo una señal con la mano para que se acercara a la cama, pero la niña permaneció, como encantada, mirándola desde lejos.
Con las gafas puestas, pobre niña, por si alguien no supiera de quién era hija; pero estaba gordita y sana, su aspecto era plácido y podría jurarse que permanecía perfectamente a oscuras de la angustia que tuvo que sentir su madre al darla a luz de manera ilícita; serena y contenta con las manzanas rojas que se podían comer, con toda la piel y solo con la ayuda de los dientes, en este mundo ilícito, donde para ella solo a las muñecas podía ocurrirles la desgracia de perder un pie y la peluca de estopa.
Quiso tener piedad de ella y cuando, poco después, su madre entró agitada y aterrada, para sacarla enseguida de la habitación, cerró los ojos y fingió que dormía. Lo hizo también cuando la prima, todavía alterada, retomó su lugar de enfermera al lado de la cama, pero, Dios, Dios, qué tentación abrir los ojos sonrientes y preguntarle de repente: «¿Cómo se llama?».
Sí, un día u otro tenía que decidirse a hacerlo. ¡Quién sabe qué desordenes provocaba la necesidad de conservar este misterio inútil! Y además se moría de curiosidad por saber si el otro hijo era niño o niña y si, también el segundo, para evitar equivocaciones, llevaba gafas.
Pero el misterio se desvaneció, de manera imprevista, pocos días después del ingreso secreto de la niña en la habitación.
Gritos, llantos, ruidos de sillas volcadas, una gran confusión, aquel día, llegó desde las otras habitaciones, a la hora de la cena. Ella adivinó que alguien era arrastrado con mucha dificultad, sujeto por la cabeza y por los pies, del comedor a una cama. ¿Su marido? ¿Un golpe de apoplejía? Los llantos, los gritos eran desesperados. Tenía que haber muerto.
La muerte no había entrado en su casa en busca de ella que, víctima acaparadora, la estaba esperando, sino para llevarse a otro que no la esperaba. Había entrado, quizás hubiera pasado por delante de la puerta cerrada de aquella habitación blanca, quizás incluso se hubiera detenido un instante para mirarla en la blanca cama, y luego había entrado en el comedor para golpear, con su dedo curvo, el cráneo de su gordo marido, que devoraba sin sospecha alguna su cena cotidiana.
¿Ahora tenía que llorar por esta desgracia? Era una desgracia para los que permanecían vivos. Hacía mucho que las fiestas, los lutos, las alegrías, los dolores de los demás no eran para ella, quien, desde su cama, los percibía solamente como graciosos aspectos de algo que no la afectaba. Ella también pertenecía a la muerte. El delgado hilo de vida que todavía conservaba servía para conducirla afuera, lejos, por el pasado, entre las cosas muertas, donde solo su espíritu seguía viviendo, sin pedir nada más que una gota de agua, una gota de leche a los demás que vivían aquí. Este hilo no podía, pues, mantenerla ligada a la vida de los demás, ya extraña para ella, como un sueño sin sentido.
Cerró los ojos y esperó a que, poco a poco, la confusión se calmara.
Después de unos días, entró en su habitación su gorda prima de gafas, deshecha por el llanto, vestida de negro, entre las dos niñas, también de luto. Se plantó como una pesadilla cerca de su cama, luego empezó a temblar, a sollozar y finalmente consideró justo gritarle su desesperación, entre lágrimas infinitas, mostrándole a las dos niñas huérfanas y el daño irreparable que les había provocado al no morir antes. ¿Cómo quedarían ahora aquellas dos niñas?
Ella escuchó, al principio asombrada, pero luego, visto que el espectáculo un tanto teatral de aquella desesperación, sin embargo sincera, duraba tanto, dejó de escuchar. Miró fijamente a la otra niña, a quien aún no conocía, y notó con placer que no llevaba gafas. Le pareció un alivio sentirse tan delgada, casi impalpable, entre el fresco de las blancas sábanas, blanca frente a todo aquel negro, angustioso y tempestuoso, mojado de lágrimas, que envolvía y devastaba a la prima gorda. Y le pareció cómico que ella llevara el luto por su marido y que se lo hubiera impuesto también a las dos pobres niñas que, afortunadamente, parecían no recordar nada y que mostraban en los ojos una gran sorpresa por haber penetrado, al fin, en aquella habitación prohibida, mientras la observaban a ella que, en la cama, las miraba con afectuosa curiosidad.
Aquellas dos niñas no comprendían, seguramente, que ella les había procurado un gran daño, aquel daño que su madre gritaba tan desesperadamente. ¿No había remedio? ¿Remedio alguno? Lo preguntó en nombre de las dos pequeñinas, para ahorrarles el asombro de todo aquel llanto y de todos aquellos gritos. ¿Sí? Y entonces, ¿por qué todo aquel llanto y aquellos gritos? ¿De qué se trataba? ¿Dejar todo lo que poseía a aquellas dos niñas? ¡Enseguida! ¡Estaba dispuesta! En verdad, ella creía que no poseía nada más que aquel delgado hilo de vida, que solo necesitaba unas gotas de agua, unas gotas de leche, para subsistir. ¿Qué le importaba todo lo demás? ¿Qué le importaba dejarles a los demás lo que ya no era suyo desde hacía tiempo? ¿Era un asunto difícil y muy complicado? Ah, ¿sí? ¿Y cómo? ¿Por qué? Pues, la vida era realmente una torpeza insoportable, si algo tan sencillo podía volverse difícil y complicado.
Y le pareció que la complicada torpeza de la vida entrara en su habitación, unos días después, en la persona de un notario, quien, en presencia de dos testigos, empezó a leerle un acta interminable: no entendió nada. Finalmente, con mucha delicadeza, vio que le ofrecían un objeto que hacía mucho que no veía. Un bolígrafo, para que firmara aquel acta, abajo, y muchas otras veces, al margen de cada hoja.
¿Su firma?
Cogió el bolígrafo, lo observó. Casi no sabía cómo sostenerlo en los dedos. Y levantó sus límpidos ojos de zafiro hacia el notario, con una expresión perdida y sonriente. ¿Su firma? ¿Su nombre tenía todavía algún peso? ¿Un nombre que imprimir en aquellas hojas?
Amina… y luego, ¿cómo? Su apellido de soltera, luego el de casada. Oh, ¿también había que poner: viuda? Viuda… ¿ella? Y miró a la prima. Luego escribió: Amina Berardi, viuda del difunto Francesco Vismara.
Contempló durante un rato su caligrafía insegura sobre el papel. Y le pareció muy estúpido que alguien pudiera creer que en aquella línea de letras estuviera realmente ella, y que los demás se pudieran contentar con eso, y que se alegraran tanto, como por un gran acto de generosidad, por su firma que constituía una gran fortuna para las dos pobres pequeñinas vestidas de negro. ¿Sí? Una más… y otra: Amina Berardi, viuda del difunto Francesco Vismara… Era una broma, para ella, arrastrar aquel largo y torpe nombre por todas aquellas hojas de papel sellado, como una niña, vestida de adulta, arrastra la larga cola del vestido de su madre.