UN RETRATO
—¿Stefano Conti?
—Sí señor… Pase, pase.
Y la sirvienta entró en una rica salita.
¡Qué curioso efecto aquella palabra, «señor», dirigida a mí, en la puerta de la casa de aquel amigo mío de juventud! Ahora era un «señor», y Stefano Conti también era un «señor», de unos treinta y cinco o treinta seis años.
En la triste penumbra de la salita me quedé de pie, mirando con una indescriptible sensación de fastidio los muebles nuevos, bien colocados, pero como sin utilidad.
Estaba acostumbrado a los antiguos muebles de las casas de campo, cómodos, macizos y sencillos, que, gracias a la larga costumbre y a los recuerdos de una vida plácida y sana, han adquirido un alma patriarcal que nos los hace queridos. Aquellos muebles nuevos estaban rígidos y eran regidos por todas las reglas de la buena sociedad. Era evidente que sufrirían y se ofenderían ante la mínima transgresión de aquellas reglas.
«Viva mi sofá», pensaba, «mi viejo sofá de yute, ancho y suave, que conoce mis sabrosos sueños en las largas tardes veraniegas, y no se ofende por el contacto de mis zapatos manchados de barro y de la ceniza que cae de mi vieja pipa».
Pero, al levantar la mirada hacia una pared, de pronto, y con estupor mezclado con una extraña turbación, me pareció distinguir en un retrato al óleo, que representaba a un joven de unos dieciséis o diecisiete años, mi misma incomodidad y mi misma pena, pero mucho más intensas, casi angustiosas.
Me quedé mirándolo, como sorprendido a traición. Me pareció como si, sin que yo lo supiera, mientras hacía aquellas consideraciones sobre los muebles de la salita, alguien, silenciosamente, hubiera abierto una ventana en la pared y se hubiera asomado a espiarme.
«¡Tiene usted razón: es precisamente así, señor!», me dijeron los ojos de aquel joven, para disipar mi incomodidad. «Aquí estamos muy tristes porque nos dejan solos en esta habitación sin aire y sin luz, excluidos para siempre de la intimidad de la casa.»
¿Quién era aquel joven? ¿Cómo y desde dónde había llegado este retrato a la salita? Quizás antes estuviera en la antigua sala de los padres de Stefano Conti, donde yo iba, hace muchos años, a visitarlo. Nunca había entrado en aquella sala, porque Stefano me recibía en su estudio o en el comedor.
Aquel retrato tenía que haber sido realizado hace unos treinta años.
Pero misteriosa y también seguramente, aquella imagen excluía que estos treinta años hubieran estado vivos para ella, desde el día en que había sido congelada por el pintor.
Aquel joven tenía que haberse detenido allí, en el umbral de la vida. En sus ojos extrañamente abiertos, atentos y perdidos en una desesperada tristeza, estaba la renuncia de quien se queda atrás en una marcha de guerra, agotado, abandonado y sin ayuda en suelo enemigo, y mira a los demás que avanzan y se alejan cada vez más, llevándose toda señal de vida, de tal manera que pronto, en el silencio que sentirá cercano a su alrededor, percibirá la certeza y la inminencia de la muerte.
Ningún hombre de cuarenta y seis o cuarenta y siete años abriría jamás la puerta de aquella sala para decir, señalando el retrato en la pared: «Aquí estoy, cuando tenía dieciséis años».
Sin duda era el retrato de un joven muerto, y lo demostraba claramente también la posición que ocupaba en la sala, como en señal de recuerdo, pero de un recuerdo no demasiado querido si estaba allí, entre aquellos muebles nuevos, fuera de la intimidad de la casa: una posición más de consideración que de afecto.
Sabía que Stefano Conti no tenía ni tuvo nunca hermanos; por otro lado, aquella imagen no poseía ningún rasgo característico de la familia de mi amigo, ni una sombra de parecido con Stefano o con sus dos hermanas, que se habían casado hacía mucho. Además, la fecha del retrato y lo que se distinguía del vestuario no podían hacer pensar que se tratara de un antiguo pariente de la madre o del padre, muerto en la adolescencia lejana.
Cuando, poco después, llegó Stefano y, tras las primeras exclamaciones al encontrarnos recíprocamente tan cambiados, nos pusimos a evocar nuestros recuerdos, sentí, levantando de nuevo la mirada hacia aquel retrato y preguntando por él a mi amigo, la extraña sensación de cometer un acto violento, del cual tuviera que avergonzarme, o más bien, una traición que tenía que reconcomerme especialmente, porque sabía que nadie podría recordármela, excepto mi propia sensación. Me pareció que el joven allí representado, con su desesperada tristeza en los ojos, me dijera: «¿Por qué preguntas por mí? Te he confiado que siento la misma pena que tú, al entrar, has sentido. ¿Por qué ahora te alejas de esta pena y quieres que te informen sobre mí, que te revelen datos que yo, imagen muda, no puedo corregir o desmentir?».
Stefano Conti, ante mi pregunta, giró la cabeza y levantó un brazo, como para resguardarse de la visión de aquel retrato.
—¡Por caridad, no me hables del tema! ¡No puedo ni mirarlo!
—Perdona, no creía… —balbuceé.
—¡No, no, no te imagines nada malo! —se apresuró a añadir Stefano—. ¡El daño que me provoca la vista de este retrato es muy difícil de explicar con palabras, si supieras...!
—¿Es un pariente tuyo? —me atreví a preguntar.
—¿Un pariente? —repitió Stefano Conti, encogiéndose de hombros, quizás más por protegerse de un ideal contacto que le provocaba repugnancia que porque no supiera qué decir—. Era… era un hijo de mi madre.
En mi rostro se dibujaron tal sorpresa y tal incomodidad que Stefano Conti, sonrojándose de pronto, exclamó:
—¡No era un hijo ilegítimo, créeme! ¡Mi madre fue una santa!
—¡Entonces di que era tu hermanastro! —le grité casi con ira.
—Con este término me lo acercas demasiado y me haces daño —contestó Stefano, contrayendo dolorosamente el rostro—. Te diré, me esforzaré por explicarte una dificilísima complicación de sentimientos que provoca, como ves, este efecto: que conserve allí, como una expiación, este retrato. Su vista aún me trastorna, ¡y han pasado muchos años! Que sepas que mi infancia fue intoxicada de la manera más cruel por este joven, que murió con dieciséis años. Intoxicada a través del mayor amor: el de la madre.
Escucha.
Entonces vivíamos en el campo donde nací y donde residí hasta los diez años, es decir, hasta que mi padre, desgraciadísimo, abandonó la explotación de la Mandrana, que luego a otros proporcionó honores y riqueza.
Vivíamos allí, solos, como exiliados del mundo.
Pero ahora me doy cuenta de ese exilio: en aquel entonces no lo sentía, porque no imaginaba que, lejos de aquella tierra, de aquella casa solitaria, donde nací y crecí, más allá de las colinas grises y tristes que divisaba en el horizonte, hubiera otro mundo. Todo mi mundo estaba allí, no había otra vida para mí fuera de la del hogar, es decir, de mi madre y de mi padre, de mis dos hermanas y de los sirvientes.
Por experiencia, considero que no es bueno que los niños ignoren cosas que, descubiertas de repente, por casualidad, trastornan su alma y a veces la dañan irreparablemente. Estoy convencido de que no hay otra realidad fuera de las ilusiones que el sentimiento nos crea. Si un sentimiento cambia de pronto, la ilusión cae y con ella la realidad en la cual vivíamos, y por tanto nos vemos perdidos en el vacío.
Esto me ocurrió con siete años por el cambio imprevisto de un sentimiento que, a aquella edad, lo es todo: el sentimiento, repito, del amor materno.
Ninguna madre, creo yo, fue tan de sus hijos como la mía. Ni yo ni seguramente mis hermanas, al verla desde la mañana hasta la noche, a nuestro alrededor, dentro de nuestras vidas, durante las largas ausencias de mi padre, imaginábamos que pudiera tener una vida por sí misma, fuera de la nuestra. Iba, es cierto, de vez en cuando, una vez cada dos o tres meses, a la ciudad con nuestro padre, durante un día entero, pero creíamos que no se alejaba en absoluto de nosotros con aquellas excursiones, que nos parecían necesarias para comprar las provisiones para la casa del campo. Es más, a veces teníamos la ilusión de haberla empujado a ir a la ciudad, por los regalos, los juguetes que nos traía a la vuelta. A veces volvía pálida como una muerta y con los ojos hinchados y rojos, pero, aunque notáramos aquella palidez, se explicaba por el cansancio del largo trayecto en carroza y, con respecto a los ojos, ¿era posible que hubiera llorado? Si estaban tan rojos e hinchados era por el polvo del camino.
Pero, una noche, vimos volver a la villa solo a nuestro padre, hosco:
—¿Y mamá?
Nos miró con ojos feroces. ¿Mamá? Se había quedado en la ciudad, porque… porque no se encontraba bien.
Eso nos dijo, al principio.
Se encontraba mal, tenía que quedarse unos días en la ciudad, nada grave, necesitaba unos cuidados que en el campo no podía recibir.
Nos quedamos tan asombrados que mi padre, con tal de reanimarnos, nos maltrató ásperamente, con una ira que acrecentó nuestro asombro y también nos ofendió y nos hirió como una muy cruel injusticia.
¿No tendría que parecerle natural que reaccionáramos así ante aquella noticia inesperada?
Pero la ira injusta y la aspereza no estaban dirigidas hacia nosotros. Lo comprendimos unos diez días después, cuando mi madre volvió a la villa: no estaba sola.
Aunque viviera cien años, nunca podría olvidar su llegada en carroza, ante el portón de la villa.
Al oír desde el fondo del camino el alegre campanilleo de los cascabeles, mis hermanas y yo nos precipitamos para recibirla con alegría, pero en el umbral del portón fuimos bruscamente detenidos por nuestro padre, que acababa de bajar del caballo, jadeante y polvoriento, para adelantarse unos pasos a la llegada de la carroza que traía a nuestra madre.
¡No estaba sola! ¿Lo entiendes? A su lado, apoyado en unas almohadas, envuelto en chales de lana, pálido como la cera, con esos ojos perdidos que tú le ves en el retrato, estaba este niño: ¡su hijo! Y ella estaba tan pendiente de él, era tan suyo en aquel momento, estaba tan preocupada por la dificultad de bajar de la carroza con él en brazos sin hacerle daño, que ni siquiera nos saludaba —a nosotros, a sus únicos hijos, hasta ayer—, ¡ni siquiera nos veía!
¿Otro hijo, aquel? ¿Nuestra madre, nuestra madre hasta ayer, había tenido otra vida fuera de la nuestra? ¿Otro hijo fuera de nosotros? ¿Aquel? ¿Y lo amaba como nos amaba a nosotros, incluso más?
No sé si mis hermanas sintieron lo que sentí yo y en la misma medida. Yo era el menor, tenía siete años. Sentí que me arrancaban las entrañas, que mi corazón se ahogaba en un mar de angustia, que mi alma era invadida por un sentimiento oscuro, violentísimo, de odio, de celos, de repugnancia, de no sé qué más, porque todo mi ser se encontraba removido, trastornado ante el espectáculo de aquella posibilidad inconcebible: que, fuera de mí, mi madre pudiera tener otro hijo, que no era mi hermano, y que pudiera amarlo como me amaba a mí, ¡más de lo que me amaba a mí!
Sentí que me robaba la madre… No, ¿qué digo?, nadie me la robaba. Ella, ella cometía, ante mis ojos y dentro de mí, una violencia inhumana, como si ella misma me robara la vida que me había dado, alejándose de mí, excluyéndose de mi vida, para dar su amor, que tenía que ser todo mío, el mismo amor que me daba a mí, a otro, que como yo tenía derecho a recibirlo.
Aún grito, ¿lo ves? Al pensarlo, vuelvo a sentir la misma exasperación de entonces, el odio que no pudo aplacarse, por mucho que me contaran la historia piadosa de aquel niño, de quien mi madre había tenido que separarse cuando se casó por segunda vez, con mi padre. Mi padre no había deseado aquella separación. La habían forzado los parientes de su primer marido. Parece que este, por graves desacuerdos con mi madre, entonces muy joven, después de cuatro o cinco años de una vida conyugal tempestuosa, se mató.
Como comprenderás, las raras veces que mi madre iba desde el campo a la ciudad, iba a ver a su hijo, del cual nosotros no sabíamos nada, su hijo que crecía lejos, con una hermana y un hermano de su primer marido. Este hermano murió, el niño enfermó mortalmente y mi madre acudió a su lecho, para luchar por él con la muerte a brazo partido, y apenas estuvo convaleciente, se lo llevó consigo al campo, esperando que recuperara la salud con su amor y con sus cuidados. Todo fue inútil; murió tres o cuatro meses después. Pero su sufrimiento no sirvió para despertar en mí piedad hacia él ni su muerte aplacó mi odio. Hubiera querido que se recuperara, que se quedara con nosotros para llenar con el odio que su presencia me inspiraba el vacío horrendo que, después de su muerte, permaneció entre mi madre y yo. Al verla dedicarse de nuevo a nosotros, después de la muerte de su otro hijo, como si pudiera volverse toda nuestra, como antes, sentí en mí un dolor incluso mayor, porque me hizo entender que ella no había sentido en absoluto lo que había sentido yo, y que de hecho no podía sentirlo, porque para ella aquel era un hijo, como yo.
Tal vez mi madre pensaba: «¡Yo no te amo a ti solo! ¿Acaso no amo también a tus hermanas?». Sin entender que el amor que les profesaba a mis hermanas me incluía también a mí; me sentía allí, sentía que era el mismo amor, mientras allí no, en su amor hacia aquel chico, ¡no!, allí no estaba yo, no podía entrar, porque aquel hijo era suyo y cuando ella era de él y estaba con él, no podía ser mía ni estar conmigo.
Tú lo entiendes: esta sustracción de amor no me ofendía tanto por mí mismo cuanto por el hecho de que aquel chico era suyo. ¡No podía tolerarlo! Porque mi madre no me parecía mía. No me parecía la misma madre que había sido antes.
Desde entonces —créeme—, te diré algo horrendo… desde entonces dejé de sentir a mi madre en mi corazón.
A mi madre la perdí dos veces. Pero también tuve casi dos madres. La que ha muerto recientemente no era mi madre, la madre de verdad, la madre de quien se dice que hay una sola. Mi verdadera madre, mi única madre, murió entonces, cuando yo tenía siete años. Y entonces la lloré de verdad, lágrimas de sangre, como nunca brotarán de mis ojos en el resto de mi vida, lágrimas que excavan y dejan un surco eterno, que no se puede colmar.
Todavía siento en mi interior estas lágrimas que me envenenaron la infancia, y se lo debo a él. Por eso te he dicho que ni siquiera puedo mirarlo. Reconozco que también fue un desgraciado. Pero al menos tuvo la suerte de no vivir su desgracia, mientras yo, no por su culpa pero, ciertamente, por causa suya, viví muchos años cerca de mi madre sin sentirla en mi corazón como antes.