MIENTRAS EL CORAZÓN SUFRÍA
Empezaron los dedos de la mano izquierda. Primero el meñique, que era el más pequeño y el más inquieto, y siempre había sido un tormento para el pobre y pequeño anular, que tenía la mala suerte de estar a su lado, pero un poco lo era también para los otros tres dedos.
De forma bufa, con la última falangeta retorcida hacia adentro, dura y casi rígida, parecía un dedo con tortícolis constante.
Pero nunca se había afligido por este defecto. Es más, siempre se había servido de él para atormentar a sus compañeros de mano y, como si se pavoneara, a menudo se levantaba, recto, como diciendo: «¿Me ven? ¡Soy así!».
En lugar de esconder, por pudor, aquella falangeta deforme bajo la yema del anular, se la imponía prepotente sobre el dorso o, obligándolo a permanecer recto en una posición muy incómoda, se alargaba para imponerla sobre el medio o el índice, o con su uña coja picaba la uña dura del pulgar achaparrado.
Pero este, a veces, molesto y cansado, se le oponía con violencia, asaltando la primera falange, y lo apretaba con la ayuda de los otros dedos, casi hasta romperlo.
No se daba por vencido. Cuando lo apretaban así, rascaba al pulgar, como diciéndole: «¿Lo ves? ¡Yo puedo moverme! Tú estás peor que yo». Y de hecho el pulgar, como en una mordaza, lo dejaba libre.
Pero aquel día se habían puesto todos de acuerdo.
Que aquel gracioso meñique fuera tan caprichoso y prepotente y no se estuviera quieto ni un momento, les gustaba a los otros cuatro dedos, que tenían miedo de entumecerse en el desmemoriado abandono en que el cuerpo entero se encontraba desde hacía una semana.
No solamente los dedos de las manos, también los de los pies, aprisionados, y los pies enteros y las piernas y el torso, los hombros, los brazos, el cuello y la cabeza, las mejillas, los labios, la nariz, los ojos, las cejas o la frente advertían confusamente, en aquel abandono tan largo, una amenaza oscura que atemorizaba, de la cual intentaban escapar.
Hacía varios días que la vida se había enajenado de ellos para concentrarse en una profunda y misteriosa intimidad, de la cual eran excluidos y alejados, como si no tuviera que importarles la decisión que, en aquella intimidad profunda y misteriosa, maduraba secretamente.
Hacía días que permanecían en un sillón de Viena cerca de la ventana, a la espera de que la decisión madurara del todo. Y en aquella espera, sin saber qué hacer, para no entumecerse en el abandono, jugaban por su cuenta. Jugaban como locos.
¡Había que ver cómo bailaban las piernas, por turnos o al mismo tiempo, con la punta de los pies en el suelo y el talón levantado, con el tendón tenso! ¡Cómo, cansadas de aquel juego, se estiraban para iniciar otro, que consistía en un abrir y cerrar rítmico, primero con el pie izquierdo sobre el derecho y luego con el derecho sobre el izquierdo, para que cada vez uno estuviera debajo! Y también los zapatos, con su chirrido, participaban en aquel juego.
Pero sobre todo jugaban las manos, entrelazando los dedos, enfrentándolos por las puntas y moviéndolas para que se estiraran hasta que dos dedos se acoplaran para separase inmediatamente después. Aunque cada mano jugaba por su cuenta, casi siempre hacían lo mismo: si la derecha tamborileaba sobre la pierna derecha, lo mismo hacía la izquierda sobre la pierna izquierda, como si no pudiera evitarlo; un chasquido a la derecha, lo mismo a la izquierda. O, siempre por el juego, una apretaba los dedos de la otra y viceversa, o se las picaba para luego acariciarlas delicada y lentamente; o rascaba donde no picaba, y el dedo rascado se rebelaba violento y se producía una pelea entre las dos manos, una frotación convulsa, interrumpida finalmente cuando ambas se aferraban y permanecían juntas, aprisionadas. Luego una se levantaba para ir a estirar el lóbulo de la oreja o el labio inferior o el párpado hinchado del ojo o para rascar sin necesidad el mentón con la barba de varios días.
Más piadosos que nadie eran los ojos, las cejas, la frente. Hubieran querido jugar, pero la profunda tensión del espíritu mantenía atónitos los ojos o en una inmovilidad dura y torva, fruncidas las cejas y contraída la frente.
Los ojos podían mirar y no ver. Apenas veían, enseguida eran distraídos de lo que estaban viendo y condenados a dirigirse a otro lugar sin prestar atención. Pero, con el rabillo, seguían el juego de las piernas o de las manos; les sugerían, por ejemplo, que cogieran la plegadera de la mesa al lado del sillón, para empezar otro juego. Y las manos no se lo hacían repetir dos veces, empezaban aquel juego, casi a escondidas, por diversión de los ojos, girando y removiendo aquella plegadera.
A veces interrumpían el juego para llamar la atención del espíritu con violencia: haciéndose daño. El terrible meñique de la mano izquierda metía su falangeta deforme en uno de los agujeros del sillón de Viena e, incapaz de salir, obligaba al hombre a doblarse hacia un lado para encontrar la manera de sacarlo sin hacerle daño y sin dañar el sillón. Enseguida el pulgar y los otros cinco dedos de la otra mano lo compensaban con caricias y frotándolo amorosamente por el daño que se había hecho por el bien de todos. Otras veces el pulgar y el índice de la mano derecha pellizcaban la pierna para hacerle advertir a aquel hombre que —si en su interior el corazón sufría— también aquella pierna era muy sensible, es decir, capaz de sufrir como pierna por un pellizco, de sentir aquel picor… sí, más intenso… más intenso… ¿No? ¿No quería advertirlo? ¡Pues nada! El índice frotaba la pierna como para borrar el sufrimiento que inútilmente le había infligido; luego ambas manos la cogían y la cruzaban sobre la otra para que se divirtiera un poco moviendo el pie.
¡Oh, mira! En el espejo del armario, colocado en la esquina opuesta a la ventana, aparecía y desaparecía la punta de aquel pie balanceándose, con una coma de luz sobre el zapato de piel.
Otro juego. Los ojos lo seguían atónitos, esperaban, con la mirada fija en el ángulo del espejo, que apareciera la punta del pie. Pero fingían no darse cuenta, sabiendo que si mostraban mínimamente que estaban prestando atención, el hombre completamente absorto en su íntimo dolor, con un resoplido interrumpiría aquel movimiento para asumir otra posición.
¡Quién sabe! Tal vez no estaría tan mal…
Apoyando el codo sobre el brazo derecho del sillón y alargando un poco el cuello, toda la cabeza se reflejaría en el espejo y bastaría con esto, es decir, con la vista de su propio rostro, para que aquel hombre se levantara, rabioso y feroz.
Casi… No, no, no era conveniente. Mejor seguir jugando, sin provocar la voluntad enemiga, fiera y concentrada en la misteriosa intimidad donde maduraba la decisión oscura y que atemorizaba. Existía el riesgo de que esta voluntad, viendo la miseria en el rostro atontado, viendo la cabeza calva, las bolsas debajo de los ojos, la barba de varios días, imprevistamente opusiera a la violencia otra violencia. No era conveniente.
Pero la tentación de aquel espejo era demasiado fuerte; no por el cuerpo, ahora, sino por aquella voluntad enemiga que obligaba a los ojos a observarla aviesos.
¡Maldito el pie que, al moverse, se había reflejado! Pero los ojos, más bien… ¡Malditos ojos que lo habían visto!
Ahora… ¡No, no: el cuerpo se resistía! Pero la voluntad enemiga lo obligaba a levantarse del sillón y a presentarse allí, ante sí mismo, en el espejo.
¡Así!
¡Cuánto desprecio, cuánto odio condensaba aquella voluntad enemiga en los ojos! ¡Con qué voluptuosidad maligna descubría en aquel pobre rostro los daños irremediables del tiempo, las lentas y desaliñadas alteraciones de los rasgos, la piel lisa y amarillenta en las sienes y alrededor de los pómulos, los hundimientos, la humillante calvicie, la mezquindad ridícula y triste de aquellos pocos pelos supervivientes, afilados uno por uno sobre el cráneo lúcido, más rosa que la frente, seca por las ásperas arrugas.
Y el rostro, que no podía no reconocer que aquellos daños eran reales, pero que en el pasado estaba acostumbrado a presentarse ante el espejo piadosamente de una forma más favorable, ahora, sin comprender el porqué de aquel examen tan minucioso, tan agudo y despiadado, permanecía mortificado y atónito ante sí mismo, rígido en una mueca entre la compasión y el asco. Pero los ojos, sí, intentaban hacer notar (no para justificarse, sino para oponerse a la verificación de aquellos daños), casi por su cuenta, que aquellas bolsas hinchadas… tanto, no, no serían tan evidentes, habrían podido no existir si cuatro noches —cuatro noches— no hubieran transcurrido insomnes, entre inquietud violenta y desvaríos. Y además, aquella barba tan larga… ¿por qué?
Una mano se levantaba, torcida, para agarrar las mejillas flojas y ásperas.
¿Por qué? ¿Por qué tanto odio contra aquel aspecto de pobre enfermo? ¿Sufría? ¿Por qué sufría?
De pronto un temblor convulso agitaba las vísceras contraídas, y los ojos —aquellos ojos— se llenaban de lágrimas.
Enseguida, las manos, enseguida en busca de un pañuelo… en este… no, en el otro bolsillo… ¿tampoco? Las llaves, pues… el manojo de llaves para abrir el primer cajón de la cómoda donde estaban los pañuelos… ¡enseguida!
¡Oh! Allí… —el pañuelo, sí— la mano cogía uno, entre los varios que encontraba, pero casi mecánicamente, buscándolo entre las prendas, mientras los ojos, al fondo del cajón, en un rincón… sí, la pequeña pistola… (Con esta, sí…) Qué quieta estaba, escondida, con su culata de hueso, liso, blanco, que emergía de la funda de fieltro gris…
La otra mano, casi a escondidas, se levantaba para cerrar el cajón e impedir que los ojos siguieran mirando aquella cosa, pequeña como un juguete, pero que de momento tenía que quedarse en el cajón, quieta y escondida.
El manojo de llaves permanecía colgado en la cerradura, balanceándose.
A través de la ventana del jardín entraba la dulce frescura de la noche inminente. La piedad imprevista, que había provocado aquellas lágrimas, sentía un alivio inefable. Los pulmones, oprimidos por la angustia, se dilataban en largos suspiros, la nariz sorbía las últimas lágrimas. Y el hombre volvía a sentarse en el sillón, con el pañuelo en los ojos. Permanecía así un rato; luego abandonaba las manos sobre las piernas y la izquierda se acercaba a la derecha, que sostenía el pañuelo, cogía una extremidad y tímidamente, como para volver a jugar, con el pulgar y el índice la recorría hasta la punta.
«Pasamos el tiempo así», parecía decir aquella mano, «pero ya sería hora de que fuéramos a cenar, al menos a cenar porque hoy, a mediodía, no hemos comido… Pero, antes de ir a cenar…».
Y la mano, levantándose de nuevo, pero ya no torcida, agarraba las mejillas para rascar la aspereza de los pelos nacientes.
«¡Qué barba! Habría que cortarla para no atraer las miradas de la gente al entrar en la fonda…»
¡Qué cosa extraña! También la mente parecía bromear por su cuenta, vagaba, hablaba para sus adentros de asuntos ajenos, sin relación entre ellos; perseguía imágenes conocidas que se presentaban sin ser convocadas, abstractas pero precisas, fuera de la conciencia, y hacía sugerencias, aunque estaba segura de que no la escuchaban.
Pero de pronto, como antes, por la tentación del espejo, la voluntad enemiga, como al acecho de cualquier movimiento instintivo, de cualquier sugerencia que quisiera contrariarla, lo cogía por sorpresa, lo volvía suyo para retorcerlo enseguida contra el cuerpo.
La barba, sí. Rápido. Y luego un baño…
«¿Un baño? ¿Cómo? ¿De noche? ¿Por qué?»
Porque sí. Limpio, de la cabeza a los pies. Y limpia también la ropa: calzoncillos, calcetines, camisa… todo. Era necesario que, después, el cuerpo fuera encontrado limpio. Mientras tanto: la barba, ¡enseguida!
Contrariamente a su primer deseo, ahora las manos se sentían puestas al servicio de la voluntad enemiga por un acto que, de tan normal y habitual como era, se convertía en una empresa oscura, decisiva y solemne.
En la cómoda estaban la brocha, el jabón, la cuchilla… Pero primero había que verter el agua en la jofaina, coger el albornoz… Las manos no sabían con precisión qué tenían que hacer antes. Primero el albornoz, sí…
En el espejo circular, puesto sobre el mármol de la cómoda, entre la suavidad del cándido albornoz, aparecía el rostro áspero. ¡Dios, qué trastornado estaba! Agudizado por los ojos atónitos y torvos: irreconocible. Y las manos, asustadas por aquellos ojos, alargaban los dedos temblorosos hacia la brocha, abrían la caja del jabón, cogían una porción y la insertaban entre los pelos de la brocha mojada; empezaban a enjabonar las mejillas, el mentón, la garganta…
Otras veces los ojos y los oídos gozaban al ver y al escuchar las burbujas de la espuma —fresca, blanca, creciente, suave—, en forma de volutas de algodón en las mejillas y en el mentón, y se demoraban con voluptuosidad haciendo crecer el volumen del jabón con otras volutas, más suaves y más densas.
Pero ahora no. Ahora temblaban, y las yemas casi habían perdido el tacto. Temblaban al coger la cuchilla, tan inseguras como se sentían y guiadas en breve por aquellos ojos que las asustaban.
El pecho jadeaba, el propio corazón, que sin embargo sufría y era la causa de todo, latía tumultuoso; solo un hilo sutil de aire entraba, casi silbando, agudo, por la nariz dilatada. Las manos abrían la cuchilla.
Por suerte el cuerpo, acercándose a la cómoda, advertía una presión dolorosa en la boca del estómago. Era el manojo de llaves, colgado en la cerradura del primer cajón.
Entonces la mano derecha, casi por iniciativa propia, o más bien, obedeciendo a una repugnancia instintiva por la vulgarísima arma empuñada, ponía la cuchilla sobre el mármol de la cómoda y, en vez de extraer la llave incómoda de la cerradura, abría el cajón, sacaba la pistola y la ponía sobre el mármol, apartada.
Esto representaba pactar con la voluntad enemiga. Poniendo la pistola en el mármol, la mano le decía a aquella voluntad: «Esto es para ti. ¿Acaso no has dicho: con esta? ¡Pues déjame cortarme la barba en paz!».
El jadeo del pecho cesaba; la mano, sin temblar, cogía rápida y casi con alegría la brocha, ya que la espuma se había condensado, rígida, entre los pelos.
Tras alejar el peligro y aliviar la respiración, los dedos trabajaban con voluptuosidad, junto con la brocha, para que la espuma aumentara; luego, con la máxima seguridad, cogían la cuchilla, la pasaban por la mejilla derecha, con movimientos firmes, y por la izquierda. Finalmente, sin una sombra de vacilación, la pasaban por la garganta, complaciéndose como antes por el gozo que los oídos recibían del afeitado.
Poco a poco los ojos habían perdido su expresión torva y ahora se habían velado de un cansancio enorme, detrás del cual la mirada perdida expresaba una bondad piadosa, casi infantil, lejana. Aquellos ojos de niño se cerraban por sí solos. Y el cansancio repentinamente invadía todos los miembros, volviéndolos pesados. Pero la voluntad tenía un último y siniestro brillo y, antes de que el cuerpo, tan súbitamente vaciado de fuerzas, se arrastrara hasta el sillón a los pies de la cama, le imponía a la mano que cogiera la pistola para ponerla allí, en la cama, al lado del sillón, como diciendo que le concedía, sí, al cuerpo, un poco de descanso, pero que mientras tanto no olvidaba el trato.
El último resplandor del día moría pálido y húmedo en la ventana; la sombra, luego la oscuridad, la tiniebla, entraban en la habitación, y el rectángulo de la ventana se abría en el vacío menos negro, próximo y lejano, agujereado por un hormigueo infinito de estrellas.
El cuerpo, todo el cuerpo dormía ahora con la cabeza apoyada en la cama, un brazo extendido hacia la pequeña pistola.
Sin advertir el frío de la noche que entraba por la ventana abierta, aquel cuerpo durmió en aquella incómoda postura hasta que el resplandor del nuevo día, más pálido y más húmedo que el día anterior, enrareció apenas, con un tímido parpadeo, la sombra de aquella ventana.
Pero los miembros no se despertaron. El primero en despertarse fue el corazón, corroído por un tormento que el cuerpo no conocía. Se despertó para advertir un vacío espantoso, en vilo entre las tinieblas, y una sensación de aspereza cruda, atroz, que emanaba de una realidad no vivida o donde vivir era imposible. Sí, había que aprovecharse de este instante, porque el cuerpo entumecido estaba aún invadido por el entorpecimiento del sueño. Sí, sí, la voluntad podía asaltar a aquella mano todavía inerte en la cama, hacer que empuñara la pistola… ¡Enseguida! Una vez extraída de la funda, así, aquí, un instante, en la boca, sí, aquí, aquí… con los ojos cerrados… así… ¡ah, qué duro aquel gatillo!... ánimo… aho… ra… sí.
En el cuerpo que pesadamente se desmoronaba en el suelo, después del disparo, los dedos de las manos, olvidando el esfuerzo violento por el cual se habían cerrado y abriéndose, ya muertos, muy lentamente, solos, con aquel meñique torcido de la mano izquierda recto, parecían preguntar: «¿Por qué?».