LA CARRETILLA
Cuando hay alguien a mi alrededor, no la miro nunca; pero siento que ella me mira, me mira, me mira sin quitarme un momento los ojos de encima.
Quisiera hacerle entender, cara a cara, que no pasa nada, que puede estar tranquila, que no podía permitirme realizar ante los ojos de un extraño este breve acto que para ella no tiene importancia alguna y para mí lo es todo. Cada día lo realizo en el momento oportuno, con máximo sigilo, con alegría espantosa, porque saboreo, temblando, la voluptuosidad de una divina y consciente locura, que por un instante me libra y me venga de todo.
Tenía que estar seguro (y la seguridad podía obtenerla solamente de ella) de que este acto mío no fuera descubierto. Porque, si fuera descubierto, provocaría —y no solo a mí— un daño incalculable. Sería un hombre acabado. Tal vez me cogerían, me atarían y me arrastrarían, aterrados, hasta un manicomio.
El terror que los asaltaría a todos, si este acto mío fuera descubierto, sí, lo leo ahora en los ojos de mi víctima.
Soy depositario de la vida, del honor, de la libertad, de las posesiones de innumerables personas que me asedian desde la mañana hasta la noche para recibir mi obra, mi consejo, mi asistencia. Otros altísimos deberes, públicos y privados, pesan sobre mí: tengo esposa e hijos, que a menudo no saben ser como deberían, y que por eso necesitan ser refrenados continuamente por mi severa autoridad, por el ejemplo constante de mi obediencia inflexible e irreprochable a todas mis obligaciones, a cuál más seria, de marido, de padre, de ciudadano, de profesor de Derecho, de abogado. ¡Qué problemas no habría, por tanto, si mi secreto se descubriera!
Mi víctima no puede hablar, es cierto. Sin embargo, hace varios días que no me siento seguro. Estoy consternado e inquieto. Porque, si es cierto que no puede hablar, me mira, me mira con unos ojos en los que es tan evidente el terror que temo que alguien pueda percatarse de eso de un momento a otro, sintiendo el impulso de buscar la razón.
Sería, repito, un hombre acabado. El valor del acto que yo realizo puede ser estimado y apreciado solamente por aquellos poquísimos a quienes la vida se les haya revelado como, de pronto, se me ha revelado a mí.
Explicarlo y hacer que se entienda no es fácil. Lo intentaré.
Volvía, hace quince días, de Perugia, donde había ido por asuntos relacionados con mi profesión.
Una de mis obligaciones más graves es la de no advertir el cansancio que me oprime, el peso enorme de todos los deberes que me he impuesto y que me han impuesto, y no ceder ni mínimamente a la necesidad de un poco de diversión, que mi mente fatigada reclama de vez en cuando. La única diversión que puedo concederme, cuando me vence el cansancio por un asunto del que llevo mucho tiempo ocupándome, es la de dedicarme a un asunto nuevo.
Por eso, en el tren, en mi bolso de cuero, llevaba algunos documentos nuevos para examinarlos. Ante la primera dificultad que encontré en la lectura, levanté la mirada y la dirigí hacia la ventana del vagón. Miraba afuera, pero no veía nada, absorto en aquella dificultad.
En honor a la verdad, no puedo decir que no viera nada. Los ojos veían, veían y tal vez disfrutaban por su cuenta de la gracia y de la suavidad del campo umbro. Pero yo, ciertamente, no prestaba atención a lo que los ojos veían.
Poco a poco, empezó a relajarse en mí la atención que prestaba a la dificultad que me ocupaba, sin que por eso, mientras tanto, distinguiera el espectáculo del campo, que pasaba ante mis ojos, límpido y leve.
No pensaba en lo que veía y de hecho no pensaba en nada. Permanecí, durante un tiempo incalculable, en una suspensión vaga y extraña, pero también clara y plácida. Aireada. Mi espíritu se había alejado de los sentidos y se encontraba en una lejanía infinita, donde apenas advertía, quién sabe cómo, con una delicia que no le parecía suya, el hormigueo de una vida diferente, ajena, pero que habría podido ser propia, no aquí, no ahora, sino en aquella infinita lejanía; el hormigueo de una vida remota que quizás le perteneció, no sabía cómo ni cuándo, desde la cual soplaba el recuerdo indistinto, no de actos o de aspectos sino de deseos antes desvanecidos que surgidos, con una pena de no ser, angustiosa, vana y también dura, la misma de las flores que, tal vez, no han podido abrirse; el hormigueo, en fin, de una vida por vivir, allí, lejos, donde emergía con pálpitos y brillos de luz sin haber nacido, una vida donde el espíritu —ah, sí— se encontraría entero y pleno, también para sufrir, no solo para gozar, pero por sufrimientos realmente suyos.
Mis ojos se cerraron poco a poco, sin que me diera cuenta, y tal vez seguí soñando con aquella vida nunca alumbrada. Digo tal vez porque, cuando me desperté, entumecido y con la boca amarga, agria y seca, ya a punto de llegar, me encontré de pronto con otro ánimo, con una sensación de bochorno atroz por la vida, con un asombro tétrico, en el cual los aspectos de las cosas más habituales me parecían faltos de sentido y sin embargo, a mis ojos, de una pesadez cruel, insoportable.
Con este ánimo bajé del tren, cogí el coche que me esperaba a la salida y volví a casa.
Pues bien, ocurrió en la escalera de mi casa, en el rellano, delante de mi puerta.
De pronto, ante aquella puerta oscura, color bronce, con la placa de latón con mi nombre impreso, precedido por mis títulos y seguido por mis atributos profesionales y científicos, me vi, como desde fuera, a mí mismo y a mi vida, pero no para reconocerme ni para reconocerla como mía.
Espantosamente, se impuso en mí la certeza de que el hombre que estaba ante aquella puerta, con el bolso de cuero en la mano, el hombre que vivía en aquella casa, no era yo, nunca había sido yo. De pronto comprendí que siempre había estado ausente de aquella casa, de la vida de aquel hombre que no era yo y hasta de toda vida. Yo no había vivido nunca, nunca había estado en la vida, en una vida, entiendo, que pudiera reconocer como mía, querida por mí y que yo sintiera como mía. También mi propio cuerpo, mi figura, de repente me aparecía ahora, vestida así, arreglada así, me pareció extraña a mí mismo, como si otra persona me hubiera impuesto aquella figura para que me moviera en una vida ajena, para que en aquella vida, de la cual siempre había estado ausente, realizara actos en cuerpo presente, en los cuales ahora, repentinamente, mi espíritu se daba cuenta no haberse encontrado nunca. ¿Quién había creado a aquel hombre que figuraba ser yo? ¿Quién lo había querido así? ¿Quién lo vestía y lo calzaba así? ¿Quién lo hacía moverse y hablar así? ¿Quién le había impuesto todos aquellos deberes, a cuál más grave y odioso? Comendador, profesor, abogado, aquel hombre a quien todos buscaban, a quien todos respetaban y admiraban, cuya obra, cuyo consejo, cuya asistencia todos querían, aquel hombre que todos se disputaban sin concederle un momento de pausa, un momento de respiro, ¿era yo? ¿Yo? ¿Propiamente? ¿Qué? ¿Qué me importaban todos los asuntos que ocupaban a aquel hombre desde la mañana hasta la noche; todo el respeto, toda la consideración de los que disfrutaba, comendador, profesor, abogado; la riqueza y los honores que había obtenido a través del constante y escrupuloso cumplimiento de todos aquellos deberes, del ejercicio de su profesión?
Y allí, detrás de aquella puerta con la placa ovalada de latón con mi nombre, estaban una mujer y cuatro niños que veían todos los días, con un fastidio idéntico al mío, pero que yo no podía tolerar en ellos, a aquel hombre insufrible que tenía que ser yo, y a quien yo ahora veía como un extraño, un enemigo. ¿Mi mujer? ¿Mis hijos? Si nunca había sido yo, realmente, si realmente no era yo (y lo sentía con espantosa certeza) aquel hombre insufrible que estaba ante la puerta, ¿de quién era esposa aquella mujer, de quién eran aquellos cuatro niños? ¡Míos, no! De aquel hombre, de aquel hombre que mi espíritu, en aquel momento, si hubiera tenido un cuerpo, su verdadero cuerpo, su verdadera figura, habría cosido a patadas o aferrado y destruido, junto con todos aquellos problemas, con todos aquellos deberes, los honores y el respeto y la riqueza, y también la mujer, sí, quizás también a la mujer…
¿Y los niños?
Me llevé las manos a las sienes y apreté fuerte.
No. No los sentí míos. Pero a través de un sentimiento extraño, piadoso, angustioso, de ellos tal como existían fuera de mí, como los veía cada día, con la necesidad de mi presencia, de mis cuidados, de mi consejo, de mi trabajo, a través de este sentimiento y con el atroz calor con que me había despertado en el tren, sentí que volvía a aquel hombre insufrible que permanecía ante la puerta.
Saqué la llave del bolsillo; abrí la puerta y entré también en aquella casa y en la vida de antes.
Ahora bien, mi tragedia es esta. Digo mía, pero ¡quién sabe de cuántos!
Quien vive, cuando vive, deja de verse: vive… Si uno puede ver su propia vida es señal de que no la está viviendo: la sufre, la arrastra. Como si fuera algo muerto. Porque toda forma es una muerte.
Poquísimos lo saben; la mayoría, casi todos, lucha, se afana en conseguir, como dicen, un estatus, para alcanzar una forma. Una vez que la han alcanzado, creen que han conquistado su vida y en cambio empiezan a morir. No lo saben, porque no se ven, porque no consiguen separarse de aquella forma moribunda que han alcanzado. No se dan cuenta de que están muertos y creen estar vivos. Solamente se conoce quien consigue ver la forma que se ha otorgado o que los demás le han otorgado, los casos, las fortunas, las condiciones en los que cada uno nació. Pero, si podemos ver esa forma, es señal de que nuestra vida ya no se halla en ella. Porque, si así fuera, no la veríamos: estaríamos viviendo en esta forma, sin verla, muriendo cada día un poco más en ella —que ya por sí misma es una muerte—, sin conocerla. Por tanto, podemos ver y conocer solo lo que de nosotros está muerto. Conocerse es morir.
Mi caso es incluso peor. Yo no veo lo que de mí ha muerto. Veo que nunca ha estado vivo, veo la forma que los demás —no yo— me han otorgado, y siento que en esa forma mi vida, mi verdadera vida, nunca ha existido. Me han cogido, como una materia cualquiera, han cogido un cerebro, un alma, músculos, nervios, carne, y los han amasado y forjado, según su propio gusto, para que realizaran un trabajo y determinados actos, para que obedecieran a ciertas obligaciones, donde yo me busco y no me encuentro. Y grito, mi alma grita en esta forma muerta que nunca ha sido mía. «¿Cómo? ¿Yo, esto? ¿Yo, así? ¿Qué?» Y siento náusea, horror, odio, por este que no soy yo, que nunca he sido yo, por esta forma muerta que me aprisiona sin que pueda liberarme. Una forma cargada con deberes, que no siento míos, oprimida por problemas que no me importan, objeto de una consideración con la que no sé qué hacer; una forma que es estos deberes, estos problemas, esta consideración, fuera de mí, por encima de mí: cosas vacías, cosas muertas que me pesan, me ahogan, me aplastan y no me dejan respirar.
¿Liberarme? Nadie puede actuar como si los hechos no fueran lo que son, como si no fuera la muerte la que nos ha atrapado y nos retiene.
Existen los hechos. Una vez que has actuado, incluso sin que después te sientas y te reconozcas en tus actos, lo que has hecho permanece, como una prisión para ti. Y las consecuencias de tus acciones te envuelven como espirales y tentáculos. Y a tu alrededor pesa, como un aire denso e irrespirable, la responsabilidad que has asumido por aquellas acciones y por sus consecuencias. ¿Y cómo puedes liberarte? En la prisión de esta forma que no es mía pero que me representa tal como soy para todos, tal como todos me conocen y me quieren y me respetan, ¿cómo podría recibir y llevar una vida diferente, una vida verdaderamente mía? ¿En una forma que siento muerta, pero que tiene que seguir existiendo para los demás, para todos los que la han plasmado y la quieren así y no de otra manera? Tiene que ser esta, necesariamente. Les sirve así a mi mujer, a mis hijos, a la sociedad, es decir, a los estudiantes de la facultad de Derecho, a los clientes que me confían su vida, su honor, su libertad, sus posesiones. Sirve así y no puedo modificarla, no puedo darle dos patadas y quitármela de encima. Rebelarme, vengarme, por un instante solo, cada día, con el acto que realizo con máximo sigilo, aprovechando con nerviosismo y circunspección infinitos el momento oportuno, para que nadie me vea.
Es eso. Tengo una vieja perra, desde hace once años, blanquinegra, gorda, bajita y peluda, con los ojos ya velados por la vejez.
Entre ella y yo nunca había habido una buena relación. Tal vez, antes, ella no aprobara mi profesión, que no permitía que hubiera ruidos en casa; pero poco a poco empezó a aprobarla, sobre todo cuando llegó la vejez, cuando, para huir de la caprichosa tiranía de los niños, que querían jugar con ella en el jardín, empezó a refugiarse en mi estudio, desde la mañana hasta la noche, durmiendo en la alfombra con su morrito agudo entre las patas. Se sentía protegida y segura aquí, entre tantos papeles y libros. De vez en cuando, abría un ojo y me miraba como diciendo: «Bien, querido mío, sí; trabaja, no te muevas de ahí, porque es seguro que, mientras estés trabajando, nadie vendrá a molestarme».
Seguramente el pobre animal pensara eso. La tentación de servirme de ella para mi venganza se me ocurrió hace quince días, de pronto, al ver que me miraba así.
No le hago daño, no le hago nada. Apenas puedo, apenas algún cliente me deja un momento libre, me levanto, cuidadosa y lentamente, de mi sillón, para que nadie se dé cuenta de que mi sabiduría temida y anhelada, mi formidable sabiduría de profesor de Derecho y de abogado, mi austera dignidad de marido y de padre, se han despegado de este sillón y, de puntillas, voy hasta la puerta para espiar si hay alguien en el pasillo y cierro la puerta con llave, solo durante un momentito. Mis ojos brillan de la alegría, mis manos bailan por la voluptuosidad que estoy a punto de concederme: ser un loco, ser un loco durante un instante solo, salir durante un instante de la prisión de esta forma muerta, destruir, aniquilar durante un instante tan solo, irónicamente, esta sabiduría, esta dignidad que me asfixian y que me aplastan. Corro hacia la perrita que duerme en la alfombra, despacio, con cortesía, aferro sus patas traseras y le hago hacer la carretilla: hago que dé unos ocho o diez pasos, no más, solo con las patitas delanteras, sujetándola por las traseras.
Esto es todo. No hago nada más. Enseguida abro la puerta, muy despacio, sin el mínimo crujido, y vuelvo a mi trono, al sillón, listo para recibir a un nuevo cliente, con la austera dignidad de antes, cargado como un cañón con toda mi formidable sabiduría.
Pero ahora, hace quince días que la perrita se queda mirándome pasmada, con sus ojos velados, abiertos por el terror. Quisiera hacerle entender —repito— que no pasa nada, que puede estar tranquila, que no me mire así.
La perrita comprende lo terrible que es mi acto.
No pasaría nada si se lo hiciera, en broma, uno de los niños. Pero sabe que yo no puedo bromear, no puede admitir que yo bromee, incluso durante un solo momento. Y sigue mirándome malditamente, aterrada.