LUCILLA
(Ahora que se ha peleado con las monjas)
Prado al sol, hierba nueva, rayos de sonido en el silencio que parece estupefacto. Estupor por cómo se encienden, aquí, estas florecitas de oro y, allí, arden las rojas.
Pero ya empieza a caer, oblicua y tambaleante sobre el verde, la sombra azul del pequeño convento, con la cruz achaparrada en la cúspide, tan alargada ahora que se proyecta, interrumpida, en el blanco muro que protege los huertos.
¿Es posible que sea tan alta?
Siempre ha pensado, con los ojos dirigidos hacia ella, que hubieran podido hacer aquella cruz un poco menos maciza; pero en el fondo, sin confesárselo a sí misma, aprueba que se quede sentada sobre aquella cúspide puntiaguda, sin el deseo de estirarse un poco para convertirse, en el cielo, en una cruz delgada y alta.
Y ahora el sol, por su cuenta, se toma este gusto, inverosímilmente exagerado: la cruz llega hasta el muro… Y si Lucilla se expone al sol, ¿hasta dónde llegará?
Sale de la sombra y se expone al sol en el prado.
¿Qué forma tiene?
Un garabato, oblicuo.
La irritación que siente, a causa de la sorpresa y de la incomprensión del fenómeno, se convierte en rabia feroz, una rabia que le retuerce las tripas adentro como si fuera una cuerda, apenas en el prado la sombra de alguien que está llegando se extiende al lado de la suya y enseguida la supera, la supera, hasta que la suya parece nada, menos que la sombra de una niña.
Se gira de pronto (porque ha reconocido por la sombra a la lega que viene a buscarla) y, con el rostro alterado por la rabia y unos ojos de gata azotada, le grita, mostrando los puños:
—¡No! ¡No! ¡No! ¡Que esperen lo que quieran, que yo no volveré! ¡No volveré jamás!
Y corre a la sombra, para sentarse de nuevo en la hierba, con la espalda apoyada en el muro del convento.
La lega, ante aquella reacción furiosa, permanece en su lugar, la sigue con la mirada, luego hace ademán de acercarse, pero la ve ponerse de nuevo de pie para huir, y se detiene:
—No actúes como una tonta —le dice—, ¡ya no eres una niña!
Justamente lo que Lucilla necesita ahora.
Temblando, el rostro acalorado por la sangre que, ante aquellas palabras, le ha subido hasta la cabeza, vuelve a apretar los puños y se enfrenta a ella gritando:
—¿Ah, sí? ¿Sabes decirlo? ¡Precisamente porque ya no soy una niña!
Las propias palabras, mientras las pronuncia, producen este espectáculo atroz en los ojos y en la boca de Lucilla: los ojos, enrojecidos por el llanto y brillantes de rabia, salpican lágrimas y enseguida, gracias a aquellas lágrimas, en el pequeño rostro de niña, se convierten en ojos de adulta; rechinando los dientes, la voz, la voz se vuelve la de una mujer que ya lo sabe todo.
La lega, ante este espectáculo, se ensimisma, entristecida; parece que día tras día se vuelva más amarilla y más delgada; no sabe qué decir; saca del chal negro, que lleva en los hombros y le cubre las manos, dos manos secas que parecen de piedra consumida, y junta las palmas para moverlas piadosamente.
—¿Y qué quieres hacer? —le pregunta finalmente—. ¿Adónde quieres ir?
Y Lucilla, sacudiéndose:
—¡Es asunto mío, no de usted!
La lega se mueve para volver al convento. Después de unos pasos, se gira apenas, para esconder su llanto y, señalando con una de aquellas manos, suspira:
—Tu convento…
Y se va.
Permanece la voz, en el aire vacío, como la sombra de lo que era: la añoranza y el reproche. Y Lucilla mira el pequeño convento.
Nació allí. En verdad, siente que su interior le es querido, aunque no quiera reconocerlo. Querido porque, en vez de ser un convento grande, como podrían haberlo construido, es en cambio muy pequeño, casi a propósito del tamaño de ella. Como para ella su padre, que era sacristán, antes de morir construyó los muebles de su habitación, muebles de muñeca, para que no se sintiera triste: la camita, las sillitas, la mesita, todo proporcionado a su estatura. Porque para aquel padre, y para aquella madre que no podía tener hijos (de hecho, murió en el parto), ella ha quedado como una hija vista desde lejos, desde el momento de su nacimiento, hace veinte años. Y vista así por aquellos ojos de madre que se alejaban año tras año, todo lo que ha podido crecer, aquí está, es poco, es nada; solo ha crecido en años, pero si uno la ve, constata que se ha quedado como una niña: así de pequeña. ¡No es enana, no, no! No tiene nada de enana, es más, todos se vuelven a mirarla, sorprendidos por lo hermosa que es, con su cabecita rizada sobre el cuello esbelto, que puede girar a su antojo, y todos aquellos rizos alrededor, como pequeñas serpientes; el cuerpo perfecto, una miniatura. Y ella es consciente de ello, sabe mejor que nadie cómo es su cuerpo, porque ha aprendido a conocerlo por las miradas de ciertos hombres, ¡imbéciles!
Es este el fastidio, la rabia, la tortura: que ella, en su interior, cuando piensa, sin verse, piensa como una adulta, como una mujer, una mujer hecha y derecha como cualquier otra. Por tanto, verse tratada como una niña por aquellas estúpidas cabezas vendadas de las monjas —ellas sí, aunque ya sean viejas, con aquellos rostros de suero de leche, que observan, hablan, ríen y reproducen gestos de niñas tontas—, verse tratada como una muñeca, como un juguete, de los brazos de una a los de otra, mientras todas en broma le tocan las tetas y ninguna quiere darse cuenta de que ya está completamente formada como mujer: no, no, no puede tolerar más esta situación, tiene que terminar, tiene que terminar. Ya se ha acabado. Hoy ha arañado a tres o a cuatro, al sentirse los dedos como garras, y no sabe qué injurias e insultos les ha lanzado, con la espuma en la boca.
Le han hecho el favor de dejarla vivir con ellas, en aquella habitación, también tras la muerte de su padre. ¡Sí, claro, por la diversión de tener una muñeca viva, para jugar con ella en las horas de recreo! Con sus manos le han cosido a la muñeca el ajuar, la ropa. Les dejará todo, todo; no se llevará nada; tal como es, esta noche mismo, irá a casa de Nino.
A casa de Nino, sí. En breve, a las siete. Ya se han puesto de acuerdo.
Se quedará con él. Sabe hacer de todo: cuidar de la casa, cocinar, lavar la ropa, remendar, planchar. ¡Con su pequeña plancha, en el convento, ha planchado barcos enteros de ropa, ella!
Y Nino sabe bien que ya es una mujer. La primera vez, él también la cogió en brazos —paseando por el prado, como suele hacer por la noche, al volver de la finca donde cría caballos, con su sombrero de vaquero (pero es un señor) y las botas brillantes con las espuelas—; al levantarla por las axilas, tocándole el pecho con los pulgares, hizo un gesto pícaro con la cabeza y sonrió de una manera, con un ay… de sorpresa y de admiración, mirándola a los ojos atontados. ¡Y ella apartó con las dos manos la boca que quería besarla, allí en el pecho! Nino, ¡qué ojos! Negros y sonrientes: ¡aquellos ojos taladran! ¡Y qué dientes cuando se ríe!
¿Ya son las siete?
Desde que está en el prado, pensando acerca de la decisión de dejar a las monjas, Lucilla se siente como borracha; no ve nada; va, vuela como una mariposa deslumbrada, y finalmente, cuando se encuentra en el atrio de la casa donde vive Nino, le parece que ha llegado allí como una peonza, entre el vértigo y el mareo. No respira, y ahora, oh, Dios, tiene que subir todas aquellas escaleras, ¡y qué escaleras!, para llegar al último piso de aquella vieja y gran casa.
Finalmente, apoyándose en el muro y en la barandilla, llega, pero una vez allí arriba, ante la puerta, por mucho que se ponga de puntillas, no consigue llamar al timbre, con el bracito extendido: está demasiado alto. Y entonces se pone a golpear la puerta con las manos:
—¡Abre, abre, Nino! ¡Soy yo! ¡He venido!
En la oscuridad de la sala, no distingue bien quién ha venido a abrirle. Nota un hedor como de establo, mientras una mano áspera busca la suya para cogerla, como se hace con los niños cuando se les quiere presentar a alguien. Pero la confusión, peor, la consternación que la invade no se debe a aquel hedor ni a aquel acto torpe que trata, instintivamente, de esquivar, sino a un gran ruido de voces y de risas que proviene de una habitación, a través de la puerta entornada, que desde el resquicio le da a Lucilla la impresión de que crepite y despida llamas como un fuego.
Lucilla empieza a temblar; quiere huir; pero la puerta se abre: hombres de campo desdibujados, vestidos de terciopelo, con botas y espuelas, rostros bestiales y cárdenos, gritando, tambaleándose, alargando las manos, la arrastran adentro, en una nube de humo. Todos se ríen como en un hervor de satisfacción grasienta, algunos dejan la pipa, otros la botella y el vaso, y se abalanzan sobre ella. Quieren jugar con ella, ¡pero de qué manera! La aprietan, quieren desnudarla y ella grita, grita, se retuerce, hasta que Nino, también riéndose y retorciéndose, con lágrimas en los ojos por las risas excesivas, la libera y, sentándose, la protege entre sus piernas, gritando:
—¡Basta! ¡Basta! ¡Siento su corazón que late, oh, Dios, sí, sí, late aquí en mi rodilla!
No se da cuenta de que Lucilla se ha desvanecido sobre su rodilla y que, si abre las piernas, se cae al suelo, como un trapo, desmayada.
Aferra con una mano a un sucio joven de campo, de unos catorce años, tonto, que está a su lado, enternecido (es el mismo que ha abierto la puerta) y sacude a Lucilla para presentárselo:
—¡Aquí está tu esposito! ¡Lo hemos preparado todo, allí!
Lucilla no sabe cuánto tiempo ha pasado; qué le ha ocurrido realmente en aquella habitación; ha luchado, ha intentado liberarse, mordiendo, arañando, y ahora, en la noche, no sabe adónde va, tan pequeña, por calles enormes, desiertas, desconocidas; está como enloquecida, atontada y mira, tan pequeña, los troncos gigantescos de los árboles, cuyas capas consigue discernir con dificultad, y más arriba, más arriba, ventanas vacías, iluminadas como en el cielo, donde quisiera desaparecer, desaparecer si Dios, como espera, quisiera finalmente darle alas.