LOS PIES EN LA HIERBA
Han ido a despertarlo al sillón de la habitación donde dormía, por si quería verla por última vez antes de que se soldara la tapa de la caja.
—Pero ¿es de noche? ¿Qué hora es?
No: las nueve y media de la mañana. Pero hoy ha amanecido así: apenas se ve. El transporte es a las diez.
Mira como un tonto. Le parece imposible que haya dormido, y tanto, durante toda la noche, y tan bien. Aún aturdido por el sueño, aturdida en su interior está la desesperación de aquellos últimos días; los rostros insólitos de los vecinos alrededor del sillón en aquel día sin luz definida; quisiera levantar la mano para protegerse de él, pero el sueño se ha filtrado y se ha fundido en su cuerpo como plomo, aunque en los dedos de los pies, quién sabe cómo, sienta cierto deseo de levantarse, que enseguida desaparece. ¿Todavía tiene que mostrarse tan desesperado? Está a punto de decir: «Para siempre…», pero lo dice como uno que se da la vuelta bajo las mantas para volver a dormirse. Tanto que los presentes se miran a los ojos sin entender. ¿Qué, para siempre?
Que el día haya amanecido así. Quisiera decir esto, pero no tiene sentido. El día después de la muerte, el día del funeral, así, para siempre en la memoria, con aquella luz difusa que apenas alumbra, y su sueño, mientras tanto, allí, en la habitación de la muerta, tal vez las ventanas…
—¿Las ventanas?
Sí, cerradas. Quizás hayan permanecido cerradas. Todavía a la luz caliente, inmóvil, de los grandes y goteantes cirios; la cama trasladada; la muerta en el ataúd, en el suelo; dura y lívida entre aquel relleno de raso color crema.
No, suficiente: la ha visto.
Y vuelve a cerrar los párpados sobre los ojos que le arden por el llanto de los días anteriores. Basta. Ahora ha dormido, y con este sueño todo se ha acabado, se ha digerido, se ha sepultado todo. Ahora quiere permanecer con los nervios relajados, en esta sensación de vacío, dolido y feliz. Cerrar, cerrar la caja y con ella toda su vida pasada.
Pero si todavía está allí…
Se levanta; vacila; lo sujetan; y, con los ojos cerrados, se deja trasladar hasta la caja; los abre y enseguida, ante la visión, grita el nombre de la muerta, el nombre vivo, como solo él puede verla y sentirla viva en aquel nombre, toda, en todos los aspectos y los actos de su vida, como fue para él. Mira con feroz rencor a los presentes, que nada pueden saber y la miran allí, muerta, como está, y al menos podrían imaginar qué significa para él quedarse sin ella. Quisiera gritarlo, pero su hijo acude para alejarlo de la caja, con un ímpetu cuyo sentido comprende enseguida. Un sentido que le provoca hielo, como si se viera descubierto. Vergüenza, con estas veleidades hasta el final, y después de que haya dormido toda la noche. Ahora se tiene que hacer todo rápidamente, para que los amigos invitados no tengan que esperar más para acompañar el cadáver a la iglesia.
—¡Ve, ve a la otra habitación, sé razonable, papá!
Con los ojos malvados y sin embargo piadosos, de pobre, vuelve a su sillón.
Razonable, eh, ya; inútil gritar lo que surge de sus vísceras y no encuentra sentido en las palabras que se gritan; muchas veces tampoco en los actos que se realizan. Para un marido que se queda viudo a cierta edad, cuando aún se necesita a una esposa, ¿acaso la pérdida es igual a la de un hijo, para quien quedarse huérfano es, en cambio, una providencia? Providencia, sí, providencia, a punto como está de casarse, después de los tres meses de luto estricto, con la excusa de que ahora, para los dos, es necesaria una mujer que se ocupe de la casa.
—¡Pardi! ¡Pardi! —llaman fuerte desde el recibidor.
Y siente que se hiela, advirtiendo distintamente por primera vez que no lo llaman a él, con aquel apellido que es el suyo, sino a su hijo; y que aquel apellido permanece vivo, ahora, por su hijo y no por él. Y él, en cambio, tonto, ha gritado el nombre de su madre, como una profanación, ¡vergüenza! ¡Sí, sí, veleidad! Es inútil, él mismo lo reconoce, después de aquel gran sueño que lo ha librado de todo. Ahora, en verdad, lo más vivo en él es la curiosidad de ver cómo será su casa, cómo la transformarán, dónde lo pondrán a dormir. Mientras tanto ha sido trasladada la cama matrimonial. ¿Tal vez dormirá en una cama individual? Ya. En la de su hijo. Ahora la cama pequeña es para él. Y su hijo, mañana, en la cama de matrimonio, si extiende el brazo, encontrará a su mujer a su lado. Él extenderá su brazo en el vacío.
Está todo entumecido y con una gran confusión en la cabeza y la sensación de aquel vacío, dentro y fuera de sí. El entumecimiento del cuerpo es debido a haber estado tanto tiempo sentado; está seguro de que, si se levantara, podría sentirse ligero como una pluma en todo aquel vacío; no hay nada en su interior, su vida se ha reducido a nada. Hay poca diferencia entre aquella silla y él. Es más, aquella silla puede sentirse satisfecha por sus cuatro patas, mientras que él no sabe dónde poner sus pies ni qué hacer con sus manos. ¿A quién le importa su vida? Ah, tampoco la de los demás le importa a él. Sin embargo su vida, considerado lo que le queda, tiene que seguir. Volver a empezar. Una vida en la cual no puede pensar, en la cual no habría pensado jamás, si hubieran permanecido las condiciones en las que se había encerrado. Ahora, echado así, de pronto, sin ser viejo aún y ya no tan joven…
Sonríe y se encoge de hombros. Para su hijo, de pronto, se ha convertido en un niño. Pero, después de todo, se sabe que casi siempre ocurre así, los padres se convierten en hijos de sus propios hijos, ya crecidos, que han creado su propio mundo y han superado a su padre, han alcanzado una posición que les permite que su padre descanse, para recompensarlo por lo que recibieron de pequeños, ahora que él, a su vez, se ha convertido en niño, de nuevo.
La cama pequeña…
No le han asignado la habitación donde antes dormía su hijo, sino otra, casi escondida, que da al jardín, con la excusa de que estaría más apartado y se sentiría libre de vivir su propia vida, con sus mejores muebles, dispuestos de manera que a nadie podría ocurrírsele que sea la habitación donde antes vivía la sirvienta. En las habitaciones delanteras han entrado otros muebles, pretenciosos, y una nueva decoración, con el lujo de las alfombras. No queda huella de sus viejas costumbres en una casa tan renovada, y también los muebles viejos, los suyos, en las habitaciones oscuras donde han sido relegados, tal como los han dispuesto ahora, parecen incapaces de entenderse entre ellos. Sin embargo, ¡qué extraño!, pese al desprecio en el cual se ve arrojado junto a ellos, no consigue sentir rencor; no solo porque, admirando las habitaciones renovadas, siente una gran satisfacción por su hijo, sino también, en el fondo, por otro sentimiento que todavía no tiene claro, el sentimiento de una nueva vida que, con la prepotencia de la renovación, tan brillante y coloreada, ha borrado hasta el recuerdo de la anterior. Algo nuevo que puede renacer en él, a escondidas. Sin dejarse ver, lo entrevé como por el resquicio luminoso e infinito de una puerta que se haya abierto a sus espaldas, donde podría desaparecer, aprovechando una ocasión fácil, visto que nadie se preocupa por él, abandonado como durante unas vacaciones en la sombra de aquellas habitaciones «para vivir su propia vida». Se siente más ligero que nunca. Y con una luz en los ojos que, coloreándolo todo, lo hace pasar de sorpresa en sorpresa, como si se hubiera convertido de nuevo en niño. Los ojos, como los tenía de niño. Vivaces. Abiertos sobre un mundo que le parece completamente nuevo.
Ha empezado a salir por la mañana, precisamente para empezar las vacaciones que durarán todo el tiempo que lo haga su vida. Despojado de todos los cuidados, ha acordado con su hijo la cantidad que cada mes le dejará de su pensión, para su manutención, poco, quisiera dejárselo todo para sentirse aún más ligero y para no tener tentaciones: no necesita nada. Pero su hijo dice que nunca se sabe, algún deseo… No, ¿y de qué? Le basta solamente con ver la vida desde fuera.
Tras sacudirse del peso de todas las experiencias, con los viejos no sabe estar, los rehúye; no puede estar tampoco en compañía de jóvenes, porque lo consideran viejo, se va al parque, donde hay niños.
Volver a empezar la vida así, en compañía de niños, en la hierba de los prados. Donde es más alta, y tan densa y fresca que aturde con la embriaguez de su olor, los niños van a esconderse; desaparecen allí. El fragor perenne de un agua que fluye no deja advertir el crujido de las hojas al moverse. Pero pronto los niños se olvidan de su juego, se desnudan los piececitos, allí hay uno, rosado, en medio de todo aquel verde. ¡Quién sabe qué delicia sumergir los pies en el fresco de aquella hierba nueva! Intenta liberar un pie, él también, a escondidas; está a punto de desatar el zapato del otro, cuando se presenta ante él una joven, con el rostro encendido y los ojos fulminantes, que le grita: «¡Viejo cerdo!», resguardándose enseguida las piernas con las manos, porque él la mira desde abajo y los setos han levantado un poco su vestido.
Se queda pasmado. ¡No! ¿Qué ha entendido? Ha desaparecido. Él quería experimentar un placer inocente. Se tapa con ambas manos el pie desnudo, rígido. ¿Qué ha visto de malo? Porque es viejo, ¿no puede experimentar el gusto que sienten los niños al descalzarse en la hierba? Se piensa en algo malo, enseguida, porque es viejo. Eh, sabe que, de niño, de pronto puede volverse hombre; todavía es hombre, hombre, pero no quiere pensar en ello; no pensaba en ello; actuaba precisamente como un niño en el acto de quitarse los zapatos. ¡Ah, qué infamia, insultarlo así! ¡Vil! Y se tumba con el rostro en la hierba. Todo su luto y su pérdida, y el hecho de no tener a nadie más, han causado que aquel gesto suyo pudiera ser interpretado como sucia maldad. Todo eso le regurgita. ¡Estúpida! También su hijo, si él quisiera, admitiría que se permitiera «algún deseo»: por eso lleva dinero en el bolsillo.
Trastornado por la rabia, se levanta. Con las manos temblorosas, se pone los zapatos, avergonzado, torvo; la sangre se le ha subido a la cabeza y sus ojos parpadean. Sabe dónde tiene que ir a por eso, lo sabe.
Pero luego, por la calle, se calma y vuelve a casa. Entre aquella confusión de muebles, que parece hecha para molestarlo, se tumba en la cama, con el rostro hacia la pared.