POR LA NOCHE, UN GERANIO
Se ha librado en sueños, no sabe cómo; tal vez como cuando el cuerpo se hunde en el agua, con la sensación de que subirá solo, y en cambio sube solo aquella sensación, sombra flotante del cuerpo que se ha quedado abajo.
Dormía, y ya no está en su cuerpo. No puede decir que se haya despertado ni dónde está realmente ahora, pues no lo sabe, está como en suspenso, flotando, en el aire de su habitación cerrada.
Desposeído de los sentidos, conserva el recuerdo —como eran—, más que las percepciones; no lejanos todavía, pero ya desapegados: el oído, un ruido mínimo en la noche; la vista, apenas un destello; y las paredes, el techo (qué polvoriento parece desde aquí) y abajo el suelo con la alfombra, y la puerta, y el susto desmemoriado de aquella cama con el edredón verde y las mantas amarillas, bajo las cuales se adivina un cuerpo que yace inerte, la cabeza calva, hundida en las almohadas en desorden, los ojos cerrados y la boca abierta entre los pelos rojizos de los bigotes y de la barba, pelos espesos, casi metálicos, un agujero seco, negro, y un pelo de las cejas tan largo que, si no lo aparta, baja hasta el ojo.
¡Es él! Uno que ya no es. Cuyo cuerpo pesaba mucho. ¡Y qué fatiga también la respiración! Toda la vida, reducida en esta habitación, y sentir que poco a poco le faltaba todo, permanecer en vida mirando fijamente un objeto, este o aquel, con el miedo a dormirse. De hecho, en sueños…
Qué extrañas suenan, en aquella habitación, las últimas palabras de la vida:
—¿Usted considera que, en mi estado, hay que intentar una operación tan arriesgada?
—En el punto en que estamos, el riesgo en verdad…
—No es por el riesgo. Digo que si hay esperanzas.
—Ah, pocas.
—Por tanto…
La lámpara rosada, colgada en la habitación, ha permanecido encendida en vano.
Pero, después de todo, ahora se ha librado, y por su cuerpo siente, más que antipatía, rencor.
En verdad, nunca vio la razón por la cual los demás tuvieran que reconocer aquella imagen como lo más propio de él.
No era cierto. No era cierto.
Él no era aquel cuerpo suyo; había tan poco de él allí. Estaba en la vida, en lo que pensaba, en lo que se agitaba en su interior, en todo lo que veía fuera sin verse a sí mismo. Casas-calles-cielo. El mundo entero.
Ya, pero ahora, sin el cuerpo, esta pena, ahora. Y esta consternación por su disgregarse y difundirse en cada cosa, a la cual, para mantenerse, vuelve a adherirse pero, al hacerlo, de nuevo el miedo, no de dormirse, no: de desvanecerse en la cosa que permanece allí para siempre, sin él: objeto: reloj sobre la mesita, cuadro en la pared, lámpara en la habitación.
Ahora él es aquellas cosas, no como eran cuando todavía tenían sentido para él, aquellas cosas que por sí mismas no tienen sentido alguno y que, por tanto, ahora para él no son nada.
Y esto es morir.
El muro de la villa. ¿Cómo, ya está fuera? La luna lo golpea, y el jardín abajo.
La fuente, bruta, está pegada al muro de protección, vestido de verde por las rosas trepadoras.
El agua, en la fuente, cae en gotas. Ora es una rociada de burbujas, ora un hilo de cristal, límpido, delgado, inmóvil.
¡Qué clara es esta agua al caer! En la fuente se vuelve verde, apenas cae. El hilo es tan delgado, tan raras a veces las gotas que, mirando en la fuente, el denso volumen de agua que ya ha caído es como una eternidad de océano.
Flotando, muchas hojas blancas y verdes, apenas amarillentas. Y, a flor de agua, la boca del tubo de hierro de descarga, que bebería en silencio el agua que sobra, si no fuera por esas hojas que, atraídas, se agolpan a su alrededor. El remolino de la boca que se atasca es como un reproche ronco a esas tontas hojas, que tienen prisa por desaparecer y ser tragadas, como si no fuera hermoso poder nadar así, leves y blancas, en el oscuro y vítreo verde del agua. ¡Pero si se han caído! ¡Si son tan leves! ¡Y si tú, boca de muerte, determinas la medida!
Desaparecer.
Sorpresa que, poco a poco, se vuelve mayor, infinita: la ilusión de los sentidos, ya disgregados, que se vacía de cosas que parecían existir y que, en cambio, no existían; sonidos, colores, no existían; todo frío, todo mudo; era nada, y la muerte: esta nada de la vida tal como era. Aquel verde… ¡Ah, cómo, al amanecer, en una ribera, él quiso ser hierba, una vez, mirando los setos y respirando la fragancia de todo aquel verde tan fresco y nuevo! Enredo de raíces, vivas y blancas, arraigadas para absorber el humor de la tierra negra. ¡Ah, cómo la vida es de la tierra, y no quiere cielo excepto para darle respiro a la tierra! Pero ahora él es como la fragancia de una hierba que se disuelve en esta respiración, vapor aún sensible que se difunde y se desvanece, pero sin terminar, sin nada cerca; sí, tal vez un dolor, pero si puede pensar en él, ya está lejos, sin tiempo, en la tristeza infinita de una eternidad tan vana.
Una cosa, ser consistente en una cosa todavía, aunque sea casi nada, una piedra. O también una flor que dure poco: sí, este geranio…
—¡Oh, mira abajo, en el jardín, aquel geranio rojo. ¡Cómo se enciende! ¿Por qué?
Por la noche, a veces, en los jardines, se enciende así, de pronto, alguna flor, y nadie sabe explicarse la razón.