HAY ALGUIEN QUE RÍE
Una voz serpentea en medio de la reunión:
—Hay alguien que ríe.
Aquí, allí, donde llega la voz, es como si surgiera una víbora, o saltara un grillo o un espejo provocara destellos para herir los ojos.
¿Quién osa reírse?
Todos se giran de pronto para buscar en derredor con ojos fulminantes.
(El salón enorme, iluminado, por encima de la multitud de invitados, por el esplendor de cuatro grandes lámparas de cristal, permanece en lo alto, en la tenebrosidad de su antigüedad polvorienta, casi apagado y desierto; solo parece alarmada, desde un lado al otro de la bóveda, la costra del violento fresco del siglo xvii que ha hecho tanto para ahogar y confundir en una suciedad de noche perpetua los truculentos frenesíes de su pintura; se diría que no ve la hora de que la agitación se acabe, abajo, y que se desocupe la sala.)
Algunas caras largas, forzadas mediante un piadoso estiramiento a albergar una triste sonrisa de complacencia, quizás, si se mira bien, se encuentran; pero no hay nadie que ría, propiamente. Ahora bien, será lícito sonreír de complacencia, será, creo, más bien necesario, si es verdad que la reunión —muy seria— quiere tener el aire de uno de los habituales entretenimientos ciudadanos en tiempo de carnaval. De hecho, en el escenario cubierto por una alfombra negra, hay una orquesta de calvos que interpreta sin fin canciones bailables, y parejas que bailan para darle a la reunión una apariencia de fiesta de baile, ante la invitación y casi la orden de los fotógrafos, convocados a propósito. Pero el rojo y el celeste de ciertos vestidos femeninos contrastan tanto y es tan repugnante la delgadez de ciertos hombros y de ciertos brazos desnudos, que casi se siente la tentación de pensar que aquellos bailarines han sido extraídos del inframundo para la ocasión, juguetes vivos de otro tiempo, conservados y ahora artificialmente reanimados para ofrecer este espectáculo. Después de observarlos, se siente la necesidad de aferrarse a algo sólido y rudo. Por ejemplo, la nuca de mi vecino, con el ceño fruncido, que suda sangre y se da aire con un pañuelo blanquísimo; la frente de idiota de aquella vieja señora. Qué extraño, mientras tanto: en la escuálida mesa de las bebidas, las flores no son falsas, y causa tanta melancolía pensar en los jardines de donde han sido cogidas esta mañana, bajo una lluvia clara que salpicaba, aguda y leve, y qué lástima esta pálida rosa ya deshecha, que conserva en las hojas caídas un olor moribundo de piel empolvada.
Perdido entre la multitud, hay algún invitado en traje dominó, que parece un monje en busca de un funeral.
La verdad es que todos estos invitados no saben por qué han sido invitados. En la ciudad se ha extendido la convocatoria a una reunión. Ahora, perplejos por si conviene más permanecer en segundo plano o exponerse (que tampoco sería fácil entre tanta gente), uno observa al otro, y quien se ve observado en el acto de apartarse o de intentar avanzar, se paraliza y se queda en su lugar; porque también sospechan uno del otro y la desconfianza en la multitud provoca una inquietud que se contiene con dificultad; se echan vistazos a las espaldas y, apenas descubiertos, se retiran como serpientes.
—¡Oh, mira! ¿Tú también aquí?
—Eh, aquí estamos todos, me parece.
Mientras tanto, nadie osa preguntar por qué, temiendo ser el único que no lo sabe, lo cual representaría un error si la reunión ha sido convocada para tomar una grave decisión. Sin dejarse ver, algunos buscan con los ojos a los dos o tres que, se presume, tendrían que saberlo; pero no los encuentran; estarán reunidos en alguna sala secreta, donde de vez en cuando alguien es convocado y acude palideciendo, dejando a los demás ansiosos y asombrados. Se intenta deducir, a partir de las cualidades de quien ha sido llamado y de su posición y de sus contactos, qué se debe de estar deliberando, y no se consigue entender porque, poco antes, ha sido convocado otro, de cualidades y contactos opuestos.
En la consternación general por este misterio, la agitación crece minuto tras minuto. Se sabe que una inquietud se propaga rápidamente y que una cosa, pasando de boca en boca, se altera hasta convertirse en otra. Así, de un extremo al otro del salón, llegan tales monstruosidades que pueden provocar desmayos. Y, de los ánimos agitados emana y se difunde una pesadilla, en la cual —al sonido angustioso y sufrido de aquella orquesta, entre el runrún confuso que aturde y los reflejos de las lámparas en los espejos— los fantasmas más extraños se deslizan ante los ojos de cada uno. Y, como un humo que rebose en densas volutas, desde las conciencias que anidan en secreto el fuego de remordimientos no confesados, rebosan preocupaciones y miedos y sospechas de todo género. En muchos la inquietud instintiva de buscar un remedio provoca los efectos más imprevisibles: algunos parpadean continuamente, otros miran a un vecino sin verlo y tiernamente le sonríen, otros se abrochan y se desabrochan sin fin un botón del chaleco. Mejor hacer como si nada. Pensar en cosas ajenas. La Pascua, que este año llega pronto. Uno que se llama Buongiorno. Y qué asfixia esta comedia con nosotros mismos.
El hecho (si es cierto) de que alguien ría no tendría que impresionar tanto, me parece, si todos estuvieran de ese ánimo. Pero ¿qué impresión? Despierta un desdén fiel y, precisamente porque todos tienen este ánimo, una rabia, como por una ofensa personal, el hecho de que se pueda tener el coraje de reír abiertamente. La pesadilla pesa tan insoportablemente sobre todos, precisamente porque a nadie le parece lícito reír. Si uno se ríe y los demás siguen su ejemplo, si toda esta pesadilla se desmorona en una risa general, ¡adiós a todo! Es necesario que, en semejante incertidumbre y tensión de ánimos, se crea y se perciba que la reunión de esta noche es muy seria.
Pero ¿de verdad existe ese alguien que sigue riendo, no obstante la voz que serpentea desde hace mucho en la reunión? ¿Quién es? ¿Dónde está? Hay que darle caza, aferrarlo por el pecho, tirarlo contra la pared y, todos con los puños en guardia, preguntarle por qué y de quién se ríe. Parece que no es solo uno. ¿Ah, sí, más de uno? Dicen que son al menos tres. ¿Y cómo, juntos o cada uno por su cuenta? Parece que los tres están de acuerdo. ¿Ah, sí? ¿Han venido con el propósito deliberado de reír? Eso parece.
Primero ha sido advertida una joven gordita, un poco torpe, vestida de blanco, el rostro rojo, protuberante, que por las risas se apartaba en un rincón de la sala. No se le ha hecho demasiado caso, por ser mujer y por su edad. Solamente ha molestado el sonido inesperado de la risa y algunos se han girado como para detectar el origen de una grosería, digamos también impertinencia, arrogancia, si se quiere, pero perdonable, vamos: una risa de niña, truncada enseguida, al verse observada. Tras escaparse al rincón, encorvada, tapándose la boca con ambas manos, ha molestado —esto sí— oír que aún se reía, allí, en una manifestación convulsa, quizás a causa de la compresión que se había impuesto mientras huía. ¿Una niña? Ahora se sabe que tiene dieciséis años, nada menos, y dos ojos que salpican llamas. Parece que huye de una habitación a la otra, como si la persiguieran. Sí, sí, de hecho un joven muy guapo, rubio como ella, la persigue, riéndose como un loco, persiguiéndola, y de vez en cuando se detiene, sorprendido por la rapidez de ella, que se mete en todos lados; quisiera imponerse seriedad, pero no lo consigue; se gira como sintiéndose llamar, y se muerde así los labios para refrenar un impulso de alegría que gorgotea en su interior y le sacude el estómago. Ahora han descubierto también al tercero, un hombrecito flexible que va por ahí bailoteando, tocándose con sus bracitos cortos la barriga redonda y compacta, como dos baquetas harían con un tambor; la calvicie brillante entre una roja corona de pelo rizado y un rostro feliz donde la nariz ríe más que la boca, y los ojos más que la boca y que la nariz, y le ríe el mentón y la frente, le ríen hasta las orejas. Con frac como todos los demás. ¿Quién los ha invitado? ¿Cómo se han introducido en la reunión? Nadie los conoce. Yo tampoco. Pero sé que él es el padre de aquellos dos chicos, un señor pudiente que vive en el campo con su hija, mientras su hijo estudia aquí, en la ciudad. Quién sabe qué se habrán dicho mientras venían, qué sobreentendidos y bromas secretas se habrán establecido entre ellos hace tiempo, burlas que solo ellos conocen, polvos guardados, de colores, de fuegos artificiales, listos para explotar a un mínimo incentivo, incluso por una mirada casual. El hecho es que no pueden estar juntos; pero se buscan con los ojos desde lejos y, apenas se entrevén, apartan el rostro y bajo las manos salpican ciertas risas que son realmente escandalosas entre tanta seriedad.
La obsesión de esta seriedad es tan apremiante y asfixiante que nadie consigue suponer que aquellos tres puedan permanecer afuera, lejanos, y que en cambio puedan llevar adentro una inocente y quizás tonta razón para reírse, así, por nada. La chica, por ejemplo: solo porque tenga dieciséis años y porque esté acostumbrada a vivir como una potrilla en medio de un prado florecido, una potrilla que reacciona a cada hálito de aire y salta y corre feliz, sin saber por qué, se puede jurar que no se da cuenta de nada, que no sospecha mínimamente el escándalo que está provocando con su padre y con su hermano, también tan aficionados a la fiesta, ajenos y lejos de cualquier sospecha.
Pero cuando, tras reunirse, los tres, en un sofá de una sala menor, el padre entre sus dos hijos, contentos y agotados, con un gran deseo de abrazarse por la diversión que han tenido, provocada por su propia alegría en todas aquellas risas como en un fragor de espumas efímeras, ven ir hacia ellos, desde las tres grandes puertas de cristal, como una marea negra bajo un cielo de pronto oscurecido, a toda la muchedumbre de invitados, lentamente, lentamente, con paso melodramático de tenebrosa conjura, no entienden nada, no creen que aquella bufa maniobra pueda estar siendo realizada en contra de ellos. Se intercambian una mirada, sonriendo, pero la sonrisa poco a poco, muriendo, se convierte en un asombro creciente, hasta que, sin poder huir ni retroceder, adosados como están al respaldo del sofá —ahora ya no asombrados, sino aterrados—, levantan instintivamente las manos como para detener a la multitud que, avanzando, ha llegado hacia ellos, terrible. Los tres personajes principales que, precisamente por ellos y no por otra razón, se habían reunido en una sala secreta, precisamente por la voz que serpenteaba acerca de sus risas inadmisibles que, han decidido, merecen un castigo solemne y memorable, ellos han entrado ahora por la puerta central y ya han llegado adelante, con sus capuchas de dominó que cubren sus rostros hasta el mentón, burlescamente esposados con tres servilletas, como culpables que vienen a implorar su piedad. Apenas llegan ante el sofá, una enorme y sardónica carcajada de toda la multitud de invitados estalla fragorosa y retumba horrible, varias veces, en la sala. Aquel pobre padre, trastornado, sacude los brazos temblando, consigue coger a sus dos hijos y, encogido, con los escalofríos que le cortan los riñones, incapaz de entender, se escapa, perseguido por el temor de que todos los habitantes de la ciudad hayan realmente enloquecido.