LA DESDICHA DE PITÁGORAS
—¡Caramba!
Y, poniéndome de nuevo el sombrero, me volví para mirar a la hermosa novia entre su novio y su vieja madre.
Dri dri dri… ¡Ah, cómo gritaban de felicidad en el adoquinado de la plaza soleada, en la mañana dominical, los zapatos nuevos de mi amigo! Y su novia, con el alma sonriente en el azul infantil de los ojitos inquietos, en las mejillas rojas, en los dientes brillantes, bajo el sombrerito de seda roja, se abanicaba, se abanicaba como para apagar las llamas de la alegría y del pudor, la primera vez que se mostraba así por la calle, niña, a la gente, al lado —dri dri dri— de aquel pedazo de prometido, exageradamente nuevo, peinado, perfumado y satisfecho.
Mientras se ponía el sombrero en la cabeza (con cuidado, para que el peinado no se descompusiera), se giró él también, mi amigo, a mirarme. Me vio parado en la plaza, inclinó la cabeza con una sonrisa incómoda. Contesté con otra sonrisa y con un gesto vivaz de la mano que quería decir: «¡Me alegra! ¡Me alegro por ti!».
Y, tras avanzar unos pocos pasos, me volví de nuevo. No me había gustado demasiado la enérgica figurita de la pequeña novia, y tampoco el aspecto de mi amigo, a quien hacía tres años que no veía. ¿Acaso él no se volvió para mirarme una segunda vez?
«¿Estará celoso?», pensé, avanzando cabizbajo, «¡A fin de cuentas tendría razones! Es realmente bonita. ¡Pero él, él!».
No sé: me había parecido también más alto. ¡Prodigios del amor! Y además, rejuvenecido, especialmente en los ojos, pero también en la persona, tan evidentemente acariciada por ciertos afectuosos cuidados de los cuales nunca lo habría considerado capaz, sabiéndolo enemigo de aquellas actitudes íntimas y curiosísimas que todos los jóvenes suelen tener hacia su propia imagen, durante horas, delante de un espejo. ¡Prodigios del amor!
¿Dónde había estado en estos últimos tres años? Antes, aquí en Roma, vivía en casa de Quirino Renzi, su cuñado, que en realidad era mi verdadero amigo. De hecho él, para mí, era más propiamente «el cuñado de Renzi» que Bindi, que vivía en su casa. Se había ido a Forlì dos años antes de que Renzi dejara Roma, y no había vuelto a verlo. Ahora había vuelto a Roma y estaba comprometido.
«Ah, querido mío», seguí pensando, «claramente ya no eres pintor. Dri dri dri: tus zapatos gritan demasiado. Di que te has dedicado a otra profesión, que debe darte buenas ganancias. Y yo te felicito por eso, no obstante esa nueva profesión te haya persuadido a casarte».
Volví a verlo dos o tres días después, casi a la misma hora, de nuevo junto con su prometida y con su suegra. Otro intercambio de saludos acompañado por sonrisas. Inclinando leve y sin embargo con mucha gracia la cabeza, me sonrió también la novia, esta vez.
De aquella sonrisa deduje que Tito le había hablado largamente de mí, de mis famosas distracciones mentales, y que también le había dicho que Quirino Renzi, su cuñado, me llama «Pitágoras» porque no como alubias; y que también le había explicado por qué, como una injuria jocosa, se puede llamar Pitágoras a quien no come alubias, etcétera.3 Cuestiones sumamente agradables.
Me di cuenta de que sobre todo a la suegra ese asunto de las alubias y de Pitágoras había tenido que causarle una impresión muy curiosa, porque, al encontrármelos, ya no sé cuántas veces, siempre los tres juntos, aquella vieja marmota se reía descaradamente, sin ni quisiera preocuparse por esconder la risa, después de haber contestado a mi saludo, y luego se giraba a mirarme mientras seguía riéndose.
Hubiera querido encontrarme con Tito a solas, algún día, para preguntarle si la felicidad presente no le ofrecía a su prometida, a su futura suegra y a él otras razones para reírse, y en este caso compadecerlo; pero nunca ocurrió. Además deseaba recibir de él noticias de Renzi y de su mujer.
Pero, un día, me llega de Forlì este telegrama: «Malas noticias, Pitágoras. Llegaré a Roma mañana. Te espero en la estación a las 8.20 horas. Renzi».
«¿Cómo», pensé, «su cuñado está aquí y quiere que yo vaya a recibirlo a la estación?». Me formulé un sinfín de suposiciones acerca de aquellas «malas noticias», entre las cuales la más razonable me pareció esta: que Tito estaba a punto de contraer un pésimo matrimonio y que Renzi venía a Roma para intentar impedírselo. Después de casi tres meses de saludos y sonrisas, confieso que ya sentía por aquella muñeca de novia una antipatía irresistible y algo peor por su madre.
Al día siguiente, a las ocho, estaba en la estación. Y ahora juzguen ustedes si de verdad no me persigue un destino bufón. Llega el tren y aparece Renzi en la ventanilla de un vagón: me apresuro… pero de pronto las piernas se me doblan; se me caen los brazos.
—Está conmigo el pobre Tito —me dice Renzi, señalándome piadosamente a su cuñado.
¿Tito Bindi, aquel? ¿Cómo? ¿A quién había saludado yo por las calles de Roma durante tres meses? Ahí estaba Tito… ¡Ah, Dios mío! ¿Qué me había ocurrido?
—Tito, Tito… pero ¿cómo?… tú… —digo.
Tito me da un fuerte abrazo y estalla en un llanto intenso. Miro a Renzi boquiabierto. ¿Cómo? ¿Por qué? Siento que me vuelvo loco. Entonces Renzi me señala con una mano la frente y suspira, cerrando los ojos. ¿Quién? ¿Él, Tito o yo? ¿Quién es el loco?
—Vamos a ver, Tito —Renzi exhorta a su cuñado—, ¡cálmate! ¡Cálmate! Espera un poco aquí, vigila las maletas. Yo voy con Pitágoras a recoger el baúl.
Y, mientras vamos, me resume la miserable historia de su pobre cuñado, que dos años y medio atrás se había casado en Forlì, había tenido dos hijos, uno de los cuales después de cuatro meses se había quedado ciego. Esta desgracia, la impotencia de cubrir adecuadamente con su arte las necesidades de su familia, las peleas continuas con su suegra y con su tonta y egoísta mujer, le habían trastornado el cerebro. Ahora Renzi lo llevaba a Roma para que los médicos lo trataran y para que se distrajera un poco.
Si no hubiera visto con mis propios ojos a Tito reducido a aquel estado, sin duda hubiera creído que Renzi, como muchas otras veces, quería burlarse de mí. Entre el aturdimiento y la pena, le confieso entonces la equivocación en que había caído, es decir que hasta el día anterior había saludado a Tito, comprometido, por las calles de Roma. Renzi, no obstante la consternación por su cuñado, no pudo evitar reírse.
—¡Te lo aseguro! —le digo yo—. ¡Idéntico! ¡Él en persona! Hace tres meses que nos saludamos y que nos sonreímos: ¡nos hemos vuelto amigotes! Ahora sí, ahora noto la diferencia. Pero porque a Tito, pobrecito, casi no se le reconoce. En cambio, cada día, yo saludo a Tito tal como era antes de que se fuera a Forlì, tres años atrás. Pero es precisamente él, ¿sabes? Tito, Tito que mira, Tito que habla, Tito que sonríe, Tito que camina, Tito que me reconoce y me saluda… ¡Él! ¡Precisamente él! Imagínate qué impresión verlo ahora así, después de haberlo visto ayer, hacia las cuatro, feliz y luminoso con su prometida del brazo.
Mi desdicha quiere que de todo lo que siento nadie, nunca, deba o quiera darse cuenta. Renzi, como he dicho, se reía y, poco después, para distraer al enfermo, quiso contarle esta bonita aventura. Ahora oigan lo que siguió.
Aquel pobrecito, al principio, se quedó extrañamente sorprendido por mi error; lo trabajó con la fantasía durante el trayecto hasta el hotel y, finalmente, aferrándome por un brazo, con los ojos muy abiertos, clavados en los míos, me dijo:
—¡Pitágoras, tienes razón!
Me asusté; intenté sonreírle:
—¿Qué quieres decir, querido Tito?
—¡Digo que tienes razón! —repitió sin soltarme, con un brillo de luz terrible en los ojos—. ¡No te has engañado! El que tú saludas soy precisamente yo. Yo, Pitágoras, ¡que nunca he dejado Roma! ¡Nunca! ¡Nunca! ¡Quien diga lo contrario es mi enemigo! Aquí, aquí, tienes razón, estoy aquí, siempre, en Roma, joven, libre, feliz, como tú cada día me ves y me saludas. Mi querido Pitágoras, ah, ¡respiro! ¡Respiro! ¡Qué peso me has quitado de encima! Gracias, querido, gracias, gracias… ¡Estoy feliz! ¡Feliz!
Y, dirigiéndose a su cuñado:
—¡Hemos tenido una pesadilla, Quirino mío! ¡Dame un beso! ¡Oigo el gallo que canta de nuevo en mi viejo estudio de Roma! Pitágoras, aquí presente, te lo confirmará. ¿No es cierto, Pitágoras? ¿No es cierto? Cada día me encuentras aquí, en Roma… ¿Y qué hago en Roma? Díselo a Quirino. ¡Soy pintor! ¡Pintor! Y vendo, ¿no? ¡Si me ves riendo quiere decir que vendo! Ah… qué bien… ¡Viva la juventud! Soltero, libre, feliz…
—¿Y la prometida? —dije desgraciadamente, sin advertir que Renzi, por prudencia, poco antes, al contarle la equivocación, había evitado ese peligroso particular.
El rostro de Tito se ensombreció de pronto. Esta vez me aferró por ambos brazos.
—¿Qué has dicho? ¿Cómo: me caso?
Y miró asombrado a su cuñado:
—¿Qué? —le digo yo enseguida, para remediarlo, ante una señal de Renzi—. ¡No, querido Tito! ¡Sé muy bien que tú juegas con aquella marmotita!
—¿Juego? Ah, juego, ¿dices? —continuó Tito, enfureciéndose, trastornando la mirada, agitando los puños—. ¿Dónde estoy? ¿Dónde estoy? ¿Dónde me ves? ¡Apaléame como a un perro, si me ves jugar con una mujer! No se juega con las mujeres… ¡Se empieza siempre así, Pitágoras mío! Y luego… luego…
Rompió de nuevo en sollozos, tapándose el rostro con las manos. En vano Renzi y yo intentamos calmarlo, consolarlo.
—¡No, no! —nos contestaba—. ¡Si me caso también aquí, en Roma, estoy arruinado! ¡Estoy arruinado! ¿Ves a qué estado me he visto reducido en Forlì, querido Pitágoras? ¡Sálvame, sálvame, por caridad! ¡Hay que impedírmelo a toda costa! ¡Ahora! También allí empecé jugando.
Y temblaba todo, como por escalofríos de fiebre.
—¡Pero si estamos aquí solamente por unos días! —le dijo Renzi—. El tiempo de contratar a dos o tres señores para la venta de tus cuadros, como habíamos quedado. Volveremos enseguida a Forlì.
—¡Y no servirá para nada! —contestó Tito, con un gesto desesperado de los brazos—. ¡Volveremos a Forlì y Pitágoras seguirá viéndome aquí en Roma! ¿Cómo quieres que sea de otra manera? Vivo aquí en Roma, Quirino mío, incluso si estoy allí. Siempre en Roma, siempre en Roma, en mis preciosos años, soltero, libre, feliz, tal como me vio Pitágoras ayer mismo, ¿no es cierto? Sin embargo nosotros ayer estábamos en Forlì: ¿ves que no miento?
Conmovido, exasperado, Quirino Renzi sacudió rabiosamente la cabeza y apretó los ojos para refrenar las lágrimas. Hasta ahora la locura de su cuñado no se había manifestado de forma tan desesperada.
—Vamos a ver, vamos a ver —contestó Tito, dirigiéndose a mí—, vamos a ver, llévame donde sueles verme. ¡Vayamos a mi estudio, a Via Sardegna! ¡A estas horas estaré allí, espero no estar en casa de mi prometida!
—¿Cómo? ¡Estás aquí con nosotros, Tito mío! —exclamé yo sonriendo, con la esperanza de que volviera en sí—. ¿Hablas en serio? ¿No sabes que yo soy especialista en equivocarme? Te he confundido con un señor que se parece a ti.
—¡Soy yo! ¡Infame! ¡Traidor! —me gritó entonces el pobre loco, con los ojos brillantes y un gesto de amenaza—. ¿Ves a ese pobre hombre? Yo le he engañado. Me he casado sin decirle nada. ¿Ahora tú quisieras engañarme a mí? Dime la verdad, ¿te has confabulado con él? ¿Quieres que me case a escondidas? Llévame a Via Sardegna… Ya, conozco el camino, ¡voy solo!
Para que no fuera solo, nos vimos obligados a acompañarlo. Por el camino, le dije:
—Perdona, ¿no te acuerdas de que ya no estás en Via Sardegna?
Se detuvo, perplejo, ante esta observación mía; me miró, con el ceño fruncido, luego dijo:
—¿Y dónde estoy? Tú puedes saberlo mejor que yo.
—¿Yo? ¡Buena es esa! ¿Cómo quieres que lo sepa, si tú tampoco lo sabes?
La respuesta me pareció muy convincente para mantenerlo clavado allí. No sabía que los así llamados locos poseen también aquella complicadísima máquina de pensamientos que se llama lógica, y que funciona perfectamente, tal vez más que la nuestra, porque, como la nuestra, no se detiene nunca, ni siquiera ante las deducciones más inadmisibles.
—¿Yo? ¡Si ni siquiera sé que estoy a punto de casarme! ¿Qué quieres que sepa, desde Forlì, sobre lo que hago aquí, solo, en Roma, libre como antaño? ¡Lo sabrás tú que me ves todos los días! Vamos, vamos, llévame: confío en ti.
Y, mientras caminábamos, de vez en cuando, se volvía para mirarme, con una muda y suplicante interrogación en los ojos que me partía el corazón, porque con aquellos ojos me decía que se buscaba a sí mismo por las calles de Roma, que buscaba a aquel otro sí mismo, libre y feliz, del pasado; y me preguntaba si yo lo veía en algún lugar, porque él lo buscaba con mis ojos, que hasta ayer lo habían visto.
Una inquietud angustiosa se había adueñado de mí. «Si por desgracia», pensaba, «nos encontramos con el otro, lo reconocerá sin duda: el parecido es tan evidente y perfecto. ¡Y además, con aquellos zapatos que gritan a cada paso, aquel animal hace que todo el mundo se gire a mirarlo!». Y me parecía oír a cada instante, detrás de mí, el dri dri dri de aquellos malditos zapatos.
¿Podía no ocurrir? ¡No hace falta ni decirlo!
Renzi había entrado en una tienda para comprar no sé qué: Tito y yo lo esperábamos en la calle. Ya casi era de noche. Miraba impaciente la tienda de la cual Renzi tenía que salir y cada minuto de espera, allí parados, me parecía una hora, cuando de pronto me siento tirar de la chaqueta y veo a Tito con la boca abierta en una sonrisa muda de beatitud, ¡pobre hijo!, y con dos grandes lágrimas que le goteaban de los ojos felices, elocuentes. Lo había visto; me lo señalaba, a dos pasos de nosotros, solo, en la misma acera.
Pónganse un rato, al menos una vez, en mis zapatos, ¡fuera de bromas! Aquel señor, al verse señalado y mirado de aquella manera, se turbó; pero, luego, viéndome, me saludó como siempre, ¡tan amable, pobrecito! Yo intenté hacerle una señal a escondidas, mientras con la otra mano intentaba arrastrar a Tito. ¡No hubo manera!
Por suerte, aquel había comprendido mi señal y sonreía; pero solamente había entendido que mi compañero estaba loco; no se había reconocido en el semblante de Tito; mientras este, sí, de inmediato se había reconocido en él. ¡Claro! Era el suyo de tres años atrás. Y se le había acercado y lo contemplaba estático y le acariciaba los brazos y el pecho, lentamente, susurrándole:
—Qué guapo eres… qué guapo eres… Este es nuestro querido Pitágoras, ¿lo ves?
Aquel señor me miraba y sonreía, incómodo y temeroso. Yo, para tranquilizarlo, le sonreí, incómodo. ¡No lo hubiera hecho nunca! Tito notó aquella sonrisa y sospechando que existía un acuerdo entre nosotros, se dirigió, amenazador, hacia el otro:
—¡No te cases, imbécil: que me arruinas! ¿Quieres ser como yo? ¿Pobre y desesperado? ¡Deja a aquella joven! ¡No juegues con ella, estúpido! ¡Canalla! Sin experiencia…
—¡Por favor! —gritó aquel pobrecito, dirigiéndose a mí, viendo que la gente se congregaba, curiosa y sorprendida, a nuestro alrededor.
Apenas tuve el tiempo de decir «Compadézcalo…», cuando Tito me asaltó:
—¡Calla, traidor!
Y me dio un empujón; luego se dirigió de nuevo a aquel, con tono humilde, persuasivo:
—¡No, cálmate, por caridad! Escúchame… Eres fogoso, lo sé… Pero yo tengo que impedirte que me lleves a la ruina por segunda vez…
En este punto llegó Renzi, metiéndose entre la gente, dando gritos:
—¡Tito! ¡Tito! ¿Qué ha ocurrido?
—¿Qué? —le contestó el pobre Bindi—. Míralo: ¡quiere casarse! Díselo tú, dile que tendrá un hijo ciego… dile que…
Renzi se lo llevó con firmeza.
Poco después tuve que explicarle todo a aquel señor. Esperaba que se riera de la situación, pero no ocurrió. Me preguntó, consternado:
—¿De verdad que se parece tanto a mí?
—¡Ah, ahora no! —le contesté—. Pero si lo hubiera visto antes, hace tres años, soltero, aquí en Roma… ¡Usted en persona!
—Pues esperemos que dentro de tres años —dijo— no me vea en su situación…
Después de todo esto, ¿tenía o no yo derecho a creer que todo eso se había acabado?
Pues no, señores.
Anteayer recibí, después de casi dos meses del encuentro que he narrado, una postal firmada por Ermanno Lèvera.
Dice así:
Querido señor,
Dígale a aquel tal Bindi que le he obedecido. No he podido olvidarlo. Se ha quedado ante mis ojos como el espectro de mi destino inminente. He roto mi noviazgo y mañana me voy a América.
Suyo
ERMANNO LÈVERA.
Ahora bien, si yo no lo hubiera saludado, pobre joven, confundiéndolo con aquel otro, a estas horas, ¡quién sabe!, él podría ser un marido feliz… ¡quién sabe! Todo puede ocurrir en este mundo, incluso ciertos milagros.
Pero pienso que si el encuentro con aquel otro produjo tal efecto, él también creyó que se había encontrado consigo mismo en Bindi, tal como sería en tres años. Y mientras no me lo demuestren, no puedo, en conciencia, afirmar que este señor Lèvera esté también loco.
Mientras tanto espero que un día de estos me visiten la novia abandonada y la suegra fallida. Las enviaré a Forlì a ambas, palabra de honor. Quién sabe si no se reconocerán también en la mujer y en la suegra del pobre Bindi. A mí también me parece que todos, realmente, son los mismos. Excepto aquel niño ciego, que aquí, si Dios quiere, no nacerá, si es cierto que ese señor Lèvera se fue ayer a América.
3 Según la leyenda, Pitágoras (matemático, legislador y filósofo griego) imponía a los miembros de su escuela que no comieran habas y que no tuvieran contacto alguno con la planta que las producía. Aquí Pirandello transforma las habas en alubias.