PATRÓN DIOS
Hace muchos años, él, que vivía como un salvaje por las pendientes montañosas, guardián de rebaños, se había prestado como modelo a un pintor, llegado desde no se sabe dónde, para un retablo, del cual aquel estaba preparando los bocetos y otros estudios preliminares.
No se había preocupado en saber qué papel estaba destinado a representar en aquel cuadro sacro: se había dejado vestir de una manera extraña y componer en un gesto violento, con una vara en la mano. Pero, poco después, una vez consagrada la nueva iglesia, cuando fue con todo el pueblo a la primera misa, al verse en el retablo, representado en uno de los jueces que golpeaban a Jesús en la columna, se había puesto a gritar, furibundo, y a llorar y a arrancarse el pelo, pataleando:
—¡Quitadme de allí! ¡Yo soy cristiano!
Tras ser sacado de la iglesia entre la confusión general (risas de los que lo habían reconocido en el retablo y preguntas y suposiciones disparatadas de los que no se habían dado cuenta), no se había calmado y no iba a retirar la amenaza de matar a aquel pintor insolente hasta que recibiera la promesa del viejo mansionario de la nueva iglesia de que la imagen de aquel judío sería retocada para borrar cualquier parecido. Pero el apodo de Giudè82 le quedó y ahora, después de tantos años, él mismo se llamaba así. Pero tanto el rostro como su persona habían perdido aquella expresión de dura fiereza por la cual el pintor lo había elegido para que representara en aquel retablo aquel papel odioso. Giudè era viejo y no podía conducir los rebaños al pasto; vivía de limosna, sin pedirla nunca, o mejor, pidiéndola a su peculiar manera. Empujado por el hambre, después de haber vagado como un perro vagabundo por los llanos desiertos, se acercaba a una villa y le decía al primer campesino que encontraba:
—Dile a tu amo que ha llegado el recaudador.
Ahora todos entendían y sonreían, pero la primera vez que Giudè utilizó esta frase para su colecta tuvo que explicarla. Y la explicó así: todos en la tierra somos inquilinos del Señor, quien sería para todos, de la misma manera, un buen amo, si muchos hombres no hubieran convertido la tierra en su propia casa, sin querer entender ni reconocer que tendría que ser una casa común. Pero estos hombres tienen que recordar que el Señor es también propietario de otra casa, allí (y Giudè había señalado el cielo), cuyo alquiler quiere que cada uno pague aquí por adelantado. Los pobres lo pagan con su sufrimiento cotidiano, debido al frío y al hambre, para los ricos es suficiente que hagan, de vez en cuando, un poco de bien. Por eso era el recaudador de los ricos.
Una vez obtenida la limosna, se alejaba y, mientras caminaba, reconocía por el campo los árboles que habrían tenido que ser suyos: suyos porque aquel olivo, aquel cerezo, aquel níspero, aquel granado habían nacido porque él, muchos años antes, había excavado y había plantado la semilla en la tierra, y la tierra le había dado el árbol, se lo había dado a él… ¿Acaso la tierra sabe a quién le pertenece?
Y él sentía afecto paterno por aquellos árboles: la parecían los más hermosos y los más lozanos de todo el campo; y se detenía mirándolos largamente y sacudía la cabeza de denso pelo gris, rizado, casi ferruginoso. Las ramas cargadas lo invitaban a recoger al menos un fruto, porque todos eran suyos (¡ah, lo sabían bien!), se los ofrecían… Pero él no, no cedía a la tentación, suspirando bajaba la mano que ya se había levantado.
Así vivía, sin techo, por los campos de los demás.
Por la noche dormía en un caserío desmantelado y abandonado, se despertaba al amanecer y vagaba sin destino, por las soledades inmensas y sin embargo llenas de tanta vida, en aquel silencio palpitante de hojas y de alas, roto por el trino de algún pájaro que se alejaba.
Tumbado en el suelo, se sumergía en aquel silencio y miraba las briznas de hierba que apenas se movían, de vez en cuando, por un soplo de viento; miraba algún lagarto que gozaba del sol sobre una piedra, y las mariposas blancas que volaban seguras y pacíficas.
¿Por qué nacían ciertas hierbas? No para los hombres, claro, y tampoco para los animales, que no se las comían… Nacían porque Dios las quería y la tierra las producía, sin importarles el desagrado que les provocaba a los hombres prepotentes, que creen dominarla. Cuando las arrancaban, las producía de nuevo y allí, donde nadie las tocaba, crecían sin fin, como quería la tierra…
«Dios me ha querido a mí también», pensaba Giudè, «pero no tengo un palmo de tierra donde pueda vivir y decir: es mío. Soy como estas hierbas, que nadie quiere en su campo. Solo donde ellas crecen sin ser molestadas, puedo estar yo también. Quiere decir que el dueño no está o no las cuida».
Varias veces había tenido esta idea. Conocía unas tierras abandonadas, por donde nunca pasaba nadie, y en las cuales él, desde que vivía —es decir, durante tantos años que no recordaba el número— siempre había visto aquellas hierbas y nunca huella alguna de cultivo, ni señal, incluso antigua, de propiedad. Por tanto aquellas tierras, desde hacía un tiempo inmemorable (al menos para él), pertenecían a sí mismas, libres de producir lo que les pareciera y no lo que querían los hombres.
«Y si yo», pensaba Giudè, «arranco las malas hierbas de una parte, en el medio, sin que nadie se dé cuenta y siembro un puñado de trigo, ¿acaso esta tierra no me dará un poco de trigo? Me lo daría a mí como a cualquiera… Está claro que el dueño, admitiendo que haya uno, ha renunciado a sacar provecho alguno de esta finca. ¿No le dará a él igual si, en un pedacito, en vez de inútil maleza, crece un poco de trigo? Él ha abandonado estas tierras y yo no me apropio de ellas: solamente haré que una breve porción, al menos por una vez, produzca trigo en lugar de maleza… Por otro lado, ¿quién es el dueño?».
Vencido por esta idea, en sus colectas Giudè empezó a pedir, además del pan acostumbrado, un puñado de trigo.
—¿Acaso el patrón Dios ha subido el alquiler? —le preguntaban bromeando los capataces de las villas, donde él se presentaba como recaudador.
Giudè, sonriendo humildemente, se encogía de hombros:
—Si usted lo dice…
Y mientras recogía así lo necesario para sembrar, preparaba, en soledad, la tierra, como mejor podía, totalmente desprovisto de las herramientas necesarias. Solo tenía una sucia azada, prestada, con la cual, zapando, quitó primero las hierbas malignas, luego cavó, cavó lo más hondo que la fuerza de sus pobres brazos, adelgazados por la pobreza y por la vejez, le permitió. Y esto al campo tenía que bastarle. Pero no a su deseo, que le hacía seguir con la mirada, envidiándola, la obra de los arados en los otros campos y los sembradores que lanzaban el trigo, confiando en el trabajo que habían realizado. Ah, él no había podido ni siquiera encalar sus semillas para que no enfermaran: las había entregado a la tierra apenas removida… así, casi a la ventura…
Llegaron las primeras lluvias y Giudè, oyendo, desde su refugio nocturno, el agua que caía, pensó que también llovía, en aquel momento, sobre su porción de tierra… Luego, con una alegría que lo hizo llorar, vio el trigo que irrumpía ligeramente en la superficie y, después, las primeras espigas que brotaban de la tierra húmeda. ¡Ah, sí, la tierra le daba el trigo! ¡Era suyo! Y miró a su alrededor, casi para defenderlo: ¡era suyo! Miró al cielo desde donde el agua benéfica había caído también para él, para su primer tesoro; pero la vista del cielo lo desconsoló: hubiera querido verlo tan bajo como para que pudiera encerrar y esconder aquella pequeña superficie cultivada, para que nadie la descubriera, allí, rodeada por toda aquella maleza.
Y poco a poco las espigas se fortalecieron y aumentaron de tamaño. Y Giudè no sabía alejarse de su pedacito de tierra, no obstante el frío agudo y la intemperie: casi encovaba con los ojos aquel trigo suyo, y al ver el aura que avivaba las tiernas hojas, toda su alma temblaba.
Pero un día no se sintió con fuerzas para salir del caserío abandonado que se había convertido en su refugio.
El sol ya estaba alto y Giudè, sentado en el suelo, con los hombros apoyados en la pared, las rodillas abrazadas, miraba ante sí, aún aturdido por los sueños de la noche, y temblaba por el frío, rechinando los dientes.
¿Qué había ocurrido? ¿Dónde estaba su pequeño campo? ¿Y los graneros? ¿Dónde estaban todos aquellos graneros llenos, con muchos y alegres medidores que entregaban granos y granos y granos, cantando y sin quitar con la rasera lo que sobraba de la fanega? ¿Y aquella pobre mujer que había venido con un delantal agujereado, por donde todos los granos caían al suelo, y el delantal se vaciaba antes de que llegara a la puerta del granero? Ah, la pobrecita retrocedía, desesperadamente, irritada, empujada por la multitud de los otros pobres que llegaban sin fin, y nunca le quedaba un grano de trigo en el regazo…
—¡Libraos del trigo! ¡Libraos del trigo! —Giudè animaba a los medidores—. Así me pago el alquiler de la otra casa del Señor, allí arriba…
Y los graneros no se vaciaban nunca: desde las ventanas en lo alto, sobre los montones pegados a las paredes, el trigo brotaba, fluía como una cascada de agua, continuamente, chirriando. Y ahora, aquel ruido continuo del sueño había permanecido en sus oídos… ¡Ah, la fiebre! Tenía fiebre y temblaba por el frío.
Se levantó con dificultad, vacilaba… Se arrastró fuera del viejo caserío para volver al campo lejano, pero después de un breve trecho, se derrumbó, en un completo abandono de los miembros.
Se encontró, unos días después, sorprendido y consternado, en una cama de hospital, en una amplia y silenciosa habitación.
«Ah, es señal de que he muerto, si me han acogido aquí», pensó Giudè.
La cabeza le pesaba como si fuera de plomo, y no tenía fuerzas ni siquiera para abrir los párpados. El hilo de alma que le quedaba se acurrucó bajo el miedo supersticioso que le inspiraba el lugar, y él abandonó su viejo cuerpo transido e inerte a los cuidados de los médicos y de los enfermeros, sin preguntar qué le pasaba.
Con los ojos cerrados, en posición fetal como para defenderse de los escalofríos constantes de la fiebre, empujaba lejos a su pensamiento, al campo y allí poco a poco se dormía. Y entonces sentía y veía a su alrededor el trigo ya fuerte que levantaba el tallo de la espiga… pero demasiado alto… no así, ¿es posible? ¿Cada tallo más alto que un chopo? Giudè, inquieto, quería impedir aquella lozanía enfadosa e inverosímil, pero no podía; los tallos se alargaban, visiblemente, hasta aquella altura y, poco a poco, lo sepultaban. Buscando el aire, Giudè se levantaba pero, ¡oh, qué estupor!, él también era mucho más alto que las espigas… Miraba perdido a su alrededor, luego al cielo y veía la luna, tan cerca, levantaba un brazo y la cogía y con ella se ponía a segar. Luego, de pronto, el sueño se desvanecía y Giudè se despertaba sobresaltado.
Entonces veía, al contrario, su trigo que crecía delgado y pálido y ralo y los pobres tallos ahogados por la lluvia o cortados por el viento… Y suspiraba:
—¡El arado! ¡Necesitaba el arado! —porque seguramente la tierra ni había sentido cosquillas al tocarla con su consumida azada…
Los días pasaban, pero no la fiebre de Giudè. Había perdido la memoria del tiempo, y no preguntaba qué estación era, por miedo a que le contestaran: se ha acabado el verano.
Intentaba levantar la cabeza de la almohada para mirar, por encima de las otras camas, la gran ventana del fondo: entreveía apenas el cielo límpido y encendido de sol. Tal vez todavía era primavera. «Pero quién sabe», pensaba Giudè, «alguien quizás, pasando por allí, habrá descubierto el trigo entre las brozas y lo habrá hecho suyo… Pero si nadie lo descubre, ¿acaso no es peor? Aquella gracia de Dios se perderá, esperando en vano la siega bajo el sol. Y la tierra habrá dado trigo inútilmente…».
Como Dios quiso (y fue Dios, claro, después de tantas súplicas), Giudè pudo salir del hospital —de la prisión—, curado, hacia principios de junio.
Enseguida voló a su pequeño campo, a lo lejos divisó el rubio del trigo pero de pronto sintió que sus piernas se quebraban, se le caían los brazos… Alrededor del campo milagroso (¡era tan alto y denso!) corría un seto, con un almiar de un lado, y un perro, y oyó ruido de pasos entre la maleza más allá del seto, se puso a ladrar.
Desde el seto se asomó el campesino de guardia, resguardándose los ojos con una mano.
—¡Oh, bienvenido, Giudè! Te esperaba… dime qué quieres de aquí.
Giudè, destrozado por la carrera y por el dolor, se sentó en el suelo, bajando lentamente apoyado en el largo bastón.
—No quiero nada… —dijo luego, refrenando las lágrimas—. Calma a tu perro. Solamente he venido para ver este milagro: el trigo que te ha nacido solo, tan hermoso, solo…
—¿Y de quién era la tierra, Giudè?
—Era de esta maleza, que no hace pan… —contestó el pobre viejo—. Díselo, díselo a tu dueño…
Y permaneció así, en el suelo, mirando aquellas espigas altas y llenas que, movidas por el viento, vacilando, parecían compadecerlo.
82 «Judío» en italiano es «Giudeo», de aquí el apodo «Giudè».