LA PRUEBA
Os parecerá extraño que esté a punto de hacer entrar a un oso en una iglesia. Os ruego que me dejéis hacerlo, porque propiamente no soy yo. Por muy extravagante y desprejuiciado que se me pueda reconocer, conozco el respeto que se le debe a una iglesia y semejante idea nunca se me hubiera ocurrido. Pero se les ha ocurrido a dos jóvenes clérigos del convento de Tovel, uno nacido en Tuenno y el otro en Flavòn, que han ido a la montaña para despedirse de sus parientes antes de irse, misioneros, a China.
Un oso, como comprenderéis, no entra en una iglesia, así como así; quiero decir, como si nada. Entra por un verdadero milagro, como lo imaginaron estos dos jóvenes clérigos. Claro, para creérselo, habría que tener ni más ni menos que su fácil fe. Por tanto, si no la tenéis, también podéis no creer en el milagro. Y también os podéis reír, si queréis, de ese oso que entra en la iglesia porque Dios le ha encargado que ponga a prueba el coraje de los dos misioneros noveles antes de su viaje a China.
El oso está delante de la iglesia, levanta con la pata el pesado cortinaje de cuero de la puerta. Y ahora, un poco perdido, se introduce en la sombra y, entre los bancos en doble fila de la nave central, se agacha para espiar, y luego le pregunta con gracia a la primera devota:
—Perdone, ¿la sacristía?
Es un oso que Dios ha querido hacer digno de un encargo suyo y no quiere equivocarse. Pero tampoco la devota quiere interrumpir su oración e, irritada, más con el gesto de la mano que con la voz, le indica la dirección sin levantar la cabeza ni la mirada. Así no sabe que le acaba de contestar a un oso. De otra manera, quién sabe qué gritos hubiera proferido.
El oso no se ofende, va hacia donde le han indicado y le pregunta al sacristán:
—Perdone, ¿Dios?
El sacristán se asombra:
—¿Cómo que Dios?
Y el oso, estupefacto, abre los brazos:
—¿Acaso no vive aquí?
Aquel aún no puede creer lo que ven sus ojos, tanto que exclama casi en tono de pregunta:
—¡Pero tú eres un oso!
—Oso, ya, como me ves, no me estoy haciendo pasar por otro.
—Precisamente. Y oso como eres, ¿quieres hablar con Dios?
Entonces el oso no puede evitar mirarlo con compasión:
—Tú tendrías que sorprenderte porque estoy hablando contigo. Dios, para que lo sepas, habla con los animales mejor que con los hombres. Pero ahora dime si conoces a dos jóvenes clérigos que mañana se van de misioneros a China.
—Sí, los conozco. Uno es de Tuenno y el otro es de Flavòn.
—Exacto. ¿Sabes que han ido a la montaña a despedirse de sus parientes y tienen que volver al convento antes de que anochezca?
—Lo sé.
—¿Y quién quieres que me haya dado toda esta información si no Dios? Que sepas que Dios quiere ponerlos a prueba y me ha encargado a mí y a un osito amigo mío (podría decir hijo, pero no lo he dicho porque nosotros, los animales, no reconocemos como hijos a los que han nacido de nosotros, cuando llegan a cierta edad). No quisiera equivocarme. Desearía una descripción más precisa de los dos clérigos para no procurarles un susto inmerecido a otros clérigos inocentes.
La escena es aquí representada con cierta malicia, que seguramente los dos clérigos, al imaginarla, no pusieron; pero que Dios hable con los animales mejor que con los hombres no me parece que se pueda poner en duda, si se considera que los animales (siempre y cuando no tengan alguna relación con hombres) siempre están seguros de lo que hacen, mejor que si lo supieran; no porque esté bien, no porque esté mal (estas son melancolías propias solo de los hombres), sino porque siguen obedientes su naturaleza, es decir, el medio del que Dios se sirve para hablar con ellos. Los hombres, al contrario, petulantes y presuntuosos, por querer entender demasiado pensando con su cabeza, finalmente no entienden nada; nunca están seguros de nada; y permanecen del todo extraños a estas relaciones directas y precisas de Dios con los animales, y diré algo más: ni siquiera las sospechan.
El hecho es que, hacia el atardecer, volviendo al convento, cuando dejaron el camino de la montaña para coger el que lleva al valle, los dos jóvenes clérigos vieron este camino atravesado por un oso y por un osito.
Era primavera avanzada; ya no era el tiempo en que osos y lobos bajan hambrientos de las montañas. Los dos jóvenes clérigos habían caminado hasta ahora contentos, entre los campos que prometían una abundante cosecha y con la vista alegrada por la frescura de todo aquel verde nuevo que, dorado por el sol que se ponía, se difundía con delicia en el valle abierto.
Asustados, se detuvieron. Estaban, como los clérigos tienen que estar, desarmados. Solo el de Tuenno tenía un rudo bastón que había cogido por el camino, al bajar de la montaña. Inútil enfrentarse con él a dos animales.
Instintivamente, primero se giraron hacia atrás en busca de ayuda o de salida. Pero habían dejado, un poco más arriba, solamente a una niña, que con un látigo cuidaba a tres cerditos.
Vieron que ella también se había vuelto para mirar hacia el valle pero, sin la mínima señal de miedo, cantaba allí arriba, agitando blandamente su látigo. Estaba claro que no veía a los dos osos. Los dos osos que, sin embargo, estaban allí, a la vista. ¿Cómo era que no los veía?
Estupefactos por la indiferencia de aquella niña, por un instante, tuvieron la duda de si aquellos dos osos serían una alucinación o de si ella los conocería ya como osos domesticados e inofensivos, porque no era admisible que no los viera. El más grande, recto y parado, como guardián del camino, enorme a contraluz y todo negro; y el más pequeño que se acercaba lentamente, balanceándose sobre sus cortas patas, y que ahora se ponía a girar alrededor del clérigo de Flavòn y poco a poco lo iba oliendo completamente.
El pobre joven había levantado los brazos en señal de rendición o para salvar las manos y, sin saber qué más hacer, lo veía girar a su alrededor, con el alma en vilo. Luego, en cierto momento, mirando de pasada a su compañero y viéndose pálido en él, como en un espejo, de golpe, quién sabe por qué, se sonrojó y le sonrió.
Fue el milagro.
También su compañero, sin saber por qué, le sonrió. Y enseguida los dos osos, ante la vista de aquel intercambio de sonrisas, como si a su vez se hubieran intercambiado una señal, sin más, tranquilamente se fueron hacia el fondo del valle.
La prueba ha sido superada, como una tarea.
Pero los dos clérigos aún no habían entendido nada. De hecho, en el momento, al ver que los dos osos se iban tan tranquilamente, permanecieron un buen rato dubitativos, siguiendo con los ojos aquella imprevista e inesperada retirada, y como esta, por la natural torpeza de los dos animales, no podía no parecerles ridícula, al mirarse de nuevo, no encontraron nada mejor que hacer que desahogar todo el susto que se habían llevado en una larga y fragorosa carcajada. Cosa que seguramente no habrían hecho si hubieran entendido enseguida que aquellos dos osos habían sido enviados por Dios, para poner a prueba su coraje y que, por eso, reírse de ellos tan abiertamente era lo mismo que reírse de Dios. Si por casualidad semejante suposición hubiera pasado por su cabeza, más que en Dios, por el miedo que habían experimentado, habrían pensado en el diablo, que había querido asustarlos con aquellos ojos.
En cambio, entendieron que había sido Dios y no el diablo cuando vieron a los dos osos girarse ante su carcajada, fieramente irritados. Claro, en aquel momento, los dos osos esperaron que Dios, desdeñado por tanta incomprensión, les ordenara que volvieran atrás para castigar a los dos insensatos, comiéndoselos.
Confieso que yo, si hubiera sido un dios, un dios pequeño, habría actuado así.
Pero Dios es grande y ya lo había entendido y perdonado todo. Aquella primera sonrisa de los dos jóvenes clérigos, por muy involuntaria que fuera, pero ciertamente nacida por la vergüenza de sentir tanto miedo (ellos, que al tener que ser misioneros en China, se habían impuesto no sentirlo), aquella sonrisa le había bastado a Dios, precisamente porque había nacido así, inconscientemente, del miedo. Y por eso les había ordenado a los dos osos que se retiraran. Con respecto a la segunda carcajada, era natural que los dos jóvenes creyeran dirigirla al diablo, que había querido asustarlos, y no a Él, que había querido poner a prueba su coraje. Y esto, porque nadie mejor que Dios puede saber, por experiencia, que muchas acciones que a los ojos de los hombres, por su visión estrecha, les parecen malas, las realiza justamente Él para sus altos y secretos fines. Y en cambio los hombres creen, tontamente, que es culpa del diablo.