LA CASA DE LA AGONÍA

El visitante, al entrar, seguramente había dicho su nombre; pero la vieja y coja negra, que había ido a abrir la puerta como una mona en delantal, no lo había entendido o lo había olvidado. Por eso, desde hacía tres cuartos de hora, por toda aquella casa silenciosa, él era, sin nombre, «un señor que espera allí».

Allí quería decir en la sala.

En casa, además de aquella negra que tendría que haber sido encerrada en la cocina, no había nadie; y el silencio era tal que un tictac lento de un antiguo reloj de péndulo, quizás en el comedor, se oía claro en todas las demás habitaciones, como el latido del corazón de la casa. Y parecía que los muebles de cada habitación, también de las más remotas, vetustos pero cuidados, todos un poco ridículos por la forma ya pasada de moda, lo escucharan, seguros de que nunca ocurriría nada en aquella casa y que, por eso, siempre permanecerían así, inútiles, admirándose o conmiserándose entre ellos, o mejor, también dormitando.

Los muebles tienen un alma propia, especialmente los viejos, que les deriva de los recuerdos de la casa donde han estado por mucho tiempo. Para confirmarlo, es suficiente con que se introduzca un mueble nuevo entre ellos.

Un mueble nuevo todavía no tiene alma, pero, por el simple hecho de haber sido elegido y comprado, desea ansiosamente tener una.

Pues bien, observad cómo enseguida los muebles viejos lo miran mal: lo consideran como un intruso pretencioso que todavía no sabe ni puede decir nada; y quién sabe qué ilusiones se crea. Los muebles viejos ya no tienen ninguna y por eso están tan tristes: saben que, con el tiempo, los recuerdos empiezan a debilitarse y que con ellos también muere su alma, poco a poco. Y permanecen allí, desteñidos si son de tela y oscurecidos si son de madera, sin decir nada más, ellos tampoco.

Si, por desgracia, algún recuerdo persiste y no es agradable, corren el riesgo de ser tirados.

Aquel viejo sillón, por ejemplo, siente un verdadero dolor al ver el polvo que las polillas provocan, en pequeños montoncitos, en la mesa que está ante él y con la que está muy encariñado. Sabe que es demasiado pesado, conoce la debilidad de sus patas cortas, sobre todo de las traseras; teme que lo aferren por el respaldo (que no ocurra nunca) y lo arrastren afuera; con aquella mesa delante se siente más seguro, resguardado, y no quisiera que por las polillas, que la hacen quedar tan mal con todos aquellos tontos montoncitos de polvo, lo cogieran para depositarlo en el desván.

Todas estas observaciones y consideraciones eran hechas por el anónimo visitante, olvidado en la sala.

Casi absorbido por el silencio de la casa, tal como había perdido ya su nombre, parecía haber perdido también su persona, convirtiéndose en uno de aquellos muebles con los cuales tanto se había identificado, escuchando el lento tictac del reloj de péndulo que llegaba hasta la sala, a través de la puerta entornada.

Delgado, desaparecía en el grande y oscuro sillón de terciopelo morado, donde se había sentado. Desaparecía también en el traje que llevaba puesto. Casi había que buscar sus bracitos y sus piernitas en las mangas y en los pantalones. Era solamente una cabeza calva, con dos ojos agudos y unos bigotes de ratón.

Ciertamente el dueño de la casa no había pensado más en la invitación que le había hecho de ir a verlo a su casa, y ya varias veces el hombrecito se había preguntado si todavía tenía derecho a quedarse allí, esperándolo, al haber transcurrido más allá de cualquier límite de educación la hora establecida en la invitación.

Pero ahora no esperaba al propietario de la casa. Es más, si este hubiera aparecido de pronto, se habría disgustado.

Allí, confundido con el sillón donde estaba sentado, con una inmovilidad inquieta en los ojos agudos y una angustia creciente que le cortaba la respiración, esperaba otra cosa, terrible: un grito desde la calle, un grito que le anunciara la muerte de alguien; la muerte de un viandante cualquiera que, en el momento justo, entre los muchos que caminaban por la calle —hombres, mujeres, jóvenes, viejos, chicos—, cuyo confuso runrún llegaba hasta allí, pasara bajo la ventana de aquella sala en el quinto piso.

Y todo esto porque un grueso gato gris había entrado en la sala, sin darse cuenta de su presencia, a través de la puerta entornada y, con un salto, se había encaramado en el alféizar de la ventana.

Entre todos los animales el gato es el que menos ruido hace. No podía faltar en una casa llena de tanto silencio.

En el rectángulo azul de la ventana, sobresalía una maceta con geranios rojos. El azul, al principio vivo y brillante, poco a poco se había teñido de morado, como un hálito de sombra que hubiera soplado desde lejos la noche que tardaba en llegar.

Las golondrinas, que revoloteaban en bandadas, como enloquecidas por aquella última luz del día, lanzaban de vez en cuando gritos agudísimos y se arrojaban contra la ventana como si quisieran irrumpir en la sala, pero enseguida, al llegar al alféizar, se iban. No todas. Ora una, ora otra se metían debajo, no se entendía cómo ni por qué.

Movido por la curiosidad, antes de que entrara aquel gato, él se había acercado a la ventana, había apartado un poco la maceta con los geranios y se había asomado para encontrar una explicación: así había descubierto que una pareja de golondrinas había hecho su nido precisamente bajo el alféizar de aquella ventana.

Ahora, la cosa terrible era esta: que ninguno de los muchos que continuamente pasaban por la calle, absortos en sus cuidados y en sus asuntos, podía pensar en un nido colgado bajo el alféizar de una ventana en el quinto piso de una de las numerosas casas de la calle ni en una maceta con geranios, expuesta en aquel alféizar ni en un gato que daba caza a las dos golondrinas de aquel nido. Y mucho menos podía pensar en la gente que pasaba, bajo la ventana, por la calle, el gato que ahora, agazapado detrás de aquella maceta con que se protegía, movía apenas la cabeza para seguir con sus ojos vanos, en el cielo, el vuelo de aquellas bandadas de golondrinas que gritaban, ebrias de aire y de luz, pasando ante la ventana y, cada vez, al paso de una bandada, agitaba apenas la punta de la cola colgante, listo para aferrar con las garras la primera de las dos golondrinas que estuviera a punto de meterse en su nido.

Lo sabía él, él solo, que aquella maceta con geranios, a un golpe del gato, se precipitaría desde la ventana sobre la cabeza de alguien; ya la maceta se había desplazado dos veces, por los movimientos impacientes del gato; estaba en el borde del alféizar, y él no respiraba por la angustia, con el cráneo perlado por grandes gotas de sudor. La inquietud de aquella espera le resultaba tan insoportable que hasta se le había pasado por la mente el pensamiento diabólico de ir, sigiloso, agachado, a la ventana, con un dedo extendido para darle el último empujón a aquella maceta, sin esperar a que lo hiciera el gato. Igualmente, ante un mínimo golpe, ocurriría.

No podía hacer nada.

Reducido por el silencio de aquella casa, él no era nadie. Era aquel mismo silencio, medido por el lento tictac del reloj de péndulo. Era aquellos muebles, testigos mudos e impasibles, aquí, de la desgracia que ocurriría en la calle y que ellos no conocerían. La sabía él, solamente, por casualidad. No tendría que estar allí, desde hacía mucho. Podía considerar que en la sala ya no había nadie, y que estaba vacío el sillón donde permanecía como atado por el encanto de aquella fatalidad que pendía sobre la cabeza de un desconocido, en vilo en el alféizar de aquella ventana.

Era inútil que le tocara a aquella fatalidad la natural combinación de aquel gato, de aquella maceta con geranios y de aquel nido de golondrinas.

Aquella maceta estaba allí precisamente para ser expuesta en la ventana. Si la quitara para impedir la desgracia, la impediría hoy, pero mañana la vieja sirvienta negra pondría la maceta en su lugar, en el alféizar: porque el alféizar, para aquella maceta, era su lugar. Y el gato, echado hoy, volvería mañana a dar caza a las dos golondrinas.

Era inevitable.

La maceta había sido empujada un poco más, un dedo ya estaba fuera del borde del alféizar.

No pudo aguantar más, huyó. Bajando apresuradamente por las escaleras, en un destello, tuvo la idea de que llegaría justo a tiempo para recibir en la cabeza la maceta con geranios que, precisamente en aquel instante, caía desde la ventana.