EL BUEN CORAZÓN
Oh, además, vender a los hijos: ¡cómo se toma usted las cosas! La intención no era hacerle daño a nadie, sino lo contrario, el bien de todos, y si la cosa ha acabado tan mal, crea que la culpa ha sido solamente del buen corazón.
Por otro lado, hay una forma de comprar a los hijos legalmente. Cuando no se pueden tener, se adoptan. Pero la mujer y el marido de quienes os hablo ni siquiera contemplaban esa posibilidad. Para ellos, adoptar a un hijo no serviría de nada. Tenían que procrearlo, carnalmente, por culpa de una gran herencia, que una tía caprichosa había dejado bajo esta condición: que si el heredero no llegaba en diez años, la herencia iría a los huérfanos de un instituto de los oblatos. Existen muchas de estas tías caprichosas, agrias solteronas, que se sienten mal ante la idea de beneficiar a los parientes que conocen, y saborean en secreto la broma de mal gusto que les gastarán, poniendo en sus testamentos venganzas solapadas o amenazas de ciertas rebuscadas disposiciones.
Su sobrino se había protegido cuidadosamente, eligiendo a una mujer muy exuberante, que fuera garantía de muchos hijos. ¿Cómo, la garantía? ¡Eh, y tanto! Veo que usted pretende que hable con vulgaridad. A ojo, se entiende, considerando lo que su esposa prometía por el pecho, las caderas y los hermosos colores de la salud y de la juventud.
¡Pero ni hecho a propósito, cuando se trata de una desgracia!
El primer año, se rieron; el segundo, menos; y el tercero empezaron a preocuparse; y más el cuarto, con bilis inexpresadas y secretos rencores; hasta que, el quinto, prorrumpieron en la indecencia de ciertas recriminaciones: quisiera demostrarte por culpa de quién no llega; dale las gracias a Dios que soy una mujer honesta y ni pienso en darte ciertas pruebas.
La mujer, se sabe, es siempre la que más habla. Peleona: el problema es tuyo y no mío, solo a ti te corresponde.
¿Corresponde? ¿Qué es lo que corresponde?
Por lo que a él correspondía, la desafiaba a encontrar a una mujer que pudiera quejarse de él.
Ella no se quejaba.
¿Por tanto? ¿Qué más quería de él? En lo que respectaba a lo que él tenía que poner, en cinco años, no uno sino un regimiento de hijos hubiera podido tener.
Imagínense, pues, la alegría, qué digo la alegría, el baile cuando su mujer, calmada, una mañana le dio a entender que le parecía tener motivos para creerse embarazada. Quién sabe por qué, las mujeres hacen esta confidencia siempre con los ojos bajos. Él pareció enloquecido; corrió a gritarlo a las casas de todos sus parientes y amigos y conocidos; de milagro no lo gritó también por las calles y no puso banderas en todas las ventanas: «¡El hijo! ¡El hijo!».
Pero, de pronto, cuando el embarazo parecía hasta exagerado, sin haber llegado aún al quinto mes, ocurrió algo que podría dejarse entrever, pero no asegurase. Una de aquellas desgracias, o según dicen los médicos, fenómenos extraños, pero que suelen ocurrir, según parece. ¿Habéis visto aquellos bonitos globos de colores que se compran a los niños en las ferias, se hinchan soplando y luego, quitando el dedo, se desinflan silbando? Así, pero sin sonido. En fin, el hijo, hecho de aire, se esfumó.
Imaginaos a aquel pobrecito, después de tanta alegría, la mortificación de tener que comunicarlo, la primera vez. La segunda se la ahorró, porque tuvo la prudencia de no decirle a nadie que su mujer creía estar embarazada. La tercera… fue una pura casualidad, una de esas oportunidades imprevistas que parecen llegadas a propósito y que se dicen enviadas por Dios, aunque a una comadrona pueda sucederle a menudo:
—¿Yo? ¿Te atreves a venir a verme, niña mía, por estas cosas? ¿Y no sabes que el riesgo es la prisión? Escóndelo todo lo que quieras, que luego se acaba sabiendo y quien se vería involucrada sería yo. No, no. Además, es pecado mortal. No lo creías, eh, lo sé; decís todas lo mismo, pero hay que esperárselo, cuando se hacen ciertas cosas. Y ahora vienes a verme, ¿para que yo tenga piedad de ti?
De quien acudía a ella no se podía decir que lo había hecho por vicio e inconscientemente. Una muchachota de unos diecisiete años, carnosa y roja como un melocotón, con los ojos atontados, que se había encontrado, sin saber cómo, sorprendida, mientras sí, medio en broma, jugaba al amor como una verdadera combatiente, y no entendía bien adónde, finalmente, en el calor del juego, abandonándose, se puede llegar.
Ahora, sí, sin pretender hacerle daño a nadie, al contrario, como he dicho, buscando el bien de todos, se decidió esto: que ella, la joven, no tenía que hacer saber nada a nadie, ni siquiera a su madre; se pondría al servicio de cierta señora, quien en cambio les haría saber a todos que, por tercera vez, esperaba un niño y que esta vez esperaba llevar a buen término el embarazo, yendo, por consejo del médico, al campo para que madurara al aire libre. Allí nadie las vería, pero con discreción y sin exagerar, la señora, que parecía realmente embarazada, si era necesario se mostraría de modo que la cosa pareciera natural. Sí, estoy embarazada, ¿y qué?, si es necesario, aquí estoy. Y ella también, la sirvienta, mientras que la gordura no se notara, por mucho que en el campo no se preste atención a estas cosas. Finalmente, en el momento del parto, los gritos de una parecerían de la otra, y el niño, recién nacido, de una cama pasaría a la otra, sin que su madre ni siquiera lo viera. Porque no lo quería. Lo tendría la otra, que lo deseaba ardientemente, y sería rico y feliz, mientras con ella, si llegaba a nacer, quién sabe lo desgraciado que sería, sin padre, sin nombre, sin estatus, en un orfanato. Y además, poderle dar, por una vez, a esta profesión de traer hijos al mundo, en cubiles de miseria, donde sufrirían todas las dificultades y también el hambre, la satisfacción de que al menos uno cambiara de estatus: en vez de una cueva de espinas, una cama de rosas.
Pero había ido incluso mejor, porque el señor, no contento con haber salvado a la joven de la deshonra y quizás también del delito, quiso asegurarle una dote de veinticinco mil liras, que luego los malintencionados, cuando se supo todo, dijeron que era el precio del niño: tacaño, malo, usurero abusón; veinticinco mil liras por un niño que, en cambio, salvaría una herencia tan consistente, sin querer pensar en que, para aquella chica, que no quería ser madre, aquel niño no tenía otro precio que el del pecado y el de la deshonra, y que aquella dote había sido suficiente para convencer al joven que la había arruinado de que se casara con ella. Jóvenes, y con la prueba ya realizada, si quisieran, tendrían otros hijos, sin contar con aquel primero, que en verdad no era como para compadecerlo: rico y feliz en una casa de señores.
Todo, así, había ido bien: el matrimonio de los jóvenes, con el pago de la dote ya hecho, en un cheque que se haría efectivo tras el parto; el embarazo de la señora que a todos les pareció verdadero, y el de la joven, del que nadie consiguió darse cuenta o sospechar. Pero qué miedo negro, sobre todo en los últimos meses, al sentirse, bajo ciertos ojos que las miraban, como tragadas por la ficción que representaban —una que estaba embarazada, la otra que no lo estaba—; él, el señor, se hacía ver en la ciudad, de vez en cuando; refería a parientes y amigos los progresos del bebé, que esta vez crecía de verdad; pero, ¡sí!, figúrense que ya se movía, su mujer se lo había hecho tocar en su vientre (y era ella, en cambio, su mujer, que lo había tocado con la mano sobre el vientre de la chica, exclamando con un temblor de alegría y de sorpresa: «¡Ay, sí, es verdad, ya da patadas! ¡Ya da patadas!»), y luego el feliz nacimiento del niño, registrado a nombre de los falsos padres: y asegurada así la herencia a tiempo.
Fue el buen corazón. La culpa fue solamente del buen corazón, en el último momento, cuando la señora, con todo su hermoso y blanco seno, para exponerlo entre encajes en un escaparate, se encontró sin una gota de leche para darle al niño hambriento, mientras la chica sufría con el pecho hinchado, de donde la leche rebosaba como de dos fuentes. Se perdieron por eso: por aquella leche que rebosaba y por aquella boquita de niño que quería mamar.
Siempre ocurre así: más que cualquier ingenio se impone la fuerza de la naturaleza. Tenían que tener lista una nodriza en la ciudad y partir enseguida con el niño, sin que la chica lo viera, pero la señora se apiadó, pensó que ninguna otra más que su verdadera madre podría dar de mamar al niño, y ella misma corrió a pegárselo al pecho. Todo el daño derivó de aquí. Decidieron que, al volver a la ciudad, la joven, que ya vivía con su joven marido, figuraría como la nodriza. Pero, precisamente, con el marido al lado, que era el verdadero padre del niño, la madre, que durante nueve meses lo había tenido dentro de sí y lo había parido con tanto dolor, ahora que lo tenía en sus brazos, pegado a su pecho, su propia carne, ¿podría dárselo a otra?
Sí, estaban los pactos hechos, todas las razones en contra, toda la falsedad que ahora se descubriría, la herencia perdida, y la prisión, la prisión para todos. Pues bien, la prisión, pero el hijo no; aquella madre no podía darle su hijo a nadie, ahora que se lo había pegado al seno: era suyo y no podía dárselo a nadie.
De modo que fueron encarcelados el señor, la señora, la comadrona, el joven, la chica y necesariamente también el niño, con ella. Todos por imputaciones diferentes, y cada uno con varias imputaciones, a cuál más grave. Y finalmente, en prisión por nada, porque por la furia con que la joven había defendido a su niño contra todos y contra su propio marido, la leche se le estropeó y el niño murió en la cárcel, y todos se quedaron como estatuas de sal a la espera de la condena, con las manos vacías.