LA SUERTE DE SER CABALLO
El establo está allí, detrás de la puerta cerrada, inmediatamente después de la entrada al rústico patio en pendiente, con el adoquinado desgastado y la cisterna en medio.
La puerta está marchita por la humedad; verde un tiempo atrás, ahora casi ha perdido el color; como la casa ha perdido el amarillo del enlucido y parece la más vieja y la más mísera del suburbio.
Esta mañana al amanecer la puerta ha sido cerrada desde fuera con el viejo candado oxidado, y el caballo que estaba en el establo ha sido trasladado afuera y ha sido dejado allí, delante de la puerta, quien sabe por qué, sin riendas ni silla ni talega, sin ni siquiera el ronzal.
Lleva allí, paciente, varias horas. A través de la puerta cerrada, percibe el olor de su establo cercano, el olor del patio y parece que, de vez en cuando, aspirando por el hocico dilatado, suspire.
Responde curiosamente a cada suspiro un temblor nervioso de la piel de su lomo, donde hay una marca de una antigua matadura.
Ahora que está libre de cualquier adorno, en la cabeza y en el cuerpo, se puede ver cómo los años lo han cambiado: la cabeza, cuando la levanta, tiene algo noble pero triste; el cuerpo inspira piedad; su lomo nudoso; las costillas evidentes; la grupa angulosa; pero la crin y la larga cola, apenas un poco pelada, son voluminosas.
Un caballo que ya no puede servir para nada, a decir verdad.
¿Qué espera allí, delante de la puerta?
Quien, al pasar, lo ve y sabe que su dueño ya partió, después de haberse llevado todo lo que había en la casa para irse a vivir a otro pueblo, piensa que quizás alguien irá a buscarlo por orden de su dueño, aunque, así, sin nada, tenga más bien el aire de un caballo abandonado.
Otros transeúntes se paran a mirarlo, y hay quien dice que su dueño, antes de partir, intentó deshacerse de él de todas las maneras posibles, intentando venderlo también a un bajo precio, luego ofreciéndolo como regalo. A él también se lo ofreció, pero nadie lo quiso, ni siquiera regalado; él tampoco.
Si no comiera, un caballo, pero lo hace. Y para el servicio que este todavía puede ofrecer, tan viejo y achacoso, seamos justos, ¿os parece que merezca el gasto del heno o de un poco de paja, para que coma?
Tener un caballo y no saber qué hacer con él tiene que ser un engorro.
Muchos, para deshacerse, recurren al rápido remedio de matarlo. Una bala de fusil cuesta poco. Pero no todos tienen el corazón de hacerlo.
Ahora, hay que ver si no es más cruel abandonarlo así. Claro, al verlo ahora ante la puerta cerrada de una casa vacía y desierta, pobre animal, da una gran pena. Casi entrarían ganas de ir a decirle al oído que deje de esperar inútilmente.
Si le hubiera dejado al menos una cuerda al cuello, para sacarlo de allí, de alguna manera; pero nada. Se ve que ha conseguido vender los adornos: sirven. Pero tal vez cualquiera que lo cogiera, los habría vendido igualmente, para luego dejarlo igualmente desnudo en medio de otra calle.
Mientras tanto, ¡oh!, mirad los tábanos. Eh, nunca se diría que, pese a tanta desventura, quieran abandonarlo. Y si el pobre caballo ejecuta algún movimiento, es solo con la cola, para echarlos cuando siente que le pican más fuerte: algo que le ocurre frecuentemente, ahora que ya no le queda mucha sangre que puedan chuparle fácilmente.
Pero ya se ha cansado de permanecer derecho sobre sus patas y dobla con pena las rodillas para descansar en el suelo, siempre con el rostro hacia la puerta.
No puede ni pensar que está libre.
Aun cuando un caballo tenga realmente libertad, ¿es acaso capaz de hacerse una idea de ella? La disfruta sin pensarlo. Cuando se la quitan, al principio, por instinto, se rebela; luego, domesticado, se resigna y se adapta.
Tal vez aquel, nacido en algún establo, no haya sido nunca un ser libre. Sí, de joven, probablemente, en el campo, pastando en los prados. Pero libertad, a lo sumo: prados limitados por un cercado. Si ha estado allí, ¿qué recuerdo puede conservar?
Permanece en el suelo porque el hambre no lo empuja a levantarse, con dificultad cada vez mayor, y como desde aquella puerta, tras tanto aguardar ya no espera ayuda, gira la cabeza para mirar hacia el camino del suburbio. Relincha. Raspa el suelo con una pezuña. No sabe hacer más que esto. Pero tiene que estar convencido de que es inútil, porque poco después espurrea y sacude la cabeza; luego, dudoso, da unos pasos.
Ya hay más de un curioso observándolo.
Tampoco en un campo cultivado se admite que un caballo esté libre: y mucho menos en un lugar habitado, donde hay mujeres y niños.
Un caballo no es como un perro que puede estar sin dueño y, si va por la calle, nadie le hace caso. Un caballo es un caballo; y si él no lo sabe, lo saben los demás que ven que su cuerpo es mucho más grande que el de un perro, voluminoso; un cuerpo que nunca consigue inspirar plena confianza y del cual todos nos protegemos porque, nunca se sabe, de pronto puede dar un respingo imprevisible. Y además, con aquellos ojos tan brillantes, con un brío de destellos y centelleos, que nadie comprende, de una vida siempre excitada, que puede ensombrecerse por nada.
No es por injusticia. Pero no son los ojos de un perro, humanos, que piden perdón o piedad, que también saben fingir, con ciertas miradas a las cuales nuestra hipocresía no tiene nada que enseñarles.
En los ojos de un caballo se ve todo, pero no se puede leer nada.
Es cierto que a nadie le parece que este caballo, tan envejecido como está, pueda ser peligroso. Pero, de todas formas, ¿por qué interesarse?
Que camine tranquilo; si molestara a alguien, este se ocupará de alejarlo, echarlo; o se encargarán los guardias.
Chicos, no tiréis piedras. ¿No veis que no lleva nada encima? Tan libre y suelto, ¿quién lo parará si huye?
Más bien veamos tranquilamente adónde va.
Primero donde un hombre fabrica pasta con una suerte de torno y la cuelga en unos telares de red, sustentados por unos caballetes tambaleantes, para que se seque al aire libre.
Oh, Dios, si se acerca, los telares se caen.
Pero el vendedor de pastas lo para a tiempo y lo empuja lejos. Por Dios… ¿de quién es este caballo?
Los golfillos no aguantan más, lo persiguen, gritando, riendo.
—¿Un caballo que se ha escapado?
—No: abandonado.
—¿Cómo que abandonado?
—Así. Su dueño lo ha dejado, libre.
—¿Ah, sí? ¿Es un caballo que pasea por su cuenta, por las calles del pueblo?
Eh, vamos a ver: de un hombre se quisiera saber si está loco. Pero, de un caballo, ¿qué queréis saber? Un caballo solamente sabe que tiene hambre. Ahora, más allá, alarga el morro hacia una hermosa canasta de verdura, expuesta entre muchas otras ante la tienda de un frutero.
También allí el caballo es rechazado de mala manera.
Está acostumbrado a las palizas y las soportaría en paz si lo dejaran comer. Pero definitivamente no quieren que coma. Cuanto más soporta para demostrar que no le importan las palizas, más le retuercen el cuello para apartar su morro de aquella verdura. Y su obstinación da risa. ¿Es tan difícil entender que la lechuga está allí expuesta para venderla a quien quiera comérsela? Es algo tan simple. Y, como el caballo demuestra que no lo comprende, estallan aquellas carcajadas.
¡Animal! Ni tiene una brizna de paja para comer y quisiera la verdura.
Nadie se imagina que un animal, desde su perspectiva, puede ver de una manera muy diferente, en verdad más simple. Pero no, nada que hacer.
Y el caballo se va, con el séquito de todos aquellos golfillos. ¿Ahora quién los aguanta, después de la bonita demostración (las palizas aceptadas en paz)? Producen una algazara infernal a su alrededor. Tanto que, en cierto momento, el caballo se detiene, aturdido, como para buscar la forma de acabar con todo esto. Acude un viejo para avisar a los golfillos de que no se bromea con los caballos.
—¿Veis cómo se ha parado?
Y el viejo levanta una mano hacia el cuello del caballo, para aplacarlo y tranquilizarlo. Pero este enseguida da un respingo, levantando las orejas. Al viejo, que no se lo espera, le sabe mal, pero luego ve en aquel acto la prueba de lo que ha dicho, y repite:
—¿Lo veis?
La prueba ayuda por un momento. Los golfillos vuelven a seguir al caballo, manteniéndose a distancia. ¿Adónde va?
Adelante. Sin osar acercarse a otras tiendas, atraviesa todo el camino del burgo en la cima de la colina, y donde esta empieza a descender, deshabitada por un largo trecho, se para de nuevo, indeciso.
Está claro que no sabe adónde ir.
En aquel trecho de camino sopla un poco de viento. Y el caballo levanta la cabeza, como para bebérselo, y entorna los ojos, quizás porque percibe el olor de la hierba lejana de los campos.
Permanece parado allí, largamente, así, con los ojos entornados y la crin que, a los soplos de aquel viento, se mueve leve en su dura frente.
Pero no nos conmocionemos. No olvidemos la suerte que tiene aquel caballo, como cualquier otro: la suerte de ser caballo.
Si los primeros golfillos se han cansado de mirarlo y se han ido, otros, y más, constituyen su alegre séquito cuando, hacia el anochecer, llegando quién sabe desde dónde, como nuevo, extrañamente exaltado por una ebria impaciencia por el hambre, con la cabeza alta, se presenta en la calle principal del pueblo y se planta allí, rascando con una pezuña el duro enlosado, como diciendo: ordeno que me traigan comida ahora, aquí, aquí.
Silbidos, aplausos, gritos de todo género se levantan ante aquel gesto imperioso; la gente acude, abandonando las mesas de los cafés, las tiendas; todos quieren saber sobre aquel caballo —que se ha escapado, que no se ha escapado, que ha sido abandonado—, hasta que dos guardias se abren paso entre la multitud; uno aferra al caballo por la crin y lo arrastra lejos, mientras que el otro les impide a los golfillos que lo sigan, rechazándolos.
Tras ser conducido fuera de la zona habitada, después de las últimas casas y fábricas, superado el puente, el caballo —que no se ha dado cuenta de nada— advierte solo una cosa: el olor de la hierba, esta vez cercana, en las orillas del camino, más allá del puente, hacia el campo.
Porque, entre las muchas desgracias que le pueden ocurrir, cuando se encuentra bajo el dominio de los hombres, un caballo tiene al menos, siempre, esta suerte: que no piensa en nada. Ni siquiera en ser libre. Ni dónde o cómo acabará. Nada. ¿Lo echarán de todos los sitios? ¿Lo tirarán por un precipicio?
Ahora, por el momento, come la hierba de la orilla. La noche es tranquila. El cielo está estrellado. Mañana será lo que sea.
No piensa en ello.