UN DESAFÍO

Tal vez Jacob Shwarb no pensaba en nada malo. Solamente, tal vez, en hacer saltar el mundo entero por los aires con dinamita. No estaría bien, claro, hacer saltar por los aires a uno solo. Todo el mundo, con dinamita, no quería decir absolutamente nada. De todas maneras, creía que le convenía esconder la frente bajo un mechón desgreñado de pelo rojizo.

Un gran mechón. Manos hundidas en los bolsillos de los pantalones. Operario desocupado.

Se rebeló cuando, una vez admitido en el Israel Zion Hospital de Brooklyn por una grave enfermedad del hígado, le afeitaron la cabeza. Sin pelo, tuvo la sensación de que su cabeza se hubiera desvanecido. Se la buscó con las manos. No le pareció la suya y se enfureció.

Quería saber si, con esta afrenta que le habían hecho, querían considerarlo más un condenado a cadena perpetua que un enfermo.

¿Motivos de higiene?

Le importaba un pepino la higiene.

¡Oh, mira tú!

Menos mal que, a falta de pelo, le quedaban todavía sus grandes y agudas cejas, siempre arqueadas, para anidar en los ojos turbios el rencor contra todos y contra la vida misma.

Durante todo el tiempo que estuvo en el hospital, Jacob Shwarb no pudo decir de qué color era propiamente, si más amarillo o más verde, a causa de aquella enfermedad del hígado que lo atormentó sin fin y un humor que se puede bien imaginar.

Cólicos terribles.

En verano, dos meses, en una sección donde, día y noche, todos los enfermos se quejaban y si alguien dejaba de hacerlo, era señal de que había muerto; inquietud, resoplidos, mantas que eran levantadas como globos ora en una cama ora en la otra o que, en un impulso de exasperación, eran tiradas. Y entonces, enseguida, acudían enfermeros y vigilantes nocturnos.

Jacob Shwarb conocía a todos aquellos vigilantes nocturnos, uno por uno, y por cada uno sentía una antipatía particular. Particularísima era la que dirigía hacia un tal Jo Kurtz que, a veces, por la irritación que le provocaba, hasta le daba risa; se entiende, aquella risa de los perros cuando quieren morder.

De hecho, este Jo Kurtz tenía una manera especial de ser fastidioso. No hablaba nunca, solo si lo forzaban; no hacía nada; sonreía solamente con una frígida sonrisa que, no contenta con estirarle los labios blancos y sutiles, se agudizaba también en los ojos pálidos y grises; y siempre tenía la cabeza inclinada sobre un hombro, una cabeza de marfil sin un solo pelo; y las grandes y descoloridas manos como colgadas en el pecho, sobre la larga bata blanca.

Tal vez no entendía cuánta incompatibilidad había entre su perpetua sonrisa y los lamentos continuos de los pobres enfermos, porque realmente no se podía admitir que, si lo entendía, siguiera sonriendo así. A menos que, sin que los enfermos lo supieran, todos sus lamentos tuvieran para él algo cómico y agradable, pronunciados como eran en varios tonos, con intensidad diversa, algunos por costumbre, otros como una forma de desahogo o de consuelo, y todos, en suma, capaces de componer para él una curiosa y divertida sinfonía.

Obligado a vigilar durante toda la noche, cada uno se protege como puede del sueño.

Tal vez Kurtz sonreía así por sus propios pensamientos. Podía estar enamorado, pese a su edad madura. Y tal vez se abstraía de todos aquellos lamentos en un silencio feliz, que era solo de su alma buena.

Ahora bien, una noche en que la sección estaba insólitamente tranquila y él solo, Jacob Shwarb sufría tanto que no encontraba paz ni siquiera por un momento, en aquella cama que conocía desde hacía dos meses todos sus tormentos, estaba precisamente de guardia este vigilante Jo Kurtz.

Con todas las lámparas apagadas, excepto la del vigilante, resguardada por una pantalla de tela verde en la mesita de la pared del fondo, una gran claridad lunar entra por todos los ventanales y, especialmente, por el más grande, el de la pared de enfrente, abierto.

Reprimiendo los espasmos lo más que puede, Jacob Shwarb desde su cama observa a Jo Kurtz, sentado a la mesa con el rostro de marfil iluminado por la lámpara y, por mucho que odie a la humanidad, se pregunta cómo se puede sonreír de aquella manera, cómo se puede permanecer tan indiferente, vigilando una sección de hospital donde un enfermo está sufriendo como él sufre, en una agitación creciente que hasta lo vuelve loco, loco, loco. Y de pronto, quién sabe cómo, se le ocurre una idea: ver si Kurtz permanecerá así si él ahora deja la cama y se tira por aquel ventanal abierto.

Todavía no ve claramente de dónde surge esta idea en su interior, así, de repente: si de la exasperación incontenible de su sufrimiento, que le parece ferozmente injusto en aquella noche de calma en toda la sección, o si de la irritación que le provoca Jo Kurtz.

Hasta el momento de dejar la cama aún no sabe bien si su verdadera intención es tirarse por la ventana o, más bien, poner a prueba la indiferencia de Jo Kurtz, desafiando aquella placidez sonriente por la desesperada necesidad de desahogarse con él: con él que ciertamente tiene la obligación de retenerlo, al ver que deja su cama sin haber obtenido antes el permiso.

El hecho es que Jacob Shwarb tira sus mantas por los aires y se pone de pie precisamente en acto de desafío, bajo la mirada de Jo Kurtz. Pero Jo Kurtz no solo no se mueve de la mesa, tampoco se altera.

En agosto hace un gran calor. Puede creer que el enfermo quiera ir a tomar un poco de aire a la ventana.

Todos saben que Jo Kurtz es indulgente con los enfermos que transgreden prescripciones inútiles de los médicos.

Tal vez, observando bien adentro, se podría descubrir en aquella sonrisa suya que cerraría un ojo también si adivinara que la intención del enfermo es precisamente la de tirarse por la ventana.

¿Acaso él, Jo Kurtz, tiene el derecho de impedírselo si, pobrecito, aquel enfermo sufre tanto que no puede más? Si acaso, solo tiene el deber de hacerlo, porque aquel enfermo está bajo su vigilancia. Como puede suponer que el enfermo haya dejado su cama solo por un alivio momentáneo, su conciencia está en orden, tiene razones para no haberse movido; y que el enfermo haga lo que quiera: si quiere quitarse la vida, que lo haga, es asunto suyo.

Mientras tanto, Jacob Shwarb espera a que lo retengan, antes de llegar al ventanal del fondo; está a punto de llegar y se gira ardiente de rabia a mirar a Kurtz: lo ve allí, sentado, impasible, en su mesa, y de pronto se siente desarmado: no sabe ni seguir adelante ni retroceder.

Jo Kurtz sigue sonriéndole, no para irritarlo, sino para hacerle entender que comprende perfectamente que un enfermo pueda tener muchas necesidades para dejar momentáneamente su cama: basta con que pida permiso, incluso con una mínima señal. Ahora puede interpretar que, al detenerse para mirarlo, el enfermo se lo haya pedido. Asiente varias veces con la cabeza y le hace una señal con la mano para decirle que vaya tranquilo.

Para Jacob Shwarb es el colmo de la ofensa, la respuesta más insolente a su desafío. Rugiendo, levanta los puños, rechina los dientes, corre hacia el ventanal y se tira.

No muere. Se rompe las piernas, un brazo y dos costillas; se hiere también gravemente en la cabeza. Pero, tras ser recogido y vendado, se cura de todas sus heridas, no solo, sino por uno de aquellos milagros que suelen obrar ciertos violentos impulsos nerviosos, también se cura de la enfermedad del hígado. Tendría que darle las gracias a Dios si, a pesar de todas aquellas heridas, huyendo precipitadamente por la ventana, se ha salvado de la muerte que quizás le correspondía si hubiera seguido esperándola entre los tormentos del hospital. No, señores. Apenas se cura, consulta a un abogado y demanda al Israel Zion Hospital para que le pague veinte mil dólares de daños por las heridas debidas a la caída. No tiene otro medio para vengarse de Kurtz. El abogado le asegura que el hospital pagará y que Jo Kurtz será despedido. De hecho, si ha podido tirarse por la ventana, la culpa es de la negligencia y la falta de vigilancia en el hospital.

El juez le pregunta:

—¿Acaso alguien te obligó a tirarte por la ventana? Tu acto fue voluntario.

Jacob Shwarb mira a su abogado, y luego le contesta al juez:

—No, señor. Yo estaba seguro de que me lo impedirían.

—¿El vigilante?

—Sí, señor. Era su obligación. En cambio, no se movió. Esperé a que se moviera. Le di todo el tiempo necesario; es tan cierto eso que, antes de tirarme, me volví a mirarlo.

—¿Y qué hizo él?

—¿Él? Nada. Como hace siempre, me sonrió y, con la mano, me indicó: «Ve tranquilo, ve».

De hecho Jo Kurtz, también allí, ante el juez, sonríe. El juez se irrita y le pregunta si es verdad lo que declara Jacob Shwarb.

—Sí, Su Señoría —le contesta Jo Kurtz—, pero porque creí que quería tomar un poco de aire.

El juez golpea el estrado con un puño.

—Ah, ¿es esto lo que usted cree?

Y condena al Israel Zion Hospital a pagarle a Jacob Shwarb veinte mil dólares por daños y perjuicios.