LA AMIGA DE LAS ESPOSAS

I

A algunos amigos, y entre estos a Paolo Baldìa, les parecía que la señorita Pia Tolosani había sido afectada por aquella vaga melancolía que suele derivar de la lectura excesiva, cuando se ha adoptado la costumbre de adaptar las páginas, a menudo blancas, de la propia vida a la falsilla de las páginas impresas de alguna novela; pero sin perder espontaneidad, según la opinión de Giorgio Dàula, uno de los amigos. Por otro lado, aquella melancolía era muy compatible, e incluso podía parecer más que sincera, con una señorita previsora, ya cerca de los veintiséis años, que sabe que no tiene dote y constata la avanzada edad de sus padres. De ese modo, en fin, la justificaba Filippo Venzi, abogado.

Ninguno de los jóvenes que frecuentaban la casa de los Tolosani se había atrevido a cortejar, ni siquiera mínimamente, a Pia, retenidos por la amistad confiada de su padre o por la bondad silenciosa de su madre, o por el excesivo respeto que ella misma imponía, encerrada en la tarea —que parecía haberse impuesto— de eliminar cualquier acto o frase que tuviera algún lejano aire de coquetería. Sin embargo, este recato se adornaba con la soltura más hermosa, con la cortesía más exquisita, con cierto aire de confianza benévola, que enseguida hacían sentir cómodo a cualquiera; todos veían en Pia a una esposa sabia e inteligente, y ella misma parecía poner toda su atención, es más, todo su ser, en demostrar que lo sería de verdad cuando alguien, al fin, se decidiera; pero sin pretender invitaciones de su parte, ni una mirada ni una sonrisa ni una palabra como adelanto.

Todos admiraban la limpieza de aquella casa, cuidada en cada detalle por las manos cándidas de Pia; todos notaban la sencillez y el buen gusto que allí reinaban; pero nadie sabía decidirse, como si sintieran que allí ya se estaba bien así, admirando y conversando amigablemente, sin desear más.

Por otro lado, Pia Tolosani no mostraba preferencias por nadie. «Tal vez se casaría conmigo como lo haría con cualquier otro de los asiduos», se decía cada cual para sus adentros. Y era suficiente con que alguno de ellos intentara conseguir alguna atención de más, para que ella se alejara con frialdad mesurada, como si no quisiera dar lugar a la más inocua habladuría.

Así había escapado de su anhelante juego Filippo Venzi, ahora casado, y antes de Venzi otros dos secretos pretendientes. Luego había llegado el turno de Paolo Baldìa.

—¡Enamórate! ¡Mira que eres tonto! —le había dicho a este último Giorgio Dàula, su íntimo amigo y viejo amigo de los Tolosani.

—¡Querido, no me molestes! —le había contestado Baldìa, siempre aburrido—. Ya me he puesto en ridículo dos veces.

—¡Inténtalo una tercera vez, diablos!

—¿De quién quieres que me enamore?

—¡Oh, de quién va a ser! De Pia Tolosani.

Así, por condescendencia, Baldìa casi lo había intentado. ¿Pia Tolosani se había dado cuenta de ello? Giorgio Dàula defendía que sí y que, es más, con nadie —tampoco con Venzi— ella se había expuesto tanto, como ahora hacía con él.

—¡Qué exponerse! ¡Es impasible! —exclamaba Baldìa.

—¡Se trata de bromas! Verás. Además, esta impasibilidad tendría que darte confianza, si tienes que casarte con ella.

—Perdona, ¿y por qué no te casas tú con ella?

—¡Porque yo no puedo, lo sabes! Si dispusiera de la oportunidad que tienes tú...

II

De repente Baldìa se había marchado de Roma para irse a su pueblo natal. Aquella desaparición había sido muy comentada en casa de los Tolosani. Después de casi un mes volvió.

—¿Y bien? —le preguntó Dàula, encontrándolo, por casualidad, muy ocupado.

—He seguido tu consejo. ¡Me caso!

—¿Hablas en serio? ¿Con Pia Tolosani?

—¿Cómo que Pia Tolosani? Con una de allí abajo, de mi pueblo…

—¡Ah, bribón! ¿La tenías in pectore?83

—No, no —contestó, riendo, Baldìa—. Es una historia muy sencilla. Mi padre me hace una propuesta: «¿Tienes el corazón libre?». Contesto: «¡Sí, muy libre!». En verdad no del todo… Ni acepto ni rechazo la oferta, digo: «Antes déjame verla; ante todo es necesario que no me provoque antipatía». No lo hizo. Una buena joven, una buena dote… en suma, acepté y aquí estoy. Dime, ¿esta noche tengo que ir a casa de los Tolosani? Es jueves, si no me equivoco.

—Ciertamente… —contestó Dàula—. Es más, por conveniencia, tendrías que anunciar…

—Sí, sí… pero yo… No sé, me encuentro en una posición… Nunca le dije nada a la señorita Pia, lo entiendo, entre ella y yo nunca ocurrió nada, y sin embargo… Lo entiendes, es una impresión mía…

—¡Supérala! Sería peor si no fueras…

—Tendría una excusa: ¡tengo tantas cosas que hacer! Preparo el nido…

—¿Te casas pronto?

—¡Eh, sí! Los asuntos que se alargan se convierten en serpientes… ¡Pronto, en tres meses! Ya tengo una casa, en via Venti Settembre. ¡Ya la verás! Oh, pero estoy a punto de perder la cabeza… ¡Imagínate! Prepararlo todo…

—¿Irás esta noche?

—Iré, no lo dudes.

Y de hecho, por la noche, fue a casa de los Tolosani.

La sala estaba más llena de lo acostumbrado. A Baldìa le pareció que toda aquella gente había acudido a propósito, para incomodarlo aún más. «¿Cómo actúo?», se decía, «¿Cómo anuncio mi matrimonio?». Ya hubiera podido hacerlo dos veces, contestando a las preguntas que le habían dirigido acerca de su viaje; en cambio, había dado unas respuestas vagas, sonrojándose. Se decidió hacia el final de la velada, aprovechando la ocasión de que uno de los presentes se quejaba de los grandes compromisos que lo ocupaban en aquellos días.

—¡Yo tengo más que tú, querido mío! —dijo Baldìa.

—¿Usted? —dijo riendo la señora Venzi—. ¡Si usted nunca hace nada!

—¿Cómo que nada? Preparo mi nueva casa, señora Venzi.

—¿Se casa?

—Me caso… ¡desgraciadamente!

Fue una sorpresa general. Las preguntas llovieron y Giorgio Dàula le echó una mano a Baldìa para contestar a todas.

—Nos la presentará, ¿verdad? —le preguntó en cierto momento la señorita Pia.

—¡Sin duda! —Paolo se apresuró a contestar—. ¡Para mí será un honor!

—¿Es rubia?

—Morena.

—¿Tiene algún retrato suyo?

—Todavía no, señorita… Lo siento.

Se habló de la casa elegida, de las compras hechas y de las que quedaban por hacer, y Baldìa se mostró preocupado, en la incomodidad, por la angustia del poco tiempo disponible y por las dificultades en la decoración. Entonces la señorita Pia, espontáneamente, se ofreció para ayudarlo, con su madre, especialmente en la elección de las telas.

—No son menesteres para alguien como usted. Deje que nos encarguemos. Lo haremos con gusto.

Y él aceptó, agradecido.

Apenas salieron de la casa, Dàula le dijo:

—Ahora estás en buenas manos. Verás como te librarás enseguida de los problemas. Compra todo lo que elija la señorita Pia: ¡siempre harás una buena compra! También Filippo Venzi lo hizo y todavía se vanagloria por ello. Ella tiene el gusto y el tacto necesarios, y también la experiencia, ¡pobrecita! Esta es ya la tercera vez que se presta a ello… Piensa en los demás, porque nadie quiere pensar en ella. ¡Qué hermoso nido sabría prepararse! Los hombres son injustos, querido mío. Si estuviera en condiciones de casarme, no iría a buscar a mi esposa tan lejos…

Baldìa no contestó. Acompañó a casa a Dàula, luego paseó hasta muy tarde por las calles desiertas de Roma, fantaseando.

¡Justo Pia, justo ella tenía que ayudarlo a preparar la casa que sería de otra! Y se había ofrecido ella, así, con el aire más simple y natural del mundo… Por tanto, no le había importado nada que él… Y él que había creído… que se había sonrojado…

III

—¡Date prisa, mamá, vamos! Ya son las diez —dijo Pia, que estaba terminando de cepillarse, mientras examinaba su peinado en los tres espejos del tocador.

—Despacio, despacio, hija —contestó plácidamente la señora Giovanna—. ¡Las tiendas no se irán de la avenida! ¿A qué hora vendrá a recogernos Baldìa?

—En breve. Ha dicho sobre las diez. Es decir, se lo hemos dicho nosotras.

—Eh, pero si tú sufres tanto…

—No, ya ha pasado. Los ojos, más bien, mira: ¿están muy rojos?

—Un poco. También están hinchados.

—¡Este dolor de cabeza! Llaman a la puerta. ¡Será él!

En cambio, era la señora Anna Venzi, con sus dos indefectibles hijos y la sirvienta. Aquellas dos criaturitas pálidas y descuidadas le provocaban a Pia una aflicción constante. Todavía no había podido persuadir a su madre de que los arreglara con mayor alegría y soltura, y estaba desesperada por ello. Aquellos bracitos largos, aquellos cabellos alisados, estirados, aquellas piernitas con zapatos demasiado grandes la hacían sufrir. Anna, que sin embargo seguía con servilismo cada consejo de Pia, en el ejercicio de la maternidad se mostraba grosera y obstinada. En vano Pia lo había hablado con su marido: Filippo cerraba los ojos o se encogía melancólicamente de hombros:

—Sí, lo veo, pero si ella, que es su madre… ¡Yo tengo otros temas en los que pensar!

Anna venía para asistir a las compras de Baldìa, empujada por una curiosidad tal vez no libre de envidia. A la curiosidad y a la envidia se unía también un atisbo de celos, que no se acababan de concretar, al presentir que Pia tendría, en el futuro, más sintonía con la nueva esposa que con ella.

Llevaba muchos años en Roma y no había sabido forjar amistad alguna, excepto con los Tolosani, a los cuales su marido la había presentado poco después de su llegada a la capital. En aquel entonces Anna era muy tonta, sin ningún conocimiento práctico de la vida, ni amabilidad ni modales. Era verdaderamente incomprensible cómo Filippo Venzi, joven culto e inteligente, abogado entre los más importantes del foro romano, había podido elegirla y casarse con ella. ¡Ni siquiera era guapa, Dios santo! Los amigos se habían confiado su decepción, pero nunca nadie intuyó, excepto tal vez el propio Filippo, lo que había sentido Pia Tolosani al verla. «¿Cómo? ¿Por aquella?». Sin embargo, le había reservado la acogida más alegre, y con el tiempo había asumido casi una actitud protectora por ella ante su marido. Porque Venzi, poco después del matrimonio, se había entristecido profundamente y, en verdad, ninguno de sus amigos consideraba que tuviera razones para no hacerlo. Pia Tolosani empezó a hacerle de maestra a Anna y en breve su compañía se volvió indispensable para la esposa de Venzi. Ella elegía la tela de sus vestidos, le indicaba la costurera y la modista, le había enseñado a peinarse de manera menos torpe, a cuidar de la casa y a enriquecerla poco a poco con todas aquellas minucias agraciadas que las mujeres saben encontrar para componer su propio nido. En todo esto ponía el empeño más vivo. Y había ido incluso más allá.

Anna, tontamente, le contaba todo lo que ocurría con su marido, las más leves diferencias de opinión, cada uno de los malentendidos. Y siempre Pia trataba de suavizar aquellas discusiones, sutilmente, sin entrometerse nunca abiertamente, limando las asperezas entre ambos, dándole a Anna sabios consejos y pidiéndole que fuera prudente y paciente.

—¡Tú no sabes llevar bien a tu marido! Tendrías que hacer así y asá… —le decía—. Todavía no lo conoces bien. ¡Eh, sí, querida mía! ¿Ves? En mi opinión, él necesitaría esto y lo otro…

Y a él le hacía reproches en broma, impidiendo que se quejara o que se justificara:

—Calle, Venzi, usted no tiene razón, confiese que no tiene razón. ¡Pobre Anna! Es tan buena… Ya se sabe, un poco inexperta todavía… ¡Y usted, vaya elemento, se aprovecha de ello! Sí, sí, ¡todos los hombres son iguales!

Ahora Anna, después de tantos años de aquella escuela y de residencia en Roma, había mejorado, como reconocían también los amigos antaño desilusionados, es cierto, pero aún dejaba mucho que desear, especialmente desde el punto de vista de su marido.

—¿Todavía no estás vestida? —le dijo a Pia, al entrar.

—¿Ah, eres tú? ¡Bien! Siéntate. ¿Los niños están contigo? ¡Dios mío! ¿Y cómo haremos para llevarlos con nosotras?

—No, se quedarán aquí —contestó Anna—. Tittì gritaba, he tenido que traérmela. ¿Todavía no estás vestida?

—¿Lo ves, que mamá no se decide? Hoy mamá está caprichosa. Además yo tengo un dolor de cabeza…

—Pospongamos la salida hasta mañana… —propuso la señora Giovanna.

—¡Oh, Dios, Anna! —continuó Pia enseguida, para cambiar de tema—. ¡Arréglate un poco este pelo! ¿Cómo te has peinado hoy?

—Tittì gritaba… —repitió Anna—. Péiname tú, por favor. Cuando Tittì actúa así, no puedo soportarla.

La señora Giovanna salió de la habitación, y Anna y Pia se quedaron conversando.

—Pues Baldìa se casa, así, de repente… —empezó a decir Anna, siguiendo con la mirada a Pia, que se estaba vistiendo.

—¡Ya! Es curioso: de pronto, alguien desaparece y luego vuelve con una esposa.

—¿Tengo que decírtelo? —contestó Anna—. Yo casi habría jurado que Baldìa pensaba en ti, sí, al menos así me había parecido…

—¡Ni siquiera por casualidad! —exclamó fuerte Pia, sonrojándose hasta el blanco de los ojos.

—Te lo juro —continuó Anna con el mismo tono de voz—. Yo lo creía. Es más, me preguntaba para mis adentros: «¿Cuándo se decidirá?». A ti no te importa nada, lo sé… Pero a mí…

La sirvienta entró para anunciar que el señor Baldìa esperaba en la sala.

—Ve tú —le dijo Pia a Anna—. Nosotras ya casi estamos listas.

IV

Paolo Baldìa esperaba a Pia en la sala, con viva ansia. Se reprochaba haber llegado, tal vez, demasiado pronto. Quería espiar más atentamente en las palabras, en la actitud de ella, si la indiferencia ostentada la noche anterior era o no una actuación. Pero quizás en breve, ante la vista de Pia, le faltaría la lucidez de espíritu necesaria para aquel examen.

Entre aquellas paredes, donde hasta hace muy poco tiempo y brevemente había custodiado un propósito de enamoramiento, donde quizás se había perdido alguna palabra lejanamente alusiva, alguna mirada un poco más expresiva de lo conveniente, experimentaba una sensación de inquieta incomodidad. Mientras tanto, de pie, miraba de cerca los objetos conocidos, colgados y dispuestos con gusto. La imagen de su prometida, tan diferente en todo a la de Pia, en aquel momento estaba muy lejos de su mente. No obstante se había propuesto firmemente que la amaría con sinceridad, que le dedicaría las atenciones más delicadas, que sería al mismo tiempo su maestro y su marido. En fin, ella sería, en el gran vacío que había sentido hasta ahora, el objetivo, la única ocupación de su vida. Pero, por el momento, permanecía muy lejos.

Aquella imagen llamó su atención, de nuevo, cuando Anna Venzi entró.

—Yo también iré, Baldìa. Yo también quiero hacer algo para su… ¡mira! Todavía no nos ha dicho cómo se llama…

—Se llama Elena —contestó Baldìa.

—Será bonita… claro…

—Sí… —dijo Paolo, encogiéndose de hombros.

—También me la presentará a mí, ¿verdad?

—Claro, señora, con gusto…

Por fin apareció Pia, atildada (le pareció a Paolo) con mayor esmero del habitual.

—¡Perdone, Baldìa! Le hemos hecho esperar un poco… ¡Podemos irnos! Mi madre está lista… Es decir, no, espere: ¿lleva la nota?

—Aquí está, señorita.

—¡Muy bien! Podemos irnos. Todavía no ha comprado nada, ¿verdad?

—Nada de nada.

—Pues no será posible comprarlo todo en un solo día… Ya veremos. No tenga prisa y deje que nos encarguemos nosotras.

Por la calle empezó el interrogatorio sobre la prometida. Paolo, para darse cierto tono, contestaba superficialmente, fingiendo indiferencia por el acto que estaba a punto de realizar.

—¡Sabe que usted es un tipo interesante! —exclamó Pia en cierto momento, como fastidiada.

—¿Por qué, señorita? —contestó Paolo, sonriendo—. Es la pura verdad: yo aún no la co-noz-co. ¿Se ríe? Allí la habré visto más o menos una docena de veces. ¡Vamos a ver! Ya tendremos tiempo de conocernos… Sé que es una buena joven, por ahora es suficiente. Usted quiere saber sus gustos y yo todavía no los sé…

—¿Y si no le parecen bien nuestras decisiones?

—¡No lo dude! Decida usted, que ella quedará conforme.

—Di la verdad —continuó Pia, dirigiéndose a Anna—, ¿tú quedaste conforme?

—Yo, lo sabes, muy conforme —contestó Anna.

—Pero tu marido, al menos, no era tan antipático como Baldìa, ¡con perdón, eh! ¿Qué quiere decir este aire de indiferencia? ¡Tendría que darle vergüenza! ¿Sabe que en breve será marido?

—¿No parezco lo bastante fúnebre?

—¡Si hubiera visto a Venzi en su lugar! ¡Pobrecito, inspiraba piedad! Siempre con la pesadilla de haberse olvidado algo… Y luego, corre por aquí, corre por allá, y nosotras, mi madre y yo, con él: desde la casa hasta esta o aquella tienda… ¡Ay, se lo aseguro, no podía más! Pero nos reíamos… Cómo trabajamos.

Entraron en un gran almacén de telas en el Corso Vittorio Emanuele. Dos dependientes se pusieron amablemente a su disposición. Anna Venzi miraba con gran estupor aquellas feas imitaciones de tapices antiguos, que colgaban de la barandilla del palco que recorría el perímetro de la amplia sala, llena de telas. La señora Giovanna observaba desde cerca y tocaba algunas muestras allí dispuestas. No quería entrometerse en las compras de Baldìa.

—¿Qué calidad? Es necesario que me lo diga… —le dijo Pia a este.

—Pero yo no sé… ¿cómo quiere que lo sepa? —contestó Paolo, encogiéndose de hombros.

—Dígame, al menos, aproximadamente cuánto quisiera gastar…

—Lo que usted quiera… Me pongo en sus manos. Haga como… —se detuvo a tiempo, cuando estaba a punto de añadir: «como si se tratara de algo para usted».

—¡Mamá! ¡Anna! —llamó Pia para no delatarse, al haber entendido la razón de la interrupción—. Con Baldìa es inútil hablar. Venid. Para la habitación una tela bizantina, ¿verdad?, una larga tela… de fina calidad… Tal vez un poco cara, ¿no?

—¡No se preocupe por el precio! —dijo Paolo.

—Ahorraría en la cantidad: la bizantina es de gama alta.

La compra duró mucho, se discutió sobre el color («¡Yo adoro el amarillo!», protestaba Anna Venzi), la calidad, la cantidad, el precio… El joven dependiente, muy perspicaz, ya había entendido, ¡eh, y tanto! Solo se dirigía a Pia:

—No, mire, señorita, perdone, hágale ver al señor…

Paolo, alejado de sus libros desde hacía más de un mes, obligado a darle importancia a muchas cosas a las cuales —le parecía— nunca habría podido dársela, se había cansado, mirando hacia la calle, de tanto pensar. En cierto momento, al volverse, vio en la sala a las tres mujeres que reían entre ellas, a escondidas, a espaldas del joven dependiente que se había alejado para colocar una tela en su lugar. Especialmente Anna tenía los ojos llenos de lágrimas y de pronto la risa estalló bajo su pañuelo. Paolo se acercó y Anna estaba a punto de explicarle la razón de su risa, cuando Pia la retuvo por un brazo.

—¡No, Anna! ¡Te lo prohíbo!

—Pues bien, ¿qué hay de malo? —dijo Anna.

—¡No lo sé! —contestó Pia, y dirigiéndose a Paolo—: ¿Quiere reírse? Pues escuche esto: ¡Aquel tonto cree que soy yo su esposa!

V

Paolo Baldìa descansaba un poco en su nueva casa, ya relativamente decorada, tumbado en el sillón de su estudio, donde se prometía empezar en breve una nueva vida de pensamiento y de lecturas. Esperaba a los Tolosani, a Filippo Venzi y a su mujer, que llegarían para visitar la casa. De pronto pensó en examinarla de nuevo atentamente, una habitación después de la otra, para adivinar el efecto que les causaría a los visitantes. Ocho o diez días más y el nido estaría listo para su esposa y él.

Mirando las cortinas, las alfombras, los muebles, gozaba al sentir que en su interior se despertaba el atento sentido de la propiedad. Pero también, durante aquel examen de la casa, una figura se superponía constantemente a la de su prometida: la de Pia Tolosani. En cada objeto veía su consejo, su gusto, su capacidad de previsión. Ella había aconsejado aquella disposición de los muebles en la sala, ella había sugerido la compra de este o de aquel objeto, muy útiles y elegantes. Se había puesto en el lugar de la esposa lejana y había reclamado para ella todas aquellas comodidades en las cuales un hombre, por muy enamorado que estuviera, no habría podido pensar. «Si no la hubiera tenido a ella…», se decía Paolo. Y él mismo había comprado algunos objetos para recibir el elogio de Pia, antes que el de su esposa; es más, sabiendo en realidad que muchos de aquellos objetos nunca serían entendidos ni tal vez usados por Elena, acostumbrada a vivir muy sencillamente. Por tanto los había comprado para Pia, como si para ella hubiera preparado la casa…

Al fin llegaron los visitantes. Filippo Venzi aún no había visto nada, ni la casa ni las compras; Pia y su mujer lo rodearon enseguida para las oportunas explicaciones. Paolo llevó a la señora Giovanna, un poco cansada, a la sala, hizo que se sentara y abrió las puertas del amplio balcón con la barandilla de mármol que daba a via Venti Settembre.

—¡Ah, es delicioso! —exclamó la señora Tolosani—. Váyase, Baldìa. Yo descanso un poco y luego visitaré la casa.

—¡Grandes progresos! —dijo Pia, al verlo—. ¡Ya casi todo está en orden! ¡Mire, Venzi, mire aquellas dos estanterías, qué bonitas son! Necesita dos hermosos floreros con plantas colgantes. ¿Su futura esposa, Baldìa, ama las flores?

—Creo que sí…

—¡Entonces enseguida: dos floreros!

—Los compraré, no dude. Pues bien, Venzi, ¿qué te parece la casa?

—¡Me gusta muchísimo! —contestó Filippo—. ¡Muchísimo! —repitió dirigiéndose a Pia.

Anna miró a su marido, luego a Baldìa, y evitó repetir las mismas palabras.

Desde el comedor pasaron a la habitación.

—¡Ya lo sabía yo! —exclamó Pia—. ¡Se les ha olvidado! ¿Dónde están la pila para el agua bendita y el reclinatorio?

—¿El reclinatorio también? —observó Venzi sonriendo.

—¡Claro! La novia de Baldìa es muy religiosa, ¿verdad, Baldìa? ¿Cree que todos son unos excomulgados como usted?

—¿Y usted reza por la noche antes de dormirse? —le preguntó Venzi agudamente.

—Si tuviera un reclinatorio, lo haría.

Paolo y Venzi se rieron. Paolo nunca había visto a Pia Tolosani tan vivaz, casi coqueta.

Definitivamente, o ella no se había dado cuenta de aquel inicial y muy tenue intento de enamoramiento, o no le había importado nada que él hubiera abandonado aquel pensamiento. En ambos casos, aquella alegría casi efervescente le molestaba sordamente y casi lo tentaba. Y mientras tanto, en su presencia, el recuerdo de su prometida palidecía y se desvanecía. Pia parecía preocuparse solo por Elena, no hablaba más que de ella, como si hubiera querido protegerla y defenderla del olvido, y le atribuía sus pensamientos más exquisitos, sus más delicados sentimientos, de modo que su superioridad frente a la otra, lejana, saltaba continuamente a la vista de Paolo.

En abierto contraste con la alegría de Pia estaba el humor oscuro de Filippo, a quien ella lanzaba sin tregua indirectas y reproches, en tono de broma. Su vocecita parecía armada con alfileres, parecía que entre las risitas fuera capaz de punzar sutilmente. Venzi, a su vez, sonreía amargamente o contestaba con frases breves y también punzantes.

Hacía mucho que Paolo se había acostumbrado a no ver en Filippo al despreocupado amigo de antaño; sin embargo, aquel día, en la nueva casa, al estar contento por el trabajo terminado, la oscuridad de su amigo lo oprimió especialmente.

—¿Qué te pasa? —le preguntó.

—¡Nada, cábalas! —contestó Filippo, como siempre.

—¡Venzi quiere crear de nuevo el mundo! —exclamó Pia, burlándose de él.

—Sí, crearlo de nuevo, sin mujeres.

—¡Y no lo consigue! ¡Díselo, Anna! ¿Qué harían sin nosotras? ¡Dígaselo usted, Baldìa!

—¡Nada! Es muy cierto, en lo que a mí respecta. Esta casa es la prueba.

Filippo sacudió la cabeza y se alejó para examinar la casa solo. Así, así Pia Tolosani habría arreglado su casa si él, muchos años antes, hubiera podido poner a la disposición de los gustos de ella una cartera como la de Baldìa. Qué contenta tenía que estar por haber podido dar aquella prueba de su buen gusto, de su sabiduría, de su capacidad de previsión…

En el comedor se encontró con la señora Giovanna, que observaba lentamente cada detalle.

—Muy bien arreglada… no hay nada que decir… ¡Todo de muy buen gusto! —y, en su interior, pensando en su hija, se decía con pena: «¡Qué bien lo hace todo!...».

Entre ella, Venzi y Baldìa, en aquella casa, Anna parecía estar como en un pedestal, donde surgía la elegida, Pia Tolosani.

—¡Aquí solo falta la esposa! —dijo Pia—. Siéntense. Probemos el piano.

Y tocó, con mucho sentimiento, una exquisita composición de Grieg.84

VI

Unos tres meses después de la boda, Paolo Baldìa volvió de un largo viaje a Roma con su esposa. Durante el viaje Elena había enfermado ligeramente y, cuando llegó a Roma, tuvo que permanecer varios días en cama.

Pia Tolosani se moría de ganas de conocerla y, desde otro punto de vista, también Anna Venzi, quien ya se relamía por el íntimo placer de mostrarle a la novata su gran experiencia y sus modales ciudadanos (que había aprendido con Pia). Ninguno de los amigos había visto aún a Elena; solo Filippo Venzi se había encontrado por casualidad con Baldìa.

—¿Ah, lo vio? —le preguntó Pia, con ansia mal reprimida—. Pues bien, bien, díganos…

Venzi la miró larga y fijamente, sin contestar, luego sentenció:

—Eh, la curiosidad es castigada…

—¡Aburrido! —exclamó Pia, dándole la espalda.

—Como decía, lo vi —contestó Venzi—. ¡Señorita Pia, estaba bien, muy bien!

—¡Me alegro! —dijo Pia, fastidiada.

—En verdad estaba un poco afligido.

—¡Se entiende, pobrecito! —exclamó Pia, dirigiéndose a Dàula—. Y diga, Venzi, ¿su esposa sigue en cama?

—No, ya se ha levantado.

—¡Ah, entonces la veremos pronto!

Pero la espera fue larga. Baldìa hubiera querido presentar a su esposa una vez estuviera en condiciones de enfrentarse y satisfacer la curiosidad de los amigos, especialmente de Pia Tolosani. Pero Elena, de carácter arisco y un poco testaruda, seca en las respuestas, no se dejó conmover en absoluto por su manera de ver y de pensar, ni quiso ceder a los deseos de su marido, aunque fueran expresados con la máxima cortesía y con el máximo tacto. Paolo tampoco pudo obtener de su esposa que se pusiera el vestido que él prefería ni que se quitara del cuello cierto lazo que, según él, no le quedaba bien.

—De otra manera, no voy —cortó Elena.

Paolo cerró los ojos y suspiró. ¡Paciencia! Desgraciadamente se había topado con un carácter difícil, que tenía que ser tratado con firmeza y con delicadeza al mismo tiempo, si no ¡guerra intestina! Pero Paolo se consideraba suficientemente sabio. ¿Su esposa le daba mucho trabajo? ¡Mejor así! ¡Por fin una nueva ocupación! Y confiaba en que, poco a poco, le daría la forma que él deseaba. ¡Por ahora, paciencia!

Animado por este sentimiento, presentó a Elena a Pia Tolosani, casi pidiéndole veladamente, en broma, sin ofender en absoluto la susceptibilidad de su esposa, cooperación, de juicio y de tacto.

Apenas vio a Elena, Pia intuyó enseguida a quién se enfrentaba. Exteriormente, en verdad, no le gustó mucho; pero sí le agradó su actitud rígida y arisca, el súbito brillo de su rostro cuando Elena expresaba algún pensamiento contradictorio, las negaciones firmes ante su marido, que la miraba temeroso.

—¡No, no, imposible! Que él haga lo que quiera —así negaba Elena. «Él» era su marido, para Elena algo muy diferente de ella.

Pia miraba a Baldìa y sonreía benévola. Paolo miraba a su esposa y sonreía un poco incómodo.

—¡Me gusta, me gusta aquel modelito! —exclamaba el jueves por la noche Pia Tolosani ante sus amigos.

Anna Venzi miraba a Pia con ojos descompuestos y se agitaba inquieta en la silla.

—¡Ah, ha venido por fin! Y dime, ¿cómo es? ¿Cómo es? ¿Te gusta, has dicho? ¿Te gusta?

A solas, Pia le confió a Anna que con respecto al aspecto, no, Elena no le había gustado…

—Viste mal… no sabe peinarse… Poco cortés además, especialmente con su marido… Pero, casi, mira, ¡me gusta que sea así! Baldìa es un poco presuntuoso, ¿no te parece?

—¡Presuntuoso, sí señor, siempre lo he dicho! —exclamó Anna.

En aquella reunión Filippo Venzi se mostró más sombrío de lo acostumbrado.

VII

La simpatía de Pia Tolosani por Elena Baldìa creció en poco tiempo, para rabia y dolor de Anna Venzi. Elena, en cambio, siempre encerrada en sí misma, no se preocupaba mucho por Pia, aceptaba algún consejo suyo, de vez en cuando sacrificaba su obstinada voluntad, pero solo cuando le parecía que el consejo de Pia no concordaba abiertamente con algún deseo expresado antes por su marido. Y si luego este se mostraba demasiado satisfecho por la concesión obtenida, la retiraba enseguida, y Pia se resentía vivamente.

—¿Lo ve? —le decía a Baldìa—. Usted lo estropea todo…

—¡Paciencia! —exclamaba una vez más Paolo, cerrando los ojos y suspirando. Y salía de casa, en fin, por temor a perderla. ¡Qué buena era aquella Pia Tolosani! ¡Si al menos Elena hubiera podido sentir amistad hacia ella! ¡Le abriría el corazón y la mente! ¡Entre mujeres se entenderían mejor! ¡Y además la señorita Pia era tan prudente, tan juiciosa! ¡Tenía tan buenos modales!... «Poco a poco, quién sabe…», se decía Paolo.

¿Dónde iba? Acostumbrado a no salir nunca de casa a ciertas horas del día, se sentía casi perdido por las calles de Roma. Vagabundeaba, para escapar del aburrimiento, y acababa en el despacho de Filippo Venzi. Allí encontraba algo para leer, mientras Filippo trabajaba.

—¿Ah, eres tú? ¡Bien! Coge un libro y déjame trabajar —le decía este. Y Paolo obedecía. De vez en cuando levantaba la mirada y observaba largamente al amigo ocupado en escribir, con la frente contraída y la cabeza inclinada. ¡Cómo se le había caído y blanqueado el pelo en tan poco tiempo! ¡Qué aire de cansancio en aquella cara de bronce y en aquellas profundas ojeras! Filippo, escribiendo, inclinaba hacia un lado y hacia el otro la gran cabeza sobre los hombros hercúleos. «¡Irreconocible!», se decía mentalmente Paolo. En aquellos últimos días, además, Venzi se había vuelto muy mordaz, incluso agresivo, y en el fondo de sus risas, de sus palabras había una amargura inexplicable, casi biliosa. ¿Era posible que el envilecimiento por la estupidez y la vulgaridad de su mujer lo hubieran reducido a aquel estado? No, no, ¡tenía que haber otra razón! ¿Cuál? A veces a Paolo le parecía como si Filippo estuviera enfadado con él… «¿Por qué conmigo? ¿Qué le he hecho?». Sin embargo, sin embargo…

Un día Venzi se puso a hablarle de los Tolosani, del padre, de la madre y especialmente de Pia, al principio con sutil ironía, luego con una actitud tan abierta y extrañamente irónica que Paolo lo miró aturdido. ¿Cómo? ¿Él, el amigo más íntimo, hablaba así de ellos? Paolo se sintió obligado a contestar, a defender a la familia amiga, y elogió a Pia, rebelándose ante las burlas.

—Sí, sí… ¡espera, querido! ¡Espera! —le dijo Filippo, ensombreciéndose y sin parar de reírse—. ¡Espera y te darás cuenta!

Paolo tuvo una sospecha, pero la alejó enseguida, acusándose de susceptibilidad. Pero esta sospecha había iluminado de pronto el extraño cambio de Filippo en aquellos últimos tiempos, y bajo esta luz odiosa, duradera, el pensamiento de Baldìa hurgó y vio como su sospecha que, poco a poco, se concretaba en monstruosa realidad. El propio Filippo, día tras día, le daba pruebas cada vez más irrefutables. La última fue la más dolorosa para Paolo: Venzi se alejó de él, incluso llegó a fingir que no lo veía para no saludarlo. A Paolo solo le faltaba una confesión abierta, y quiso procurársela, quiso acercarse a él para obtener una franca explicación. La idea le nació una tarde al ver, mientras volvía a su casa, que Venzi pasaba con prisa por via Venti Settembre. Fue hacia él decidido y lo sacudió por los hombros:

—En fin, ¿puedo saber qué te pasa conmigo? ¿Qué te he hecho?

—¿Te importa mucho saberlo? —le contestó Filippo, palideciendo.

—¡Claro! —insistió Paolo—. Explícame tu manera de actuar. ¡Me importa por nuestra antigua amistad!

—¡Dulcísima palabra…! —se rio Filippo—. ¿No te has dado cuenta? Quiere decir que la serpiente no ha pasado todavía a la acción…

—¿De qué serpiente hablas?

—Sabes, de aquella famosa, la de la fábula, que un día un piadoso campesino recogió…85

Paolo arrastró con fuerza a Filippo hasta su casa. Allí, en el estudio cerrado con llave, casi a oscuras, obtuvo la confesión. Al principio Venzi se negó, defendiéndose detrás de su acostumbrada y mordaz locuacidad, casi brutal.

—¡Estoy celoso de ti! —le dijo finalmente—. ¿Te enteras?

—¿De mí?

—Sí, sí. ¡Todavía no te has enamorado!

—¿De quién? ¿Estás loco?

—¡De Pia Tolosani!

—¿Estás loco? —repitió Paolo, asombrado.

—¡Loco, sí, loco! ¡Pero entiéndeme, compadéceme, Paolo! —continuó Filippo con otro tono de voz, casi llorando. Y le habló largamente de su primer amor por Pia Tolosani, ignorado, luego de su matrimonio y de las decepciones, del vacío a su alrededor, del tremendo aburrimiento, asediado por inquietudes continuas que poco a poco se habían definido y concretado en el nuevo y desesperado amor por Pia Tolosani.

—Día tras día, mi mujer desciende otro escalón… Y ella, en cambio, sube, arriba, cada vez más arriba. ¡Ella es la intacta y la intangible! ¡Permanece, entiendes, ante nuestros ojos, como el ideal que tú, tonto como yo, has dejado escapar! Y precisamente eso quiere ella demostrarnos, cuidando tanto de nuestras esposas. ¡Es su venganza! ¡Líbrate de ella, escúchame! ¡Líbrate de ella! O de aquí a un año tú también te enamorarás, sin error… ya lo veo… como yo, ¡mira!, como yo…

Paolo compadeció internamente a su amigo, sin encontrar una palabra de consuelo. En aquel momento se oyeron en el pasillo las voces de Elena y de Pia Tolosani, que volvían juntas de un paseo.

Filippo se puso de pie.

—¡Déjame ir! Que no la vea… que no la vea…

Paolo lo acompañó hasta la puerta, y cuando se encerró, muy turbado, en su estudio, oyó claramente a través de la pared la voz de Pia, que en la habitación contigua le decía a su esposa:

—¡No, no, querida mía! A menudo tú actúas mal, te das cuenta… ¡Eres demasiado dura con él! Y no hay que ser así…

83 Literalmente: «en el pecho». La expresión se refiere al cardenal que ya ha sido nombrado por el Papa, pero todavía no ha sido proclamado. También se utiliza para cualquier decisión ya tomada y que todavía no se ha hecho pública.

84 Edvard Hagerup Grieg (1843-1907) fue un pianista y compositor noruego.

85 Alusión a una famosa fábula de Esopo, retomada por La Fontaine.