DIÁLOGOS ENTRE EL GRAN YO Y EL PEQUEÑO YO86
I
Nuestra esposa
(El Gran Yo y el pequeño yo vuelven a casa de noche, después de una excursión, durante la cual han estado en compañía de amables jóvenes, en cuyos corazones el embriagador espectáculo de la nueva estación despertaba secretamente deseos dulces e inefables, como demostraban sus ojos y sus sonrisas y sus palabras. El Gran Yo todavía está sorprendido y perdido en la visión de los fantasmas creados por su espíritu, a causa del difundido hechizo de la naciente primavera. En cambio, el pequeño yo está bastante cansado, y quisiera lavarse las manos y el rostro e irse a dormir. La habitación se encuentra a oscuras. El tejido de las ligeras cortinas de las ventanas se dibuja en el interior, iluminado por el hermoso claror lunar. Desde abajo llega el susurro de las aguas del Tíber y, de vez en cuando, el chirrido de alguna carroza sobre el puente de madera de Ripetta.)
—¿Encendemos la luz?
—No, espera… espera… Quedémonos un rato más así, a oscuras. Déjame disfrutar con los ojos cerrados del sol de hoy. La vista de los objetos conocidos me quitaría esta embriaguez suavísima que todavía me invade. Tumbémonos en este sillón.
—¿A oscuras? ¿Con los ojos cerrados? ¡Yo me duermo, cuidado! No puedo más…
—Enciende la lámpara, pero calla, por un momento, ¡pelma! ¿Bostezas?
—Bostezo…
(El pequeño yo enciende la luz en la mesita, e inmediatamente después hace una exclamación de sorpresa.)
—¡Oh, mira! Una carta… ¡Es de parte de ella!
—Dame… ¡No quiero oír nada, ahora!
—¿Cómo? Una carta suya…
—¡Dámela, te repito! La leeremos más tarde. Ahora no quiero ser molestado.
—¿Ah, sí? ¡Pues entonces te haré notar que durante todo el día has dicho y hecho un montón de tonterías con aquellas jóvenes y que tal vez me hayas incluso comprometido!
—¿Yo? ¿Estás loco? ¿Qué he hecho?
—Pregúntaselo a tus ojos y a tu mano. Yo sé que me he sentido como entre espinas, durante todo el día, y una vez más he experimentado que nosotros dos no podemos estar contentos al mismo tiempo.
—¿Y de quién es la culpa? ¿Acaso es mía? Creí agradarte cuando acepté, anoche, la invitación a irnos de excursión. ¿Acaso no te quejas siempre de que yo no tengo cuidado alguno por tu salud, que siempre te obligo a estar encerrado conmigo en el estudio entre los libros y los papeles, solo, sin aire ni movimiento? ¿Acaso no te quejas siempre de que turbo tus comidas y las pocas horas que te son concedidas con mis pensamientos, mis reflexiones y mi aburrimiento? ¿Y ahora, en cambio, te quejas de que me haya olvidado de mí mismo un día, en compañía de unas amables jóvenes y de la alegría de la estación? ¿Qué pretendes de mí, si no quieres contentarte de ninguna manera?
—Enrollas, enrollas, enrollas, tiras el hilo y la peonza gira… Cuando hablas, no hay quien pueda seguirte: sabes convertir el blanco en negro y el negro en blanco. El haberte olvidado hoy me habría beneficiado, si no te hubieras olvidado demasiado… demasiado, ¿entiendes? Y esto es lo malo, y deriva de tu forma de vida, a la que me obligas. Nuestra juventud está demasiado enredada, y apenas aflojas un poco el freno, te coge la mano y entonces o se dicen tonterías o se hacen locuras, que ya no nos convienen, a nosotros, con el compromiso sagrado que tenemos que respetar. ¡Dame la carta y no resoples!
—¡Cómo me molestas, Geremia! Te has obsesionado con casarte y desde que me convenciste, con quejas insufribles, sin que yo estuviera del todo convencido, te has convertido para mí en un suplicio mayor. ¿Y qué ocurrirá cuando nuestra esposa esté en casa?
—¡Será tu esposa y mi fortuna, querido mío!
—En lo que a mí respecta, lo dije y te lo repito: no quiero saber nada de ella. ¡Que sea tu fortuna! No quiero tener nada que ver.
—Y harás bien, hasta cierto punto. Siempre has estropeado cualquier proyecto mío. Hace dos años cortejaba con tanto placer a nuestra prima Elisa… ¿te acuerdas?..., recurría a ti por algún soneto o madrigal, y tú con tus versos, ingrato, la hacías llorar… Yo te decía: ¡calla, déjala en paz! ¿Cómo quieres que entienda tus fantasmas y tus extravagantes reflexiones? ¿Cómo quieres que su piececito atraviese el umbral de tu sueño? ¡Qué cruel fuiste! Lo confesaste tú mismo en versos, después: busqué entre tus papeles y encontré algunos poemas elogiando y llorando a la pobre Elisa… ¿Ahora qué piensas hacer con esta mujer? Contesta.
—Nada. Nunca le diré una palabra; te dejaré siempre hablar a ti, ¿estás contento? Con tal de que me prometas que nunca vendrá a molestarme a mi estudio y que no me obligará a decirle lo que pienso y lo que siento. Tú te casas, en fin, no yo…
—¿Cómo? Y si tú quieres conservar intacta tu libertad, ¿cómo podré yo tener paz con ella en casa?
—Yo quiero la libertad de mis pensamientos secretos. Sabes que el amor nunca fue, ni será nunca, un tirano para mí: de hecho, siempre te dejé el ejercicio del amor. Por tanto, con respecto a esto, haz lo que mejor te parezca, lo que más te guste. Yo tengo otras cosas en las que pensar. Tú cásate, si lo consideras oportuno.
—¡Oportuno, sí, te lo he dicho! Porque, si me quedo solo un poco más en tu poder, me convertiré en la criatura más miserable de la Tierra. Tengo necesidad absoluta de una compañía amorosa, de una mujer que me haga sentir la vida, y de caminar entre mis semejantes, triste y alegre, por las comunes calles de la Tierra. Ah, estoy cansado, querido mío, de coserme solo los botones de nuestra camisa y de pincharme los dedos con la aguja, mientras tú navegas con la mente por el turbio mar de tus quimeras. A cada nudo en el hilo, tú gritas: «¡Arráncalo!». Mientras yo, pobrecito, con las uñas me ocupo pacientemente de desenredarlo. ¡Ahora basta! De nosotros dos soy yo el que tiene que morir pronto: tú tienes el orgullo de vivir desde hace más de un siglo; pues, ¡déjame disfrutar en paz de mi poco tiempo! Piensa: tendremos una cómoda casita, y oiremos resonar estas mudas habitaciones de vida tranquila, oiremos cantar a nuestra mujer, mientras cose, y la olla hirviendo por la noche… ¿Acaso no son estas cosas buenas y hermosas? Tú estarás solo, apartado, trabajando. Nadie te molestará. Con tal de que, al salir del estudio, sepas poner buena cara en nuestra compañía. Ves, nosotros pretendemos demasiado de ti; tú tendrías que tener paciencia con nosotros durante unas horitas al día, y luego por la noche… no acostarte tarde…
—¿Y además?... Decía Carnéades, el filósofo, al entrar en la habitación de su esposa: «¡Buena suerte! ¡Tengamos hijos! ¿Los enviarás a mi escuela?».
—¡No, oye, eso no! Deja que yo críe a los hijos que vendrán: podrías hacerlos infelices como tú. Pero sobre este tema ya discutiremos en su momento. Ahora escúchame: ¡duérmete! Déjame leer la carta de nuestra esposa, y luego contestarle. El cansancio ya se me ha pasado.
—¿Quieres que te dicte la respuesta?
—¡No, gracias! Duérmete… Yo solo puedo hacerlo. He aprendido, practicando contigo, a no cometer errores. Además, el amor no necesita a la gramática. Y tú serías capaz de arrugar la nariz al observar que nuestra esposa escribe colegio con dos «g».
II
El acuerdo
(El Gran Yo, tumbado en la meridiana, mira absorto el techo de tela, con un pingajo colgando, sobre el cual el verano suele reunir a un puñado de moscas. El pequeño yo está como sentado en un aparato de tortura, y se agita y resopla de vez en cuando. El estudio está en penumbra, gracias a la esterilla de la ventana. Pero la esterilla tiene dos o tres tiras rotas por las cuales un hilo de sol penetra, agudo, en la habitación, y se despunta a los pies de la meridiana, sobre la alfombra tejida con arte, cuya superficie multicolor incendia. El Gran Yo se vuelve para observar atentamente el áureo polvo que se mueve lento, sin pausa, en este hilo de sol y desde el cual, de vez en cuando, parte como un átomo de luz, que enseguida se extingue en la sombra.)
—¡Así es cada pensamiento mío!
—¡Bravo! ¿Y no consideras tonto al átomo que se aleja del rayo, en el cual le era concedido acunarse felizmente, para saltar a la sombra?
—No. Tonto tú, en cambio. ¿Qué precio puede tener la luz para un ciego?
—¡Bravo! Si yo no tuviera la ilusión de que nuestros ojos me beneficien como, por otro lado, los demás sentidos, que sin duda me servirían más si me concedieras mayor libertad de utilizarlos. ¿Acaso soy yo la razón por la cual no consigues ver nada?
—¿Y tú qué ves?
—¿Yo? Lo que hay que ver. Es verdad que, en estos tiempos, se ven solamente miserias y fealdades, pero tú, que podrías ser mago y hacer el hechizo por ti y por mí (si no por los demás) sobre estas miserias y estas fealdades, ¿por qué, en cambio, perdona, parece que te empeñes en hacérmelas ver más tristes y más bajas, tanto que, más que aburrimiento, podemos decir que sentimos asco por vivir?
—¿Ah, ahora tú me hablas de hechizo, tú que continuamente me llamas a las costumbres comunes, tú que eres esclavo de las comunes necesidades, tú que te dejas llevar por la corriente de los casos cotidianos, aceptando, sin pensar, la vida como se te revela en sus efectos?
—¿Cómo, cómo? ¡No te entiendo! ¿Qué acepto yo? ¿Qué rechazo yo? Yo que vivo, o mejor, quisiera vivir como tú y yo en nuestras condiciones podríamos, si no quisieras molestarte tanto por lo que, en el fondo, importa poco, al menos a mi juicio.
—¿Y cómo es ese juicio tuyo?
—¡Oh, mira! El juicio de dormir por la noche, por ejemplo, si tú no me secaras el sueño en los ojos, insinuándome en el silencio, con tus fantasías, la consternación de la muerte infalible y casi inminente; el juicio de procurarme un poco de apetito, a través de algún deporte ameno y saludable, a su debido tiempo; el juicio de no tener juicio, a veces; y finalmente (¿por qué no?) el de trabajar, pero para nuestra utilidad y la de los demás, de cualquier manera.
—¿Y luego?
—Luego nada.
—Luego te lo digo yo: resignarte a seguir así, día tras día, hasta la vejez, dejándome siempre pasmado, en suspenso, exasperada e infinitamente, obviando con fútiles pretextos mi consternación constante, sin atreverte a emprender una mínima acción, una palabra más allá de los límites de lo acostumbrado, temiendo al endrino que las leyes plantaron en defensa de esos límites, sin arrancarte un poco el traje rigurosamente a la moda o arañarte las manos honestas. Así, así tú quisieras seguir arrastrándome contigo ciegamente hacia la ruina extrema, abajo, abajo con los demás, en manada, empujado, expulsado del tiempo, como entre una manada en fuga que pastorea la poca hierba que encuentran los pies apresurados, bajo el bastón y las piedras del antiguo pastor. ¡Yo no soy parte de la manada, querido mío! Y no hablo como tú: «Aquí estoy, esquílenme, denme la forma que más les agrade». Yo quiero el dominio de mí mismo, y tú quieres tu propia esclavitud.
—¿Mi esclavitud? ¿Sí? ¿Acaso no me tienes bastante esclavizado? ¡Di que más bien me quieres muerto! Yo, pobrecito… ¿y qué más me permito hacer, sino aconsejarte, tímido y humilde, que comas algo cuando te veo languidecer, o que descanses a través de alguna distracción o de una siesta? Ah, ¿me equivoco cuando, ante el espejo, te hago notar que nuestra frente, por ejemplo, parece volverse demasiado ancha, que en breve nuestra juventud habrá terminado? ¡Y pretendes que no me queje, diablos, que no me desespere por no haber podido aprovecharla como habría deseado! ¡Sí! Desgraciadamente nada nace si la voluntad no se casa con el deseo. Y para ti el deseo siempre tuvo la ofensa de ser mío, mientras la voluntad siempre tuvo que ser tuya, y para mí infecunda de cualquier bien. Felices, felices los años de la infancia. Porque quiero esperar que tú no fueras viejo también entonces, cuando ambos éramos niños. A propósito, dime: ¿cómo se te ha ocurrido volverte tan viejo? ¡Qué infelicidad, querido mío! Si no ha sido una locura… Basta. Perdona mi pequeñez, digo yo: el sentido, el fin de la vida, ¿cómo podrás encontrarlos si no los buscas en la propia vida?
—Buscar… ¡Bravo! ¿Y cómo? La otra noche, en el coche, ¿te acuerdas?, mientras avanzábamos al paso por la calle que, en pendiente, lleva a la estación: tú pensabas en la mujer que ibas a recoger y que no vino; yo miraba la espalda y las caderas relajadas del viejo cochero, durante muchos años allí, en el pescante. «Nacer caballo es feo, por estas calles…». «¿Y yo, guiarlo?», se volvió a decirme el cochero. «¡Felices Pascuas, señor! Dele algo a una pobre viuda con cuatro hijos…». «Solo tengo fósforos en el bolsillo», me dijiste tú, y yo no le di nada a la viuda. Por la acera, a la derecha, bajaba tosiendo un viejo pobremente vestido, con el sombrero desgastado y desteñido: «¡Las últimas Pascuas, viejo! Ten cuidado en donde pones los pies, otro paso y a la fosa… ¿Has encontrado lo que yo busco?». «¡Allí!», me habría contestado el viejo, si me hubiera entendido, señalándome una pareja de novios que bajaba tras él. «Allí, pero por poco tiempo, como en muchas otras cosas: ahora intento buscarlo en la iglesia, pero no lo encontré. Semilla de lino, querido, cuando tienes tos: una buena cataplasma en el pecho y una pizca de mostaza: elimina la humedad…»
—¡Gracias! Pero el viejo buscó, vivió. Mientras tú miras vivir, y no vives. Es así, ya se sabe, yo seré un burro, pero tú no entenderás nunca cómo los demás pueden, relativamente, encontrar el sentido y el fin hoy en una cosa, mañana en una cosa diferente entre las muchas que forman y componen precisamente la vida. Ten compasión de mí. Lo ves, me conviertes también en filósofo, que sería para mí la peor de las desgracias. Por tanto, querido mío, decidamos tirarnos por una ventana o ahorcarnos de un árbol, será mejor. No, no, vamos a ver: pongámonos de acuerdo de una vez, ya que necesariamente tenemos que vivir juntos. Que creas que tu deseo de matarme es semejante al que tengo yo de matarte a ti… Te odio, te desprecio, te apalearía cada día, si luego no tuviera que gritar «¡Ay!» contigo. Pactos claros, pues, y repartámonos las horas.
—Hagámoslo.
—Cada uno de nosotros es absoluto dueño de las suyas.
—Dueño absoluto.
—Empecemos: ¿cuántas horas de sueño crees que me corresponden? Yo reclamo siete.
—¡Demasiadas!
—¿Te parecen demasiadas? ¡Pero si yo siempre tengo sueño, por tu culpa! Tú no te das cuenta, pero eres muy aburrido y, si me concedes menos horas, seguramente acabaré durmiéndome apenas te pongas a reflexionar. Sigamos. Oh, pero… espero, primero: siete horas, digo, de sueño, entendámonos. No quisiera que, como has hecho hasta ahora, apenas en la cama… pensamientos, fantasías, elucubraciones, inquietudes, libros, historias: todo se tiene que quedar en el estudio. Yo me encargo de dormirme enseguida. Y que no ocurra más que me envenenes las comidas con tus eternas reflexiones. La hora de la comida tiene que ser mía. ¿De acuerdo?
—¿Quién te la ha negado?
—No me la niegas, me la estropeas. ¿Acaso no has venido a la mesa muchas veces con un libro abierto entre las manos? Un bocado para mí y un cuarto de hora de lectura para ti. Y yo como frío y digiero mal.
—¡Basta, basta! ¡Me estás torturando!
—Basta… En el tema amor, ¿qué piensas hacer?
—Te lo dejo a ti, pero cuidado, no quiero perder tiempo.
—Ah, ¿no quieres tomarte en serio ni siquiera el amor? ¿Y qué te queda, pues, en la vida? ¿Qué querrás hacer con tu tiempo?
—Eso será asunto mío y no tienes que entrometerte.
—Está bien… es decir, está mal. Pero despéjame una duda. Dices siempre que sientes a todo el mundo en tu cerebro. Tiene que ser cierto, porque siempre tengo dolor de cabeza. Pero si la tierra te parece realmente, en este mundo tuyo, tan pequeña y miserable, ¿no consideras que yo tengo más derecho que tú a vivir en ella? Ah, en ciertos momentos, querido mío, tu grandeza me inspira piedad, y en otros me pregunto si yo, en mi pequeñez, no seré más grande que tú.
III
La víspera
(Hacia medianoche el pequeño yo, que quisiera parecer muy feliz, arrastra a casa al Gran Yo, que resopla por el aburrimiento. Durante este último mes, el primero ha estado preparando su casa matrimonial, el segundo ha tenido que seguirlo como un perro apaleado. Y se han encendido no pocas discusiones entre los dos, como fácilmente podrá imaginar quien quiera considerar cuántos obstáculos y cuántos olvidos hayan podido causarles al ansia y al cuidado de uno la desgana y la ineptitud del otro. Pero ya la nueva casa está en orden: el pequeño yo, tras despedirse de su esposa después de los acuerdos para el día de mañana, ha querido pasar a examinarla, y está contento. Ahora el Gran Yo, entrando por última vez en el apartamento de soltero, suspira largamente y exclama:)
—¡Por fin!
—Eh, no, querido mío. Un poco más de paciencia… Poca. Ahora estamos solo en la víspera…
—¡Sí, frótate las manos, tan contento! Mientras yo… Pero, en fin, ¿se puede saber cuándo terminará este poco que me vas repitiendo desde hace meses?
—Ya estamos en la víspera, te he dicho. El nido, ¿has visto?, está listo. Mañana, la boda… Mañana, por fin. Ah… Luego, ya estamos de acuerdo, a la villa y después… después, basta.
—Basta, sí: si yo no considero que vaya a ser mejor para mí morir que tener paciencia hasta entonces.
—Qué dices… ¡Ríete conmigo, venga! ¡Sé feliz conmigo! Perdona, ¿ni siquiera querrás concederme el mes de la luna de miel? ¿Te has comido el burro entero, como se suele decir, y ahora dudas si comerte la cola?87
—El burro no me lo he comido: lo he hecho contigo, durante tres meses.
—Cuando eres bueno conmigo, te consideras siempre un burro: es señal de que te arrepientes y por eso no puedo estarte agradecido.
—¿Te parece que me he divertido durante tres meses, aguantando la vela a vuestro lado, escuchando vuestras amorosas tonterías, asistiendo a vuestros caprichos y a vuestras cursilerías de monos enamorados?
—¡Como si tú no hubieras también metido baza! ¡Y como si las tonterías que se susurran los enamorados no fueran las cosas más respetables de este mundo! ¿Quieres hacerme sentir mal justamente la noche de la víspera? Sin embargo una vez, si no me equivoco, te oí decir que no hay nada en el mundo que dé mayor satisfacción que hacer felices a los demás…
—Sí, pero también dije, si no me engaño, que nada nos hace a los demás más queridos que ellos estén o se muestren contentos con nosotros. Y tú nunca te quedas satisfecho.
—No es cierto. Quizás no lo demuestro, para que tú no pretendas luego una compensación excesiva. Pero te repito, en estos tres meses, para mí llenos de alegría, me he sentido contento contigo. Y ella también, contentísima, como ciertamente te habrás dado cuenta. Es más, ¿sabes?, nuestros parientes, al verte tan bueno y razonable, casi me han dado a entender que, en su mente, yo tengo que ser el ligero, porque opinan que, queriendo… podría fácilmente persuadirte a pensar un poco más en lo material, ahora que nos casamos, dejando… por ejemplo, este arte, que no es exactamente para ganar dinero… Se equivocan, eh, desgraciadamente, y mucho… tú lo sabes; sin embargo yo, para no dejarte en evidencia, me quedé callado: no me defendí. Solamente prometí… que lo intentaría.
—No te arriesgarás, espero, a pronunciar una sola sílaba sobre este propósito.
—¡Lo sé! Sería inútil. Tenemos suerte mientras tanto, digo, de no tener que hacer pan con nuestro tiempo. Aunque, quién sabe si seríamos menos infelices si la suerte te hubiera obligado a hacer de tu escritorio, en vez de una mesa de alquimista donde te torturas a diario para destilar lágrimas de angustias misteriosas, una artesa para el pan cotidiano. Dejemos este tema. ¿Has visto qué bonito escritorio y qué estanterías hemos comprado para ti? Ella, muy atenta y amable, ha querido que tuvieras un estudio como el que has descrito en tu último libro. Yo, para agradar a los parientes, he fingido oponerme, haciéndoles observar que para describir los hermosos muebles se necesita, además de un poco de gusto, papel y tinta; pero para comprarlos se necesita dinero. Pero, en fin, la he dejado hacer para que ella te agradara más. Y dime la verdad, ¿ahora no estás contento por ello?
—Sí, pobrecita, es buena o, al menos, lo parece. Pero yo pienso que mañana nosotros dos seremos tres o mejor, tú serás dos y, ves, no puedo evitar entristecerme, sintiéndome más que nunca nacido y hecho para la soledad. Aunque reconozca que en gran parte yo soy la razón por la cual a menudo tú les pareces ligero a los demás, esta vez estás a punto de llevar a cabo algo peor que una ligereza, y si los demás la consideran tal como es para mí, quiero que tú mismo seas testigo de que yo no tengo nada que ver, en absoluto. Y por eso no quiero remordimientos por ti que, según mi previsión, desde ahora en adelante serás más infeliz de lo que has sido hasta ahora, repartido entre los deberes imprescindibles que tienes hacia mí y los nuevos que mañana asumirás hacia tu compañera. Y tampoco quiero contraer obligaciones hacia ella, que quizás en breve ya no tendrá nada para vanagloriarse de nuestra compañía.
—¡Lo he entendido! Esta noche quieres divertirte oprimiéndome el corazón. Será mejor irse a la cama.
—Esta quisiera ser tu antigua costumbre: vivir sin más ocupaciones que dormir y comer.
—Mejor que escucharte a ti, se entiende.
—Para defenderse de los reproches que desagradan y hieren, querido mío, no hace bien hacerse tapiar los oídos por el sueño; la voz no llega desde fuera: habla dentro de nosotros.
—Yo, además de la que me habla de la inminente alegría, y de esta tuya que quisiera silenciar, no oigo otras voces.
—Si escucharas un poco más tu conciencia, oirías otra voz que te dice: «¿Has pensando en la cadena a la cual estás a punto de atar a tu prole?».
—¡Oh, Dios mío, la prole, ahora! Deja primero que llegue: ¡si llega! Si todos lo pensaran antes…
—Es tan fácil admitir que tiene que llegar…
—Pues bien, haré como todos los demás.
—Mira. No dudo de que tú, por tu parte, te propongas ser un óptimo padre de familia. Pero estamos en lo de siempre: ¿me has tenido en cuenta?
—¿Y tú qué te propones ser?
—Déjame hablar. Has soñado y sueñas con una vida de amor, de paz, alegre y sincera.
—Eso espero.
—El amor, que sea, mientras dure, pero ¿y la paz? En tu casa tendré que vivir yo también…
—¡Eh, lo sé!
—No podré estar todo el día encerrado en el estudio…
—¡Lo sé!
—Iré a la mesa contigo, a la cama contigo…
—¡Lo sé, desgraciadamente, lo sé! Es mi condena, ¿crees que no lo sé?
—Bien, yo digo: ¿y la paz, pues?
—Perdona, ¿no podrías arreglártelas para disfrutar de nuestra alegría íntima? Sería un dulce espectáculo…
—No digo que no. Pero ¿tú podrás impedir que una grave sombra no caiga sobre tu casa desde mi infelicidad natural, entristeciendo a tus niños, turbando a tu mujer, cada vez que una de mis numerosas preocupaciones me desvíe de los demás, que no pueden entenderlas?
—¡Estamos a punto de casarnos, o si prefieres, estoy a punto de casarme precisamente por esto, me parece! ¡Es decir, para encontrar un remedio, a mi manera, para esta que tú llamas tu infelicidad natural!
—¡Y experimentarás una gran desilusión! Remediarlo no está en tus manos y si, en cambio, hubieras tenido mayor consideración y más amor por mí, habrías entendido que lo menos malo para nosotros dos hubiera sido quedarnos solos, y que era tu deber no ocuparte de otra cosa ni pensar en otras personas fuera de mí.
—¿Era mi deber, en suma, sacrificarme?
—No te habría parecido un sacrificio si hubieras confiado más en mí. Pero no te culpo por esta falta tuya. Yo me siento, verdaderamente me siento un extraño en esta tierra y me siento tan solo que entiendo el hecho de que en ti haya tenido que nacer, más que el deseo, la necesidad de una amorosa compañía.
—¡Menos mal!
—Si no te excuso, ves bien que tampoco te acuso…
—¿Y entonces, por qué?...
—Sí, sí, tienes razón, de hecho: esta tierra es realmente para ti, para vosotros, los demás… Tú sabes encontrar un sustento, edificas las casas y día tras día, con diligencia, encuentras un remedio más seguro contra las adversidades de la naturaleza y mayores comodidades. Yo tendría que ser el rayo de sol, el aire que alivia al entrar por las ventanas abiertas, trayendo el perfume de las flores, pero a menudo no soy capaz de serlo, a menudo tengo la crueldad del niño que con una piedra tapa el hormiguero. A menudo mi grandeza consiste en sentirme infinitamente pequeño, pero pequeña también es la Tierra para mí, y más allá de las montañas, más allá de los mares, busco algo que tiene que existir, necesariamente. De otra manera no me explicaría esta ansia arcana que me invade y que hace suspirar a las estrellas…
A mi soledad de hielo,
a mi consternación, a mi lento morir
habla en las noches estrelladas el cielo
de otros arcanos acontecimientos por sufrir
siempre en el misterio y en este anhelo.
«¿Y hasta cuándo?», el alma suspira.
Infinito silencio en lo alto acoge
su pregunta. Tiemblan
las estrellas en el cielo, casi hojas animadas
de una selva, donde sopla un hálito arcano.
—¿Tengo que poner en papel estos versos? Por Dios, no diría que hayan brotado para la fausta ocasión… Baja del cielo, te lo ruego... Si me quedo aquí, en la ventana, cojo frío. No quisiera enfriarme justo esta noche…
—Mañana contestarías con un estornudo en vez del sí sacramental.
—Bromas, bromas, sin bromas… Acabemos ya. Y antes que el fuego se apague en la chimenea, si no te molesta, ocupemos lo que queda de la noche destruyendo los papeles y las reliquias comprometedoras de nuestra juventud, que con esta noche se cierra.
IV
En sociedad
(Sala en casa de X. Reunión «intelectual». La marquesa X es escritora, pero con esta singularidad: es también una mujer guapa.
Cuarenta mil liras de renta.
Publica cuentos y variaciones sentimentales —ella las llama así— en las principales revistas.
Su marido, el honorable marqués X, calvo, miope, barbudo, va por la cuarta legislatura, se sienta a la Derecha, pero es —se entiende— liberal y democrático él también. Coleccionista apasionado, posee, como su majestad, una preciosa colección de medallas. No es muy celoso de ella. Prueba de ello es que ha regalado más de una hermosa medalla a escritores muy conocidos, admiradores de su esposa.
Frecuentan la casa muchas mujeres de la aristocracia y señoras patronas de la Sociedad para la Cultura de la Mujer, senadores, diputados, literatos y periodistas escogidos.
Para decir la verdad, el pequeño yo no ha brujuleado en absoluto para entrar en el grupo de estos elegidos, pero sería hipócrita negar que la invitación le haya procurado un vivo placer y una gran satisfacción, por la cual el Gran Yo se ha irritado.
Ahora bien, la marquesa X, rubia y carnosa, radiante y palpitante con su atrevidísimo pero no indecente escote, coge al pequeño yo del brazo, pasea con él por la sala para presentarlo a las damas, a las señoras, con referencias fugaces al Gran Yo, que se sonroja, mientras el pequeño yo —sonrisa rápida y gesto vivo— se inclina.
Una vez terminada la presentación, el Gran Yo le pregunta al pequeño yo:)
—¿Dónde te sentarás, ahora?
—Espera: déjame mirar. ¡Pero anímate! Pareces aún asombrado por la gravedad del camarero que nos ha quitado el abrigo. Ten cuidado, porque si quieres asumir una actitud seria será peor.
—¡Yo me ahogo, querido mío, qué recato! Me has ahorcado en una pajarita más grande que tú, me has arreglado como a un fantoche…
—¡Vamos, paciencia! ¡Compuesto, arriba! Se darán cuenta, por Dios, que no estamos acostumbrados a llevar frac…
—¿Y cómo quieres que me importe? Lo sabías bien, imbécil, que me sentiría incómodo entre esta gente, con este ridículo traje. ¡Que me harías quedar mal!
—Pero si he venido por ti, para darte a conocer, para que te vieran…
—¿Como un oso en la feria?
—¡Tienes que aprender, Dios santo! Escucha, escucha qué se dice allí, en aquel grupo de diputados y periodistas. Hablan de la Revolución rusa, compadecen a Witte…88 ¡Qué lástima! El hombre que en pocos días, automáticamente, había conseguido volver vanas muchas victorias japonesas, ahora… «¡No, señores!», dice el brillante periodista Kappa, «¡les ruego creer que en Portsmouth no ganó el señor Witte!». «¡Oh, oh! ¿Y quién ganó, pues?». «¡Su frac, señores, su frac! El hombrecito amarillo, con cola de golondrina, ustedes lo saben, es ridículo…».
—(Kappa nos ha mirado…)
—(Calla, escuchemos.) «Señores míos, los japoneses, listos como son, habrían tenido que entenderlo. Uno no se quita impunemente su traje habitual…»
—(¿Oyes? ¿Oyes?)
—(¡Calla!) «Uno no se quita impunemente el traje nacional, señores, el traje que se ajusta a sus rasgos naturales, al color de su piel y qué sé yo. Si el señor Witte y los demás invitados rusos se hubieran encontrado ante una exposición de figuras japonesas, de las que solemos ver en los abanicos, en los floreros y en las mamparas, pensando en cómo aquellas figuritas que parecen hechas en broma habían invadido la santa Rusia con una tempestad tan furiosa, les aseguro que se habrían quedado muy desconcertados y no habrían ganado tan fácilmente. En cambio, se encontraron con el señor Komura en frac y lo trataron como los camareros de un gran señor tratan, por ejemplo, a un alcalde de pueblo invitado a una comida de gala en palacio.»
—¡Bien! Espero que esta lección te sirva en el futuro.
—¡Tendría que servirte a ti, me parece! Ha triunfado el frac, a fin de cuentas. Y que creas que hoy en día… ¡Calla! Se nos acerca un señor…
—¡Evítalo! ¡Mira hacia otro lado!
—¡Quédate aquí! Aquí está… Dice que te conoce de nombre… que ha leído. Oh, demasiado bueno… demasiado bueno… ¡Por Dios, déjame escuchar lo que dice! Ah, nos pregunta si llevamos mucho tiempo en Roma. ¿Qué nos parece? Rápido: sugiéreme una frase bonita sobre Roma…
—Dile que casi se está convirtiendo en París…
—¡Bien, bien! ¿Oyes? El señor aprueba… No sonrías así… El señor me pregunta por qué sonreímos. Pero él dice que París…
—¡Ya se sabe, diablos! Has hecho que se aleje… ¡Y ahora tienes un enemigo más! ¡Eres incorregible, de verdad! ¿Qué gusto sientes al hacer el vacío a tu alrededor? ¡Y luego te quejas de que nadie se preocupe por ti! ¡Si no hablas, si no te mueves, si no atraes de ninguna manera la atención de la gente! ¿Solo a mí me tienes que fastidiar el alma? ¡Habla! ¿O cómo quieres que la gente aprenda a conocerte?
—Viniendo aquí, paseando tu traje y tu tontería, ¿quieres que la gente aprenda a conocerme?
—Yo quisiera que antes tú, en cambio, aprendieras a conocer a la gente, como es realmente y no como tú te la imaginas. Mientras yo hablo y, para no molestar, tal vez digo tonterías, tómate la molestia de observar, sin demasiada insistencia, lo que hay a tu alrededor y, créeme, encontrarás algo que estudiar aquí con más provecho que en tus numerosos libros… ¿Oyes cómo se pasa, cómo se salta de un tema al otro, sin pedantería, sin intolerancia? Ideas profundas, no, y ninguna pasión, ¡es cierto! Pero qué gustos tan vivos, qué trato tan vivo, qué compostura tan exquisita de modos y de palabras… Mira a aquellas damas: intelectuales, resulta innegable; ¡pero qué hombros, qué pechos, no obstante! Sin embargo, su mirada es tan tranquila, como si no tuvieran la más lejana sospecha de estar desnudas así… ¡Y sus pobres maridos! ¡Quién sabe cuántos están pensando en este preciso momento!: «¡Si volviéramos al menos a la hoja de parra! Porque, con respecto a la desnudez, Dios bueno, después de haber gastado un ojo de la cara en vestir a nuestras mujeres, aquí están: la muestran igualmente…». ¡No ahondes demasiado con la mirada! Hay que gozar de esta vista fugazmente, como de una ilusión que pasa, de una espléndida fantasmagoría que se evapora… Mírate en aquel espejo… ¡Estás rojo como una amapola!... Este perfume… Te turbas demasiado, ¿eh? ¡Gran hombre! Un poco de aire en la ventana…
—¿No sería mejor irnos?
—¡No, no, ven aquí, a la ventana!
—Se respira…
—Qué contraste, ¿eh? ¡Qué oscuridad! Y cómo todo parece lúgubre… Mira aquellas farolas y los arbolitos de la plaza… el reflejo vacilante del gas sobre el enlosado… y aquellos dos faros de carroza que avanzan lentamente… ¡Qué escualidez fúnebre! Oh, nos llaman… ven… La marquesa nos pregunta si nos aburrimos…
—¡Me divierto muchísimo!
—¡Oh, cuidado! Estamos entre damas. Hablan del duque de Orleáns… Dicen que empieza a encontrar el camino para volver a Francia, como rey. Ha hecho un viaje al Polo Norte. Te preguntan qué opinas…
—¡Bah! Tiene que ser una gran satisfacción poder decir: «Aquí estoy: ¡he alcanzado el Polo! Nadie lo sabe, pero yo me sostengo ahora con la punta de un solo pie, nada menos que en el extremo del imaginario eje terrestre. No hay nada escrito, pero estar aquí no es precisamente como estar un paso más allá. Aquí el punto es real. Hielo, sí, y un frío endiablado, y no se ve a nadie, pero estoy aquí, alto, en este momento, más que cualquier rey en su trono». Quizás el duque de Orleáns, una vez llegado al Polo, se habría contentado con estar un poco más abajo, en el trono de Francia, de manera estable. Pero ¿acaso los diarios no nos han dicho que, en vez del Polo, él descubrió una isla y que la bautizó Tierra de Francia? ¡Yo no entiendo nada! Tierra de Francia y volvió atrás… Para empezar, mientras tanto, podía proclamarse rey de aquella Francia…
—Tal vez hacía demasiado frío. Hay otro emperador que no puede residir en su imperio, porque hace demasiado calor, en cambio. Allí los glaciares del Polo, aquí las arenas del desierto.
—Pero Lebaudy, al menos, se ha proclamado emperador.89
—¡Bien! ¿Ves? Has hecho reír a estas hermosas señoras… Si tú quisieras… ¡Despacio! ¿Qué ocurre? Se levantan…
—¿Se baila? ¡Si se baila, vámonos enseguida! Mira: no atiendo a razones… ¡Vámonos!
—¡Oso, no se baila! ¿No oyes? La señorita B. tocará: ahora se hace rogar. Tiene las manos heladas, pobrecita, ¡no puede! Mira, mira: un joven le propone calentárselas, haciendo que aplauda fuerte… Oh, Dios, y ella se lo cree: esconde las manos, muestra los dientes hermosos, se retuerce toda… Ah, las amigas la arrastran al piano…
—¿Música moderna?
—¡Nada de música! Cabriolas de las manos sobre el teclado. Escucha. Luego aplaudiremos.
—Te estás volviendo estúpido, querido mío: ¡me asustas!
—¡Ánimo! Los hay peores que yo… Mira cómo todos están atentos, ahora, y absortos… ¡Y qué silencio! Mira, qué ceños fruncidos, aquel diputado con el rostro rojo como una bola de queso de Holanda… ¿La patria está en peligro? No: observa los hombros, la nuca de la marquesa, que está realmente espléndida esta noche, como una diosa de Rubens… Dime algo, ¿en serio este espectáculo no te divierte?
—¡Mucho! Oye: cúbreme la boca con la mano.
—¿Por qué? ¿Qué haces?
—Ponme enseguida una mano ante la boca…
—¿Bostezas?
—Bostezo.
86 Pirandello redactó el primero de los diálogos en el año 1895, el segundo y el tercero son del año 1897, mientras el último es del 1906.
87 Referencia a un refrán siciliano, utilizado para referirse a la parte final de un trabajo difícil de concluir.
88 Sergius Witte, ministro de Comunicaciones y de Hacienda ruso durante el régimen del zar Alejandro III (1892-1903). Con Roman Rosen firmó el Tratado de Portsmouth (1905) que definía los términos de la paz entre Rusia y Japón.
89 Jacques Lebaudy se autoproclamó emperador del supuesto imperio del Sáhara (1903).