LA ELECCIÓN

Tan delgado como alto, y más alto todavía, Dios mío, habría sido si su tronco, de pronto, casi cansado de crecer hacia arriba, no se hubiera encorvado en una joroba desde la cual el cuello parecía salir, penosamente arqueado, como el de un pollo, pero con una nuez de Adán grande y sobresaliente, que se movía arriba y abajo cada vez que tragaba.

Lo veo ante mis ojos miserablemente vestido de gris, con un viejo sombrero desteñido y desgastado, donde su delgadísima cabeza se habría hundido entera si no hubiera sido por las orejas que sostenían las alas: pero se hundía toda la frente, cejas incluidas, de manera que el pequeño, huesudo y anguloso rostro parecía empezar desde aquella nariz puntiaguda como un pico y con los agujeros muy grandes, como un pájaro rapaz, que volvía tan característica su fisonomía. Se esforzaba por mantener continuamente los labios entre los dientes, como para morder, castigar y esconder una risita cortante, muy característica, pero el esfuerzo en parte era vano, porque esta risita, al no poder salir por los labios así aprisionados, se le escapaba por los ojos, más aguda y burlona que nunca.

Era mi tutor y se llamaba Pinzone.

El día de los muertos es una fiesta para los niños de Sicilia. La Befana (tal vez porque en las casas de las ciudades y de los pueblos de las islas no hay caminos por los cuales ella pueda viajar) no trae regalos allí abajo. En cambio, los traen los muertos en la víspera de su día, hacia la medianoche: los parientes o los amigos difuntos traen, en su memoria, alguna monedita y dulces o juguetes, pero solo a los niños listos. Más listas, según mi parecer, tendrían que ser las madres al no encender así, con miedo, la fantasía de sus hijos. Mi madre me enviaba sin más con mi tutor, Pinzone, al mercado de los juguetes.

Recuerdo qué pena febril, vibrante de mil deseos, me costaba la elección en aquel mercado.

Aturdido por los reclamos confusos y groseros de tantos vendedores gritando, me giraba perplejo hacia un lado y hacia el otro, escuchaba, durante un rato, el elogio de la mercancía de cada cual, mientras otras manos me invitaban con gestos vivacísimos desde los puestos vecinos y otras voces me gritaban que no me creyera aquellas promesas. De tal manera que habría tenido que deducir que no encontraría nada bueno en ningún lado, y viceversa, que lo bueno se encontraba en cada puesto.

El viejo Pinzone me arrastraba de un brazo, arrancándome a la fuerza de los alicientes de este o de aquel vendedor:

—¡No les hagas caso, ven! Te quiere engañar… Primero recorre todo el mercado; cuando lo hayas visto todo, elegirás…

En la saña de la competencia, los vendedores, al ver que me alejaba así, tirado de un brazo, lanzaban injurias e imprecaciones contra el pobre Pinzone. Pero él se reía, sacudiendo la cabeza bajo la furia de las palabrotas y solamente contestaba a las mías, repitiéndome:

—No les hagas caso: te quieren engañar…

Algunos eran más agresivos; saltaban del puesto con un juguete en la mano y nos rodeaban, impidiéndonos el paso: uno me ofrecía una trompeta, por ejemplo, otro una locomotora de vapor de hojalata a la cual se enganchaban dos o tres vagones; un tercero me ofrecía un pequeño tambor, y los tres le gritaban a Pinzone:

—Viejo imbécil, deje que el chico compre lo que desea. ¿Acaso tiene que elegir según su gusto? ¿No ve que quiere la trompeta?

—¿Qué trompeta? ¡Quiere la locomotora! Mira: camina sola…

—¿Qué trompeta ni qué locomotora? Quiere el tambor: pum pam… Los palillos… ¡Toma, cógelos, querido! No le hagas caso a este viejo…

Yo miraba a Pinzone a los ojos.

—¿Lo quieres? —me preguntaba él.

Y yo, sin apartar la mirada, contestaba con el no que estaba en sus ojos y en el tono de su pregunta.

Así recorríamos el mercado; luego, como casi cada año, acababa volviendo al puesto donde se vendían las marionetas, que eran mi pasión. Ay de mí, pero también allí entre paladinos de Francia y caballeros moros, brillantes en sus armaduras de cobre y de latón, expuestos en largas filas en las cuerdas de hierro, estaba obligado a elegir, pese a que hubiera querido llevármelos a todos. ¿Cuál entre tantos?

—¡Coja a Orlando, señorito! —me aconsejaba el vendedor—. El campeón más fuerte de Francia: se lo dejo por diez liras y cincuenta…

Enseguida Pinzone, prevenido por mi madre, lo asaltaba, explotando:

—¡Vaya! ¿Diez liras y cincuenta? Pero si no vale ni tres bayocos… Hijo mío, mira: ¡tiene los ojos torcidos! Y además, sí, campeón de Francia… estaba loco perdido…

—Entonces coja a Rinaldo de Montalbano…

—¡Pero… un ladrón! —exclamaba Pinzone.

Y Astolfo era un fanfarrón, y Gano un traidor… en breve, Pinzone encontraba algo que decir sobre cualquier marioneta que aquel me presentaba, hasta que el vendedor, irritado, le gritaba:

—¡En fin, señor mío! Es cierto que se necesita lo triste y lo bueno, el paladino fiel y Gano el traidor, si no la representación no se puede llevar a cabo…

Han pasado muchos años; Pinzone ha muerto. Yo todavía no tengo, para decir verdad, ni una cana que me dé razón para afligirme de lo que antes deseaba tan ardientemente: un par de bigotes y una barba preciosa; pero confieso que desde hace un tiempo miro con envidia más intensa un cuadro donde aparezco representado con los pantalones de terciopelo a media pierna y una fiel marioneta en la mano, ¡tan bonita, déjenme decirlo! Y culpo a Pinzone por este sentimiento de envidia que siento ante mi retrato de niño.

Porque tienen que saber que yo todavía voy al mercado. Ya no es de juguetes (aunque hay muchos y no faltan las marionetas): es una feria mucho más grande, y voy para elegir a los héroes y las heroínas de mis novelas y de mis cuentos. Ahora bien, mi envidia deriva de esto: que mientras yo, niño, en cierto punto dejaba de escuchar las cortantes observaciones de mi gris tutor y cedía inflamado a los elogios del vendedor, hoy siento que Pinzone no solo sigue viviendo en mi interior, sino que ejerce sobre mí un poder verdaderamente tiránico, y me estropea y apaga cada una de mis alegrías. Por mucho que haga, no consigo quitármelo de encima.

«¿Ves, hijo mío?», me va repitiendo continuamente al oído, «¿Ves qué mercado tan melancólico? No creas en los que lo pintan todo dorado: cielo de oro, árboles de oro, mar de oro… ¡Es oro falso, hijo mío! ¡Cartón piedra dorado! ¿Y ves qué clase de héroes te ofrece hoy la vida? ¡Triunfan solo los ladrones, los hipócritas, los estafadores! ¿Acaso eliges a un héroe honesto? Elegirás por necesidad a un impotente, a un vencido, a un mezquino, y tu representación será fastidiosa y triste. Practicando contigo sin que lo supieras, poco a poco me he estado instruyendo. Ahora yo te pregunto: ¿Crees tú que, para los hombres venideros, pueda valer la excusa de que tu arte se ha limitado a reflejar la vida de tu tiempo? Seamos justos: ¿qué valor tendría, ante nuestra estimativa estética, esa misma excusa si, por ejemplo, nos la presentara, presuntuoso y engreído, un escritor del siglo XV? Nosotros le contestaríamos: ¡Peor para ti, querido mío!

En ciertos momentos, hijo, la vida se vuelve tan pérfida que los escritores no pueden hacer nada, y cuanto más fielmente la retratan, tanto más su obra está condenada a morir. ¿Qué virtud de resistencia quieres que tengan, contra el tiempo, las criaturas del arte nacidas de nuestros pensamientos disociados, de nuestros actos impulsivos y casi sin ley, de nuestros sentimientos disgregados y en la discordia de los consejos más opuestos, estos míseros, vanos, tristes fantoches que puede ofrecerte solo la feria de hoy?».

Estos y otros desconsuelos me va repitiendo constantemente Pinzone. Yo miro a mi alrededor, y no sé contestarle. Ah, ¿quién sabría, quién sabría crearme, para taparle la boca, un héroe, no como es, sino como tendría que ser?