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Los novelistas deberían dar gracias a Flaubert del mismo modo que los poetas dan gracias a la primavera: todo renace con él. Realmente hay un antes y un después de Flaubert; él estableció de forma decisiva lo que la mayoría de los lectores y escritores piensan que es la narración realista moderna, y su influencia es casi demasiado familiar para resultar visible. Apenas nos damos cuenta de que la buena prosa favorece los detalles expresivos y brillantes; de que privilegia un alto grado de observación visual; de que mantiene una compostura poco sentimental y sabe retirarse, como un buen ayuda de cámara, y evitar los comentarios superfluos; de que juzga el bien y el mal con neutralidad; de que busca la verdad, aun a costa de repelernos; y de que las huellas del autor en toda ella paradójicamente son rastreables, pero no visibles. Se puede encontrar algo de todo esto en Defoe, o en Austen, o en Balzac, pero no todo hasta Flaubert.
Tomemos el siguiente fragmento en el cual Frédéric Moreau, el héroe de La educación sentimental, vaga por el Barrio Latino, animado por el aliento y los sonidos de París:
Iba paseando despreocupadamente por el Barrio Latino, que normalmente hervía de vida, pero en aquella época estaba desierto, porque los estudiantes se habían ido todos con sus familias. Los grandes muros de las facultades parecían más sombríos que nunca, como si el silencio los hiciera más largos; se oían todo tipo de sonidos pacíficos, el aleteo de unas alas en la jaula de un pájaro, el zumbido de un torno, el martilleo de un zapatero; y los ropavejeros, en medio de la calle, miraban en vano todas las ventanas. En el interior de los cafés desiertos, las señoras que atendían la barra bostezaban entre sus botellas llenas; los periódicos yacían bien ordenados en las mesas de los saloncitos de lectura; en el taller de las planchadoras la colada oscilaba con el soplo de las tibias corrientes. De vez en cuando él se detenía ante el escaparate de un librero; un ómnibus, que bajaba por la calle rozando la acera, le hizo volver la cabeza, y cuando llegó al Luxemburgo, no fue más allá.
Esto se publicó en 1869, pero podía haber aparecido en 1969; muchos novelistas todavía escriben esencialmente igual. Flaubert parece escudriñar las calles de manera indiferente, como una cámara. Igual que cuando vemos una película ya no nos damos cuenta de lo que se ha excluido, de lo que ha quedado justo fuera del encuadre de la cámara, así tampoco notamos lo que Flaubert ha decidido «no» observar. Y ya no nos damos cuenta de que lo que sí ha elegido no se ha observado de forma casual, desde luego, sino que se ha elegido despiadadamente, que cada detalle está casi congelado en su gel de selectividad. Qué soberbios y magníficamente aislados están esos detalles: la mujer que bosteza, los periódicos sin abrir, la colada que oscila en el aire caliente.
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El motivo de que al principio no notemos lo cuidadosamente que ha seleccionado Flaubert los detalles es porque Flaubert se ha esforzado muchísimo para ocultarnos su trabajo, y consigue escamotear hábilmente la cuestión de saber quién nota todo eso, si Flaubert o Frédéric. Flaubert lo decía de una manera muy explícita. Quería que el lector se enfrentase con lo que él llamaba un muro liso de una prosa aparentemente impersonal, y que los detalles se fuesen acumulando sin más, como en la vida. «Un autor en su trabajo debe ser como Dios en el universo, presente en todas partes y no visible en ninguna —escribió en una de sus famosas cartas en 1852—. Como el arte es una segunda naturaleza, el creador de esa naturaleza debe actuar con unos procedimientos análogos: dejemos que se note en todos los átomos, en todos los aspectos, una oculta e infinita imperturbabilidad. El efecto en el espectador debe ser una especie de asombro. ¿Cómo ha podido ocurrir todo esto?»
Con ese fin, Flaubert perfeccionó una técnica que era esencial para la narración realista: la confusión del detalle habitual con el detalle dinámico. Obviamente, en las calles de París las mujeres no pueden bostezar durante el mismo periodo de tiempo en que la colada oscila o los periódicos yacen en las mesas. Los detalles de Flaubert pertenecen a compases de tiempo distintos, algunos instantáneos, otros recurrentes; sin embargo, todos están juntos y unificados, como si ocurrieran de forma simultánea.
El efecto es similar a la vida, de una forma bellamente artificial. Flaubert consigue sugerir que todos esos detalles, de alguna manera, son a la vez importantes y poco importantes: importantes porque los ha observado él y los ha vertido en el papel, y poco importantes porque están mezclados, como vistos por el rabillo del ojo; parecen acudir a nosotros justo «como la vida misma». De esto surge gran parte del arte de narrar moderno, como por ejemplo los reportajes de guerra. El escritor de novelas policíacas y el corresponsal de guerra simplemente aumentan la intensidad de este contraste entre los detalles importantes y los no importantes, convirtiéndolo en una tensión entre lo espantoso y lo normal: un soldado muere mientras cerca un niño va al colegio.
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Los diferentes compases de tiempo no fueron invención de Flaubert, por supuesto. Siempre ha habido personajes que hacían algo mientras pasaba otra cosa. En el canto XXII de la Ilíada la mujer de Héctor está en casa calentándole el baño mientras él, de hecho, acaba de morir momentos antes; Auden alababa a Brueghel en «Musée des Beaux Arts» observando que, mientras Ícaro cae, un barco se balancea tranquilamente entre las olas, sin darse cuenta. En la parte que transcurre en Dunkerque de Expiación, de Ian McEwan, el protagonista, un soldado británico que se retira entre el caos y la muerte hacia Dunkerque, ve una barca que navega. «Detrás de él, a unos quince kilómetros de distancia, Dunkerque ardía. Delante, en la proa, dos niños se inclinaban hacia una bicicleta vuelta del revés, quizá reparando un pinchazo.»
Flaubert difiere un poco de esos ejemplos por su insistencia en mezclar los acontecimientos que ocurren a largo y a corto plazo. Brueghel y McEwan están describiendo dos cosas muy distintas que ocurren al mismo tiempo; Flaubert establece una imposibilidad temporal: que el ojo (su ojo, o el de Frédéric) es capaz de presenciar, de un solo trago visual, por así decirlo, sensaciones y actos que pueden estar ocurriendo a muy distintas velocidades y en momentos diferentes. En La educación sentimental, cuando la revolución de 1848 llega a París y los soldados están disparando a todo el mundo y todo es caos: «Fue corriendo hasta el Quai Voltaire. Un hombre viejo en mangas de camisa lloraba en una ventana abierta, con los ojos elevados hacia el cielo. El Sena fluía pacíficamente. El cielo era azul; los pájaros cantaban en las Tullerías». De nuevo el hecho excepcional del viejo en la ventana se mezcla con hechos más a largo plazo, como si todos fueran iguales.
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A partir de aquí damos un pequeño salto hacia la insistencia, familiar en la cobertura moderna de las guerras, de que lo espantoso y lo normal se observan al mismo tiempo, por parte del héroe de ficción o por parte del escritor, o de ambos, y de alguna manera no existe ninguna diferencia importante entre ambas experiencias: todo detalle es abrumador, de alguna manera, y golpea al traumatizado observador de la misma forma. Aquí tenemos de nuevo La educación sentimental:
Disparaban desde todas las ventanas que daban a la plaza; las balas silbaban por el aire; el agua de la fuente perforada se mezclaba con la sangre, se extendía formando charcos en el suelo. Todos resbalaban en el barro y tropezaban con ropas, chacós y armas; Frédéric notó algo blando debajo de su pie: era la mano de un sargento con casaca gris que yacía boca abajo en el arroyo. Seguían llegando nuevos grupos de trabajadores, empujando a los combatientes hacia la caseta del guardia. El fuego se hacía más rápido. Las tabernas estaban abiertas, y de vez en cuando alguien entraba para fumarse una pipa o beberse una jarra de cerveza, y después volvían a la lucha. Un perro callejero se puso a aullar. Eso provocaba la risa.
El momento que más nos sorprende por definitivamente moderno en este fragmento es «Frédéric notó algo blando debajo de su pie: era la mano de un sargento con casaca gris». Primero la terrible y tranquila anticipación («algo blando»), y luego la terrible y tranquila verificación («era la mano de un sargento»), y la escritura que se niega a implicarse en la emoción del material. Ian McEwan utiliza sistemáticamente la misma técnica en la parte de Dunkerque, y también Stephen Crane (que leyó La educación sentimental) en La roja insignia del valor:
Le miraba un hombre muerto sentado y con la espalda apoyada en un árbol como si fuese una columna. El cadáver iba vestido con un uniforme que en tiempos había sido azul, pero ahora se había desvaído y era de un melancólico tono verdoso. Los ojos, que miraban al joven, habían adquirido ese aspecto apagado que se puede ver en el costado de un pez muerto. La boca estaba abierta. Su color rojo había cambiado a un amarillo atroz. Por encima de la piel gris del rostro corrían unas hormigas pequeñas. Una iba arrastrando una especie de bulto a lo largo del labio superior.
Esto es más «cinematográfico» aún que Flaubert (y las películas, por supuesto, copian esta técnica de la novela). Aquí se encuentra el horror tranquilo («ese aspecto apagado que se puede ver en el costado de un pez muerto»). Vemos también la acción de zoom de una lente que se acerca más y más al cadáver. Pero el lector se acerca cada vez más y más al horror, mientras la prosa se mueve simultáneamente cada vez más y más hacia atrás, insistiendo en su antisentimentalidad. Ahí aparece el compromiso moderno con el propio detalle: el protagonista parece notar muchas cosas, registrarlo todo. («Una iba arrastrando una especie de bulto a lo largo del labio superior.» ¿Realmente alguno de nosotros sería capaz de ver todo eso?).
Y después están los diferentes compases temporales: el cadáver estará muerto para siempre, pero en su rostro sigue la vida; las hormigas se atarean, indiferentes a la mortalidad humana[9].