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FLAUBERT Y EL AUGE DEL FLÂNEUR

 

 

 

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Flaubert puede unir todos esos compases temporales porque los tiempos verbales del francés le permiten utilizar el pasado imperfecto para transmitir tanto actos diferenciados («recorría la calle») como actos que ocurren de forma recurrente («cada semana recorría la calle»). El inglés es más torpe para eso, y debe recurrir a un rodeo («he used to do something») o a verbos auxiliares («every week he would sweep the road») para traducir esos tiempos verbales de una forma precisa. Pero si se hace eso en inglés el juego ya no tiene sentido, porque admitimos la existencia de distintas temporalidades. En Contra Sainte-Beuve, Proust ya vio con toda justeza que ese uso del pasado imperfecto era la gran innovación de Flaubert. Y Flaubert encuentra ese nuevo estilo de realismo en su uso del ojo, el ojo del autor, y el ojo del personaje. Ya he dicho que el Ahmad de Updike, que simplemente iba andando por la calle y observando cosas y pensando en cosas, estaba comprometido en la clásica actividad novelística posflaubertiana. El Frédéric de Flaubert es un precursor de lo que más adelante se llamaría el flâneur: el paseante ocioso, normalmente un hombre joven que camina por las calles sin demasiada urgencia, mirando, observando, reflexionando. Conocemos ese tipo por Baudelaire, por el narrador que todo lo ve de la novela autobiográfica de Rilke Los cuadernos de Malte Laurids Brigge y por los escritos de Walter Benjamin sobre Baudelaire.

 

 

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Esta figura es, esencialmente, un doble del autor, es el explorador poroso del autor, inundado por las impresiones sin poderlo evitar. Sale al mundo como la paloma de Noé, para volver con información. El auge de ese explorador del autor está íntimamente conectado con el auge del urbanismo, con el hecho de que las enormes aglomeraciones de humanidad aportan al escritor (o al perceptor que este ha designado) enormes cantidades de detalles, asombrosamente variados. Jane Austen es en esencia una novelista rural, y Londres, tal como figuraba en Emma, es ni más ni menos que el pueblo de Highgate. Sus heroínas nunca andan por ahí ociosas, pensando y mirando nada más: todos sus pensamientos están intensamente concentrados en el problema moral que tienen ante ellas. Pero cuando Wordsworth, más o menos por la época en que escribía la joven Austen, visita Londres en El preludio, inmediatamente empieza a parecer un flâneur, como un novelista moderno:

 

Aquí, tiras de romances cuelgan de las paredes muertas,

anuncios de tamaño gigante, desde lo alto

avanzan, con todos los colores posibles a la vista...

Un tullido se desplaza, cortado por el torso

empujándose con los brazos...

El soltero al que le gusta el sol,

el militar ocioso, y la dama...

El italiano, con su marco de imágenes

encima de la cabeza; con la cesta a la cintura

el judío; el turco majestuoso y de lentos movimientos

con su carga de babuchas amontonadas bajo el brazo.

 

Wordsworth sigue escribiendo que si nos cansamos de las «visiones azarosas», podemos encontrar en la multitud «todo tipo de hombres»:

 

De todos los colores que el sol nos obsequia,

y cada personaje con su rostro y forma

el sueco, el ruso; del hermoso sur,

el francés y el español; de la remota

América, el indio cazador; moros,

malayos, lascares, tártaros y chinos

y damas negras con vestidos de muselina blanca.

 

Observemos que Wordsworth, como Flaubert, ajusta la lente de su óptica a su gusto: tenemos varias líneas generales de catalogación (el sueco, el ruso, el americano, etcétera) pero acabamos con un repentino alarde de un único color contrastante: «y damas negras con vestidos de muselina blanca». El escritor acerca y aleja el zoom a voluntad, pero estos detalles, a pesar de sus diferencias de foco e intensidad, los empuja hacia nosotros, como si usara el rastrillo de un crupier, y los apila en un único montón.

 

 

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Wordsworth se ve a sí mismo en esos aspectos de Londres. Es un poeta que escribe de sí mismo. El novelista quiere también consignar los detalles como él, pero es más difícil actuar como poeta lírico en una novela, porque hay que escribir a través de otras personas, y volvemos siempre a nuestra tensión novelística básica: ¿es el novelista quien observa todas esas cosas o el personaje de ficción? En aquel primer fragmento de La educación sentimental, ¿está haciendo Flaubert una bonita ambientación de escenario parisina, asume el lector que Frédéric quizá ve «algunos» de los detalles del párrafo, mientras que Flaubert los ve todos en su mente; o bien el párrafo entero está escrito en estilo indirecto libre, asumiendo que Frédéric se da cuenta de «todo» aquello sobre lo que Flaubert atrae nuestra atención: los periódicos sin abrir, las mujeres que bostezan y así sucesivamente? La innovación de Flaubert consistió en hacer innecesaria esta pregunta, y confundir de tal modo autor y flâneur que el lector inconscientemente eleve a Frédéric hasta el nivel estilístico de Flaubert: a ambos se les debe de dar muy bien observar cosas, pensamos, y nos contentamos con dejarlo ahí.

Flaubert tiene que hacer esto porque es a la vez realista y estilista, informador y poeta frustrado. El realista quiere registrar muchas cosas, hacer con París una jugada al estilo balzaquiano. Pero el estilista no se contenta con el revoltijo y la verbosidad balzaquianos; quiere disciplinar ese galimatías de detalles y convertirlo en frases e imágenes inmaculadas: las cartas de Flaubert hablan del esfuerzo de intentar convertir la prosa en poesía[10]. Ahora asumimos más o menos, tan fuerte ha sido la influencia flaubertiana en nuestra época, que un estilista de primera fila a veces debe escribir por encima de sus personajes (como en los ejemplos de Updike o Saul Bellow), o incluso nombrar a un sustituto: Humbert Humbert anuncia con toda tranquilidad que él tiene un buen estilo prosístico, seguramente para explicar la prosa excesivamente desarrollada de su creador. Bellow se complace en informarnos de que sus personajes son «informadores de primera clase».

 

 

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En el momento en que las innovaciones flaubertianas alcanzaron a un novelista como Christopher Isherwood, que escribía en la década de 1930, se habían ido puliendo hasta alcanzar un enorme brillo técnico. En Adiós a Berlín, publicado en 1939, declara al principio, en una frase muy conocida: «Yo soy como una cámara con el obturador abierto, pasiva, minuciosa, incapaz de pensar. Capto la imagen del hombre que se afeita en la ventana de enfrente y la de la mujer en quimono, lavándose la cabeza. Habrá que revelarlas algún día, fijarlas cuidadosamente en el papel»(4). Isherwood hace honor a esa afirmación suya en un párrafo como el que sigue, en el principio del capítulo titulado «Los Nowak»:

 

A la Wassertorstrasse se entraba por un gran arco de piedra, resto del antiguo Berlín, pintarrajeado de hoces y martillos y cruces gamadas y empastado con desgarrados carteles anunciadores de subastas o de crímenes. Era una calle empedrada, destartalada y honda en la que se revolcaba un ejército de chiquillos llorones. Muchachos con jerséis de lana circulaban en bicicleta, haciendo eses y jaleando a las chicas que pasaban con sus cántaras de leche. El pavimento estaba marcado con tiza para jugar al aeroplano. Al final de la calle, como una herramienta oxidada, larga y peligrosamente aguda, se levantaba una iglesia.

 

Isherwood afirma de manera mucho más flagrante aún que Flaubert la aleatoriedad de los detalles, intentando disfrazar más que Flaubert esa misma aleatoriedad. Esa es precisamente la formalización que se podría esperar de un estilo literario que fue radical setenta años antes y que entonces se descomponía un poco en una forma familiar de ordenar la realidad en la página: un conjunto de normas útiles, en efecto. Fingiéndose una cámara que se limita a registrar, Isherwood parece pasar una mirada amplia y anodina por la Wassertorstrasse: aquí, dice, hay un arco, una calle llena de chiquillos, unos muchachos con bicicletas y chicas con cántaras de leche. Una mirada rápida. Pero como Flaubert, aunque mucho menos asertivamente, Isherwood insiste en ralentizar la actividad dinámica y congelar los actos habituales. Es posible que la calle esté plagada de chiquillos, pero no puede ser que estén siempre «llorando». Del mismo modo ocurre con los muchachos en bicicleta y las chicas con la leche, que se presentan como parte del mobiliario habitual del lugar. Por otra parte, los carteles desgarrados y el pavimento marcado con el juego infantil han sido extraídos por el autor de su inactividad y convertidos temporalmente en algo ruidoso: aparecen ante nosotros de repente, pero pertenecen a un compás temporal muy diferente de los chiquillos y los muchachos.

 

 

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Cuanto más observamos este fragmento de escritura realmente maravilloso, menos nos parece una «tranche de vie» o un barrido rápido de la cámara, y más un ballet muy cuidadoso. El fragmento empieza con una entrada: la entrada al capítulo. La referencia a los martillos y hoces y a las cruces gamadas introduce una nota de amenaza, que se completa con la sardónica referencia a los carteles que anuncian «subastas o crímenes»: puede tratarse de algo comercial, pero se encuentra incómodamente cerca del grafito político. Después de todo, ¿no son subastas y crímenes lo que hacen los políticos, especialmente los implicados en actividades comunistas o fascistas? Nos venden cosas y cometen crímenes. Las «cruces» gamadas nos vinculan muy bien con ese juego infantil llamado «aeroplano», y con la iglesia, aunque todo está invertido de una forma bastante amenazadora: la iglesia ya no parece una iglesia sino una especie de herramienta oxidada (una pluma, un cuchillo, un instrumento de tortura, ya que el del «óxido» es el color tanto de la sangre como del radicalismo político), mientras la «cruz» ha sido usurpada por los nazis. Dada esta inversión, comprendemos por qué Isherwood quiere iniciar y concluir su párrafo con la cruz gamada al principio y la iglesia al final: cada una cambia de lugar en el curso de unas pocas líneas.

 

 

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¿Así que el narrador que nos aseguró que era una simple cámara, bastante pasiva, minuciosa y no pensaba, nos está vendiendo una falsedad? Solo en el sentido de la afirmación de Robinson Crusoe de que está contando una historia real es una falsedad: el lector se siente muy contento de borrar la labor del escritor para poder creer dos ficciones más: que el narrador de alguna manera «estuvo allí» (como Isherwood, que en efecto vivía en Berlín en los años treinta), y que el narrador no es realmente un escritor. O más bien lo que la tradición del flâneur de Flaubert intenta establecer es que el narrador (o el explorador designado por el autor) es una especie de escritor y no es escritor en realidad, al mismo tiempo. Escritor por temperamento, sí, pero no por oficio. Escritor porque observa mucho, y muy bien, pero en realidad sin ser escritor, porque no le cuesta esfuerzo alguno poner todo eso en una página, y después de todo en realidad no observa más de lo que podríamos ver usted o yo.

Esta solución para la tensión entre el estilo del autor y el estilo del personaje presenta una paradoja. Anuncia, en efecto: «Nosotros, los modernos, nos hemos convertido todos en escritores, y tenemos unos ojos altamente sofisticados para el detalle, pero la vida realmente no es tan “literaria” como se podría suponer, porque no debemos preocuparnos demasiado de los detalles que entran o no en la página». La tensión entre el estilo del autor y el estilo del personaje desaparece porque el estilo literario mismo se ha hecho desaparecer, y el estilo literario se ha hecho desaparecer por medios literarios.

 

 

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El realismo flaubertiano, como la mayoría de la ficción, es similar a la vida y artificial al mismo tiempo[11]. Es similar a la vida porque el detalle realmente nos impresiona, especialmente en las ciudades grandes, como un tatuaje de aleatoriedad. Y nosotros existimos en distintos compases temporales. Supongamos que yo voy andando por una calle. Soy consciente de muchos ruidos, mucha actividad, una sirena policial, un edificio que están derruyendo, el chirrido de la puerta de una tienda. Distintas caras y rostros pasan junto a mí. Y al pasar junto a un café, capto la mirada de una mujer que está allí sentada sola. Ella me mira, yo la miro a ella. Un momento de inútil y vaga conexión erótica urbana, pero el rostro me recuerda a alguien que yo conocía, a una joven que tenía el mismo cabello oscuro, y eso desencadena un alud de pensamientos. Sigo andando, pero aquel rostro en particular, en la cafetería, destella en mi recuerdo, se mantiene ahí, y queda preservado temporalmente, mientras a mi alrededor el ruido y la actividad no se preservan de la misma manera, sino que entran y salen de mi conciencia. El rostro, podríamos decir, está tocando a un compás de 4/4, mientras que el resto de la ciudad resuena mucho más rápidamente, a 6/8.

El artificio se encuentra en la «selección» de los detalles. En la vida podemos girar la cabeza y los ojos, pero de hecho somos como cámaras indefensas. Tenemos una lente muy amplia, y debemos captar todo lo que se encuentra ante nosotros. Nuestra memoria selecciona para nosotros, pero no como selecciona la narración literaria. Nuestros recuerdos carecen de talento estético.