El chiste hace referencia a un académico norteamericano que decía de Beckett: «La gente no le importa. Es un artista». En ese momento Beckett levantó la voz por encima del ruido de la gente que tomaba el té y gritó: «Pero ¡a mí sí que me importa una mierda la gente! ¡Una mierda!»[27].
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No hay nada más duro que la creación de un personaje de ficción. Puedo asegurarlo por el número de novelas de aficionados que he leído y que empiezan con descripciones de una fotografía. Ya conocen el estilo: «Mi madre guiña los ojos a plena luz del sol y no sé por qué lleva un faisán muerto en las manos. Va vestida con unas botas anticuadas, atadas con cordones, y guantes blancos. Parece muy desgraciada. Mi padre, sin embargo, está en su elemento, incontenible como siempre, y lleva puesto aquel sombrero de terciopelo gris de Praga que recuerdo tan bien de mi niñez». El novelista novato es muy fiel a lo estático, porque es mucho más fácil de describir que lo móvil: sacar a esa gente de la gelatina de la estática y movilizarla en una escena resulta duro. Cuando encuentro una prolongada écfrasis como la parodia anterior me preocupo, sospechando que el novelista se está agarrando a una barandilla porque tiene miedo de saltar.
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Pero ¿cómo saltar? ¿Cómo animar el retrato estático? Ford Madox Ford, en su libro Joseph Conrad. Un recuerdo personal, escribe maravillosamente sobre el arte de hacer que un personaje se mueva y corra: lo llama «mantener al personaje en marcha». Dice que el propio Conrad «nunca se sintió realmente satisfecho de la marcha de sus personajes; nunca estuvo convencido de que había convencido al lector; esto explica la gran extensión de algunos de sus libros». Me gusta la idea, esa idea de que algunas de las novelas de Conrad son muy largas porque no podía dejar de trastear, página tras página, con la verosimilitud de sus personajes: suscita el espectro de una novela infinita. Al menos el aprendiz de escritor, hecho un manojo de nervios, está pues en buena compañía. A Ford y Conrad les encantaba una frase de un cuento de Maupassant, «La reina Hortensia»: «Era un caballero con patillas rojas que siempre pasaba el primero por una puerta». Ford comenta: «Ese caballero está tan bien conseguido que no necesitamos saber nada más de él para comprender cómo actúa. Ya está “hecho”, y podemos ponerlo a trabajar de inmediato».
Ford tiene razón. Se necesitan muy pocas pinceladas para hacer que un retrato cobre vida, por así decirlo, y la conclusión de ello es que el lector puede sacar más de personajes pequeños, de corta duración, incluso bastante planos, que de héroes y heroínas enormes, redondos e imponentes. Viene a mi mente Gúrov, el adúltero de «La dama del perrito», como un personaje tan vivo, tan rico y tan bien sostenido como Gatsby o el Hurstwood de Dreiser, o incluso Jane Eyre.
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Pensemos en esto por un momento. Un desconocido entra en la habitación. ¿Cómo empezamos a tomarle las medidas de inmediato? Le miramos la cara, las ropas, desde luego. Ese hombre, digamos, es de mediana edad, todavía guapo, pero se está quedando calvo: tiene un espacio liso en la parte superior de la cabeza, rodeado de pelo aplastado, que parece como un círculo de la cosecha algo pálido. Algo en su porte sugiere que es un hombre que espera ser tenido en cuenta; por otra parte, se pasa la mano por la cabeza tan a menudo en cuestión de minutos que uno sospecha que se siente bastante incómodo por haber perdido el cabello.
Ese hombre, digamos, resulta curioso, porque su parte superior va arreglada de una forma cara (camisa buena y bien planchada, buena chaqueta) mientras que la parte inferior es descuidada: pantalones arrugados y manchados, zapatos viejos y sin lustrar. ¿Espera, pues, que la gente solo vea su parte superior? ¿Podría sugerir eso una cierta fe en su capacidad teatral de mantener la atención de la gente? (Hacer que le miren a la cara). ¿O quizá su vida se halle bifurcada de una forma similar? Quizá sea ordenado en algunos aspectos, desordenado en otros.
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Podemos saber mucho de un personaje por la forma que tiene de hablar, y a quién habla: sus encontronazos con el mundo. La gente, como decía Edith Wharton, es como las casas de las demás personas: solo sabemos de ellas lo que linda con las nuestras. Digamos que el hombre de los pantalones descuidados entra en una habitación en la cual se encuentran de pie un hombre y una mujer. Habla primero a la mujer e ignora al hombre. Ah, nos decimos, es ese tipo de hombres. Pero luego el novelista nos revela que la mujer a la que habla es llamativamente poco atractiva. Y de repente habla la extraordinaria capacidad de la novela: a diferencia de una película, digamos, la novela nos puede decir qué está pensando un personaje. Y en ese momento el novelista decide añadir, en estilo indirecto libre, nada menos: «Mamá, muy tradicional a su manera, le había enseñado siempre que un caballero debe hablar primero a la mujer menos atractiva que hay en la habitación, para que se sienta a gusto. Simple caballerosidad».
Lo anterior no constituiría más de un párrafo.
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En la película de Antonioni El eclipse, la luminosa Monica Vitti visita la Bolsa de Roma, donde trabaja su novio, interpretado por Alain Delon. Delon le señala a un hombre gordo que acaba de perder cincuenta millones de liras. Intrigada, ella sigue al hombre. Este pide una bebida en un bar, apenas la toca, luego va a una cafetería, donde pide un acqua minerale, que de nuevo deja casi intacta. Escribe algo en un trocito de papel y lo deja en la mesa. Imaginamos que deben de ser un montón de cifras frenéticas o melancólicas. Vitti se acerca a la mesa y ve que estaba dibujando una flor...
¿A quién no le encanta esa escena? Es tan delicada, tan tierna, tan ligeramente humorística, como de soslayo, y la broma nos atrapa de una forma tan hermosa... Tenemos una idea preconcebida de cómo responde una víctima financiera a la catástrofe: colapso, desesperación, autodefenestración... y Antonioni confunde nuestras expectativas. El personaje pasa a través de nuestras percepciones cambiantes como un barco que se desplaza por las esclusas de un canal. Empezamos con una certidumbre mal ubicada, y acabamos en un misterio imposible de ubicar.
La escena suscita la cuestión de lo que constituye realmente un personaje. No sabemos de ese inversor más que lo que nos dice esa escena episódica; no tiene ningún papel de continuidad en la película. ¿Es en realidad un «personaje»? Sin embargo, nadie podría discutir que Antonioni ha revelado algo agudo y profundo sobre el temperamento de este hombre, y por extensión sobre una cierta despreocupación humana bajo presión, o posiblemente sobre un cierto deseo de despreocupación defensivo bajo la presión. Se ha revelado algo vivo, humano. De modo que esta escena demuestra que la narración nos puede dar y a menudo nos da una vívida sensación de un personaje sin darnos la sensación vívida de un individuo. No sabemos nada de ese hombre en particular, pero sí conocemos esa conducta en particular, en ese momento.
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Cada día se escriben un montón de tonterías sobre los personajes de ficción, por parte de los que creen demasiado en los personajes y por parte de los que creen demasiado poco. Aquellos que creen demasiado tienen un montón de prejuicios férreos sobre lo que son los personajes: deberíamos llegar a «conocerlos»; no deben ser «estereotipos»; deben tener algo «interior», igual que exterior, profundidad y superficie, deben «crecer» y «desarrollarse», y deben resultar agradables. De modo que tendrían que ser más o menos como nosotros. En el New York Times, una crítica se queja de que el «mujeriego decrépito» que interpreta el septuagenario Peter O’Toole en la película Venus, con guion de Hanif Kureishi, y Hector, el anciano profesor «que toquetea a sus estudiantes varones» en la obra y película de Alan Bennett Haciendo historia, quieren ser relativamente «benignos», pero por el contrario su conducta real los hace parecer «venales y dados al autoengaño». Se da lo que llama «un significativo factor repelente» en la contemplación de unas personas tan ancianas «acechando» a sus jóvenes víctimas. Pero añade que en lugar de retratar a esos personajes como predadores, que es lo que son realmente, los cineastas parecen querer que simpaticemos con ellos, o incluso aplaudamos tales conductas. El problema de Haciendo historia es que «presupone que el público comprenderá a su lascivo héroe tan plenamente como lo hacen los creadores de la película»[28].
En otras palabras: los artistas no deben pedirnos que intentemos comprender a los personajes que no podemos aprobar, o al menos no hasta haberlos condenado de una manera firme e inequívoca. La idea de que podamos sentir ese «factor repelente» y simultáneamente ver la vida a través de los ojos de esos hombres ancianos y lascivos, y que ese movimiento fuera de nosotros mismos hacia reinos más allá de nuestra experiencia diaria podría ser una educación moral y favorable, de algún modo parece estar fuera del alcance de esa comentarista, de la cual todo lo que podemos decir es que es muy improbable que sea tan implacable cuando ella misma haya llegado a los setenta. Pero no hay nada especialmente atroz en ese artículo. Un vistazo a las miles de estúpidas «críticas de lectores» de amazon.com, con sus quejas sobre los «personajes poco creíbles», confirma el contagio de la simpatía moralizante.
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Por otra parte, entre aquellos que creen demasiado poco en los personajes, se oye que los personajes no existen en absoluto. El novelista y crítico William Gass comenta el siguiente fragmento de La edad ingrata de Henry James: «El señor Cashmore, que habría sido muy pelirrojo si no hubiera sido muy calvo, mostraba un monóculo y un labio superior muy largo; era alto y garboso y profería pequeñas exclamaciones airadas que no correspondían a su tipo». De todo esto, Gass dice:
Podemos imaginar un infinito número de frases sobre el señor Cashmore añadidas a estas. Ahora, la pregunta es: ¿qué es el señor Cashmore? Aquí está la respuesta que yo doy: el señor Cashmore es 1) un ruido, 2) un nombre en sí mismo, 3) un sistema de ideas complejo, 4) una percepción controladora, 5) un instrumento de organización verbal, 6) un modo referencial fingido, y 7) una fuente de energía verbal. No es un objeto de percepción, y no se puede afirmar de él nada que sea apropiado para las personas[29].
Encuentro todo esto profunda e incorregiblemente erróneo. Por supuesto que los personajes son conjuntos de palabras, porque la literatura es un conjunto de palabras: eso no nos dice absolutamente nada, y es como informarnos de una manera prolija de que una novela «en realidad» no puede crear un mundo imaginado, porque solo es un fajo de páginas de papel encuadernadas. Seguramente el señor Cashmore, presentado así por James, se ha convertido al instante en un «objeto de percepción», precisamente porque estamos examinando una descripción suya. Gass asegura que «no se puede afirmar de él nada que sea apropiado para las personas», pero eso es lo que acaba de hacer James, justamente: ha dicho de él cosas que suelen decirse de las personas reales. Nos ha contado que el señor Cashmore era calvo y pelirrojo, y que sus «exclamaciones airadas» parecían fuera de lugar dado su garbo y su altura («no correspondían a su tipo»). En este momento, por supuesto, con las pinceladas preliminares de James, el señor Cashmore acaba de ser creado y apenas existe; Gass confunde la virginidad edénica del personaje con su posterior esencia de caído. Es decir, el señor Cashmore en este momento es como el armazón de uno de esos edificios que vemos desde la calle y que a menudo parecen platós. Por supuesto, se podrían añadir a las que ya tenemos «un infinito número de frases sobre el señor Cashmore», y eso se debe a que hasta ahora James ha dicho muy pocas frases sobre él. Cuanta más pintura aplique James, menos provisional parecerá el personaje. Las palabras de Gass se venden como escepticismo pero de hecho simplemente representan una displicencia algo pedante, una negativa a que otras personas le enseñen literatura. Para mí, negar los personajes con tal extremismo significa esencialmente negar la novela.
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Pero repito, ¿qué es un personaje? Estoy encorsetado por las clasificaciones: si digo que un personaje parece conectado a la conciencia, al uso de una mente, los muchos y soberbios ejemplos de personajes que parecen pensar muy poco, a los que en realidad apenas vemos pensar, se irritarán (Gatsby, el capitán Acab, Becky Sharpe, Widmerpool, Jean Brodie...). Si perfecciono la idea repitiendo que un personaje al menos tiene una conexión esencial con una vida interior, con la interiorización, que está visto desde «dentro», se me aparecen como hermosos ejemplos opuestos los de esas dos adúlteras, Anna Karénina y Effi Briest, la primera de las cuales reflexiona mucho, y se ve tanto interna como externamente, y la segunda de las cuales, según la novela epónima de Theodor Fontane, se ve casi enteramente desde el exterior, con muy poco espacio para la reflexión representada. Nadie podría decir que Anna está más viva que Effi simplemente porque Anna reflexione más.
Si intento distinguir entre personajes mayores y menores (personajes planos y redondos) y aseguro que difieren en términos de sutileza, profundidad, tiempo concedido en la página, debo admitir que muchos de los personajes llamados planos me parecen en realidad mucho más vivos y más interesantes como estudios humanos, aunque sean de breve duración, que los personajes redondos a los que se supone que se hallan supeditados.
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La novela es un gran despliegue de excepcionalidad: siempre se las ingenia para escapar de las normas que se tienden a su alrededor intentando constreñirla. Y el personaje novelístico es el verdadero Houdini de esa excepcionalidad. No existe el «personaje novelesco» como tal. Simplemente existen miles de personas de distintos tipos, algunos redondos, otros planos, algunos profundos, otros caricaturescos, algunos evocados de forma realista, otros esbozados con los trazos más ligeros. Algunos son lo bastante sólidos para que podamos especular acerca de sus motivos: ¿por qué roba el dinero Hurstwood? ¿Por qué regresa Isabel Archer con Gilbert Osmond? ¿Cuál es la verdadera ambición de Julien Sorel? ¿Por qué desea suicidarse Kirilov? ¿Qué es lo que quiere el señor Biswas? Pero hay montones de personajes de ficción que no son evocados de una manera plena o convencional y que también son muy vivaces. El personaje de ficción sólido y decimonónico (cuento a Biswas entre estos ejemplos), que nos enfrenta a profundos misterios, no es la forma «mejor», ni la ideal, ni la única de crear personajes (aunque no se merece la enorme condescendencia del posmodernismo). Mi gusto personal tiende hacia el personaje de ficción esbozado, cuyas lagunas y omisiones nos incitan y provocan para que nos adentremos en sus honduras más profundas: ¿por qué rechaza Oneguin a Tatiana y provoca un duelo con Lenski? Pushkin no nos ofrece prácticamente pista alguna sobre la cual responder. ¿Está loco el Zeno de Svevo? ¿Está loco el narrador de Hambre de Hamsun? Solo tenemos su narración de los hechos, muy poco fiable.
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Quizá precisamente porque no estoy seguro de lo que es un personaje encuentro especialmente conmovedoras novelas posmodernas como Pnin, La plenitud de la señorita Brodie, El año de la muerte de Ricardo Reis o Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, en las cuales nos enfrentamos a personajes que son a la vez reales e irreales. En todas esas novelas el autor nos pide que reflexionemos sobre la ficcionalidad de los héroes y heroínas que dan título a sus novelas. En una fina paradoja, es precisamente tal reflexión la que despierta en el lector un deseo de hacer «reales» a esos personajes de ficción, decir, en efecto, a los autores: «Ya sé que solo son de ficción, insistes en decírmelo. Pero solo puedo conocerles tratándoles como si fueran reales». Así es como funciona Pnin, por ejemplo. Un narrador poco fiable insiste en que el profesor Pnin es «un personaje» en los dos sentidos del término: un tipo raro (apayasado, emigrado excéntrico) y un personaje de ficción, la fantasía del narrador. Sin embargo, como precisamente nos molesta la condescendencia del narrador hacia su querida y estúpida posesión, insistimos en que detrás del «tipo» tiene que haber un Pnin de verdad que valga la pena «conocer» con toda su plenitud y complejidad. Y la novela de Nabokov está construida de tal forma que excita en nosotros el deseo de un auténtico profesor Pnin, una «ficción verdadera» con la cual oponernos a las ficciones falsas del narrador autoritario y siniestro.
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La gran novela de José Saramago El año de la muerte de Ricardo Reis funciona de una manera algo distinta, pero con el mismo efecto, y, como Pnin, se convierte en una investigación conmovedora de lo que es en realidad el propio yo. Ricardo Reis, un doctor de Brasil, es un esteta distante y conservador que ha decidido volver a su Portugal nativo. Estamos a finales de 1935 y el gran poeta Fernando Pessoa acaba de morir. Reis también es poeta y llora la partida de Pessoa. No está seguro de lo que debe hacer. Ha ahorrado algo de dinero y durante un tiempo vive en un hotel, donde tiene un lío con una camarera. Escribe unos bellos poemas líricos y le visita un Pessoa ya fantasmal, con el cual conversa. Saramago describe esas conversaciones de una manera sencilla, directa y literal. Reis pasea por las calles de Lisboa mientras 1935 desemboca en 1936. Lee los periódicos y se siente cada vez más alarmado por el ladrido de los perros europeos: en España la Guerra Civil y el levantamiento de Franco, en Alemania Hitler, en Italia Mussolini y en Portugal la dictadura fascista de Salazar. Le gustaría apartarse de esas malas noticias. Reflexiona profundamente sobre la historia de John D. Rockefeller, de noventa y siete años, que hace que le envíen una versión del New York Times especial y falsificada cada día, con el contenido alterado de modo que solo contiene buenas noticias. «Las amenazas del mundo son universales, como el sol, pero Ricardo Reis se refugia bajo su propia sombra.»
Pero Ricardo Reis no es un personaje de ficción «real», signifique eso lo que signifique (como David Copperfield o Emma Bovary). Es uno de los heterónimos que asumió el poeta auténtico, Pessoa, que trabajó y vivió en Lisboa y murió en 1935, y bajo cuyo personaje escribió poesía. El guiño especial de este libro, los matices y la delicadeza que hacen que parezca alucinatorio, derivan de la solidez de la que Saramago dota a un personaje que es un personaje de ficción por partida doble: primero de Pessoa, luego de Saramago. Eso permite a Saramago provocarnos con algo que ya conocíamos, es decir, que Ricardo Reis es un personaje de ficción. Saramago consigue con eso un resultado profundo y conmovedor, porque Ricardo Reis también siente que de alguna manera es ficticio; como mucho, un espectador en la sombra, un hombre que está al margen de las cosas. Y cuando Reis reflexiona de ese modo sentimos una extraña ternura por él, conscientes de algo que él no sabe: que no es real.
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¿Existe una forma de que todos nosotros seamos personajes de ficción engendrados por la vida y escritos por nosotros mismos? Es una cuestión parecida a la de Saramago, pero vale la pena observar que él suscita ese interrogante viajando en la dirección opuesta a los novelistas posmodernos, a quienes les gusta recordarnos la metaficcionalidad de todas las cosas. Un cierto tipo de novelista posmoderno (como John Barth, por ejemplo) siempre nos está dando lecciones: «Recuerda que este personaje es solo un personaje. Yo lo he inventado». Empezando con un personaje inventado, sin embargo, Saramago es capaz de atravesar el mismo escepticismo, pero en dirección opuesta, hacia la realidad, hacia los interrogantes más profundos. Saramago pregunta, en efecto: pero ¿qué significa eso de «solo es un personaje»? Y la incertidumbre de Saramago es mucho más real que el escepticismo de William Gass, porque nadie dice nunca en la vida: «Yo no existo». Decimos, más bien: «Creo que existo», exactamente como lo hace Ricardo Reis.
En las novelas de Saramago el yo puede arrojar solamente una sombra, como Ricardo Reis, pero esa sombra no implica la no existencia del yo, sino solo la dificultad de su visibilidad, su casi invisibilidad, como la sombra arrojada por el sol nos advierte de que no podemos mirarlo directamente. Ricardo Reis es distante, fantasmal. No quiere verse arrastrado a relaciones reales, incluyendo las relaciones reales de la política. Europa vive una escalada hacia la guerra, pero Reis se permite el lujo de sentarse y preguntarse si existe o no. Escribe un poema que empieza así: «No contamos para nada, somos menos que fútiles». Otro poema empieza: «Camina con las manos vacías, porque sabio es el hombre que se contenta con el espectáculo del mundo». Sin embargo, la novela sugiere que quizá haya algo de culpabilidad en contentarse con el espectáculo del mundo, cuando el espectáculo del mundo es horripilante.
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El interrogante de esta novela, y de gran parte de la obra de Saramago, no es el juego trivial «metaficcional» de «¿acaso existe Ricardo Reis?». Es una pregunta mucho más acuciante: «¿Existimos si nos negamos a relacionarnos con nadie?».
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¿Qué significa «amar» a un personaje de ficción, sentir que lo conoces? ¿Qué tipo de conocimiento es ese? La señorita Jean Brodie es uno de los personajes novelescos más amados de la ficción británica de la posguerra, y uno de los pocos que tienen un nombre bien conocido. Pero si uno sale con un micrófono a la calle Princess de Edimburgo y le pregunta a la gente qué «saben» de la señorita Brodie, los que hayan leído la novela de Muriel Spark recitarán algunos de sus aforismos: «Estoy en mi mejor momento», «Tú eres la crème de la crème», «¡Ya tenemos aquí a los filisteos, señor Lloyd!» y así sucesivamente. Son frases muy conocidas de Jean Brodie. En otras palabras, la señorita Brodie no es «conocida» en absoluto, en realidad. La conocemos igual que la conocen sus jóvenes alumnas, como una colección de etiquetas, una actuación retórica, una interpretación de profesora. En la Escuela Femenina Marcia Blaine cada miembro del equipo de Brodie es «famoso» por algo: Mary Macgregor es famosa por ser estúpida, y Rose por el sexo, y así sucesivamente. La señorita Brodie, parece, es famosa por sus dichos. En torno a su delgadez como personaje tendemos a construir una funda interpretativa mucho más gruesa.
Casi todas las novelas de Muriel Spark están escritas con rigor (implacablemente compuestas) y con un despojamiento sistemático. Su estilo brillante y escueto, ese «nunca te disculpes, nunca te expliques», parece una provocación deliberada: nos sentimos obligados a convertir las lunas menguantes de sus personajes en círculos completos. Pero aunque su negativa a regodearse en lo explicatorio o lo sentimental pudiera ser en parte temperamental, también era moral. Spark estaba muy interesada en lo que podíamos saber o no de otras personas, y le interesaba hasta qué punto un novelista, que finge tal conocimiento, puede conocer a sus personajes. Reduciendo a la señorita Brodie simplemente a una colección de máximas, Spark nos obliga a convertirnos en alumnos de Brodie. En el curso de la novela no abandonamos nunca la escuela para irnos con la señorita Brodie a su casa. Nunca la vemos en privado, fuera del escenario. Siempre es la profesora que actúa, manteniendo una imagen pública. Conjeturamos que hay algo incompleto o incluso desesperado en ella, pero la novelista se niega a darnos acceso a su interior. Brodie habla mucho de su mejor momento, pero nosotros no lo presenciamos, y aparece la fea sospecha de que quizá si hablamos tanto de nuestro mejor momento significa por definición que ya no estamos en él.
Spark siempre ejerce un férreo control sobre sus personajes de ficción y aquí alardea de ello: remacha su historia con una serie de flash-forwards en los cuales sabemos qué ocurrió a los personajes después del acto principal de la trama (la señorita Brodie morirá de cáncer, la alumna Mary Macgregor morirá a la edad de veintitrés años en un incendio, otra alumna ingresará en un convento, otra tendrá un matrimonio corriente, otra nunca será tan feliz como el día que descubrió el álgebra...). Estos pasajes fríamente proféticos sorprenden a algunos lectores, que los encuentran crueles; son como juicios sumarísimos. Pero resultan conmovedores, porque hacen nacer la idea de que si la señorita Brodie nunca tuvo un mejor momento, para algunas de las colegialas su mejor momento tuvo lugar en la niñez, durante aquellos días ensalzados con tanta seriedad, al menos por una de sus profesoras, como «los días más felices de vuestra vida».
Esos flash-forwards tienen algo más: nos recuerdan que Muriel Spark tiene el poder del control último sobre sus creaciones y nos recuerdan... a la señorita Brodie. Esa tiránica autoridad es precisamente la que odia la alumna más inteligente de la señorita Brodie, Sandy Stranger[30], y que finalmente expone a su profesora: que es una fascista y una calvinista escocesa que predestina la vida de sus alumnas, obligándolas a adoptar formas artificiales. ¿Es eso lo que hace el novelista también? Esa es la cuestión que interesa a Spark. La novelista adopta unos poderes de omnisciencia casi divinos, pero ¿qué puede saber ella en realidad de sus creaciones? Seguramente solo Dios, el autor último de nuestras vidas, puede conocer nuestras idas y venidas, y seguramente solo Dios tiene derecho moral a decidir tales cosas. Nabokov solía decir que él movía a sus personajes como siervos o como piezas de ajedrez, que no tenía tiempo para la metafórica ignorancia e impotencia que a los autores les gusta confesar: «No sé lo que ocurrió, porque mi personaje se me escapó y lo hizo por su cuenta. Yo no tuve nada que ver con eso»[31]. Bobadas, decía Nabokov. Si yo quiero que mi personaje cruce la calle, cruza la calle. Yo soy su amo. La ficción de Nabokov, como la de Spark, explora las implicaciones de un poder semejante: Timofey Pnin finalmente se niega a ser manipulado así por el narrador abusivo de Nabokov, que se parece sospechosamente al propio Nabokov. En una frase memorable, Pnin dice que se niega a «trabajar a las órdenes» del narrador (que va a dirigir el departamento donde enseña el profesor Pnin). Esa fue una de las preocupaciones más persistentes de Spark, desde sus primeras novelas, como The Comforters y Memento mori, a la última, The Finishing School. Spark usaba la ficción para reflexionar sobre las responsabilidades y limitaciones de la propia ficción, y en realidad, sobre las dificultades y limitaciones de toda la creación de ficción.
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Esta autoconciencia de ficción y su devoción a las formas sobrias hizo que Spark pareciese a veces una autora del nouveau roman como Alain Robbe-Grillet o el vanguardista británico B. S. Johnson, que una vez publicó una novela, Los desafortunados, hecha con hojas sueltas metidas en una caja que el lector podía ordenar como quisiera. Otra novela de Johnson algo más convencional, La contabilidad privada de Christie Malry, es muy divertida y está repleta de divertida autoconciencia metaficcional. La madre de Christie dice cosas como: «Hijo mío: a efectos de esta novela he sido tu madre los últimos dieciocho años y cinco meses hasta el día de hoy». Al morir su madre, «Christie era la única persona en el funeral, ya que la economía en cuanto a parientes (y en muchas otras cosas) es una de las virtudes de esta novela». Como Nabokov y Spark, B. S. Johnson veía la comparación entre Dios el autor omnipotente y el omnipotente novelista, que podía hacer lo que quisiera con sus «piezas de ajedrez». En un momento dado, la madre de Christie explica cómo comieron Adán y Eva por primera vez del árbol. Por supuesto, dice, todo el asunto es absurdo, porque Dios podía haberles detenido en cualquier momento que quisiera, al ser omnisciente. «Pero no: Dios se lo iba inventando todo a medida que pasaba, como determinados novelistas.»
Pero la diferencia entre Johnson y Spark es instructiva también. Johnson juega con estas cuestiones, pero finalmente no las habita como Spark o Nabokov o Saramago. Al final, no hay nada semejante a la presión hacia la investigación que se siente con esos escritores. Johnson se contenta con plantear una y otra vez, y de una manera muy entretenida, la pregunta metaficcional: «¿Existe Christie?», pero no la pregunta metafísica: «¿Cómo existe Christie?», que en realidad es la pregunta «¿Cómo existimos?». La razón de la atmósfera de ligereza posmoderna de esa novela es que Johnson no es capaz de mostrarse gravemente escéptico, porque tampoco es capaz de ser gravemente afirmativo (lo contrario de Saramago, como hemos visto, que extrae escepticismo de la afirmación). Jean Brodie, aunque la vemos solo en un puñado de escenas que están barajadas como un puñado de cartas, sí que existe para Spark, tiene presencia metafísica, de modo que también la tiene para nosotros. Y por eso las preguntas: «¿Quién era Jean Brodie? ¿Quién la conocía en realidad?» tienen poder y afectan. Pero Christie Malry no existe realmente para Johnson. Se ve negado antes de que se crea en él[32].
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Afirmar que podemos conocer a Jean Brodie igual de profundamente que a Dorothea Brooke, alegar que las lagunas son tan grandes como las certidumbres, que la ausencia de caracterización puede ser una forma de conocimiento tan profunda como la presencia, que los personajes de Spark, Saramago y Nabokov pueden conmovernos tanto como los de James y los de Eliot, es no concederle nada al escepticismo de William Gass. No todos los personajes tienen la misma cantidad de «profundidad» desarrollada, pero todos ellos son objeto de percepción, usando las palabras de Gass, todos ellos son más que simples retahílas de palabras (aunque, por supuesto, también son retahílas de palabras), y las cosas que se pueden afirmar correctamente de las personas se pueden decir también de ellos. Son todos «reales» (tienen una realidad), pero de formas distintas. Ese nivel de realidad difiere de autor a autor, y nuestra ansia de esa profundidad particular o nivel de realidad de un personaje aprende de cada escritor, y se adapta a las convenciones internas de cada libro. Así es como podemos leer un día a W. G. Sebald y a Woolf al siguiente, y a Philip Roth al otro, y no pedir que cada uno de ellos se parezca al otro. Sería un obvio error de categorías acusar a Sebald de no ofrecernos personajes «profundos» o «redondos», o acusar a Woolf de no ofrecernos un montón de personajes secundarios jugosos y recios a la manera de Dickens. Creo que las novelas tienden a fracasar no cuando los personajes no son lo bastante vivos o profundos, sino cuando la novela en cuestión no ha conseguido enseñarnos a adaptarnos a sus convenciones, no ha conseguido despertar un hambre específica por sus propias características, su propio nivel de realidad. En tales casos nuestro apetito se ve decepcionado rápidamente, y se rebela furiosamente con el exceso de lo que se nos ha proporcionado, y entonces tendemos a culpar al autor por no darnos lo suficiente. Los personajes, nos quejamos, no son lo suficientemente vivos o redondos o libres. Pero no soñaríamos siquiera con acusar a Sebald, o Woolf, o Roth (ninguno de los cuales está especialmente interesado en crear personajes en el sentido sólido y anticuado del siglo XIX) de decepcionarnos de ese modo, porque ellos nos han enseñado muy bien a aceptar sus convenciones, sus propias limitaciones expansivas, y quedarnos satisfechos con lo que nos dan.
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Hasta los personajes que pensamos que están «sólidamente realizados» en el sentido realista convencional resultan menos sólidos cuanto más los examinamos. Creo que existe una distinción básica entre novelistas como Tolstói, Trollope, Balzac o Dickens, o dramaturgos como Shakespeare, que son ricos en «capacidad negativa», que parecen crear sin darse cuenta galerías de personas variadas que no se parecen en nada a ellos, y aquellos escritores menos interesados, o quizá menos naturalmente dotados para esa facultad, pero que sin embargo tienen muchísimo interés en el yo: James, Flaubert, Lawrence, quizá Woolf, Musil, Bellow, Michel Houellebecq, Philip Roth. Los individuos vibrantes de Bellow son vívidamente dickensianos, y el propio Bellow estaba interesado estética y filosóficamente por lo individual, pero nadie puede decir que fuese un gran creador de individuos de ficción. No vamos por ahí diciéndonos a nosotros mismos: «¿Qué estarán haciendo Augie March o Charlie Citrine?»[33]. Iris Murdoch es el miembro más patético de esta segunda categoría, precisamente porque malgastó toda su vida intentando ingresar en la primera. En su crítica literaria y filosófica insistía una y otra vez en que la creación de personajes libres e independientes es la marca del gran novelista; sin embargo, sus propios personajes nunca tenían esa libertad. Ella lo sabía: «Pronto una descubre que, por mucho que esté “interesada por otras personas” en el sentido corriente del término, ese interés la ha dejado muy lejos de poseer el conocimiento requerido para crear un personaje que no sea una misma. Es posible, me parece a mí, no ver ese fracaso propio aquí como una especie de fracaso espiritual»[34].
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Pero Murdoch es demasiado implacable consigo misma. Hay montones de novelistas cuyos personajes son básicamente como cualquier otro, o como el novelista que los ha creado, y cuyas creaciones sin embargo derrochan una vitalidad que sería difícil no considerar libre. ¿Acaso El arco iris posee algún personaje que no sea como cualquier otro, y finalmente como D. H. Lawrence? Tom Brangwen, Will, Anna, Ursula, incluso Lydia, son todas variaciones sobre el tema lawrenciano, y a pesar de las diferencias en elocuencia y educación, sus vidas interiores vibran de un modo muy similar. Cuando hablan, cosa que hacen raramente, suenan todos igual. Sin embargo poseen unas vidas interiores brillantes, y uno tiene siempre la sensación de lo importante que es esa indagación en el estado de sus almas para el propio novelista. De alguna manera las escenas (las peleas entre marido y mujer, como dos egos opuestos y cercanos) son más individualizadas que los personajes en sí mismos: Will y Anna amontonando gavillas de maíz en la cosecha de medianoche; el capítulo llamado «Anna Victrix» que describe los primeros y arrobadores meses del matrimonio, cuando Will y Anna descubren lo sublime que es su unión sexual y se dan cuenta de que el mundo es insignificante ante la pasión que ellos comparten; Anna embarazada, bailando desnuda en su habitación, como David en tiempos bailó ante el Señor, mientras Will la mira envidiosamente; el capítulo dedicado a la visita a la catedral de Lincoln; la gran inundación que mata a Tom Brangwen; Ursula y Skrebensky, besándose bajo la luz de la luna; Ursula y la opresiva escuela de Ilkeston; Skrebensky y Ursula huyendo de Londres y París: en una habitación de un hotel de Londres, ella le ve bañarse: «Era esbelto y, para ella, perfecto, un joven limpio, recto, sin nada superfluo en su cuerpo».
De la misma manera, a menudo parece que los personajes de James no son especialmente convincentes como creaciones vivas e independientes. Pero lo que los hace vívidos es la fuerza del interés que pone James en ellos, su manera de presionar su arcilla e inspeccionarla con los dedos: son lugares repletos de energía humana, zonas que vibran con la ansiosa preocupación que siente James por ellos. Tomemos por ejemplo Retrato de una dama. Resulta muy difícil decir cómo es exactamente Isabel Archer, ya que al parecer carece de la definición o incluso si se quiere de la profundidad de una heroína como Dorothea Brooke, en Middlemarch.
Y creo que esto es deliberado por parte de James. Su novela empieza con una tensión extraordinaria y consciente: tres hombres, embarcados en frívolas chanzas, toman el té y esperan la llegada de la sobrina del anfitrión. Todos hablan de esa dama. ¿Llegará pronto? ¿Será guapa? ¿Se casará con ella quizá alguno de los hombres? Y luego, nada más empezar el segundo capítulo, ella llega, complaciente. Si James hubiese asistido a un «taller» de escritura creativa, se le habría censurado esa torpeza y esa rapidez. Seguramente tendría que haber puesto un capítulo de relleno naturalista entre los hombres que toman el té y la llegada, para que fuera todo un poco más novelístico y conveniente. Pero lo que importa a James es que esos hombres (y por extensión los lectores) están esperando la llegada de la «heroína» y, por supuesto, ahí sale al paso el autor para proporcionarla. James procede entonces, a lo largo de las cuarenta páginas siguientes, más o menos, a ofrecernos una enorme cantidad de comentarios sobre Isabel, muchos de ellos contradictorios. El autor nos la presenta con toda la parafernalia exegética. Isabel es excepcional, pero quizá solo para los cánones de Albany, muy provinciana; Isabel quiere libertad, pero en realidad tiene miedo de ella; Isabel quiere sufrir, pero en realidad no cree en el sufrimiento; es egoísta, pero nada le gusta más que humillarse y así sucesivamente. Se trata, en esencia, de una confusa maraña de proposiciones, y no se intenta presentar a Isabel de una forma dramática. Es un ensayo, un ensayo sobre un personaje. Y sobre todo se trata de James que explica, pero no muestra.
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James sugiere que en realidad él todavía no ha formado al personaje, que ella es todavía relativamente informe, una vaciedad norteamericana, y que la novela será quien la moldee, para bien y para mal, que Europa le dará forma, y que igual que esos tres hombres que la esperan y la examinan la irán formando, también lo haremos nosotros, los lectores. Tanto ellos como nosotros seremos una especie de coro griego que estará pendiente de sus menores movimientos. Dos de los hombres, lord Warburton y Ralph Touchett, dedicarán sus vidas a observarla. Y James se pregunta cuál será la trama que escribirán para la pobre Isabel. ¿Qué parte escribirá ella misma y cuánto escribirán los demás para ella? Y al final, ¿sabremos realmente cómo era Isabel o habremos pintado simplemente el retrato de una dama?
De modo que la vitalidad del personaje literario tiene menos relación con la acción dramática, la coherencia novelística e incluso la pura y simple plausibilidad (y no digamos ya la simpatía) que con algo mucho más amplio, filosófico o metafísico, con nuestra conciencia de que las acciones del personaje son profundamente «importantes», de que algo profundo está en juego cuando el autor piensa en la faz de ese personaje igual que el espíritu de Dios ante la faz de las aguas, en el Génesis. Así es como los lectores retienen en su mente la sensación del personaje «Isabel Archer», aunque no puedan decir cómo es exactamente. La recordamos igual que recordamos un día oscuramente significativo: algo importante tuvo lugar ahí.
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En Aspectos de la novela Forster usaba el término ahora ya famoso de «plano» para describir el tipo de carácter al que se le otorga un solo atributo esencial, y que se repite sin cambio alguno a medida que esa persona aparece y reaparece en la novela. A menudo tales caracteres tienen un latiguillo o muletilla o palabra clave, como la señora Micawber, de David Copperfield, a quien le gustaba repetir: «Nunca abandonaré al señor Micawber». Ella dice que no lo hará y no lo hace. Forster es cordialmente esnob con los caracteres planos y quiere degradarlos, reservando la categoría más elevada para los personajes redondos o más plenos. Los personajes planos no pueden ser trágicos, afirma, tienen que ser cómicos. Los personajes redondos nos «sorprenden» cada vez que aparecen; no son endebles y teatrales; combinan bien con otros personajes en la conversación «y se atraen los unos a los otros sin que lo parezca». Los planos no pueden sorprendernos, y normalmente son monocromáticos e histriónicos. Forster menciona una novela popular de un novelista contemporáneo cuyo personaje principal, que es plano, es un granjero que siempre está diciendo: «Voy a arar esos tojos». Pero según dice Forster, nos aburre tanto la coherencia del granjero que no nos importa si lo llega a hacer o no. La señora Micawber, sugiere, tiene una ligereza cómica que la salva, que le permite ser igual de coherente, pero no tan torpe.
Pero ¿tiene acaso razón? Por supuesto, todos sabemos reconocer una caricatura, y la caricatura normalmente es poco interesante (aunque a veces puede ser simplemente una forma de ir al grano por parte de un novelista). Pero si por «plano» entendemos un personaje que suele ser menor, pero no siempre, que suele ser cómico, pero no siempre, y que sirve para iluminar una verdad esencial o una característica humana, entonces muchos de los personajes más interesantes son planos. Me sentiría muy feliz si pudiera abolir por completo la misma idea de la «redondez» en la caracterización, porque nos tiraniza a lectores, novelistas y críticos con un ideal imposible. La «redondez» es imposible en ficción, porque los personajes de ficción, aunque están muy vivos a su manera, no son lo mismo que las personas reales (aunque, por supuesto, hay muchas personas en la vida real que son bastante planas y no parecen nada redondas, cosa a la que volveré más adelante). Es la sutileza lo que importa, la sutileza del análisis, de la investigación, de la preocupación, de la presión que se siente, y para esa sutileza basta con un pequeño punto de inicio. La división de Forster privilegia en gran medida las novelas sobre los cuentos cortos, porque los personajes de los relatos raramente tienen espacio para convertirse en «redondos». Pero yo he aprendido mucho más de la conciencia del soldado en «El beso» de Chéjov que de Becky Sharpe en La feria de las vanidades, porque la investigación de Chéjov del funcionamiento de la mente del soldado es mucho más aguda que la intensidad por entregas de Thackeray[35].
En segundo lugar, muchos de los personajes más vivos de la ficción son monomaníacos. Ahí tenemos al Michael Henchard de Hardy en El alcalde de Casterbridge, que se consume con su único secreto; o Gould, en Nostromo, que no puede pensar más que en su mina. Y también Casaubon, obsesionado con su libro infinito. ¿No es esencialmente plana toda esa gente? Pueden sorprendernos al principio, pero pronto dejan de sorprendernos, a medida que les absorbe su necesidad fundamental. Pero no por ser planos resultan unas creaciones menos vívidas, interesantes o verdaderas. Ciertamente no son caricaturas, que es lo que parece querer decir Forster. (No son caricaturas porque su monomanía no es caricaturesca en sí misma, sino interesante, de una sorprendente coherencia, podríamos decir).
Forster se esfuerza por explicar por qué sentimos que la mayoría de los personajes de Dickens son planos, y al mismo tiempo esos «cameos» pueden conmovernos de una manera oscura. Asegura que la propia vitalidad de Dickens los hace «vibrar» un poco en las páginas. Pero esa forma de ser plano y vibrante no ocurre solo en Dickens, sino en Proust, a quien también le gusta etiquetar a muchos de sus caracteres con frases favoritas y latiguillos, o en Tolstói hasta cierto punto, o incluso en los personajes menores de Hardy o de Mann (que, como Proust y Tolstói, usa un método de leitmotiv mnemónico, una atribución repetida o característica, para asegurar la vitalidad de sus personajes) y, por encima de todos ellos, en Jane Austen.
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Forster, misteriosamente, asegura que Austen está en el campo de los personajes redondos, pero al hacerlo demuestra que necesita ampliar su definición de lo que es plano. Porque lo que resulta chocante de Austen precisamente es que sus heroínas en realidad sí son capaces de desarrollo y sorpresa: son los únicos personajes que poseen conciencia, los únicos personajes a los que se ve pensar con alguna profundidad y que son heroicos, en parte, porque poseen el secreto de la conciencia. Los personajes secundarios que están en torno a ellas, por contraste, son obviamente planos. Se les ve externamente, se revelan solo en lo que dicen y se exige poco de ellos: el señor Collins, la señorita Bates, el señor Woodhouse y así sucesivamente. Los personajes secundarios pertenecen a una cierta fase de la sátira teatral; las heroínas pertenecen ya a la forma emergente y compleja de la novela.
Tomemos Enrique V de Shakespeare como ejemplo. Si se le pide a la mayoría de la gente que coloque al rey Enrique y al capitán galés Fluellen en campos forsterianos, considerarían redondo a Enrique y plano a Fluellen. El rey tiene un papel importante, Fluellen uno secundario. Enrique habla y reflexiona mucho, monologa, es noble, astuto, grandilocuente, y sorprende: se mezcla con sus soldados disfrazado, para hablar libremente con ellos. Se queja de las cargas de la realeza. Fluellen, como contraste, es un galés cómico, un pedante de los que Fielding o Cervantes satirizarían con destreza, siempre dando la lata con la historia militar y Alejandro Magno y los puerros y Monmouth... Enrique raramente nos hace reír, Fluellen lo hace siempre. Enrique es redondo, Fluellen plano. ¿Qué actor, en una prueba, elegiría Fluellen y no el papel del rey? («Lo siento, el señor Branagh ya se ha reservado ese papel para él»).
Pero las categorías podrían ser totalmente opuestas. El rey Enrique de esta obra, a diferencia de las dos obras de Enrique IV, es regio sin más, de una forma algo aburrida. Es muy elocuente pero, por lo que parece, con la elocuencia de Shakespeare y no con la suya propia (es una elocuencia formal, patriótica, augusta). Sus quejas sobre las cargas de la realeza son un poco convencionales y autocompasivas, y nos dicen muy poco de su yo auténtico (excepto, de una forma genérica, que se compadece de sí mismo). Es una figura absolutamente pública. Fluellen, por contraste, es como un perrillo pequeño y lleno de vivacidad. Su discurso, a pesar de los «galesismos» que pone en él Shakespeare, es suyo propio y lleno de idiosincrasia. Es un pedante, sí, pero interesante. En Fielding, un doctor o un abogado pedantes hablan como un doctor o un abogado pedantes: su pedantería está ligada profesionalmente a su ocupación. Pero la pedantería de Fluellen tiene algo de ilimitada, incluso resulta un poco agobiante: ¿por qué sabe tanto de los clásicos, de Alejandro Magno y de Filipo de Macedonia? ¿Por qué se ha nombrado a sí mismo historiador militar del ejército? Y el personaje también nos sorprende. Al principio pensamos que su pesadez no se verá acompañada del valor en el campo de batalla, como ocurría con Falstaff, porque creemos reconocer un tipo de hombre: el que habla de hazañas militares en lugar de realizarlas. Pero resulta que Fluellen posee un valor y una lealtad conmovedores, y que su rectitud (otra desviación con respecto al tipo) no es simple hipocresía. (Es decir, que no solo habla de rectitud, aunque sí que es verdad que habla muchísimo). Y hay algo muy curioso en un hombre que es a la vez omnívoro frecuentador de las literaturas y los conocimientos del mundo y al mismo tiempo un galés provinciano. Su monólogo de la semejanza de Monmouth con una ciudad clásica de Macedonia es divertido y conmovedor:
Os lo digo, capitán: si miráis los mapas del mundo, os aseguro que encontraréis, en la comparación entre Macedonia y Monmouth, que la situación, ¡vaya!, es parecida: en Macedonia hay un río, y resulta que también hay un río en Monmouth.
Yo aún me encuentro con personas como Fluellen, y cuando un tipo hablador en un tren empieza a hablar de su ciudad natal, y dice algo como «nosotros tenemos uno de esos», ya sea un centro comercial, un palacio de la ópera o un pub violento, «en mi ciudad, ya sabe», uno se siente inclinado a sentir, igual que pasa con Fluellen, regocijo y una oscura simpatía a un tiempo, ya que ese tipo de provincianismo importuno siempre resulta paradójico: el provinciano quiere y no quiere comunicarse con nosotros, simultáneamente; quiere seguir siendo provinciano y abolir ese provincianismo al mismo tiempo, estableciendo un nexo con los demás. Casi cuatrocientos años más tarde, en un relato titulado «La carretilla», V. S. Pritchett revisita a Fluellen. Un taxista galés, Evans, ayuda a una dama a vaciar una casa. Encuentra un libro de poemas antiguo en una caja, y de repente explota, burlón: «Todo el mundo sabe que los galeses son los fundadores de toda la poesía en Europa».
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De hecho, el ubicuo personaje plano de la novela inglesa, desde el señor Collins al padre de Charles Ryder, nos dice algo muy profundo de la dialéctica de la reticencia y la sociabilidad británicas, y algo también de la teatralidad británica. No resulta sorprendente que el yo resulte teatral tan a menudo en la ficción inglesa, cuando su gran progenitor es Shakespeare. Pero muchos de los personajes de Shakespeare no son simplemente teatrales, por supuesto, sino que son también autoteatralizantes. Albergan ideas fantásticas y a menudo ilusorias de sus propias proezas y reputación. Esto resulta cierto de Lear, de Antonio, de Cleopatra, de Ricardo II, de Falstaff, de Otelo (que mientras se muere todavía instruye a su público para que tome nota de su fallecimiento: «Escribidle eso, y decid además, que una vez, en Alepo [...], agarré por el cuello al perro circunciso y lo herí así»)(8). Y también es cierto de los personajes menos importantes, como Launce y Bottom y la señorita Quickly, que tan fácilmente se inflaman en la irrelevancia cómica e histriónica.
De Shakespeare procede un tipo autoteatralizado, un poco solipsista, ampuloso, pero también esencialmente tímido, que se puede encontrar en Fielding, Austen, Dickens, Hardy, Thackeray, Meredith, Wells, Henry Green, Evelyn Waugh, V. S. Pritchett, Muriel Spark, Angus Wilson, Martin Amis, Zadie Smith y en los bochornos soberbios y pantomímicos de Monthy Python y el David Brent de Ricky Gervais. Se encuentra tipificado en el señor Omer, de David Copperfield, el sastre a quien visita David para que le haga el traje para el funeral. (David va de camino al funeral de su madre). El señor Omer es un monologuista inglés y cotorrea sin vergüenza alguna, metiendo la pata todo el tiempo ante el dolor de David: «Después de mostrarme un rollo de tela me dijo que era extra superior, y un luto demasiado bueno para lo que no fueran los propios padres. [...] “Pero las modas son como seres humanos. Vienen, nadie sabe cuándo, por qué o cómo, y luego se van, nadie sabe cuándo, por qué o cómo. Todo es como la vida, en mi opinión, si se mira desde ese punto de vista”».
Aquí se revela algo cierto a propósito del yo y su carácter incontenible o irresponsable: el pequeño disturbio que produce la libertad en almas por otra parte ordenadas, la grieta que produce la libertad en el yo, su gratuidad o su exceso, las propinas que se da a sí mismo. El señor Omer está decidido a «ser él mismo», aunque eso signifique comparar la moda en ropa con los patrones de morbilidad. Sin embargo, uno no afirmaría que el señor Omer es un personaje «redondo». Existe durante apenas un minuto. Pero en contra de lo que afirma Forster, un personaje plano como el señor Omer es capaz de sorprendernos de verdad. El asunto estriba en que solo necesita sorprendernos una vez y luego ya puede desaparecer de escena.
La muletilla de la señora Micawber, «nunca abandonaré al señor Micawber», nos dice algo de la manera que tiene ella de guardar las apariencias y de mantener una ficción pública y teatral y, por tanto, nos dice también algo cierto acerca de «ella»; pero el granjero que dice «Voy a arar esos tojos» no mantiene ninguna ficción similar de interés sobre sí mismo, se limita a mostrarse estoico o cotidiano y, por tanto, no sabemos nada de su verdadero ser detrás de ese latiguillo. Lo único que hace es afirmar sus intenciones agronómicas. Por eso es tan aburrido; la «coherencia» no tiene nada que ver con ello. Y todos conocemos a personas en la vida real que, como la señora Micawber, usan una serie de frases hechas y etiquetas y gestos repetitivos para mantener un cierto tipo de actuación.