95
En 2006, el representante municipal de Neza, una barriada dura en la que viven dos millones de personas, en el extremo oriental de la Ciudad de México, decidió que los miembros de su fuerza policial tenían que convertirse en «mejores ciudadanos». Decidió que debía darles una lista de lectura, en la cual se podía encontrar el Quijote, la bella novela de Juan Rulfo Pedro Páramo, el ensayo de Octavio Paz sobre la cultura mexicana El laberinto de la soledad, Cien años de soledad de Gabriel García Márquez y obras de Carlos Fuentes, Antoine de Saint-Exupéry, Agatha Christie y Edgar Allan Poe[43].
El jefe de policía de Neza, Jorge Amador, cree que leer ficción enriquecerá a sus oficiales al menos de tres maneras:
Primero, permitiéndoles adquirir un mayor vocabulario. Después, otorgando a los oficiales la oportunidad de adquirir experiencias a través de un intermediario. «Un oficial de policía debe ser conocedor del mundo, y los libros enriquecen la experiencia de las personas de manera indirecta.» Finalmente, Amador asegura que existe también un beneficio ético. «Arriesgar tu vida para salvar las vidas y las propiedades de otras personas requiere unas convicciones profundas. La literatura puede mejorar esas convicciones profundas permitiendo a los lectores descubrir vidas vividas con un compromiso similar. Esperamos que el contacto con la literatura haga que nuestros oficiales de policía estén más comprometidos con los valores que han jurado defender.»
Qué pintorescamente anticuado suena todo esto. Hoy en día, el culto a la autenticidad afirma que nada es más mundano, o está más en el mundo, que el trabajo policial; miles de películas y series de televisión se pliegan a ese dogma. La idea de que la policía puede captar la misma realidad o más desde sus sillones, hundiendo la nariz en unas novelas, sin duda parecerá a muchos una verdadera herejía y una paradoja.
No hay que ser tan preceptivo moralmente[44] como el jefe de policía mexicano para sentir que ha enumerado tres aspectos de la experiencia de leer ficción: el lenguaje, el mundo, la extensión de nuestras simpatías hacia otros seres. George Eliot, en su ensayo sobre el realismo alemán, lo expresó de esta manera: «El mayor beneficio que debemos al artista, ya sea pintor, poeta o novelista, es la extensión de nuestras simpatías. [...] El arte es lo más cercano a la vida; es un modo de extender las experiencias y ampliar nuestro contacto con nuestros compañeros los hombres más allá de las fronteras de nuestro destino personal»[45].
Desde Platón y Aristóteles, la narrativa dramática y de ficción ha provocado dos grandes discusiones recurrentes: una se centra en la cuestión de la mímesis y lo real (¿qué debería representar la ficción?) y la otra en la cuestión de la empatía, y cómo la ejercita la narrativa de ficción. Gradualmente, estas dos discusiones recurrentes se mezclan y uno ve que a partir de Samuel Johnson, por ejemplo, resulta un lugar común que la identificación cordial con los personajes de alguna manera depende de la verdadera mímesis de la ficción: ver un mundo y su gente de ficción puede ampliar realmente nuestra capacidad de comprensión del mundo real. No es ninguna casualidad que el auge de la novela a mediados del siglo XVIII coincida con el auge de la discusión filosófica sobre la comprensión, especialmente en pensadores como Adam Smith y Shaftesbury. Smith, en La teoría de los sentimientos morales (1759), afirma algo que ya es puramente axiomático, que la «fuente de nuestra empatía con el sufrimiento de los demás» se ve movilizada al «intercambiar el lugar con el sufriente en la imaginación», es decir, poniéndonos en el lugar de otra persona.
Tolstói escribe sobre esto en Guerra y paz. Antes de que Pierre sea hecho prisionero por los franceses, tiene tendencia a ver a las personas como grupos nebulosos, más que como individuos particularizados, y a creer que tiene escaso libre albedrío. Después de estar a punto de morir (piensa que va a ser ejecutado), la gente cobra vida para él y él cobra vida para sí mismo. «Esta legítima peculiaridad de cada individuo, que solía emocionar e irritar a Pierre, entonces se convirtió en la base de la simpatía que sentía por las demás personas, y el interés que les profesaba[46].»
96
Expiación, de Ian McEwan, trata explícitamente de los peligros que lleva consigo no ser capaz de ponerse uno mismo en el lugar de otro. La joven heroína, Briony, se equivoca de esa forma en la primera parte de la novela cuando se convence, erróneamente, de que Robbie Turner es un violador. Pero ponerse uno mismo en el lugar de otro es lo que McEwan intenta hacer notablemente como novelista en esa misma parte, habitando con mucho cuidado el punto de vista de un personaje tras otro. La madre de Briony, Emily Tallis, afectada de migraña, yace en la cama y piensa ansiosamente en sus hijos, aunque el lector no puede dejar de observar que de hecho se le da muy mal ponerse en el lugar de otro con la imaginación, porque su ansiedad y su miedo se interponen en el camino de su comprensión. Reflexionando sobre el tiempo que pasa Cecilia en Cambridge, piensa en su propia carencia de educación, comparativamente, y en seguida, sin darse cuenta, siente rencor:
Cuando Cecilia vino a casa en julio con el resultado de los exámenes finales (¡qué frescura la suya, sentirse decepcionada con ellos!), todavía no tenía trabajo ni oficio y debía encontrar un marido y enfrentarse aún a la maternidad. ¿Qué podían contarle de eso sus profesoras, las intelectuales, esas que tienen unos apodos tan tontos y unas «reputaciones temibles»? Esas mujeres tan pagadas de sí mismas se han ganado la inmortalidad local por la más insulsa y tímida de las excentricidades: pasear a un gato con correa de perro, ir montadas en bicicletas de hombre, que las vean comiéndose un bocadillo en la calle. Dentro de una generación, esas damas tontas e ignorantes habrán muerto hace mucho tiempo y todavía las reverenciarán en la mesa del claustro y se hablará de ellas entre cuchicheos.
En términos de Adam Smith, Emily es incapaz de «intercambiar su lugar» con el de su hija; en el lenguaje de novelista o de actor, no se le da bien «ser» Cecilia. Pero desde luego al propio McEwan se le da maravillosamente bien «ser» Emily Tallis, usando el estilo indirecto libre con una desenvoltura perfecta para habitar su complicada envidia.
Más tarde, en el mismo fragmento, cuando Emily se sienta junto a la luz, ve las mariposillas que se sienten atraídas hacia ella y recuerda que «un profesor de ciencias» le dijo que
era la impresión visual de una oscuridad más profunda aún tras la luz lo que las atraía. Aunque se las comieran, tenían que obedecer el instinto que las hacía buscar el lugar más oscuro, en el extremo más alejado de la luz, y en este caso era solo una ilusión. A ella le parecía un sofisma o una explicación absurda. ¿Cómo podía alguien presumir que conocía el mundo a través de los ojos de un insecto?
Emily sí lo habría pensado.
McEwan alude deliberadamente a un celebrado dilema en la filosofía de la conciencia, suscitado en su formulación más famosa por Thomas Nagel en su artículo «¿Cómo es ser un murciélago?». Nagel concluye que un ser humano no puede intercambiar su lugar con un murciélago, que la transferencia imaginativa por parte de un humano es imposible: «En la medida en que puedo imaginar tal cosa (que no es una medida muy grande), solo me dice lo que sería para mí comportarme como se comporta un murciélago. Pero no es esa la cuestión. Yo quiero saber cómo es para un murciélago ser un murciélago»[47]. Defendiendo a los novelistas, J. M. Coetzee hace que su novelista-heroína, Elizabeth Costello, replique explícitamente a Nagel en su novela epónima. Costello dice que imaginar cómo es ser un murciélago entraría, sencillamente, en las atribuciones de un buen novelista. Yo puedo imaginar ser un cadáver, dice Costello, ¿por qué no puedo imaginar ser un murciélago? (Una vez más Tolstói, en un electrizante momento al final de su novela Hadji Murad, imagina cómo sería que a uno le hubiesen cortado la cabeza, y que la conciencia persistiera durante un segundo o dos en el cerebro, aunque la cabeza hubiera abandonado el cuerpo. Su clarividencia imaginativa prefigura la neurociencia moderna, que afirma que en realidad la conciencia puede continuar durante un minuto o dos en una cabeza cortada).
97
El filósofo Bernard Williams estaba preocupado por la inadecuación de la filosofía moral[48]. Había observado que gran parte de esta filosofía, a partir de Kant, describía en esencia el desorden del yo por pura discusión filosófica. La filosofía, pensaba, tendía a contemplar los conflictos como conflictos de creencias, que pueden resolverse fácilmente, en lugar de como conflictos de deseos, que no se resuelven tan fácilmente. En su libro La suerte moral ponía el ejemplo de un hombre que había prometido a su padre que después de la muerte de este contribuiría con su herencia a una obra de caridad que el padre había elegido. Pero el hijo se da cuenta de que, a medida que pasa el tiempo, no le queda suficiente dinero para cumplir la promesa a su padre y al mismo tiempo ocuparse de sus propios hijos. Un cierto tipo de filósofo moral, escribe Williams, decidiría que una forma de resolver el conflicto es afirmar que el hijo tiene buenos motivos para asumir, como condición tácita de la herencia, que solo debe dar el dinero para obras de caridad después de cubrir preocupaciones más inmediatas, como ocuparse de sus hijos. El conflicto queda resuelto anulando uno de los elementos.
Williams pensaba que los kantianos tenían tendencia a tratar todos los conflictos de obligación como ese, mientras que a él lo que le interesaba eran lo que él llamaba «dilemas trágicos», en los cuales alguien se enfrenta a dos requisitos morales en conflicto, cada uno igual de apremiante que el otro. Agamenón o bien traiciona a su ejército o sacrifica a su hija; cualquiera de las dos acciones le causará dolor y vergüenza. Para Williams, la filosofía moral debía atender el tejido real de la vida emocional, en lugar de hablar del yo, en términos kantianos, como algo coherente, sometido a principios y universales. No, dice Williams, la gente es incoherente; decide sus principios a medida que va avanzando, y se ve condicionada por todo tipo de cosas: la genética, la educación, la sociedad y así sucesivamente.
Williams volvió a menudo a la tragedia y la épica griega en busca de ejemplos de grandes historias en las que vemos al yo luchando con lo que él llamaba «conflictos unipersonales». Curiosamente, no habló casi nunca, si es que lo hizo, de la novela, quizá porque la novela tiende a presentar tales conflictos trágicos de una manera menos descarnada, menos trágica, con formas más suavizadas. Pero esos conflictos suavizados no son menos interesantes o profundos por el hecho de estar suavizados: consideremos, solo por elegir un tipo de lucha, los conocimientos empíricos extraordinarios que nos ha dado la novela del matrimonio y todos sus conflictos, tanto bipersonales (entre ambos cónyuges) como unipersonales (el sufrimiento individual y solitario dentro de una unión sin amor o errónea). Pensemos en Al faro, que nos conmueve en parte porque es un relato no de un matrimonio brillante y afortunado, ni de uno fracasado de una manera estrepitosa, sino de un matrimonio adecuado, en el cual cada día se llevan a cabo pequeñas luchas y pequeños compromisos. Aquí, el señor y la señora Ramsay caminan por el jardín y hablan de su hijo:
Hicieron una pausa. Él deseaba inducir a Andrew a trabajar más duro. Si no, perdería toda oportunidad de conseguir una beca. «Ah, las becas», dijo ella. El señor Ramsay pensó que era una tontería que ella dijese eso de una cosa tan seria como una beca. Él se sentiría muy orgulloso de Andrew si conseguía una beca, dijo. Ella se sentiría igual de orgullosa de él si no lo hacía, respondió ella. Siempre estaban en desacuerdo en eso, pero no importaba. A ella le gustaba que él creyese en las becas, y a él le gustaba que ella estuviese orgullosa de Andrew, hiciese lo que hiciese.
La sutileza reside en la forma de representar a ambos lados en desacuerdo, pero queriendo, sin embargo, que el otro siga siendo el mismo.
Por supuesto, la novela no proporciona respuestas filosóficas (como dijo Chéjov, solo tiene que plantear las preguntas adecuadas). Por el contrario, hace lo que Williams quería que hiciese la mayor parte de la filosofía: aportar el mejor relato posible de la complejidad de nuestro tejido moral. Cuando Pierre, en Guerra y paz, empieza a cambiar de idea sobre sí mismo y sobre otras personas, se da cuenta de que la única manera de comprender adecuadamente a la gente es ver las cosas desde el punto de vista de cada persona:
Había una nueva característica en la relación de Pierre con Willarski, con la princesa, con el médico y con todas las personas a las que conocía ahora, que se ganaron para él la benevolencia general. Y era la asunción de la imposibilidad de cambiar las convicciones de un hombre mediante las palabras, y su reconocimiento de la posibilidad de que todo el mundo pensase, sintiese y viese las cosas desde su propio punto de vista. [...] La diferencia, y a veces la contradicción completa entre las opiniones de los hombres y sus vidas, y entre un hombre y otro, le complacía y le suscitaba una divertida y amable sonrisa[49].