CAPÍTULO I
La Transición: renuncias, mitos y consecuencias
restauración
1. f. Acción y efecto de restaurar.
2. f. Restablecimiento del régimen político que había sido sustituido por otro.
3. f. Reposición en el trono de un rey o del representante de una dinastía.
4. f. Periodo histórico que comienza con una restauración (‖ reposición de un rey).
5. f. Actividad de quien tiene o explota un restaurante.
Madrid, 1995. La periodista Victoria Prego, con esa voz que está en el imaginario colectivo por ser la que contó la Transición más y mejor que ninguna otra, entrevista a Adolfo Suárez, que lleva años retirado de la primera línea. El ex presidente del Gobierno confiesa, entre sonrisas y tapando su micrófono, que en el año 1976 decidió incluir la palabra rey y por extensión el concepto de monarquía en la Ley para la Reforma Política porque mandatarios de países extranjeros estaban reclamando a España que convocase un referéndum sobre monarquía o república. «Hacíamos encuestas y perdíamos», asegura Suárez con ojos saltones, sonrisa cómplice y gesto divertido.
Es decir, uno de los principales hacedores de la Transición estaba reconociendo que escamotearon a los ciudadanos la posibilidad de decidir sobre la forma del Estado mediante esa argucia. Y lo hicieron porque las encuestas les decían que quizá los ciudadanos hubieran elegido un régimen republicano como el que existía cuando, en 1936, se produjo el golpe de Estado que provocó la Guerra Civil y, tras la victoria de los golpistas, la dictadura franquista, que se prolongó durante casi 40 años.
Este vídeo, desvelado en noviembre de 2017 por el programa La Sexta Columna, constituía un buen ejemplo de cómo se articuló el cambio político en la Transición. El propio Suárez y el rey Juan Carlos, esos dos prestidigitadores, pasaron a la historia como los grandes artífices de este éxito sin precedentes. Es notorio que, a pesar de lo que Suárez decía en esa grabación de 1995, hubiera sido muy complicado, por no decir imposible, que en 1976 o 1977 las Fuerzas Armadas, dirigidas por franquistas recalcitrantes y vigilantes, hubiesen aceptado la celebración de tal referéndum sobre la forma del Estado. Quizá fue, como decía la propia Prego cuando se le pidieron explicaciones por haber ocultado lo que Suárez le confió, «una de las muchas variables» que manejaba el presidente del Gobierno y que, en realidad, sólo era «una hipótesis que nunca tuvo la menor posibilidad de existir»[1].
Aquella grabación que permaneció oculta a los españoles durante más de dos décadas es sólo una anécdota, pero resulta al menos sintomática. Porque, a fin de cuentas, todo el castillo de naipes de la Transición, que otrora parecía tan sólido y que todavía aguanta erguido, está construido sobre la base de que los dirigentes políticos de entonces hicieron aquello que era mejor para el conjunto de los españoles; sin embargo, esta artimaña, sumada a otros muchos datos de que disponemos hoy, indica que, cuanto menos, esos políticos hicieron también lo mejor para ellos mismos. O, dicho de otro modo, las elites franquistas que venían de la dictadura abrazaron con tanto gusto la democracia porque jugaban con ventaja, tenían las cartas marcadas, sabían que no perecerían con el cambio y mantendrían intactos sus privilegios. Repasemos un poco de Historia, aunque sean sólo unos trazos esenciales, para entender por qué.
De «Juan Carlos I el Breve» a un reinado de 39 años
La dictadura de Franco era un régimen fascista, sí, pero sobre todo era un sistema personalista. Como aseguran los reputados historiadores Raymond Carr y Juan Pablo Fusi, la España del franquismo «no era un sistema de partidos, ni un régimen de partido único con una estructura disciplinada y coherente, sino un sistema híbrido y ambiguo en el que Franco era la fuente última del poder»[2]. Todo era decidido por ese general que, en su pertinaz delirio, se autodenominaba «Caudillo de España por la gracia de Dios». Era un individuo desconectado de la realidad. En 1962, en la época más aperturista (menos salvaje, pero siempre opresiva y violenta) de la dictadura, España solicitó la entrada en la Comisión Económica Europea –génesis de la UE actual– y recibió una sonora negativa porque los principios del régimen español eran incompatibles con los de una democracia liberal. Franco, ni corto ni perezoso, afirmó que su dictadura era «la muestra más clara, más firme y más leal de la democracia»[3]. Así era el personaje.
Aunque el dictador decidió los destinos de España desde su victoria en la Guerra Civil, en 1939, hasta su muerte, en 1975, muy pronto decidió qué régimen quería para España cuando él no estuviera. En 1947 aprobó la Ley de Sucesión, donde ya se decantaba por «instaurar» la monarquía como la forma del Estado para España. Lo que no eligió tan pronto fue a su sucesor al frente de la Jefatura del Estado. Deshojó la margarita durante años para mantener las tensiones entre las diferentes familias políticas que habitaban las elites del franquismo (los falangistas, los carlistas, el Opus Dei). Porque Franco, que desdeñaba la cultura y tenía una mente enfermiza, rayana en la locura, sí conocía bien a las criaturas que le servían, por un lado, y aún mejor a los Borbones, por otro.
Para la decisión sobre quién le sucedería hubo que esperar hasta 1969, casi en el ocaso de su férrea dictadura. Entonces, Franco designó al entonces príncipe Juan Carlos de Borbón, hijo del conde de Barcelona, Juan de Borbón, y nieto del rey Alfonso XIII. Con su decisión arbitraria, como todas las que toma un dictador, se saltaba a la torera la línea dinástica de sucesión de los Borbones, entre otras cosas porque, como el tipo rencoroso que era, no perdonaba el manifiesto que don Juan había publicado en 1945 con severas críticas a la dictadura. Venganza y tragedia personal para el padre, premio y futuro para el hijo. El dictador eligió a un joven príncipe que, como cuentan los citados historiadores, era percibido por la oposición democrática como «un revés a sus esperanzas»[4] porque parecía que apuntalaría la continuidad del régimen franquista.
El príncipe había mostrado siempre su absoluta e inquebrantable lealtad a la dictadura. Su elección fue considerada como un triunfo del sector franquista que lideraba el almirante Luis Carrero Blanco, luego elegido presidente del Gobierno y asesinado por ETA en 1973. No puede olvidarse que a Juan Carlos lo estaban formando como preceptores una serie de personajes afines a Franco y Carrero, gentes sin ningún tipo de duda sobre su afinidad a un régimen dictatorial que debía perpetuarse. El 23 de julio de 1969, sólo unos días después de ser elegido, Juan Carlos juró su lealtad a Franco y a los principios legales de su dictadura, recordando «las importantísimas realizaciones que se han conseguido bajo el mando magistral del Generalísimo» y destacando «la legitimidad política surgida del 18 de julio de 1936»[5], fecha del golpe de Estado contra la República.
El secretario general del Partido Comunista, Santiago Carrillo, que vivía en el exilio, llegó a afirmar que Juan Carlos pasaría a la historia con el sobrenombre de «el Breve» porque su reinado, cuando desapareciese el dictador, sólo iba a durar 24 horas. La realidad es que duró 39 años. Asimismo, cuando, una vez muerto Franco, el ya jefe del Estado Juan Carlos I eligió como presidente del Gobierno a Adolfo Suárez, tanto desde la oposición democrática como desde el franquismo más puro se criticó dicha elección como un profundo error. Es de sobra conocido, por cierto, que dicha elección no fue limpia, sino fruto de la conjura oculta, una más, de Juan Carlos y Suárez[6]. Ese tándem de personajes en el que muchos no creían y que tanto decepcionó a la oposición en un principio, se convirtió, a la postre, en el eje sobre el que giró la Transición.
Lo que más hicieron durante la traslación de la dictadura a la democracia Adolfo Suárez y Juan Carlos I, con la ayuda de su principal colaborador, Torcuato Fernández Miranda, fue engañar a quienes confiaron en ellos. No son palabras gruesas ni acusaciones gratuitas, sino que así lo atestiguan los hechos. Especialmente engañó el jefe del Estado, que vendió a Franco la burra de que continuaría con un régimen similar y después, muerto el dictador, traicionó sus designios y ayudó, contra lo que muchos esperaban, a alumbrar la democracia. Eso sí, con Franco en vida, el hombre que después reinaría 39 años y se convertiría en su crepúsculo en esa extraña figura de rey emérito no había rechistado contra la dictadura. Fue el aprendiz y el compañero del caudillo. Por eso logró el trono. Como escribe Morán, «su táctica se reducía a ser servil como un heredero, cauto como un prestamista y paciente como un monje»[7]. Como apuntan Carr y Fusi, entre 1969 y 1975 el ahora rey emérito se limitó a «figurar discretamente al lado de Franco como futuro sucesor»[8].
La citada treta que facilitó la elección de Suárez fue sólo el primero de los engaños de esta extraña pero fructífera pareja que formaban los jefes del Estado y del Gobierno, quienes en momentos decisivos improvisaban soluciones que sirviesen al objetivo común que perseguían. Ambos engañaron también al Ejército, porque prometieron a los generales franquistas que jamás legalizarían el Partido Comunista, cosa que hicieron en la Semana Santa de 1977. Mediante apelaciones al patriotismo, a mantener el legado franquista y a que cualquier rebeldía contra la Corona suponía atacar a la mismísima unidad de España, manipularon a los militares fascistas y a los políticos de la derecha más nostálgicos de la dictadura para que los unos y los otros tragasen con la Ley para la Reforma Política, que, como es sabido, en la práctica supuso el suicidio de las propias instituciones franquistas.
Suárez y Juan Carlos I negociaron alianzas secretas con parte de la oposición democrática, esa que al principio tanto dudaba de ellos, por supuesto a espaldas de los franquistas más recalcitrantes y bunkerizados. Siguiendo la máxima de «divide y vencerás», dialogaron por separado con los partidos democráticos para conseguir que se sumasen al proceso en marcha. Se reunieron con los grandes banqueros para garantizarles que habría un cambio, sí, pero no drástico sino continuista, de manera que el valor de las acciones y el manejo de sus fortunas quedarían a salvo. También tranquilizaron y engatusaron a los grandes empresarios y a las familias que más cómodamente habían vivido durante la dictadura: no habría expropiaciones, ni nacionalizaciones, ni juicios al pasado. Empezaba una nueva era para el país. Nadie miraría atrás porque nadie querría, como la mujer de Lot, convertirse en estatua de sal. Con la ayuda del cardenal Tarancón, pieza clave del engranaje, se camelaron también a los sectores más retrógrados del clero.
En efecto, todas las elites franquistas, las políticas, las económicas y las sociales, aceptaron hacerse el haraquiri en forma de pacto, sí, pero a cambio de dos prebendas más que apetecibles: el olvido de las barbaridades que habían perpetrado durante el franquismo y la buena recolocación en la democracia venidera, el nuevo sistema que veían como inevitable. La oposición democrática, que en principio abogaba por la total liquidación del franquismo mediante lo que se llamó la «ruptura democrática», acabó respaldando el pacto auspiciado por Suárez y Juan Carlos I a través de la «ruptura pactada», ante la evidencia de que la sociedad española no estaba para luchas ni rupturas ni revoluciones. Entre adaptarse o morir, que reza el dicho, todos prefirieron adaptarse.
El famoso espíritu de consenso, con las cesiones de ambas partes en liza, desembocó en las primeras elecciones democráticas, celebradas el 15 de junio de 1977. Ganó la Unión de Centro Democrático (UCD), coalición que englobaba a la mayoría de los franquistas que transitaban hacia la democracia, con Adolfo Suárez como candidato, con el 35 por 100 de los votos y 165 diputados. En segunda posición quedó el PSOE liderado por Felipe González, con el 29 por 100 y 118 escaños. Los comunistas, que eran los que más habían luchado contra la dictadura y los que más renuncias habían asumido para aceptar al monarca, fueron paradójicamente castigados en las urnas, puesto que el Partido Comunista de Santiago Carrillo se quedó en el 9 por 100 y 20 escaños. Los españoles querían un cambio tranquilo. O, mejor dicho, aceptaban el cambio tranquilo que se les había dado hecho.
La historia oficial de la Transición añade que Suárez y Juan Carlos I propiciaron también la ley de amnistía para que salieran de las cárceles centenares de presos políticos. A ello hay que sumar los famosos Pactos de la Moncloa en materia económica y, por supuesto, el simbólico regreso a Cataluña desde el exilio del president de la Generalitat, Josep Tarradellas, quien negoció con el propio Suárez su vuelta. La tarea se completó con la elaboración de la Constitución de 1978, aprobada en referéndum el 6 de diciembre de aquel año. Para algunos, ahí terminó la Transición, si bien hay expertos o historiadores que ubican el punto final de esta etapa en el fallido golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, que sirvió a Juan Carlos I para agrandar su «legitimidad» ante el pueblo, o en la victoria del PSOE en las elecciones generales de octubre de 1982, cuando la izquierda volvía al poder 46 años después.
Sea cual fuera su final, esta es, a grandes rasgos[9], la historia de lo que ocurrió en la Transición española. Fue un éxito, sí, pero se ha embellecido, mitificado y hasta santificado como si hubiera sido una creación inmejorable. Como en todos los grandes contratos sociales, en este caso también hay letra pequeña. Es ahí donde anidan grandes historias de lucha y sacrificio democráticos, pero también los datos fehacientes que demuestran que las cosas no fueron tan sencillas, ni tan pacíficas, ni tan almibaradas. El sistema surgido entonces, una democracia liberal al uso que cobraba la forma de monarquía parlamentaria, tuvo que pagar una serie de peajes antidemocráticos. Los consensos básicos se construyeron sobre unos cimientos frágiles, porque bajo el edificio del sistema no hay una realidad de hormigón sino una argamasa de renuncias y mitos que se resquebrajan más y más conforme va pasando el tiempo. Renuncias que han causado algunos de los problemas endémicos de la democracia. Y mitos que han servido para edulcorar el relato sobre lo que realmente aconteció.
Quizás el autor que mejor ha delineado las renuncias que tuvieron que asumir los demócratas en el tránsito de la dictadura a la democracia sea Gregorio Morán, que en El precio de la Transición y en su célebre biografía sobre Suárez, Historia de una ambición, presenta un panorama bastante más crudo del que se cuenta en las clases de Historia y en los centenares de libros hagiográficos sobre este periodo. La principal de esas renuncias fue el pasado. España se convirtió, en palabras de este autor, en «un reino de desmemoriados». Se quiso trivializar, atenuar o, mejor incluso, enterrar lo sucedido en la Guerra Civil. Idéntica operación se hizo respecto a la represión y la violencia del régimen de Franco durante sus cuarenta años. Ni memoria histórica ni justicia para los represaliados ni nada que se le pareciera.
En el nuevo régimen, democrático pero amnésico, se cortaron todos los puentes con la época de la República, porque el proceso, recuérdese, estaba siendo tutelado por el Ejército, la Iglesia y las elites políticas y económicas del franquismo. Los poderes fácticos de la dictadura, en colusión de intereses con las urgentes necesidades de la oposición democrática, dictaminaron que había que olvidar y mirar sólo hacia delante.
En la Transición se impuso ese olvido colectivo del pasado para garantizar el futuro en paz. No pocos historiadores, españoles y de otras latitudes, aplauden ese consenso como un proceso modélico que sirvió para «reconciliar» a las dos Españas. No se puede reescribir ni cambiar lo que ocurrió. Lo que sí se puede hacer, porque no está tan trillado, es abordar algunas consecuencias de ese olvido obligatorio y otros peajes. Porque de aquellos polvos vinieron estos lodos. Porque muchos de los déficits que padece la democracia borbónica en 2018 traen causa de los errores, renuncias y mitos de la Transición, que fue exitosa, sí, que garantizó el futuro, también, pero que, como toda obra humana, tampoco fue perfecta.
Del mito a la realidad: la monarquía, restaurada
Sólo en el contexto de ese ejercicio colectivo de desmemoria de la Transición puede explicarse que se impusiera a los españoles la monarquía como forma de Estado. Esa monarquía que Franco decía «instaurar» pero que en realidad fue «restaurada» por segunda vez. Ha habido en la historia de España dos restauraciones borbónicas, muy diferentes entre sí por cómo ocurrieron y por los contextos que las rodearon, y que acontecieron con cien años de diferencia. En enero de 1875 se restauró la monarquía por primera vez mediante un golpe de Estado a finales de 1874 que permitió la vuelta de Alfonso XII al trono y puso final a la etapa conocida como Sexenio Democrático (1868-1874), donde nació y murió sin pena ni gloria la Primera República (1873-1874). Un siglo después, en noviembre de 1975, se volvió a restaurar la monarquía borbónica al ser coronado Juan Carlos I como sucesor de Franco al frente del Estado. Moría el franquismo (1939-1975) y se arrumbaban la Guerra Civil (1936-1939) y la Segunda República (1931-1936). Existen múltiples diferencias de calado entre ambas restauraciones, por supuesto, pero en ambas ocasiones regresó la monarquía como forma de Estado y con un Borbón en el trono.
Este otro apunte histórico viene a cuento porque, como se ha visto, Juan Carlos I y Adolfo Suárez aniquilaron la dictadura desde dentro y auspiciaron el nacimiento de la democracia, pero, sobre todo y por encima de todo, afianzaron la monarquía. La operación para restaurarla como forma del Estado les salió a las mil maravillas, ya que, de hecho, durante muchos años la democracia y la monarquía, términos antagónicos por naturaleza, han sido sinónimos en España. En eso consiste el famoso juancarlismo, apuntalado por la actitud del rey, que primero renunció a sus poderes plenipotenciarios en favor del pueblo y que después apareció en televisión como freno al golpe de Estado del 23-F. «No soy monárquico ni republicano, soy juancarlista.» «No me gusta la monarquía, pero Juan Carlos sí.» «Soy juancarlista porque el rey nos trajo la democracia.» ¿Quién no escuchó durante años estas expresiones?
La vigencia de ese juancarlismo enterró cualquier debate sobre monarquía o república. De hecho, es más que probable que esa polémica todavía siga postergada durante mucho más tiempo. Porque no parece, según todas las encuestas y estudios que se publican, que sea una de las principales preocupaciones de los españoles. Además, hay pocas formaciones políticas que aboguen por la república. De los cuatro grandes partidos, sólo Unidos Podemos apuesta por esa opción, compartida por la mayoría de las fuerzas nacionalistas vascas y catalanas. Ocurre, sin embargo, que es ahí, precisamente ahí, en la imposición a los ciudadanos de la monarquía como forma del Estado, donde descansa parte de la grave crisis institucional que atraviesa el sistema político español.
Como se adelantaba en la introducción, la democracia española nacida en la Transición y consagrada por la Constitución es «borbónica» porque es una monarquía donde la jefatura del Estado está controlada por los Borbones y porque en ella los dueños y señores de las elites, incluidos por supuesto los hombres de la dinastía que han ocupado el trono, Juan Carlos I y Felipe VI, no dejan de borbonear. El verbo borbonear no aparece en el Diccionario de la Real Academia Española, pese a que su uso es habitual en los dos últimos siglos para referirse a los abusos, engaños y trampas del poder concentrado en pocas manos, a las intrigas palaciegas para mangonear en la sombra y manipular arbitrariamente. De hecho, el término se popularizó durante la etapa del reinado de Alfonso XIII, que ocupó el trono durante la mencionada primera restauración borbónica[10].
El tándem Suárez-Juan Carlos I también borboneó de lo lindo para evitar cualquier referéndum con el que los españoles decidieran entre monarquía o república. Un buen ejemplo de ello está al principio de este capítulo, puesto que el propio presidente del Gobierno que pilotó la Transición reconocía, a micrófono tapado, que tenían encuestas que apuntaban a una posible victoria de la república y afirmaba que, por ello, buscó un atajo para evitar que se discutiera al respecto. Otro factor clave, también con Suárez como protagonista, fue la negociación clandestina con Carrillo para conseguir, como así fue, que el Partido Comunista aceptase la bandera rojigualda y la monarquía.
Pero donde está más claro que los planes de Suárez y Juan Carlos I funcionaron es en la propia Constitución de 1978, que estipula, en su artículo 1.3, que «la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria»; que establece, en su artículo 56, que «el Rey es el jefe del Estado», y que añade, en el 57, que «la Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica». Así, la ley de leyes hacía efectiva la jugada de Juan Carlos I auspiciada con la colaboración de Suárez y Fernández Miranda: renunciar a todos los poderes que le entregó Franco como sacrificio a cambio de perpetuar la monarquía y la dinastía de su familia. Por ello, por su presunta generosidad y su obvia traición al caudillo, el porvenir de la Corona se mantendría durante años. Y así ha sido, al menos por ahora.
El esquema que se sacaron de la manga Juan Carlos I, Suárez y sus colaboradores viene a decir que sólo gracias a la monarquía España tiene democracia. De esa manera, el sistema democrático patrio, materializado en la Constitución, se hizo en función de las necesidades de la Corona, como una suerte de pago de los españoles al rey por esa deuda histórica. Tal como ha explicado en libros, artículos y entrevistas incansablemente Javier Pérez Royo, catedrático de Derecho constitucional, ese esquema suponía que la «legitimidad monárquica» estaba (y está) por delante de la «legitimidad democrática». Este sesudo debate jurídico se traduce en que quienes lideraron y tutelaron el tránsito de la dictadura a la democracia, un rey nombrado por Franco y un presidente del Gobierno designado por ese rey, tuvieron la sartén por el mango para establecer una Constitución a su medida, en la que se consagró la monarquía como forma de Estado y a los Borbones como herederos.
Mentiras para adobar el relato
Parece obvio, visto con los ojos de 2018, que lo más democrático hubiera sido que los españoles hubiesen votado en un referéndum para elegir entre la monarquía que Franco había dejado en herencia o la república, que era la legalidad vigente antes del golpe del 36. Pero, como se ha visto, los pilotos de la Transición hurtaron esa posibilidad. Ni se lo plantearon. La justificación más habitual para explicar este déficit democrático de origen es que en esta etapa extraordinaria y compleja se hizo sólo lo que se podía hacer. Afirmación que se adoba, claro está, con dos mitos de la época que han llegado hasta nuestros días, aunque sean flagrantes exageraciones. A saber: España estaba al borde de una guerra civil y lo mejor de la Transición es que fue pacífica. Ni una cosa ni la otra son ciertas. Se trata de dos argumentos construidos para justificar el gran peaje antidemocrático que pagaron los españoles al aceptar sin rechistar la monarquía. Dos falsedades como templos que sirven al relato que más conviene a las elites.
¿Cuántas posibilidades reales había de que en España, una vez muerto Franco, se produjese otra contienda civil? Es imposible calibrarlo empíricamente o aportar cifras científicas. El profesor Ignacio Sánchez-Cuenca, en su libro Atado y mal atado (Alianza, 2014), ha calculado que, si bien el apoyo a la democracia estaba muy extendido entre la población, el respaldo a la ruptura como forma de alumbrarla no pasaba del 20 por 100 de la población. Añade, además, varios factores que evidenciarían que el camino más lógico para España era alcanzar una democracia: el desarrollo económico del país, las transiciones ya acontecidas en Grecia y Portugal, la crisis del petróleo y la fortaleza de los elementos represivos del régimen franquista.
Las huelgas y manifestaciones obreras durante la Transición fueron relevantes, con especial intensidad en Madrid, Cataluña y el País Vasco, pero la mayoría de los trabajadores apostó por la moderación como forma de conducta. Además, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad franquistas consiguieron, y aquí viene la negación del segundo mito citado, un eficaz nivel de represión de las protestas. Es decir, frenaron la agitación en las calles y apagaron cualquier idea revolucionaria contra el Estado. Lo hicieron mediante el uso de la violencia. Un uso en muchas ocasiones salvaje y que ha quedado impune en no pocos casos.
Según los cálculos del citado Sánchez-Cuenca y de su compañera Paloma Aguilar, entre 1975 y 1982 fallecieron en España 174 personas como consecuencia de la represión del Estado: 53 delincuentes comunes, 24 miembros de ETA, 13 del GRAPO y 84 ciudadanos que participaban en manifestaciones o que estuvieron envueltos en altercados con las Fuerzas de Seguridad[11]. En esas cifras, además, no se tienen en cuenta las víctimas de la ultraderecha, como los abogados de Atocha; casos en los que podrían estar implicados aparatos del Estado. A estos datos reveladores hay que sumar, claro está, que durante la Transición la banda terrorista ETA asesinó a 361 personas. La historiadora Sophie Baby expone que entre 1975 y 1982 hubo 3.200 acciones violentas, con 700 víctimas mortales[12]. No parece un proceso demasiado pacífico. Y no se desató guerra alguna.
Las bases de la democracia borbónica
Edulcorar la Transición, eludiendo sus errores y magnificando sus aciertos, como suele hacerse al afirmar sin ruborizarse que fue un proceso pacífico, es ya una tradición. Como tradicional es insistir en que los hacedores del tránsito de la dictadura a la democracia hicieron un gran favor a la sociedad porque evitaron otra guerra entre españoles. Al contrario de lo que creía Goebbels, una mentira que se repita miles de veces no se convierte en verdad. Con todo, lo peor de la Transición no es que se imponga un relato preñado de falsedades sobre lo que pasó. Lo peor, al menos a juicio de quien escribe estas líneas, es que la Transición sentó las bases de los grandes males de que adolece la democracia borbónica. Veamos algunos de ellos.
Por motivos obvios, la Constitución del 78 estableció una protección excesiva a la monarquía. No sólo porque se restaurase como forma del Estado o porque se fijase el mecanismo hereditario a favor de los Borbones, como ya se ha explicado, sino por las facilidades que otorgó a la Casa del Rey para que hiciera, como ha hecho, lo que le viniera en gana sin ningún tipo de restricción. Por un lado, se blindó al monarca, ya que el artículo 56.3 reza que «la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad». Por otro, se dispuso, como estipula el artículo 65, que «el Rey recibe de los Presupuestos del Estado una cantidad global para el sostenimiento de su Familia y Casa, y distribuye libremente la misma». Con estos artículos se cimentaron la inmunidad y la opacidad de Juan Carlos I, que se dio a la buena vida sin freno ni límites.
Respecto a esto último, además, la cantidad que los Presupuestos asignan al rey, unos 8 millones de euros anuales en los últimos ejercicios, es sólo una minucia en comparación con las cantidades que destinan otros ministerios, principalmente los de Asuntos Exteriores y Defensa, a costear la actividad de la Corona. Se calcula que, en total, la monarquía puede costar 60 millones de euros al año a los españoles. Un dinero gastado sin transparencia alguna, al revés de lo que ocurre en otras casas reales como la británica, que da cuenta al detalle de cada libra que gasta. Además, en la práctica, los poderes públicos han mirado para otro lado desde la Transición en lo concerniente a los negocios o el patrimonio de Juan Carlos I, que durante su reinado gozó de carta blanca para moverse por el mundo y gastar o ganar el dinero que le pareciera oportuno. Sin ningún control ni responsabilidad. Por todo ello, el escándalo de las cintas de Corinna que se aborda en otro capítulo no es casualidad.
La enorme fortuna del rey emérito, de unos 2.000 millones de dólares según el prestigioso New York Times, tiene forma de incógnita. No se sabe a cuánto asciende realmente, dónde la esconde y de dónde la ha sacado. Lo único seguro es que, cuando murió su padre, don Juan, en 1993, dejó una herencia de 1.100 millones de pesetas en una cuenta radicada en Suiza. Juan Carlos I cobró más de 300 millones de pesetas de esa cuenta en 1995. También es vox populi que el financiero Javier de la Rosa, condenado por estafa en su día y buen amigo del rey en los noventa, aseguró en 2014, sin saber que estaba siendo grabado, que el emérito tenía ocultos 300 millones de euros en cuentas de Suiza. ¿Cuánto es su patrimonio oculto fuera de España? ¿Cobró enormes sumas de dinero como comisionista que trabajó al servicio de las grandes empresas españolas? ¿Cuántos millones de euros ha conseguido gracias a sus contactos en las monarquías de Oriente? La opacidad como respuesta.
El segundo pecado capital de la democracia borbónica es su amnesia. El olvido, cuando es obligatorio, no puede derrotar a la memoria. Aunque la Transición decretase, por los motivos explicados, esa desmemoria, los españoles de ayer y hoy saben qué ocurrió durante el franquismo. Pero han faltado políticas públicas que, a la luz de los hechos y no de la manipulación partidista, recordasen lo que aconteció, aunque dicho recuerdo aguijonease las conciencias o precisamente por ello. El gran reto pendiente del sistema surgido en 1978 ha sido y es hacer justicia a los miles de cadáveres que están sepultados en las cunetas; algo que debería resolverse sin propagandas ni ventajismos. Los Gobiernos han provocado que, como en el poema de Luis Cernuda, muerto en el exilio, muchos españoles crean acerca de su país que «pensar tu nombre ahora / envenena mis sueños».
Además de la monarquía como forma de Estado y del olvido forzoso del pasado, la otra gran herencia de la Transición es que permitió a las elites políticas y económicas del franquismo seguir haciendo y deshaciendo a su antojo, controlando el verdadero poder, tanto en la dictadura que languidecía como en la democracia que afloraba. En lo político, se articuló un sistema donde los partidos gozaban (y todavía gozan) de una serie de privilegios garantizados por la Constitución y multiplicados por ellos mismos a través de leyes que han ido aprobando con el paso de los años.
Los usos y abusos de la partitocracia que se denuncian con masoquista fruición en este libro son consecuencia directa de las facilidades y privilegios que les otorga la legislación auspiciada con la llegada de la democracia: el blindaje judicial de los aforamientos, la ley electoral que beneficia a las formaciones mayoritarias, las listas cerradas que permiten el funcionamiento jerárquico de los partidos, el control de las instituciones que da rienda suelta al nepotismo y al enchufismo, el dominio sobre los organismos reguladores de la economía, el manejo del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional, las lagunas legales que dejaban hueco para la financiación ilegal de los partidos, el control de los medios de comunicación públicos, etcétera. Todas esas ventajas están en la Carta Magna o en las leyes orgánicas que la desarrollan. Ni el PSOE ni el PP, que han gobernado España alternándose desde 1982, han hecho nada por acabar con estas prebendas. Justo al revés, las han perpetuado.
Nada nuevo bajo el sol en España. Después de que en 1875 se restaurase por primera vez la monarquía borbónica, las fuerzas políticas establecieron el famoso «turno de partidos», con una calculada alternancia en el poder de liberales y conservadores basada en la Constitución de 1876. La única diferencia de calado con la actualidad es que entonces, además, las elites políticas recurrían al fraude y al pucherazo en las elecciones para colocar a un Gobierno u otro. Al menos, actualmente se vota en libertad. En todo caso, por aquel entonces el escritor Benito Pérez Galdós ya pronosticaba que «los políticos se constituirán en casta, dividiéndose, hipócritas, en dos bandos igualmente dinásticos e igualmente estériles, sin otro móvil que tejer y destejer la jerga de sus provechos particulares en el telar burocrático»[13]. Sabias palabras que sirven para la España del siglo xxi, dominada por una partitocracia con gula por seguir devorando las mieles del poder.
En el ámbito económico, la palabra clave fue continuidad, tal como el propio Suárez se encargaba de anunciar en sus reuniones con banqueros y empresarios. La verdad es que la Transición también fue una alfombra roja para los dueños de las grandes compañías y las principales entidades bancarias. No perdieron ni uno sólo de sus privilegios. Ahí se enmarcan las históricas concesiones para gestionar las infraestructuras, que se otorgaron durante la dictadura pero no fueron revisadas al alumbrarse la democracia, como los casos flagrantes de la gestión de autopistas o la explotación del mercado eléctrico, que continúan en la actualidad y que más adelante se narran con detenimiento.
Las oligarquías y las familias acaudaladas de la dictadura como los March o los Urquijo aterrizaron en la democracia con total normalidad, sin problema alguno por su sintonía con la dictadura y, sobre todo, con todas las posibilidades de crecimiento que facilitaba una legislación bastante relajada para que florecieran la construcción, las fusiones bancarias y los monopolios energéticos. Había que modernizar España y las oportunidades de negocio eran innumerables. El país se iba a convertir en el paraíso de las obras públicas, porque había mucho que construir en la jovencísima y virginal democracia española. La carrera enloquecida por construir más y más empezó en los ochenta, aunque no sería hasta años después cuando la burbuja inmobiliaria se inflaría por encima de lo soportable. De la orgiástica connivencia entre elites políticas y económicas nació, además, la cultura del pelotazo urbanístico y la corrupción. El poder, como siempre, corrompiéndolo todo.
El maridaje entre políticos y empresarios ya funcionaba durante el franquismo, continuó en la Transición y ha alcanzado su culmen en los últimos años. No fueron escasos ni minúsculos los favores gubernamentales concedidos a grandes empresarios y a la banca tras el advenimiento de la democracia; favores que sentaron las bases del capitalismo de amiguetes que aún rige la economía. Por ejemplo, Jesús de Polanco, fundador del Grupo Prisa, supo bien lo beneficioso que era contar con buenas relaciones con los poderosos en la Transición, y sus continuadores lo han sabido bien en el último lustro.
Cuando se creó el Ibex 35, en 1992, año triunfal para la democracia borbónica por los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Expo de Sevilla, escaparates para el mundo de la modernización del país, numerosos ex cargos del franquismo estaban ya en los consejos de administración de las empresas cotizadas. Funcionaban, bien engrasadas sus bisagras por la fuerza de la costumbre, las puertas giratorias que también han llegado a su cénit en tiempos democráticos. Todas estas trapacerías, sólo posibles gracias a la herencia franquista que se normalizó en la democracia, se abordan pormenorizadamente en los siguientes capítulos.
El caso de las cajas de ahorros, acaso el mejor exponente de la coyunda de las elites ibéricas, constituye un buen ejemplo de cómo en los inicios de la democracia se establecieron las condiciones que permitieron los desfalcos posteriores. En 1985, con el PSOE de Felipe González en el Gobierno gracias a una holgada mayoría absoluta (202 diputados), se aprobó la Ley de Regulación de las Normas Básicas sobre Órganos Rectores de las Cajas de Ahorros. Una ley que, según decía su preámbulo, se hacía para «evitar las interferencias económicas y políticas» y «reafirmar de esta manera su autonomía e independencia». Con esa legislación, los partidos políticos tomaron el control de las entidades financieras, colocando a sus afines en los consejos de administración y las comisiones de control. Ningún Gobierno posterior cambió esta ley. Ya se sabe cómo acabó esa historia, que también se repasa en estas páginas.
El legado de la Transición, concretado en la Constitución de 1978, cumple a finales de 2018 cuarenta años de vigencia. Y es justo en esta fecha redonda cuando el régimen monárquico, la democracia borbónica, atraviesa el peor momento de su historia. Ese edificio pretendidamente perfecto y que parecía estar intacto va camino de derrumbarse, acaso porque, pese a lo que ha parecido durante las últimas cuatro décadas, sus cimientos realmente eran y son demasiado frágiles. La crisis territorial desatada en Cataluña muestra esas carencias y apunta ya hacia el final de un ciclo histórico. Los independentistas catalanes rompieron la baraja y siguen exigiendo un referéndum para marcharse de España. Los partidos que respaldan a ojos cerrados la Constitución no han sido capaces de atajar el problema a tiempo. El bipartidismo, respaldado por la Corona y las elites económicas y judiciales pero huérfano de posibles soluciones de fondo, aplicó el artículo 155 por primera vez en la historia. Los nacionalistas, además, no perdonan a Felipe VI su famoso discurso del 3 de octubre de 2017, donde arremetió contra los planes separatistas. Por ello, están en crisis tanto el propio principio de legitimidad monárquica sobre el que se asienta el sistema como la organización territorial del Estado. Reformarse o morir, esa es la cuestión.
Madrid, 6 de diciembre de 2018. En el Congreso de los Diputados se celebra el 40 aniversario del referéndum que sirvió para aprobar la Constitución del 78 y consagrar la Transición. Asisten al acto todos los diputados y senadores, a excepción de los representantes de los nacionalistas vascos y catalanes. No pueden faltar los cuatro ex presidentes del Gobierno: Felipe González, José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy. También están allí los tres padres de la Carta Magna que todavía viven: Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, José Pedro Pérez-Llorca Rodrigo y Miquel Roca i Junyent. Presiden la ceremonia los reyes, como mandan los cánones protocolarios.
Antes de iniciarse el discurso de Felipe VI, entran al hemiciclo los reyes eméritos, Juan Carlos y Sofía, que con su mera presencia desatan una atronadora ovación de casi todos los presentes, si bien los 67 diputados de Unidos Podemos optan por el silencio. Puestos en pie, los demás, que conforman una abrumadora mayoría, aplauden con fuerza durante casi un minuto. Poco después, ya durante la alocución del monarca, vuelven a dispararse los decibelios cuando Felipe VI menciona a sus padres: primero destaca la contribución «decisiva y determinante» a la democracia «de mi padre, el rey Juan Carlos I», y a renglón seguido menciona el «apoyo permanente y comprometido de mi madre, la reina Sofía». Otra ovación que se prolonga y colorea los rostros emocionados de los aplaudidos. Se repiten los aplausos al final de un discurso que el rey cierra recordando que «la Corona está ya indisolublemente unida a la democracia y a la libertad».
Cálidos aplausos que, por supuesto, no extinguieron la imperiosa necesidad de reformar el texto constitucional, pero, asimismo, demostraron quiénes están dispuestos a sostener contra viento y marea el sistema surgido en 1978. Simbólicas ovaciones que arrojaron grandes titulares, pero no ocultaron ni pueden ocultar la crisis de fondo que atraviesa la democracia borbónica. Reformarse o morir, esa sigue siendo la cuestión pese a tanto fasto.
¿Qué opinan los españoles?
Entretanto, los españoles perciben las fallas de la democracia borbónica, incluidas las relacionadas con la Constitución del 78, eje principal de esta segunda restauración encubierta. En su barómetro de septiembre de 2018, el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) incluyó varias preguntas sobre la salud del sistema político con motivo del aniversario de la Carta Magna que se avecinaba. Había cuestiones tanto sobre el funcionamiento de la democracia como sobre la necesidad de reformar el marco jurídico español. Las respuestas de los ciudadanos son reveladoras, en general, y demoledoras para quienes creen que no hacen falta cambios, en particular[14].
Ante el cuadragésimo aniversario de la Constitución, se preguntaba a los encuestados por su grado de satisfacción sobre «la manera en que nos han ido las cosas» con ella. El 7,4 por 100 estaba «muy satisfecho», el 39,9 por 100 se sentía «bastante satisfecho», el 17,5 por 100 lo veía «regular», el 19,5 por 100 estaba «poco satisfecho», el 8,2 por 100 «nada satisfecho» y el 6,8 por 100 estaba en duda por no conocer lo suficiente esta cuestión. Se trata, en síntesis, de un grado de satisfacción con la Carta Magna bastante positivo (46,3 por 100) pero con un grado de crítica también elevado (45,2 por 100). Casi un empate.
A pesar de la alta satisfacción con el funcionamiento del texto constitucional, una mayoría aplastante defendía que hay que reformarlo o modificarlo. Siete de cada diez españoles (69,6 por 100) opinaban que sí hay que hacer reformas a la Constitución, frente a sólo un 14,9 por 100 que abogaba por mantenerla tal como está y un 14,2 por 100 que albergaba dudas al respecto. Entre aquellos que abogaban por hacer cambios, un 33,3 por 100 defendía una «pequeña reforma», un 49,3 por 100 quería una «reforma importante» y un 14 por 100 apostaba por una «reforma casi total» de la ley de leyes. Hay ganas de cambios.
Cuando se les preguntaba por «si la forma en que se llevó a cabo la transición a la democracia en España constituye un motivo de orgullo», los españoles mostraban su respaldo, ya que la enorme mayoría de respuestas eran afirmativas. En concreto, el 67,3 por 100 se sentía orgulloso del tránsito a la democracia, sólo el 22 por 100 no sentía ningún tipo de orgullo y un 10 por 100 prefería no manifestarse al respecto. Sin embargo, las tornas cambian cuando responden sobre el grado de satisfacción con el funcionamiento de la democracia en nuestro país. Sólo el 4,6 por 100 respondía estar «muy satisfecho» y un 38 por 100 aseguraba estar «bastante satisfecho». Hasta un 42,5 por 100 estaba «poco satisfecho» con cómo funciona el sistema y un 12,3 por 100 no estaba «nada satisfecho». En suma, más de la mitad de los españoles (54,5 por 100) no están contentos con el funcionamiento de la democracia.
De los resultados de esta interesante encuesta se concluye que los españoles están orgullosos del proceso de Transición y de la Constitución del 78, pero, al mismo tiempo, creen que existe la necesidad perentoria de hacer reformas legales que lo mejoren. Porque más de la mitad cree que la democracia española no funciona como debería. Y el 70 por 100 quiere reformar su clave de bóveda, que es la ley de leyes. Ambos datos demuestran que la sociedad percibe la existencia del problema, acaso porque ve el sistema agotado. No pueden entenderse ni continuar las resistencias de las elites a acometer una reforma constitucional. Reformarse o morir.
Del poder y la soberanía
Quienes defienden a ultranza el sistema político surgido de la Transición siempre repiten que desde hace 40 años vivimos el periodo más largo y próspero de libertad en la historia de España. Esa afirmación es cierta, no puede negarse. Pero sí cabe hacer algunas objeciones relevantes. En primer lugar, ¿no es igualmente innegable que, en el contexto europeo, el alumbramiento de una democracia de corte liberal era inevitable y, por ello, es un poco exagerado alabar a los hacedores de la Transición como si hubieran parido un régimen completamente distinto al que se ha adoptado en todos los países vecinos?
Otro argumento que se puede y se debe contraponer frente a las tesis de los amantes ciegos de la Transición es que, al igual que es imposible negar que fue un proceso exitoso, también parece poco lógico, por no decir estúpido u obtuso, creer que fue un cambio sin errores y sin fisuras, perfecto. Aceptar esa pretendida perfección sería como desmentir los avances sociales y políticos que se han ido consiguiendo en estos años, puesto que se han logrado superando errores o imperfecciones de los primeros tiempos de la democracia. Esa percepción de la Transición como una obra cuasi perfecta entronca, además, con la costumbre de mitificar la Constitución del 78 y la consiguiente idea de que no debe reformarse bajo ningún concepto. Una visión demasiado optimista que, además, choca con la opinión de la mayoría de los españoles.
En tercer y último lugar, resulta discutible la cacareada libertad de los ciudadanos en España. Obviamente, gozamos de más grado de libertad que en la dictadura. Ya se ha dicho que las últimas décadas constituyen la época más próspera en libertades en la historia española. Pero la «soberanía del pueblo español» que consagra la propia Constitución del 78 es hoy, cuarenta años después, cuanto menos relativa. Porque es evidente que la Unión Europea ha alcanzado cotas de soberanía que van en detrimento de los Estados miembros y, por ello, de sus ciudadanos. Y porque es también obvio que en estos cuarenta años no han aumentado los espacios de decisión de los españoles, sino que incluso han menguado.
Existen hoy exactamente los mismos mecanismos de toma de decisión que en 1978: ir a votar en las elecciones cada cuatro años. Eso no ha crecido, ni se ha mejorado, ni se ha intensificado en modo alguno, en gran medida por culpa de los partidos, custodios de su cortijo. Al contrario, las posibilidades para que el pueblo ejerza su soberanía han ido disminuyendo porque han aumentado exponencialmente las formas en que grandes grupos económicos y políticos, léase el Ibex 35 y la partitocracia, hacen y deshacen a su antojo, deciden en la sombra y sin la participación directa o indirecta de los ciudadanos. Las elites políticas y económicas controlan y se reparten el poder y el botín ante unos ciudadanos que se quedan boquiabiertos cuando leen o ven en televisión los desfalcos y desatinos de esos poderosos coaligados.
La escasa participación ciudadana en las decisiones y la progresiva pérdida de soberanía son fenómenos que van de la mano. Están ocurriendo en toda Europa, donde se está produciendo una mutación hacia lo que el ya citado Emilio Gentile ha llamado «democracias recitativas» en un breve pero acertado ensayo que lleva un título revelador: La mentira del pueblo soberano en la democracia. En el caso español hay que tener en cuenta, además, todas estas deficiencias que el sistema arrastra desde la Transición. El autor italiano denuncia «la representación escenográfica de una democracia recitativa, que tiene como escenario el Estado, como actores protagonistas a los gobernantes y como comparsa ocasional al pueblo soberano, que entra al palco sólo para la escena de las elecciones, mientras que el resto del tiempo asiste al espectáculo como público»15. Y expone que, en estos sistemas, «el pueblo sigue siendo soberano en la retórica constitucional, pero en la realidad ha sido des-soberanizado»16. ¿Les suena?
[1] «Las explicaciones de Victoria Prego sobre la confesión de Suárez», El Huffington Post, 19 de noviembre de 2017.
[2] R. Carr y J. P. Fusi, España, de la dictadura a la democracia, Barcelona, Planeta, 1979, p. 224.
[3] Ibid., p. 229.
[4] Ibid., p. 246.
[5] G. Morán, El precio de la transición, Madrid, Akal, 2015, pp. 151 y 152
[6] El Consejo del Reino, órgano creado por Franco, tenía que elegir a una terna de candidatos que presentar al rey, quien tomaría la decisión. Torcuato Fernández Miranda, conjurado con el rey y con el propio Suárez, urdió un pacto oculto con los falangistas del Consejo del Reino que permitió que Suárez fuera uno de los tres elegidos.
[7] Morán, El precio de la transición, cit., p. 45.
[8] Carr y Fusi, op. cit., p. 270
[9] Se han escrito miles de libros sobre este periodo histórico. Condensar un resumen en unos pocos párrafos es imposible. Sin duda, los lectores añorarán algunos datos relevantes de esa etapa.
[10] Escritores como Jorge Martínez Reverte, Pilar Urbano o Fernando Rayón utilizan este término con similar significado pero con diversos matices.
[11] I. Sánchez-Cuenca, Atado y mal atado, Madrid, Alianza, 2014, pp. 84-87.
[12] Quien quiera profundizar en esta cuestión, puede acudir a dos libros reveladores: El mito de la Transición pacífica (Akal, 2018), de Sophie Baby, y Las cloacas de la Transición (Espasa, 2011), de Luis Díez.
[13] H. Cabrera, Revolución liberal y restauración borbónica, Madrid, Altalena, 1978, p. 85
[14] El CIS suele manipular o cocinar los datos referentes a la intención de voto, como veremos en el Capítulo 5, pero no hay motivo para pensar que estos datos estén alterados.
[15] E. Gentile, La mentira del pueblo soberano en la democracia, Madrid, Alianza, 2016, p.14
[16] Ibid., p. 71