CAPÍTULO VII

El rescate bancario y otras malversaciones

malversación

1. f. Acción y efecto de malversar.

2. f. Der. Delito que cometen las autoridades o funcionarios que sustraen o consienten que un tercero sustraiga caudales o efectos públicos que tienen a su cargo.


«Estamos manejando dinero público, y el dinero público no es de nadie.» Esta frase inolvidable fue acuñada en 2004 por Carmen Calvo, ministra de Cultura de entonces y vicepresidenta del Gobierno cuando se escriben estas líneas, un prodigio de verbo fácil, política profesional capaz de defender una cosa y la contraria con el mismo arte. Fue, quizás, un lapsus, pero la idea expresada sintonizaba bien con la realidad y enlazaba a la perfección con el escaso respeto que tienen en la casta a los fondos que administran. Porque utilizan ese dinero a su antojo y sin remilgos, sabedores de que, si se equivocan, siempre quedará más en la caja. En la democracia borbónica hay múltiples ejemplos de cómo las elites políticas y económicas han malversado el dinero público como si fuera de nadie, como si no fuera de todos. Quizás el caso paradigmático sea el rescate financiero, pero hay otros usos lesivos.

La crisis financiera mundial que se desencadenó tras la caída de Lehman Brothers en 2008 golpeó con especial fiereza a España. Los motivos tienen que ver, sobre todo, con la burbuja inmobiliaria que fomentaron los gobiernos del PP y el PSOE y que el Banco de España, controlado por afines a esos partidos, no supo vigilar. En 2012, ante la posibilidad cierta de que todo el sistema bancario español quebrase, el Gobierno del PP pidió un rescate bancario a la Unión Europea. Los responsables de esa decisión remarcaron que saldría gratis a los contribuyentes. En especial, el ministro de Economía y ex de Lehman Brothers, Luis de Guindos, insistió una y otra vez en que esa estrategia no costaría «ni un euro» a los españoles. En 2017, el Banco de España cifró en 60.600 millones de euros las pérdidas del Estado por el rescate; de esa cantidad, 39.500 millones de euros los pagarán los contribuyentes.

Es como la pescadilla que se muerde la cola. La ceguera sobre los problemas de los bancos que demostraron los reguladores como el propio Banco de España y la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), así como los diferentes gobiernos, por un lado, y los estropicios de las cajas de ahorros gestionadas por políticos de cada autonomía, por otro, hicieron que la crisis fuera más grave en nuestro país y, por ello, el sector financiero se deterioró todavía más que en otros países. Algo que contribuyó, como consecuencia, a encarecer el rescate que luego hubo que pedir a Bruselas. Los clientes de los bancos sólo hicieron lo que pudieron o, mejor, lo que sus gestores les dijeron. Pero luego serían ellos, las personas que sólo trabajan y no entienden nada de macroeconomía ni de hedge funds, quienes pagarían los platos rotos.

De forma esquemática, el rescate funcionó así: el Gobierno de España tuvo que pedir a la UE una línea de crédito de miles de millones de euros y, después, inyectó dinero a los bancos a través del Fondo de Restructuración Ordenada Bancaria (FROB), un instrumento creado por el Ejecutivo para ayudar al saneamiento de la banca, y a través del Fondo de Garantía de Depósitos (FDGD), que se financia con aportaciones de los bancos pero es público. El FROB inyectó 56.800 millones de euros a la banca y el FDGD 22.000 millones, un total de 77.000 millones utilizados para salvar a las entidades[1]. Ahí es nada.

Las estimaciones del Banco de España publicadas en junio de 2017, en el Informe sobre la crisis financiera y bancaria en España 2008-2014, apuntan a que se perderá para siempre el 70 por 100 de los 56.800 millones del FROB y el 90 por 100 de los 22.000 millones del FDGD. En total, son 60.600 millones irrecuperables, de los que 39.500, los correspondientes al dinero inyectado por el FROB, repercutirán directamente en el bolsillo de todos y cada uno de los ciudadanos españoles. O sea, conviene repetirlo aunque den ganas de frotarse los ojos para que no sea cierto, De Guindos dijo «ni un euro» y serán 39.500 millones de euros.

¿Qué se podría haber hecho con 39.500 millones de euros de dinero público? ¿Habría sido posible volver a llenar la famosa «hucha de las pensiones» que se ha vaciado durante la crisis? ¿Los duros recortes en sanidad o educación que padecen todos los ciudadanos tal vez no habrían sido necesarios? Por mera salud mental, conviene no hacerse estas preguntas demasiado, porque las respuestas sólo desembocan en la frustración y la rabia.

Este rescate, cuya existencia nunca reconoció, al menos con esa denominación, el Gobierno del PP, tuvo como contrapartida, de cara a la UE, la aplicación de más y más recortes sociales. «Si nos dejan el dinero, tenemos que mostrar mano dura.» Además, el propio rescate se acometió mediante un sistema que castigó a quienes habían perdido dinero en el gran timo de las preferentes. Porque el método utilizado suponía en la práctica no devolver todo el dinero a quienes, engañados por los bancos, invirtieron en ese tipo de productos financieros.

El Gobierno del PP pactó con el Eurogrupo, controlado por Alemania, un Memorando de Entendimiento para que se hiciera pagar a los preferentistas. Dicho Memorando, por supuesto, nunca se debatió en el Congreso de los Diputados. Simplemente se firmó y se cumplió. La paradoja de esto es que la banca extranjera que hubiera prestado dinero en España recuperó hasta el último céntimo de su inversión, mientras que los pequeños ahorradores, timados por las cajas y bancos patrios, tuvieron que asumir pérdidas de hasta el 70 por 100 de lo que habían invertido.

Poco importa que la legislación europea esté construida, precisamente, para proteger a los inversores como principal objetivo. Y poco importa que en otros países la forma de afrontar la crisis, a este respecto, fuera diametralmente opuesta: destinaron el dinero público a salvar a los bancos, sí, pero con la máxima de no penalizar a los ahorradores. Como agravante, resulta que, en comparación con lo ocurrido en otros países, los bancos españoles apenas han tenido que pagar multas al Estado por sus errores y desmanes, que están en la base del embrollo. En 2014 y 2015, las sanciones de la CNMV al conjunto de los bancos se quedaron en 23 millones de euros cada año[2].

El esquema, por otra parte sencillo, siempre es el mismo: se nacionalizan las pérdidas (pero se privatizan los beneficios) en pos de la estabilidad o del interés general, que actúan como eufemismos para camuflar el desfalco. Pongamos un ejemplo ilustrativo. Si usted, querido lector, monta un negocio para prosperar, pero, pasado un año, se queda en la ruina, sea por sus malas decisiones, sea por mala suerte, verá cómo nadie le ayuda. Sus acreedores, sean sus clientes, sean los bancos, le reclamarán hasta el último céntimo más tarde o más temprano. Sólo le quedará joderse, en suma. Si usted, querido lector, dirigiera un banco, jamás tendría ese problema, porque, si llegase a la ruina, el Estado le ayudaría «para que no caiga todo el sistema» y las pérdidas que usted provocó las pagaríamos todos. Ni que decir tiene que, si usted montase un negocio o dirigiera un banco y las cosas le fueran muy bien, todos los beneficios serían suyos.

Las cifras, por lo demás, siempre son engañosas. Como se ha explicado líneas más arriba, el Banco de España cifra en 60.600 millones las pérdidas del rescate bancario y en 39.500 millones la cantidad que salió de los bolsillos del contribuyente. El Tribunal de Cuentas elaboró un informe sobre el coste de la reestructuración bancaria entre 2009 y 2015, y lo publicó en enero de 2017. En dicho estudio, se dice que el «coste» del proceso asciende a 60.718 millones asumidos por las arcas públicas, pero se añade que «los recursos públicos comprometidos» para este proceso se elevan hasta 122.122 millones; una cantidad en la que no computan los avales otorgados por el Estado a las entidades, por un importe máximo de 85.965 millones de euros, ni la deuda del banco malo Sareb avalada por el Estado, por importe de 43.476 millones. Si se suman todas estas cantidades, el dinero público utilizado para salvar a la banca sumaría unos 251.563 millones de euros, una cifra mareante que representa una cuarta parte del PIB español.

La cuestión podría ser peor, ya que hay expertos que señalan, para más inri, que, para hacer un cálculo sensato de lo que verdaderamente costó a la economía española salvar a los bancos, habría que tener en cuenta otras variables indirectas, como las empresas que cerraron por la falta de crédito durante la crisis, los costes por el frenazo al crecimiento económico o incluso los gastos en pagar el desempleo de millones de españoles. Otros entendidos del tema, los defensores del rescate, aseguran que, precisamente gracias a esta medida, se ahorraron muchas pérdidas relacionadas con estas variables. Poco importa, en todo caso, cuál fuera la cifra exacta, porque el caso es que siempre pagan los mismos.

Un sistema desastroso que tenía que explotar

Todos los que pintan algo en España sabían, muchos años atrás, que el sistema de cajas de ahorro era un auténtico desastre. Cada Comunidad Autónoma había montado su particular chiringuito en forma de entidad bancaria. Así, con dinero público y, lo peor, con el dinero de los clientes, confiados porque no podían imaginar que su caja iba a quebrar, funcionaba el asunto. Por supuesto, en cada caja regional estaban colocados, como veíamos en el caso de Caja Madrid, miembros de los partidos políticos, los sindicatos y la patronal, siempre con un sistema de cuotas por el que tenían más consejeros las formaciones más poderosas. Todos los que pintan algo en España sabían, también, que este sistema iba a explotar. Pero miraron hacia otro lado.

El cachondeo con que se manejaron y asaltaron las cajas es evidente. Los datos hablan por sí solos[3]. En 2008, las cuarenta y cinco cajas de ahorros que había en España repartían entre sus consejeros hasta 163 millones de euros en sueldos, sin tener en cuenta las dietas y otros gastos, que se pagaban aparte. En las reu­niones de los consejos de administración se solían hacer regalos a los asistentes. Y claro, aquí se enmarcan, además, sistemas opacos como el de las tarjetas black de Caja Madrid. Un chollo inagotable. Como consecuencia intangible, los partidos se cobraban estos chalaneos en créditos bancarios que las cajas les concedían, primero, y les condonaban, después. En 2005, por ejemplo, La Caixa perdonó al PSC una deuda que había vencido en 1994: en concreto, condonó 6,5 millones de euros, el 45 por 100 de la cantidad total que debían los socialistas catalanes.

Era un delirio, sí, pero el negocio iba a las mil maravillas para quienes controlaban las entidades. Hasta que llegó la UE y mandó parar. La crisis financiera de 2008 provocó la reestructuración del sistema de cajas de ahorros, con las conocidas fusiones como solución. El latrocinio más simbólico es el del caso Bankia, que costó 23.000 millones del erario público, que todavía tiene que cerrarse en los tribunales y que, como se ha visto, incluía las tarjetas opacas de los consejeros colocados por los partidos. Pero hay otros muchos ejemplos que demuestran que las cajas de ahorros eran simple y llanamente los cortijos del bipartidismo. Que le pregunten al encarcelado Rato.

Para añadir a este agravio un poco de escarnio, resulta que los políticos no sólo colocaron a afines en las cajas, sino que decidieron ponerse ellos mismos al frente del negocio. Sin disimulos. A por la pasta. Quizás el mejor ejemplo sea Narcís Serra, veterano socialista, ministro de Defensa (1982-1991) y vicepresidente (1991-1995) en los gobiernos de Felipe González, cofundador del PSC y primer alcalde de Barcelona en democracia. Un histórico del PSOE que en 2005 se convirtió en presidente de Caixa Catalunya. En sus cinco años en el cargo, Serra hizo cosas como duplicarse el sueldo en 2008, nada más recibir la primera inyección estatal del FROB, para pasar de cobrar 130.000 a 260.000 euros ese año, amén de que también duplicó los salarios de los consejeros. La caja tuvo que fusionarse con las cajas de Tarragona y Manresa para conformar Catalunya Banc, una entidad que después tuvo que rescatar el Estado gastando 12.600 millones de euros. Más tarde, la caja fue vendida a BBVA por 1.187 millones. Un negocio redondo, pero para el comprador, claro.

La primera entidad autonómica que tuvo que rescatar el Estado fue Caja Castilla-La Mancha, presidida por el militante del PSOE Juan Pedrso Hernández Moltó, que fue secretario general autonómico del PSOE, diputado en el Congreso y consejero de Economía y Hacienda en el Gobierno regional que presidía José Bono. El minuto de oro de este político tuvo lugar en abril de 1994, cuando interrogó al ex gobernador del Banco de España Mariano Rubio por el caso Ibercorp en una sesión del Congreso de los Diputados: «Míreme a los ojos, señor Rubio. [...] Tiene usted su última oportunidad. Aprovéchela para salvar la poca dignidad que le queda [...] Si es usted culpable, no quedará impune, se lo prometo».

Hernández Moltó ganaba 130.000 euros al año por dirigir la entidad. Con él al frente, la caja castellano-manchega decidió respaldar aquella faraónica obra que fue el aeropuerto de Ciudad Real. Una infraestructura que abrió sus puertas en 2008 y cerró en 2012, con un agujero de 529 millones de euros. El Estado intervino la caja en 2009 ante su ruina, porque acumulaba una deuda de 740 millones. El aeropuerto se adjudicó a una empresa en septiembre de 2018 por 54 millones. El veterano político socialista fue condenado por la Audiencia Nacional en primera instancia, pero, cuando se escriben estas líneas, el Supremo no lo ha ratificado. Eso sí, el Alto Tribunal sí refrendó la sanción que Hacienda impuso a Hernández Moltó: una multa de 155.000 euros y cinco años de inhabilitación. Él era culpable y no quedó impune. El ajusticiador, ajusticiado.

El rescate más caro en términos absolutos fue el de la Caja de Ahorros del Mediterráneo (CAM): 26.000 millones de euros. La entidad se tuvo que vender al Banco Sabadell por el precio simbólico de un euro, al que acompañaban una ayuda directa de 5.000 millones y un Esquema de Protección de Activos (EPA) por el que el Fondo de Garantía de Depósitos, organismo estatal, cubría el 80 por 100 de las pérdidas que ocasionase al Sabadell la cartera inmobiliaria de la caja, arruinada precisamente por la mala gestión durante la burbuja.

Una de las irregularidades más sangrantes que detectó el Banco de España cuando decidió intervenir la CAM fue que siete miembros del consejo habían recibido préstamos de la entidad por valor de 71 millones de euros. Respecto a la conexión política, una vocal colocada en la caja como cuota del PSOE, Remedios Ramón, aseguró que «la CAM estaba al servicio del PP» y narró cosas tan surrealistas como que la entidad llegó a convocar una reunión del consejo de administración y la comisión de control que se celebró en un hotel de la India[4]. La Audiencia Nacional condenó a la cúpula del banco por falsear las cuentas, puesto que reflejaban beneficios cuando realmente había pérdidas millonarias. Eso sí, cosas de la justicia, el tribunal no halló delitos en los millonarios sueldos cobrados en los meses previos a que la caja fuera intervenida –40 millones– ni en las jubilaciones de oro –pensiones vitalicias incluidas– que se autorregaló esa misma cúpula dirigente.

Las cajas gallegas también necesitaron ser rescatadas. El Tribunal de Cuentas cifró en 9.100 millones de euros el dinero público que se destinó a reflotar NCG Banco, nacido de la fusión de Caixa Galicia y Caixanova, y luego reconvertido en Abanca. Algunos de los gestores de estas entidades gallegas protagonizaron uno de los sucesos más escandalosos en todo este proceso: subirse el sueldo cuando se estaba rescatando a la entidad.

Cuando Caixa Galicia y Caixanova se fusionaron, primero se hicieron llamar NovaCaixaGalicia. Cuatro directivos de esta primera marca que aglutinó las cajas gallegas decidieron garantizarse unas prejubilaciones doradas. Y, así, la entidad, según la primera sentencia de la Audiencia Nacional sobre el caso, «valía 181 millones y tuvo que provisionar 29,9 millones de euros y abonar más de 24 millones de euros como consecuencia de los nuevos contratos de alta dirección, una cantidad que en el fondo la abonó íntegramente el FROB, organismo público que posibilitó que NCG subsistiera gracias al dinero público inyectado». Por suerte, les pillaron y acabaron entrando en la cárcel.

Otras formas de dilapidar dinero público… para favorecer a manos privadas

Sería muy entretenido, pero tal vez demasiado deprimente, repasar lo que ocurrió con todas y cada una de las cajas quebradas. Podríamos seguir con las facturas falsas en la valenciana Bancaja, el escándalo de las dietas en Caja Navarra u otros ejemplos similares. El caso es que el rescate bancario que costeamos todos los españoles sirvió para curar a unas enfermas, las cajas, cuyas bacterias infecciosas fueron los políticos. La fatal herida amenazaba con extender la gangrena por todo el cuerpo del Estado. Para desbridarla y curar al paciente se echó mano de todas las células sanas. O sea, se nacionalizaron las pérdidas para la curación. Los culpables, las elites, se curaron gracias a la solidaridad del resto del organismo.

Pero el paciente sigue enfermo. Porque el rescate bancario no es la única enfermedad que consiste en debilitar a todos malversando el dinero público. Existen otros casos que demuestran, simplemente y por exagerado que pueda sonar, cómo en la democracia borbónica no existe realmente el libre mercado. Porque hay algunos que siempre van a ganar. Invierten sin arriesgar nada suyo. El dinero público, que es de todos, está a su servicio gracias a sus buenas relaciones con los políticos de turno.

Uno de los casos paradigmáticos de cómo se nacionalizan las pérdidas pero se privatizan los beneficios es lo sucedido con el almacén Castor. Esta es la historia de cómo dos Gobiernos, a falta de uno, tanto el de Zapatero como el de Rajoy, beneficiaron sin pudor alguno a uno de los mejores y más ilustres representantes del capitalismo patrio. Uno de los señores más poderosos de España. Uno de esos hombres más listos que el hambre y que siempre consiguen todo lo que quieren. Repican las campanas y resuenan las trompetas cuando este señor aparece por algún sitio. Florentino Pérez. Palabras mayores.

En el año 2008, el Ministerio de Industria autorizó el Proyecto Castor, que consistía en la construcción de un almacén de gas submarino ubicado en las costas de Vinaroz (Castellón), concretamente a 21 kilómetros de la costa y con una profundidad de dos kilómetros. Una magna construcción que se haría aprovechando la existencia de una plataforma anterior y cuya finalidad, en teoría, era que funcionase como un gran depósito estratégico, capaz de almacenar el gas natural que se consume en toda España en 17 días. Así, el Castor serviría para combatir interrupciones del suministro o momentos de más consumo del habitual. La empresa a la que se adjudicó la obra fue Escal UGS, cuyo 66,7 por 100 pertenecía a la constructora ACS, presidida por Florentino Pérez, y cuyo 30 por 100 restante controlaba la canadiense CLP. El real decreto que autorizó la obra, fechado el 16 de mayo de 2008, llevaba la rúbrica del entonces ministro del ramo, Miguel Sebastián.

El real decreto contenía en su interior la semilla del mal. En su artículo 14, el último, incluía una extraña cláusula por la que se estipulaba que, en caso de «caducidad o extinción de la concesión», los constructores del almacén deberían recibir una indemnización por «el valor neto contable de las instalaciones», siempre y cuando las instalaciones estuvieran operativas. Y, «en caso de dolo o negligencia imputable a la empresa concesionaria», también habría indemnización, pero sólo por «el valor residual de las instalaciones». En cristiano: si la concesión terminaba, el Estado tendría que indemnizar a la concesionaria sí o sí; si ACS cometía errores que impidieran el funcionamiento del almacén, al menos cobraría el valor de las instalaciones. ¿Por qué aceptaba el Gobierno tener que pagar a ACS aunque se equivocase por «dolo o negligencia»?

Durante la tramitación del proyecto, concretamente en 2007, el Instituto Geológico y Minero de España (IGME) validó los estudios técnicos que presentó al Ministerio de Industria la empresa controlada por ACS. Este organismo público consideró que era «muy pequeña» la posibilidad de que la falla de Amposta, sobre la que se asienta el almacén Castor, pudiera reabrirse. Todo lo dicho es desternillante. O sea, la propia empresa que quiere realizar un proyecto faraónico, ACS, presenta un informe que lógicamente niega el impacto ambiental y aconseja la obra. Y un organismo oficial, el IGME, simplemente lee esa propuesta y le da su visto bueno. A nadie en Industria le dio por encargar otro informe o por buscar algún otro estudio para compararlo con el presentado por la compañía.

Es como si a cualquier ciudadano le da por construir una casa junto a un monumento, por decir algo, y presenta ante el Ayuntamiento un estudio que dice que la obra se puede acometer sin problema. El Consistorio no estudia el asunto y dice que sí, adelante, viento en popa a toda vela, pero luego no se reserva la lógica opción de que, si por alguna circunstancia, Dios no lo quiera, la construcción de la casa dañase el monumento, el constructor asumiera cargar con el muerto. No, en la España del siglo xxi, las cosas se hacen al revés de lo que dicta la lógica más elemental: el Gobierno aceptó el estudio medioambiental del constructor y además le regaló una cláusula para que, si la empresa se equivocaba, como de hecho se equivocó, pagase los platos rotos –los seísmos, en este caso– el propio Gobierno.

Teniendo en cuenta que el almacén se iba a asentar sobre una falla, un dato que no parece baladí para medir riesgos sísmicos, había voces que reclamaban que se hicieran más estudios sobre dichos problemas. Incluso existía ya un documento, elaborado por el Observatorio del Ebro dos años antes, en 2005, que desaconsejaba la construcción y alertaba de los riesgos sísmicos de la misma, porque «la actividad que contempla el proyecto se considera a nivel mundial como potencialmente inductora de terremotos». Firmaba este informe Arantza Ugalde, investigadora del CSIC, que forma parte del citado Observatorio[5]. A esta mujer, por supuesto, nadie le hizo ni puñetero caso. Tampoco el Ministerio de Medio Ambiente, que aprobó la declaración de impacto ambiental en 2009. Entonces era secretaria de Estado de Cambio Climático y responsable de estas declaraciones Teresa Ribera, luego ministra en el Gobierno de Pedro Sánchez. Y pasó lo que pasó.

Lo que pasó es que en el verano de 2013, cuando en el almacén Castor se empezó a insuflar gas, en la zona se produjeron 500 pequeños terremotos, uno de los cuales alcanzó la magnitud 4,2 de la famosa escala de Richter. Los diferentes estudios demostraron que la actividad sísmica fue consecuencia de la actividad del Castor. El proyecto se tuvo que paralizar. Y el Gobierno, en este caso ya del PP, en 2014, indemnizó con 1.350 millones de euros a ACS, que así pagó a los bancos que le habían prestado esa cantidad para la obra[6]. Esta cantidad revertiría en los contribuyentes, que pagarían más durante 30 años en el recibo del gas por este concepto. Por supuesto, además de la vasta indemnización, la empresa recibió casi 300 millones más como «derechos retributivos». Voilà. Florentino nunca pierde. Ni gobernando el PSOE, ni gobernando el PP.

A posteriori, mucho se ha dicho y escrito sobre que previamente no se hicieron los estudios medioambientales. También sobre la necesidad o no de este almacén de gas y sobre si estaríamos ante un regalo del PSOE al capo de ACS. Igualmente, los críticos con el proyecto se preguntan por qué algo que iba a costar 470 millones en 2007 acabó costando 1.350. Hasta está demostrado, según la CNMC, que la constructora intentó inflar los costes para recibir más dinero del Estado[7]. Incluso en septiembre de 2018 se creaba una comisión sobre el caso en el Congreso, con la oposición del PP y la aceptación a regañadientes del PSOE. Pero la realidad es que una vez más el Tito Floren, como le llaman algunos de sus amigos, o el Ser Superior, como le califican en el mundo del fútbol, volvió a salirse con la suya.

La empresa del también presidente del Real Madrid no perdió un euro y hasta ganó dinero con la operación. Los grandes bancos que prestaron la guita para impulsar la construcción –Bankia, Santander y Caixabank– también recuperarán lo suyo. ¿Y los contribuyentes? Esos volverán, volveremos a perder, porque la conclusión es que 1.700 millones de dinero público se utilizaron para pagar esta fiesta de las elites extractivas. Si, por un milagro, no se hubieran producido estos terremotos y el almacén hubiera funcionado a pleno rendimiento, ¿cuánto dinero habría ganado ACS durante los treinta años para los que tenía la concesión de las instalaciones? ¿Qué cantidad de los hipotéticos beneficios hubiera ido a parar a las arcas públicas?

El caso Castor, como escribió Jesús Cacho, demuestra «la connivencia dolosa que en España sigue existiendo entre el poder político y el económico». El entramado común de unos y otros resulta tan doloroso para los pagadores como fecundo para los aliados. Porque en esta España convulsa toda conexión es posible entre las diferentes partes del establishment. Sólo eso explica que quien era jefe de gabinete de Miguel Sebastián cuando, como ministro de Industria, firmó el decreto que concedió el almacén Castor a ACS, un tal Carlos Ocaña, trabaje desde 2012 como Project manager, sea ese oficio lo que sea, precisamente para el Real Madrid que dirige Florentino Pérez. ¿Recuerdan ese nombre? Es, sí, el mismo Ocaña al que el común de los españoles hemos descubierto como más que posible negro de la célebre tesis doctoral de Pedro Sánchez.

Todo es casualidad, por supuesto, y más cuando se trata de este hombre al que algunos llaman Floro. La sala de lo contencioso-administrativo del Tribunal Supremo desestimó, a finales de 2013, un recurso del Gobierno del PP contra la cláusula abusiva que garantizaba la indemnización a ACS por el proyecto Castor; un año después, José Manuel Sieira Míguez, presidente de la Sala Tercera de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, presenciaba cómodamente el Real Madrid-Barcelona en el palco del Santiago Bernabéu, «al que fue invitado por Florentino Pérez y donde ocupó una lugar de preferencia», según desveló El Confidencial[8]. Sin género de dudas, también fue pura casualidad.

El Ser Superior afirmó en 2014, durante una conocida entrevista con Jordi Évole en Salvados, que «lo de que en el palco se hacen negocios es un tópico, porque aquí se habla de fútbol y de valores». Ese mismo día, tras asegurar que hay periodistas que cobran por hablar mal de algunas personas, afirmó, rotundo como hacen siempre los seres superiores, que «no pagaré para que hablen bien del Real Madrid ni de ACS... ni de Florentino». Un año después, en 2015, trascendió que Florentino Pérez había contratado por 300.000 euros a una empresa de Alejandro de Pedro, acusado como cabecilla de la trama Púnica, para que hablase bien del Madrid a través de un falso diario digital llamado Diario Bernabéu. El propio Floro reconoció esta contratación en sede judicial, durante su declaración como testigo.

Las autopistas, un negocio redondo

No por conocido es menos relevante otro ejemplo de derroche sin frenos del dinero público. Es el fantástico mundo de las concesiones de autopistas. Durante muchos años, en España ha funcionado un sistema más que ventajoso para las empresas concesionarias de la construcción y/o gestión de las vías con peajes. Manda el principio de Responsabilidad Patrimonial de la Administración (RPA), que supone, por decirlo claro, que el Estado o la Comunidad Autónoma de turno tendrá que asumir el coste de la parte de la inversión que las empresas no hubieran conseguido amortizar. Como se supone que las autopistas cumplen un servicio público, si no son rentables y acaban quebrando, paga papá Estado a las empresas que las gestionan. El empresario nunca pierde. Un negocio redondo en el que invierten ingentes cantidades algunas de las compañías del Ibex 35.

Si el principio ya es un tanto injusto de por sí, además tradicionalmente se ha interpretado de manera aún más favorable para las compañías, porque casi nunca se les imputaba el fracaso de la infraestructura. Siempre o casi siempre se ha impuesto el mencionado argumento de la estabilidad o el interés general para acabar por socializar –esto es, repartir entre toda la sociedad– las pérdidas generadas por las empresas.

Cuando las autopistas funcionan bien, en cambio, el Estado nunca opta por nacionalizarlas. En España se produce un fenómeno sin parangón en otras latitudes. La mayor parte de los kilómetros de autopistas se construyeron en los años finales del franquismo, entre 1968 y 1975. De hecho, la mencionada RPA, que tanto ha costado y costará a los españoles para enriquecer a las compañías concesionarias, nació en un real decreto de 1973. En aquel entonces, en los últimos estertores de la dictadura, la construcción y gestión de las autopistas se concedió por periodos de hasta 50 años a empresas privadas. Después, los sucesivos gobiernos han ido sacándose de la manga sucesivas prórrogas a las concesionarias sin sacar a concurso la explotación de estas carreteras. Así, durante la fascinante democracia que padecemos, con el PSOE y con el PP en el poder, tanto da, las grandes empresas han robustecido y aumentado un privilegio que obtuvieron gracias a un régimen dictatorial.

En el capitalismo castizo, que en el fondo no es más que una economía gobernada por cárteles y lobbies, las cosas siempre pueden empeorar, pero para el contribuyente. Así, esa forma de repercutir en la gente el coste de las autopistas llegó al extremo, a raíz de la crisis financiera, con el rescate de nueve carreteras deficitarias. El Gobierno del PP decidió en 2016 que había que rescatar infraestructuras en riesgo de liquidación. A saber, las radiales madrileñas R-2, R-3, R-4 y R-5, la M-12 (Eje Aeropuerto de Barajas), la AP-41 (Madrid-Toledo), la AP-36 (Ocaña-La Roda) y, por último, dos tramos de la AP-7: la circunvalación de Alicante y la carretera Cartagena-Vera.

Lo más curioso es que la factura a costear es doble. Por un lado, el Estado tiene que pagar entre 2.000 y 4.000 millones de euros a las concesionarias en concepto de compensación. ¿Y quiénes son esas compañías que no van a perder ni medio euro? Las radiales madrileñas están gestionadas por el consorcio Accesos de Madrid, compuesto por Abertis, ACS, Sacyr y Bankia. Por otro lado, el Estado tiene que expropiar los terrenos donde están las autopistas y, dado que resulta que en los tribunales se valoraron algunos de ellos por un precio superior al que inicialmente se pagó, hay que compensar a los dueños de dichos terrenos, por lo que el gasto total se elevará en otros 2.000 millones. Esto último demuestra, además, que el Gobierno de turno que apostó por las autopistas de peaje no sólo hizo mal el preceptivo estudio sobre la rentabilidad de las obras, sino que además calculó mal lo que tenía que pagar a quienes se quedaron sin sus fincas. Ineptitud en grado sumo.

En suma, el Estado tiene que asumir una cifra no cerrada pero que oscilará entre 4.000 y 6.000 millones de euros. Todo ello por haber construido autopistas que quizá no eran necesarias, que desde luego no han sido rentables y que, al menos en el caso de las radiales madrileñas, casi nadie utiliza. Y gracias a una legislación obsoleta que puso en marcha el franquismo. Nuevamente, la hipótesis que cabría plantear es qué hubiera ocurrido si, por una casualidad o un regalo del destino, dichas autopistas hubieran funcionado a las mil maravillas gracias a una utilización masiva y, por ello, hubieran generado enormes beneficios. Lo único seguro es que las ganancias no se habrían nacionalizado o socializado. Porque en la democracia borbónica el contribuyente sólo participa en estos grandes negocios –el sistema financiero, los proyectos faraónicos o las autopistas de peaje– cuando toca resolver el desastre con su dinero, que, recuérdese, «no es de nadie».

[1] J. Jorrín, «El Banco de España cifra en 60.600 millones las pérdidas por el rescate a la banca», El Confidencial, 16 de junio de 2017.

[2] A. Missé, «Preferentes, crónica de un engaño a los más débiles», eldiario.es, 7 de septiembre de 2016.

[3] Muchos de los datos que aporto en los siguientes párrafos sobre el despilfarro en las cajas están extraídos de dos libros: La casta (La Esfera de los Libros, 2009), de Daniel Montero, y El club de las puertas giratorias (La Esfera de los Libros, 2016), de Luis Miguel Montero

[4] P. Rusiñol, «La CAM estaba al servicio del PP y de los miembros del partido», Público, 23 de octubre de 2011.

[5] E. G. Sevillano, «El Gobierno validó Castor en 2007», El País, 7 de octubre de 2013.

[6] E. G. Sevillano, «El Gobierno indemniza con 1.350 millones a ACS por el almacén Castor», El País, 3 de octubre de 2014.

[7] B. Montaño, «Florentino infló un 10 por 100 los costes del Castor usando las empresas del grupo ACS», Vozpópuli, 4 de abril de 2016.

[8] K. Marín, «Florentino sigue rodeándose de jueces como Sieira Míguez en el palco del Bernabéu», El Confidencial, 30 de octubre de 2014.