CAPÍTULO XV
El procés de Cataluña y cinco lecciones sobre la crisis del sistema
patria
Del lat. patria.
1. f. Tierra natal o adoptiva ordenada como nación, a la que se siente ligado el ser humano por vínculos jurídicos, históricos y afectivos.
2. f. Lugar, ciudad o país en que se ha nacido.
El 1 de octubre de 2017 ocurrieron en España, especialmente en Cataluña, cosa inimaginables, alucinantes, marcianas. Una de ellas, quizá no la más recordada por el común de los ciudadanos pero sin duda reveladora, pudo verse en televisión. El programa Al rojo vivo que dirige Antonio García Ferreras en La Sexta emitió, como no podía ser de otra manera, un especial sobre los sucesos en Cataluña. Ahí pudimos ver algo increíble. Soraya Sáenz de Santamaría, vicepresidenta del Gobierno, negaba en rueda de prensa que el referéndum catalán de independencia se hubiera celebrado, mientras en el citado programa se ilustraban sus declaraciones con miles de personas votando en las urnas. Además, la número dos del Ejecutivo presidido por Mariano Rajoy negaba con contundencia la violencia policial en aquella jornada de infausto recuerdo, mientras en Al rojo vivo se mostraban imágenes de las cargas desmesuradas, por momentos salvajes, de algunos policías.
Con ese discurso huidizo, como fuera de la realidad, Sáenz de Santamaría simbolizó aquel día la impotencia y la confusión del Gobierno del PP para hacer frente a la crisis política en Cataluña. Rajoy y los suyos nunca estuvieron a la altura del envite. Jamás. Quizás es que no entendieron nada. Primero, allá en 2012, cerraron la puerta a un pacto fiscal con la Generalitat que tal vez hubiera impedido todos los problemas posteriores. Después, tal como se ha contado en el capítulo precedente, orquestaron una burda operación de descrédito contra políticos catalanes mediante una brigada patriótica que estaba compuesta por lo peor de las cloacas del Estado.
Las maniobras torticeras de los villarejos de turno y otros paladines de la democracia borbónica sólo sirvieron para cambiar la correlación de fuerzas entre las formaciones independentistas, pero no modificaron el debate de fondo. Antes al contrario, porque ese cambio en el reparto de los nacionalistas, al pasarse de la hegemonía de CiU a su pacto con Esquerra y al necesario apoyo de la CUP, sólo sirvió para que el independentismo aumentase su victimismo y radicalizase su mensaje antiespañol.
Pese a las manifestaciones multitudinarias que llenaban las calles de Barcelona cada 11 de septiembre, en las sucesivas Diadas desde 2012, el Gobierno del PP infravaloró las capacidades del nacionalismo catalán para continuar con su pulso, ya que Santamaría y todos los asesores y expertos monclovitas, liderados por el inigualable Jorge Moragas, especialmente respetado por su condición de catalán y uno de los hacedores del desatino de La Camarga, creían que, como mandaban los cánones del marianismo, lo mejor era sentarse a esperar. Mirar a las musarañas, si hacía falta, para que la fatiga o el desgaste o cualquier otra cosa lastrasen a sus oponentes.
Después, en la segunda legislatura marianista, en Moncloa no creyeron que los independentistas llegarían tan lejos y articularon un artefacto llamado «operación diálogo», que en teoría suponía un canto a la negociación con los moderados del independentismo y en la práctica sólo provocó las carcajadas de los nacionalistas, empecinados con el procés y sin nada que negociar que no fuera la autodeterminación. La gran hacedora de esta operación fue la todopoderosa vicepresidenta Santamaría, a quien sus palmeros siempre le atribuyeron una inteligencia por encima de la media, casi sobrehumana, una capacidad de trabajo inigualable y otras muchas cualidades que apuntaban a que ella, como buena estadista, podría desatascar el entuerto. Nada más lejos de la realidad. Su gestión de la crisis catalana fue nefasta. Sus encuentros con Oriol Junqueras, vicepresidente de la Generalitat, no surtieron el efecto esperado. Arreglar para la ocasión un despacho en Barcelona y viajar allí de vez en cuando tampoco sirvió de mucho. La verdad es que se equivocó en casi todo lo que hizo. Prueba de ello es que, pese a su cacareado poder, sus desmesuradas cualidades y el apoyo del saliente Rajoy, los cargos del PP la echaron en cuanto tuvieron oportunidad.
Durante el largo tiempo en que el Gobierno sólo sabía esperar, los nacionalistas catalanes seguían adelante con una hoja de ruta que indefectiblemente desembocaba en la celebración de un referéndum vinculante, con o sin el concurso del Estado. Carles Puigdemont, llegado a la presidencia de la Generalitat en enero de 2016 sólo porque la CUP vetó la continuidad de Artur Mas, cultivaba la agenda internacional para vender el procés y sus bondades fuera de España, con entrevistas a medios relevantes, con la acción de las llamadas embajadas catalanas, etcétera. Rajoy y los suyos, en un ejercicio de dejación de funciones que podría pasar a la historia universal de la desidia, miraban para otro lado pensando que los separatistas se iban a amilanar a última hora. No comparecieron en lo que luego se llamó «la batalla del relato». No contaron a sus socios de la UE ni a la prensa internacional, y si lo hicieron no se notó, lo que se avecinaba. Y no fueron capaces de auspiciar y exportar una idea de país convincente que contrarrestase la propaganda, esa sí muy eficaz, del independentismo. Ni una campaña ni un plan ni nada de nada en seis años.
Conforme se acercaba la fecha del 1 de octubre, día del referéndum convocado por la Generalitat, el Gobierno del PP manifestaba su incapacidad para impedirlo. Se negaba en rotundo a negociar y hacía como si el desafío no existiera. El propio Rajoy, Santamaría y el resto de portavoces convirtieron los días previos al 1-O en una especie de cuestión de testosterona: «Aquí no se va a votar, aquí no va a haber urnas». «Por cojones», les faltó añadir. Esa manera de infantilizar la cuestión, con el Ejecutivo y la Generalitat jugando al gato y al ratón con las urnas y los sobres –«nosotros decimos que no habrá urnas» frente a «nosotros decimos que las habrá»–, alentó a los independentistas, deseosos de lograr una victoria simbólica frente al Ejecutivo. «Para cojones, los nuestros.»
El choque era inevitable. Y, para imponer sus intenciones y mantener la legalidad, el Ministerio del Interior desplegó a varios miles de agentes en territorio catalán. Ahí se enmarca probablemente el mayor error gubernamental de todos: recluir a los agentes enviados a Cataluña en un barco atracado en el puerto de Barcelona y que estaba decorado con una gran pintura de los dibujos animados de Looney Tunes, de Warner Bros. Piolín, Silvestre y El Coyote, entre otros, adornaban el barco Moby Dada, un ferry de una compañía que lo había decorado así tiempo atrás, acaso para llamar la atención de niños que quisieran viajar a bordo. Al barco se le empezó a llamar «Piolín» y el cachondeo, en las redes sociales y fuera de ellas, ya estaba servido. El ridículo nacional e internacional de recluir allí a buena parte del contingente de 6.000 policías enviados fue motivo de mofa para los separatistas y para cualquier persona con sentido del humor desarrollado.
Por si todo lo anterior fuera poco, el colofón de los despropósitos de la gestión gubernamental fue la violencia policial del 1-O. Por ese empeño infantil y absurdo en conseguir que el referéndum no se celebrase bajo ningún concepto, el Gobierno del PP se afanó por impedir que se votase en cualquier colegio electoral. Fue la estrategia contraria a la elegida para enfrentarse al 9-N de 2014, cuando el Estado permitió la consulta con normalidad y, simplemente, después no la tuvo en cuenta salvo para llevar a los responsables ante los tribunales por los posibles delitos cometidos. La votación del 1-O era, como el 9-N, un simulacro que carecía de cualquier validez legal. Pero el Ejecutivo, siempre tan calmado, siempre esperando en los años previos, decidió entonces pasar a la acción intentando abortar el referéndum, al precio que fuera.
No hay dinero en toda España, incluidas las cuentas que las elites manejan en paraísos fiscales y hasta el oro de Moscú, para igualar el precio que tuvo que pagar el Estado por esa decisión. Porque lo cierto es que el mundo entero, en directo o casi, vio a policías y guardiaciviles retirando urnas de colegios electorales y golpeando a civiles, en algunos casos con una saña intolerable e injustificable. Los agentes de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad sólo cumplían órdenes, si bien es notorio que algunos se extralimitaron al reprimir a los ciudadanos. Como se ha dicho al inicio, el Gobierno del PP, completamente superado por los acontecimientos, como el boxeador noqueado que se niega a asumir su caída, se puso a negar que hubiera violencia cuando los mamporros se estaban retransmitiendo. Con semejantes imágenes dando la vuelta al mundo, poco importaba ya que, en efecto, la consulta no tuviera cobertura legal. O que el censo fuera de chichinabo, al convertirlo la Generalitat en universal, lo que suponía que cada ciudadano podía votar allá donde quisiese. Tampoco importó que sólo votasen los independentistas o que fuera imposible tomarse en serio un recuento con estos mimbres.
La Generalitat anunció que había habido más de mil heridos, aunque en realidad se contabilizaba a todos los atendidos, tuvieran o no herida alguna. La fuerza de las imágenes, siempre tan poderosas y más en los tiempos que corren, había decantado la batalla política de ese día. El Gobierno perdió y el Govern venció, sobre todo ante la opinión pública internacional. Nadie, ni una sola persona, dimitió en el Ejecutivo presidido por Mariano Rajoy. El fracaso en la gestión no removió a ningún cargo que decidiera admitir que había hecho algo mal. Ni Rajoy, ni Santamaría, ni el ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, que seguían defendiendo unas tesis que, a la vista de los golpes grabados y su repercusión, nadie, ni siquiera el más convencido de los antinacionalistas, podía compartir.
El 1-O se convirtió en una suerte de símbolo para el independentismo, que se rearmó de argumentos contra el Estado supuestamente opresor y, en este caso, represor. Las formaciones independentistas, lideradas por Puigdemont, siguieron con su pulso adelante, en ese momento con más determinación, empujadas porque en Cataluña se encendió una suerte de estado de ánimo colectivo donde se mezclaban la rabia y la indignación. Un sentimiento incluso compartido por muchas personas no independentistas, que se solidarizaban con los catalanes que sólo habían querido votar. El mensaje de Felipe VI, aprobado por el Gobierno y emitido en televisión dos días después, el 3 de octubre, sirvió para fortalecer a la Corona fuera de Cataluña y para aumentar su desprestigio en Cataluña.
La responsabilidad del independentismo
Hasta aquí, la cristalina responsabilidad del Ejecutivo de Rajoy en la gravísima crisis política de Cataluña. Ahora, veamos la responsabilidad del independentismo, de igual o mayor magnitud que la de su oponente. Tan obvios son los clamorosos errores del Gobierno del PP ya descritos como los de la Generalitat y sus socios. Porque es evidente que el independentismo catalán rompió la baraja en el otoño de 2017. Puigdemont y sus compañeros de Govern y del grupo parlamentario de Junts pel Sí fueron adonde seguramente nunca debieron haber ido y por el camino más corto. Porque se saltaron la ley a la torera.
Porque pasaron por encima de la oposición sin respetar los dictámenes del Consell de Garantías Estatutarias del Parlament para aprobar, a principios de septiembre, en un pleno surrealista, las leyes de desconexión que no se compadecían con el ordenamiento jurídico vigente. Y, sobre todo, porque en su relato político confundieron deliberadamente el nacionalismo con «el pueblo catalán», como si ambas cosas fueran lo mismo cuando en realidad no es así, porque lo dice el reparto de votos en cada cita electoral y porque es ontológicamente imposible que esas dos cosas sean la misma.
La visión unívoca sobre qué es Cataluña y qué es ser catalán que exhibieron sin ambages los independentistas choca abruptamente con la realidad de una comunidad plural, diversa, repleta de matices, donde la mitad o más de la población no simpatiza con la idea de independizarse del resto de España. Mucho se ha hablado sobre la presunta «fractura social» que se produjo en tierras catalanas. Cualquier residente en Cataluña, se considere lo que se considere, ame una bandera u otra, sabe que el procés fracturó a la sociedad, casi la partió en dos, enfrentó a unos catalanes con otros y en algunos casos sin remisión. Negar algo tan palmario es muy peligroso, porque supone no partir de la realidad sino de la imaginación, entregarse a la emoción y arrumbar la racionalidad. Un hecho tan patente no puede eludirse, aunque sí pueda interpretarse de forma distinta.
Los independentistas fueron más que irresponsables al poner en marcha un proceso de independencia que era apoyado por muchos catalanes, sí, pero no por una mayoría clara. Y mayor incluso fue la irresponsabilidad de declarar unilateralmente la independencia de la república catalana, aunque la suspendieran segundos después, sobre la base de un referéndum que se celebró, sí, y que fue brutalmente reprimido, también, pero que careció de cualquier garantía legal y que, al no partir de un acuerdo con el Gobierno, sólo contó con la participación de la mitad de la sociedad catalana, la que es independentista sin remilgos, frente al boicot a la votación de la otra mitad. Mucho más inteligente hubiera sido convocar elecciones autonómicas antes de esa DUI fallida o suspendida o lo que fuera. El Govern adujo que intentó convocar dichos comicios, pero que no lo hizo porque el Gobierno no le dio «garantías» de que no habría represalias. El día en que se filtró que Puigdemont iba a convocar elecciones, el 26 de octubre, hubo indepes que visitaron la sede del PDeCAT al grito de «botiflers» («traidores»).
Las responsabilidades fueron compartidas. Todos los errores estratégicos del Gobierno del PP fueron condición indispensable para que el procés continuase en marcha. Y todas las meteduras de pata y manifiestas ilegalidades del independentismo catalán allanaron el camino para la posterior aplicación del artículo 155 de la Constitución que suspendió la autonomía durante varios meses. ¿Era de verdad necesario aplicar este precepto constitucional? Esa es una buena pregunta, cuya respuesta nadie conoce con certeza. Sólo hay que ver que los políticos nacionalistas, evidentemente críticos con su aplicación, son quienes más se han beneficiado de la misma, porque han explotado más si cabe el victimismo y han construido el relato de que España no es una democracia. Si con el 155 se buscaba domar a las fieras –no se solivianten, es una forma de decirlo–, la verdad es que no se consiguió nada salvo enfurecerlas más.
Cuando aplicó el 155 con el apoyo de PSOE y Ciudadanos, Rajoy convocó elecciones autonómicas para el 21-D. Esa convocatoria fue una sorpresa, sobre todo porque el Gobierno, con el acuerdo de Sánchez y Rivera, tenía preparada una aplicación del famoso artículo más dura y prolongada en el tiempo, pero las tradicionales vacilaciones de Rajoy y los consejos de Santamaría llevaron a la pronta cita con las urnas, de manera que pareciera que el Ejecutivo sólo quería restablecer la legalidad y marcharse[1]. Este 155 exprés, fuera o no acertado, evidencia una vez más la improvisación y la falta de una estrategia clara de un Gobierno que no hizo nada en seis años y sólo veinticinco días antes de esta decisión estaba repartiendo estopa en las calles de Cataluña como si no hubiera mañana.
Inés Arrimadas ganó las elecciones al ser Cs la fuerza más votada, pero eso poco importó porque realmente el vencedor fue el independentismo, que aguantó su mayoría absoluta cuando parecía improbable que lo lograse. Eso era lo que se dilucidaba en esa cita electoral. Carles Puigdemont huyó de la justicia y, con la lista Junts per Catalunya, evitó el sorpasso que ERC pretendía, lo que lo mantuvo como líder carismático del procés y hasta agigantó su figura como víctima en el exilio. Después, intentó ser reelegido como president estando en Bélgica, pero el Gobierno y los tribunales impidieron esa posibilidad. Quim Torra se convirtió en su sustituto al frente de la Generalitat. Sus artículos con tintes racistas, en los que llegaba a tildar a los españoles de «bestias taradas», recuperados por los medios tras ser elegido, le restaron credibilidad desde el minuto uno.
La caída de Rajoy y el cambio en el gobierno sirvieron para que, al menos, se iniciase algo parecido a un diálogo entre el Govern y el Gobierno, escenificado en una reunión que Sánchez y Torra mantuvieron en La Moncloa. Un encuentro que suponía un cambio, aunque fuera pequeño, teniendo en cuenta que el jefe del Ejecutivo había arremetido con fiereza contra el presidente de la Generalitat, al que llamaba «racista», y no parecía muy amigo de entablar conversaciones con él. Otro paso, llamado «cesión» por la derecha, fue el traslado de los presos independentistas a cárceles catalanas. Paradojas de la política. Sánchez, que había respaldado la aplicación del 155, incluso de uno más duro y prolongado, como se ha dicho, de repente se vistió de dialogante con el nacionalismo. La política como arte de lo posible.
Entretanto, mucho ruido, demasiado, hasta hacer imposible que se apagase la crispación en todo el 2018. Porque se sucedieron el encarcelamiento de los líderes del procés por parte del Supremo, la consiguiente y permanente campaña sobre la existencia de «presos políticos», la histórica manifestación españolista en Barcelona, el fenómeno de Tabarnia que desnudó no pocos argumentos del independentismo, la cruenta batalla sobre los lazos amarillos en el espacio público, el nacimiento de los CDR y sus posteriores protestas, los varapalos de las justicias belga y alemana a España, la lucha larvada por la hegemonía entre las formaciones independentistas, la presión de la CUP al resto de nacionalistas, el fallido aniversario del 1-O que terminó a golpes de los Mossos contra los CDR, los intentos de mediación de Pablo Iglesias para que las fuerzas políticas catalanas aprobasen los Presupuestos de Sánchez, los tímidos guiños del Gobierno al nacionalismo catalán, las mayores exigencias de Torra al Gobierno avivadas por Puigdemont desde el extranjero, la reorganización de las formaciones nacionalistas con el nacimiento de la Crida, los conatos de violencia en las calles, las continuas exigencias de PP y Ciudadanos para otra aplicación del 155, la comparación entre Cataluña y la «vía eslovena»… Y lo que te rondaré, morena. Probablemente todo culminará, o volverá a empezar, quién sabe ya, con el juicio a los líderes del procés en el Tribunal Supremo y con otras más que hipotéticas elecciones autonómicas.
Los hechos acontecidos en Cataluña son demasiados y, por ello, narrarlos con la minuciosidad y la complejidad que entrañan excede el propósito y las posibilidades de este libro. Pero, más allá del pasado reciente y de lo que pueda acontecer en el incierto futuro, la grave crisis política desatada por el procés se ha convertido en el mejor escaparate para presentar y analizar las carencias del sistema político surgido en 1978. Porque la crisis catalana es, en realidad, la misma crisis de la democracia borbónica. El bloqueo político tras el 20-D de 2015 que llevó a la insólita repetición de elecciones generales el 26-J de 2016 traía causa del procés, porque una parte del PSOE, capitaneada por Susana Díaz, la política que no pasó de Despeñaperros, no permitió a Sánchez explorar la vía de un pacto con Podemos y con los nacionalistas catalanes. De los sucesos de Cataluña en estos años se pueden extraer algunas enseñanzas sobre los problemas endémicos de un sistema político agotado, al borde del colapso, que sólo puede curarse mediante reformas y regeneración. Mediante más democracia.
Lecciones de la crisis catalana
La primera lección que cabe extraer de la crisis catalana es la unión sin fisuras que mantienen los grandes custodios de la democracia borbónica. A saber: el bipartidismo, las grandes empresas y la Corona. Todas las elites reunidas para mantener el statu quo y, con ello, sus privilegios, claro está. El PP y el PSOE andan habitualmente a la gresca por casi cualquier cuestión mundana, pero, en cambio, se pusieron rápidamente de acuerdo para hacer un frente común respecto a la crisis catalana. Tampoco tardaron demasiado en acordar la aplicación del artículo 155 de la Constitución para suspender la autonomía, pese a la gravedad que implicaba una decisión así. El acuerdo apenas tenía grietas y Rajoy y Sánchez, enemistados incluso en lo personal durante los años precedentes y que, por decirlo claramente, no se podían ni ver, sí encontraron una sólida sintonía frente al independentismo. Contaron, además, con la colaboración de Ciudadanos, cuarto partido nacional. Sólo Unidos Podemos se puso en contra de esta estrategia.
También tomó cartas en el asunto la propia monarquía. Pero lo hizo, esto es decisivo, con el plácet del Gobierno y la oposición, a los que la Casa del Rey consultó previamente y quienes después aplaudieron, raudos y obedientes, la famosa alocución del rey. El 3 de octubre, tras no pocas reuniones, llamadas, discusiones y presiones en el Palacio de la Zarzuela, Felipe VI grabó un mensaje a la nación que se emitió a las nueve de la noche. Fue un discurso duro, de respuesta contundente a los nacionalistas. El monarca, con tono y rictus serios, arremetió contra las intenciones de los independentistas, a los que acusó de «deslealtad». Pidió a «los poderes públicos» actuar para «asegurar el orden constitucional» y remarcó el «firme compromiso de la Corona con la Constitución y la democracia», así como «mi compromiso como rey con la unidad y la permanencia de España».
Felipe VI no utilizó ni una sola palabra en catalán, aunque se supone que domina el idioma. No mencionó para nada a los heridos dos días antes por la represión policial. Para muchos españoles, el rey acertó de pleno. Para otros, se extralimitó al cruzar el umbral de hacer política, que es lo que le prohíbe la Constitución. La realidad es que el discurso fue bastante bien recibido, según todas las encuestas, en toda España menos en Cataluña. Lo cierto es que el rey abandonó su principal característica, la prudencia, cuando, contra la opinión de algunos de sus más estrechos colaboradores, decidió grabar este mensaje[2]. Prieto el mentón y sujetados los nervios, apareció ante los españoles con más determinación que nunca. Quizá buscaba su particular 23-F para ganarse la legitimidad ante los ciudadanos. Sólo la historia dirá si acertó o si, por el contrario, debería haber sido, también en este caso, más prudente.
A la respuesta del sistema a la crisis catalana del bipartidismo y la Corona también contribuyeron, tras el 1-O, al visualizar cerca el peligro, las grandes empresas, que hasta entonces, hasta que sintieron miedo y hasta que cruzaron las llamadas preceptivas con las otras elites, habían callado y otorgado durante todo el conflicto entre el Gobierno y la Generalitat. Que el dinero es cobarde ya se sabía. Huye ante la inestabilidad. Pero los Isidre Fainé y compañía quisieron remarcar su desacuerdo con el procés mediante una escenografía inesperada. Las principales compañías del Ibex 35 dieron la espantada tras el referéndum y el mensaje de Felipe VI. Caixabank, el Banco Sabadell, Gas Natural y Aguas de Barcelona anunciaron de forma consecutiva que se largaban de Cataluña, puesto que simbólica y temporalmente trasladaban sus sedes sociales a Madrid o Valencia o donde fuera necesario. Un ejemplo más de cómo las elites tocan a rebato cuando llega el momento de socorrerse entre sí.
Así, amén de mandar el recado a los indepes y a los mercados, desmintieron esa tesis que defendió una y otra vez, seguro de lo que decía, Oriol Junqueras: «No habrá fuga de empresas». Sí la hubo, así de sencillo, y hasta organizada, en el caso de las grandes, pero, además, unas 500 pequeñas sociedades también pusieron pies en polvorosa por culpa del procés. Esto evidencia, por cierto, otra clara irresponsabilidad del nacionalismo, que vendió a bombo y platillo un panorama espléndido, casi paradisíaco, que llegaría tras la DUI; como esa otra ficción de que algunos Estados miembros de la Unión Europea reconocerían la existencia del Estado catalán, algo que, por supuesto, no ocurrió. Las cosas no eran tan edénicas como las veía y prometía el vicepresidente catalán.
Las diferentes elites que conforman el establishment se conjuraron frente al independentismo después del 1-O. Lo hicieron tarde y mal, pero lo hicieron. Porque en el fondo les unía (y les une) la defensa de la sacrosanta Constitución del 78, que, en puridad, sólo es un marco jurídico que, como cualquier marco jurídico, puede cambiarse, pero que sirve para apuntalar un sistema en el que ellos, los dos grandes partidos y sus amigos del Ibex 35, son los beneficiarios. Por eso hay quienes no quieren que cambie nada. Esta afirmación, que suena un tanto conspiranoica o lampedusiana, se entiende mejor si se repasan algunos de los capítulos precedentes, como el dedicado a las malversaciones de dinero público, el que describe cómo funciona el capitalismo de amiguetes o el que versa sobre los vínculos entre los políticos y las empresas cotizadas.
La segunda gran enseñanza que dejó el procés es cómo las elites políticas, el conjunto de las españolas y las catalanas, que gozan de una increíble pero real impunidad pese a sus escándalos de corrupción, son las principales responsables de este colosal desaguisado. En último término, la batalla entre el Gobierno y la Generalitat también servía para ocultar las similitudes entre dos viejos socios, el PP y la antigua Convergencia, enlodados hasta el tuétano por casos que, según han dicho los tribunales en primera instancia, demuestran que robaban dinero público a mansalva para financiarse. Las comisiones del 3 por 100 por las adjudicaciones de obras públicas, el tráfico de influencias, la información privilegiada, las cuentas en Suiza y la malversación de caudales públicos unen indefectiblemente a los amantes de la rojigualda y a los que, con Mas a la cabeza y Pujol en la sombra, de repente cambiaron la senyera por la estelada.
Ya se ha dicho aquí que la operación Cataluña fue repugnante en esencia, porque suponía la utilización de recursos y agentes públicos para desprestigiar a los oponentes políticos hasta acabar con ellos. Pero esas deleznables y cloaqueras investigaciones de la célebre brigada patriótica no son óbice para comprender, porque además sí ha habido otras pesquisas obtenidas legalmente que así lo demuestran, que la Cataluña dirigida por los convergentes fue un lodazal de corrupción similar a las ciénagas del PP en Madrid o Valencia. Ahí están los casos de la familia Pujol o las ITVs, pendientes de juicio. Además, las sentencias del caso Gürtel, respecto al PP, y del caso Palau, respecto a Convergencia, evidencian cómo ambas formaciones, tan dispares en sus ideas de nación, son más parecidas de lo que podría creerse. Sus cálculos políticos, sólo basados en mantener o aumentar el poder, están detrás de la batalla simbólica sobre la independencia. Banderas para envolver y esconder los vicios y las vergüenzas.
De alguna manera, la operación Cataluña, con aquel falso borrador de la UDEF como punta de lanza, dinamitó la costumbre compartida por las elites políticas de Madrid y Barcelona de mirar para otro lado respecto a la corrupción mientras el sistema siguiera funcionando. Cada uno que robe lo que quiera, pero sin pasarse, y el que venga atrás que arree. Ahí está el famoso caso de Banca Catalana por el que se investigó a Jordi Pujol, como principal ejemplo. Y ahí está el perfecto funcionamiento del puente aéreo durante tantos años, con multitud de acuerdos entre los políticos del Congreso y los del Parlament, así como incontables pactos entre empresas y gobiernos de ambos lugares. Hasta que el procés hizo descarrilar el tren del entendimiento.
Pero, antes de dicha operación policial de descrédito, hay que reparar en un dato más que revelador. Como cuenta Daniel Gascón en su interesante libro sobre el procés, El golpe posmoderno (Debate, 2018), Artur Mas y sus más estrechos colaboradores decidieron convocar las elecciones autonómicas de 2012 por un interés ante todo partidista: buscaban recuperar la total hegemonía en el nacionalismo catalán explotando el victimismo por la negativa del Gobierno al «pacto fiscal» y proponiendo un referéndum de autodeterminación que nunca antes habían propuesto. Así, con esa novedosa apuesta soberanista, conseguían dos objetivos: aglutinar votos de otras formaciones y ocultar su propia responsabilidad en los enormes recortes que había hecho la Generalitat entre 2010 y 2012.
Por así decirlo, el Espanya ens roba sería la coartada perfecta para huir de sus propios desatinos y «transferir la culpa» de la crisis al Gobierno central. La tesis de Gascón es que Mas y compañía aprovecharon el descontento por la sentencia del Estatut y la negativa al «pacto fiscal» para dar su famoso giro independentista, pero sólo en busca de la mayoría absoluta. Una deducción que tiene bastante sentido a la vista de la sucesión de hechos. El independentismo sobrevenido de CiU era, en el fondo, una cortina de humo para ocultar sus corruptelas, que, por cierto, siguen aflorando.
En suma, el interesado giro independentista de CiU, en primer lugar, y la respuesta artera del Gobierno del PP valiéndose de las cloacas, en segundo, sentaron las bases y abonaron el terreno del enfrentamiento político más grave en la historia reciente de la democracia española. Quizá por estos manejos, en los primeros días de 2016, tres años después de aquellas elecciones donde todo empezó a cambiar, los diputados de la CUP, que no olvidaban los recortes ni se tragaban del todo su apuesta independentista, pidieron y consiguieron la cabeza de Mas, rupturista de día y pactista de noche, siempre muñidor en la sombra, uno de los grandes culpables de lo que ha pasado en Cataluña.
El Supremo y el Constitucional, con el Gobierno
Quien esto escribe no es independentista ni simpatiza con las ideas nacionalistas. Entre otras cosas porque suponen, a mi entender, hacerse más pequeño, ir contra corriente en el mundo del siglo xxi, aferrarse a banderas y símbolos que en sí mismos no significan nada, discutir sobre identidades y esencialismos que ocultan, claro está, otros debates acaso más necesarios sobre las condiciones de vida de los ciudadanos, sobre sus problemas cotidianos, sobre los servicios que deben recibir o las obligaciones que deben cumplir. Además, cualquier amante de la Historia, como es el caso, sabe que el nacionalismo es un concepto romántico que, como tal, mitifica o distorsiona los hechos según convenga a su relato. Pero, opiniones aparte, hay hechos que son incontrovertibles y que no pueden dejar de señalarse aunque beneficien a aquellos con los que no estás de acuerdo. Porque se trata de ser honestos intelectualmente. Como escribió Orwell, «si la libertad significa algo, es el derecho a decirle a la gente lo que no quiere oír».
Viene esto a cuento de la tercera de las lecciones del procés, que es la ficción sobre la separación de poderes en España. Algo que muchos no querrán oír, pero que está ahí, cristalino como el agua, como están comprobando de primera mano los románticos independentistas catalanes. En la democracia borbónica, a estas alturas ya es una obviedad, la justicia no es igual para todos. Pocas líneas más atrás se mencionaban someramente las formas en que los jueces aniquilaron cualquier investigación sobre el máster de Pablo Casado, más recientemente, y sobre el patrimonio de José Bono, una década atrás. Unas cuantas páginas antes de esos casos se narran las peripecias judiciales que tuvieron que hacer los magistrados del Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional para exonerar a César Alierta, Emilio Botín y los Albertos de muy diferentes entuertos en los que estaban metidos. En la crisis política suscitada en Cataluña también ha habido algunas actuaciones judiciales que abochornarían a Montesquieu.
A finales de enero de 2018, el Gobierno quería impugnar a toda costa que Carles Puigdemont pudiera ser el candidato en una sesión de investidura sin estar en el Parlament, por la vía telemática o la vía de la delegación de voto. El ex president pretendía materializar esta maniobra porque se había fugado a Bruselas. Para ello contaba con el apoyo de la mayoría independentista. El Ejecutivo de Rajoy consultó al Consejo de Estado si debía plantear un recurso para impugnar ante el Tribunal Constitucional la candidatura de Puigdemont. En una respuesta que fue un revés para Moncloa, el Consejo de Estado emitió un informe en el que desaconsejaba dicho recurso al Gobierno al entender que el TC no podría suspender esa candidatura que habían planeado los independentistas antes de saber qué pasaba en la investidura.
El Consejo de Ministros hizo caso omiso al Consejo de Estado e igualmente impugnó ante el Constitucional la candidatura de Puigdemont y, misteriosamente, también añadió la impugnación de la propia sesión de investidura. El magistrado del TC encargado de redactar la ponencia de la sentencia, José Antonio Xiol, del ala progresista y catalán de nacimiento, propuso no admitir el polémico recurso del Gobierno sobre la candidatura de Puigdemont. Ahí llegó el embrollo. No había acuerdo entre los magistrados del TC, que siempre se habían alineado con las tesis del Ejecutivo frente al procés. Entonces, oh casualidad, idearon una manera de darle al Gobierno lo que quería sin meterse en el fondo del asunto.
En una decisión salomónica e inaudita, el TC sí aceptó una parte del recurso del Gobierno y anuló la sesión de investidura sólo en caso de que Puigdemont no asistiese, pero misteriosamente no entró a valorar la anulación de la candidatura, para lo que amplió el periodo de discusión y permitió a las partes personarse. En román paladino, el TC se sacó de la chistera una manera de favorecer la estrategia política del Gobierno y evitó darle el mismo varapalo que le había asestado días antes el Consejo de Estado. Así, se impedía la posible investidura de Puigdemont desde la lejanía y se obligaba al aspirante, cuya candidatura no se anulaba, a presentarse en el Parlament si quería ser investido. Como se sabía que Puigdemont no iba a acudir, también se evitaba un hipotético engorro para el Gobierno: tener que recurrir la investidura de Puigdemont después de lograr los votos suficientes en el Parlament.
La actitud del TC para tomar este atajo ya resulta sospechosa teniendo en cuenta tanto lo insólito de su decisión como que existía una mayoría de jueces conservadores que controlaban las decisiones. Ya se sabe que son los políticos quienes sitúan, mediante un sistema de cuotas, a los magistrados que velan por el cumplimiento de la Constitución. La elite judicial y la elite política, en perpetuo orgasmo compartido. También hay que tener en cuenta que el hecho de que al Constitucional le interesase no discrepar del Gobierno sobre Cataluña es un buen ejemplo de que lo de la división de poderes es un dogma teórico que casi nunca se lleva a la práctica.
Pero lo que hace pasar de la sospecha casi a la certeza de que algo no fue lógico en esta triquiñuela jurídica es saber, como es sabido en el mundo judicial, que el presidente del TC, Juan José González Rivas, de tendencia ultraconservadora, llegó a su cargo gracias a las maniobras de la omnipresente Soraya Sáenz de Santamaría, que apostó por este nombre en detrimento del magistrado Andrés Ollero, también muy conservador, para contentar al PSOE y facilitar un acuerdo que desbloquease la renovación del tribunal[3]. Para más inri, Santamaría, que presentó el recurso en público tras el Consejo de Ministros, llamó a González Rivas para pedirle que la decisión sobre la impugnación de Puigdemont se tomase cuanto antes[4].
Otra añagaza digna de permanecer en las memorias tiene como protagonista al famoso juez Pablo Llarena, instructor en el Supremo de la causa sobre el procés. En su intento por conseguir la detención de Puigdemont, el magistrado activó y desactivó su euroorden en varias ocasiones para soslayar las dificultades que ponían los tribunales de los países por los que viajaba el ex president. Al poco de iniciar la instrucción, Llarena emitió una euroorden apremiando a los socios europeos a detener a Puigdemont para que fuera extraditado a España y juzgado por delitos de rebelión, sedición y malversación. En diciembre de 2017, ante la posibilidad de que la Justicia belga decidiera extraditarlo pero no pudiera ser juzgado por esos delitos, Llarena la retiró.
Cuando, después, el fugado viajaba por Europa, en concreto pululaba por Finlandia, Llarena la volvió a activar. Al día siguiente, Puigdemont fue detenido en Alemania gracias al Centro Nacional de Inteligencia (CNI). Otra casualidad. Pronto se celebró el arresto y se daba por hecho que el arrestado sería extraditado para ser juzgado por los delitos que le imputaba el Supremo. Sin embargo, los jueces alemanes del Tribunal Regional Superior de Schleswig-Holstein estipularon, semanas después, que Puigdemont fuera extraditado, sí, pero sólo para ser juzgado por el delito de malversación y no por rebelión o sedición. ¿Qué hizo entonces Llarena? Volver a desactivar su euroorden hasta encontrar mejor oportunidad. Aun en el caso de que tuviera la razón jurídica de su parte y a pesar de que es obvio que a este juez le tocó lidiar con un asunto de extrema complejidad, la conducta de Llarena en este aspecto no parece demasiado pulcra. Ahora activo y ahora retiro, ahora vuelvo a activar y ahora vuelvo a retirar. Una actitud nada habitual y un tanto ventajista, cuando menos.
En suma, el poder judicial y su principal extensión, el Supremo, así como el Tribunal Constitucional, principal garante de que no se atropellen los derechos de los ciudadanos, han actuado en varias ocasiones de forma parcial, siempre en curiosa coincidencia con los intereses políticos gubernamentales. Muchas de sus decisiones, incluso la mayoría de ellas, quizás habrán llegado porque realmente los magistrados consideraban que debían actuar así y obraron en conciencia. Puede que dichas resoluciones fueran realmente justas. Pero en otros casos, como los mencionados, es evidente que el vínculo con los políticos o la intromisión de estos últimos ha condicionado decisiones judiciales de calado.
¿Cómo diferenciar, por tanto, unos casos de los otros? ¿Cómo saber cuándo los jueces han actuado con plena libertad y cuándo bajo la presión atosigante de los políticos teniendo en cuenta los estrechos vínculos que unen a unos y otros? Las respuestas entroncan, por fuerza, con algo que ya se ha denunciado en varias ocasiones en este libro: el nefando sistema de elección de los jueces del Supremo y el Constitucional, en manos de los partidos, siempre va a permitir que exista la sospecha sobre su posible parcialidad. No por casualidad, la justicia española aparece como la menos independiente de Europa en diferentes rankings como el Eurobarómetro o sondeos entre los propios jueces.
El nacionalismo español y la Constitución del 78
La cuarta conclusión que cualquier observador sin prejuicios podría alcanzar es que los nacionalismos periféricos, esos a los que Ortega y Gasset acusaba con toda razón de poseer una voracidad inagotable, no son los únicos nacionalismos que existen en España. Porque, al contrario de lo que suele decirse tópicamente y tal como explica Ignacio Sánchez-Cuenca en su imprescindible obra La confusión nacional (Catarata, 2018), «el nacionalismo español también existe» y «es tan legítimo como todo otro nacionalismo»[5]. Durante la crisis política de Cataluña se ha podido vislumbrar más y mejor que nunca que el nacionalismo patrio también está ahí, con sus símbolos, sus esencias y sus mitologías edulcoradas.
Una de las principales características del nacionalismo español es que suele camuflarse como «defensa de la legalidad» o «patriotismo constitucional». Según cuenta Sánchez-Cuenca, dicho camuflaje enlaza con una de las carencias más graves de la democracia borbónica: la identificación permanente y falsa entre la idea de democracia y la idea de Estado de derecho. Son cosas distintas, pero se intenta hacer creer que son la misma. Una confusión deliberada que demuestra cómo las elites políticas y económicas desdeñan el «principio democrático» y se abrazan al «principio constitucional o de legalidad». Se puede ser el más demócrata del mundo y estar en desacuerdo con algunas leyes, pero no lo parece.
Esto es, los nacionalistas españoles, que no tienen cuatro ojos ni tres brazos, sino que son personas normales, y muchas, defienden que existe una sola nación, España, que aglutina a otros territorios a los que en ningún caso se puede considerar como otras naciones. ¿No es eso un nacionalismo tan rancio y furibundo como el catalán o el vasco? ¿Qué hace mejor a uno y peor a otro? ¿Acaso no es tan excluyente y sectario el nacionalista catalán que niega a toda costa su pertenencia a España como el nacionalista español que niega que existan otras naciones o que le niega a ese catalán su sentimiento de pertenencia?
Ese nacionalismo centralista llegó al paroxismo en las elecciones andaluzas del 2 de diciembre de 2018, cuando afloraron dos inopinadas novedades en la política española. Por primera vez en Andalucía en cuatro décadas, los partidos de la derecha (PP, Ciudadanos y Vox) fueron más votados que los de la izquierda (PSOE y Adelante Andalucía). A nadie se le escapa que la crisis catalana influyó sobremanera en este giro histórico. El PSOE de Susana Díaz ganó los comicios, sí, pero padeció un gran desgaste en el que según cualquier analista influyó la política del Gobierno de Pedro Sánchez respecto a Cataluña.
La otra noticia de las elecciones, relacionada con la anterior y acaso más relevante por su gravedad, fue la espectacular irrupción de Vox, que logró 12 escaños en el Parlamento andaluz. La formación presidida por Santiago Abascal, ex del PP, se convirtió en la gran sorpresa merced a un discurso eminentemente nacionalista, con la defensa de la unidad de España como punta de lanza y con propuestas como la ilegalización de partidos independentistas, la supresión de las autonomías o la construcción de un «muro infranqueable» en Ceuta y Melilla para frenar la inmigración ilegal procedente de África. Puro nacionalismo español. Pero más extremo, primitivo y retrógrado que cualquier otro.
Todo el discurso del nacionalismo español está consagrado, por supuesto, en la Constitución de 1978, que en su artículo 2 dice que «la Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas». Nótese la potencia de términos como «indisoluble» o «indivisible», que no dejan mucho lugar a la discusión. Y nótese que la propia Carta Magna ya menciona a las «nacionalidades».
El catedrático de Derecho constitucional Javier Pérez Royo va más allá en sus críticas y defiende que lo que rige en España desde hace doscientos años es el «principio de legitimidad monárquica» por encima del «principio de legitimidad democrática», como se ve en las primeras páginas de este libro. Así, la Corona simboliza esa unidad irrompible de España y, por ello, el rey es imprescindible para el sistema. La Constitución del 78 consagra a la monarquía y ambas resultan inseparables. Esta es la base de una democracia que, por esto mismo, llamamos aquí borbónica. Ante esto cabe argüir, claro está, que, como antes se ha dicho, la Carta Magna no es más que un marco jurídico que, como cualquier otro marco jurídico, puede cambiarse. No es algo inmutable ni sagrado. Depende de que se consulte al pueblo, depositario de la soberanía según el propio texto constitucional.
La solución será votar o no será
Al inicio de estas páginas irrumpían las ideas del italiano Emilio Gentile sobre la existencia de «democracias recitativas» en las que progresivamente se está hurtando al pueblo el legítimo y necesario ejercicio de su propia soberanía. El caso de lo que está pasando en Cataluña es paradigmático. Porque existe un problema político gravísimo que ha dinamitado puentes entre comunidades y ha fracturado a la sociedad catalana. En cualquier democracia que no esté enferma, los problemas políticos como este deben ser resueltos por los ciudadanos. La única solución, y esta es la quinta lección del procés, es votar. Habrá que votar, tarde o temprano, sobre el futuro de Cataluña.
La fórmula que se elija ya es otra historia. Para acordar y decidir eso están los políticos. Está claro que existen muchas vías de participación. Puede que simplemente haya que celebrar una consulta no vinculante sobre la independencia para comprobar al menos qué opina la sociedad sobre esta crisis catalana, como, por cierto, propuso el Parlament de Cataluña y se debatió en el Congreso de los Diputados en 2014. Quizá sea mejor articular un referéndum pactado por el Gobierno y la Generalitat que incluya una serie de condiciones, como, por ejemplo, que se necesite una mayoría reforzada (no sólo el 50,01 por 100, sino quizás un 60 por 100) para cambiar el estatus de Cataluña. Tal vez la más sensata de las opciones sea acometer, primero, una reforma profunda de la Constitución española que también aborde la cuestión territorial y, después, pedir el refrendo o rechazo de los ciudadanos en las urnas.
Otra duda a resolver es quiénes deben votar. Porque no está claro quién es el sujeto de la soberanía en este caso. El gran debate que siempre subyace en esta discusión es si en una hipotética consulta de autodeterminación tendrían que votar sólo los catalanes, como quieren los independentistas, o todos los españoles, como dicta la Constitución. Así, a vuelapluma, una opción sería celebrar dos referéndums sobre el particular, uno en Cataluña y otro en toda España; podrían ser los dos vinculantes, los dos consultivos o uno vinculante y otro consultivo. Y habrá otras posibilidades, sólo es cuestión de buscarlas. Porque en política, eso está claro, todo es cuestión de voluntad. Sea como sea articulada y consensuada, la decisión última sobre el futuro de España y Cataluña deberán tomarla los ciudadanos. Porque ellos son los soberanos, según el artículo 1 de la Constitución del 78.
Por mucho que todo el establishment se empeñe en luchar contra las demandas independentistas, legítimas aunque a alguien como al que suscribe no le gusten, por mucho que las elites políticas de ambos bandos se enroquen en sus posturas para defender sus respectivos cotarros, por mucho que los tribunales apliquen o incluso retuerzan la ley contra los líderes del procés y por mucho que se confundan interesadamente el legalismo y la democracia, la realidad es que en torno al 80 por 100 de los catalanes, entre ellos altos porcentajes de los votantes de formaciones constitucionalistas, están a favor de que se celebre un referéndum. Unos quieren que sea sobre la independencia y otros prefieren que verse sobre un mayor autogobierno, pero todos quieren que hable el pueblo soberano. Parece lógico.
[1] J. Sáinz, «Ayllón, ministro para Cataluña: el 155 que Rajoy no se atrevió a aplicar», Vozpópuli, 27 de octubre de 2018.
[2] A. Lardiés, «Felipe VI, el rey prudente», The Objetive, 27 de enero de 2018.
[3] M. Peral, «Soraya presiona a jueces del TC a instancia de Rubalcaba para que Ollero no sea presidente», El Español, 9 de marzo de 2017.
[4] E. Ekaizer, «Sáenz de Santamaría sugirió al presidente del TC resolver el recurso “esta tarde”», Ara, 26 de enero de 2018.
[5] Ignacio Sánchez-Cuenca La confusión nacional, Madrid, Catarata, 2018, p. 79.