7

Presente.

—Hoy voy a empezar hablando de Vanesa —anunció Sebastián a su psicoanalista un momento después de haber ocupado el diván. Miró su celular, que todavía no había guardado en el bolsillo, y sonrió como un incrédulo—. Acabamos de dejarnos por mensaje de texto —contó—, ¿qué clase de maldito hace eso? ¿En qué me estoy convirtiendo?

—¿Por qué por mensaje de texto? —preguntó el licenciado González con su voz de trueno. Era tan gruesa que a Sebastián le recordaba las películas de terror.

—Para no dar la cara, por supuesto —contestó con una sonrisa—. Porque ahora resulta que este nuevo yo, además de reprimido, es cobarde.

González frunció el ceño.

—¿Estás seguro? —interrogó.

Sebastián reflexionó un momento.

—No, no estoy seguro —acabó diciendo—. En realidad, dejarnos por mensaje de texto fue cómodo. Salimos un mes, pero jamás sentí afecto por ella, ni ella por mí. Además, hubo algo que motivó la ruptura.

—¿Y cuál fue ese motivo?

Sebastián volvió a hacer silencio. Bajó la mirada, suspiró y la devolvió al psicoanalista.

—Anoche estaba en mi departamento de Barracas con Vanesa y sonó mi teléfono —dijo—. Era Elías.

—Te llamó, eso es interesante.

—Sí, pero no fue algo bueno. Me preocupé como nunca, pensé que le había pasado algo. De lo contrario, no me habría llamado —traspasó el celular de mano, fabricando tiempo para pensar—. Dejé a Vanesa en su casa sin decirle la verdad y fui a la mía. Bueno, a la de Elías; ya sabés lo que pienso de la casa del country. El asunto es que me volví loco buscándolo, y él llegó a las tres de la madrugada, como si nada. Cuando le pedí explicaciones, me dijo que le había dado el celular a una amiga y que ella me habría llamado jugando. Como podrás imaginar, quería matarlo, y terminé diciendo cosas que no debía.

Se quedaron en silencio.

—¿Y cómo te hizo sentir eso? —preguntó González.

Sebastián soltó una risa que evidenció confusión.

—Al principio, liberado. Cuando pude pensar con claridad, sentí que me había puesto a su altura. Me cuesta ser adulto, al menos el tipo de adulto que la sociedad demanda de mí, y decirle a mi hermano que sería más feliz entre vacas que con él no entra en el casillero de buen padrastro, ¿no?

—Es que no sos su padrastro, sos su tutor. Su hermano mayor.

Sebastián asintió.

—Aun así, me parece que lo de las vacas fue un error. Es que lo veo tan igual a mí a su edad que me desespera, sobre todo porque sus razones son muy diferentes de las mías. Yo tenía un objetivo, tenía una meta, en cambio él solo tiene dolor. Yo tenía una ideología que defender, en cambio él solo tiene orfandad, y no puedo llenar esos huecos de su vida si siento que la mía, desde que tengo que hacerme cargo de él, es un hueco eterno. Me siento perdido, vacío y atado; todo lo que hago está en contra de mis convicciones: mantener las concesionarias, hacer negocios, hasta ponerme trajes y pasar la mayor parte del día quieto. Siento que estoy acumulando tanta energía adentro que en algún momento voy a estallar. Voy a explotar, y solo espero no herir a nadie cuando eso pase, porque no me lo perdonaría nunca. Lo peor es saber que no tengo opciones: es mi hermano, las concesionarias y la vida vacía de propósitos que llevo, o nada.

—Siempre tenemos elecciones —intervino el psicoanalista—. De hecho, esta fue tu elección. Cuando te preguntaron si ibas a ocuparte de tu hermano, podrías haber dicho que no, pero en cambio dijiste que sí y mantuviste las concesionarias y la casa del country porque te pareció que así podías darle a Elías una vida mejor, la vida que él llevaba antes de que muriera tu padre. Además me explicaste que no podrías deshacerte de bienes que le pertenecen, ni descuidarlos por esa misma razón. ¿Acaso esa no es una elección? ¿Por qué no te negaste entonces?

—¿Cómo iba a decir que no? —replicó Sebastián—. ¿Cómo voy a andar por el mundo ocupándome de otros y no de mi propio hermano?

—Entonces hacelo. Se empieza a cambiar el mundo entre las paredes de nuestras casas. El padre que da un buen ejemplo a su hijo, de alguna manera está contribuyendo a un mundo mejor, ¿no lo creés así?

—Sí, claro que es así, un padre que da un buen ejemplo a su hijo hace mucho más que yo —asintió él, y sonrió con nostalgia—. Pero extraño mi pasado. Extraño el viento en mi cara, el despliegue de energía y fuerza vital que me consumía, pararme en un bote y gritar: «¿Querés matarla? ¡Vas a tener que matarme a mí primero!» Algunas noches hasta extraño el miedo de no saber si iba a terminar herido o arrestado. Esa era mi vida, y ahora estoy acá, en una linda casa, en una oficina o en un auto, pero siempre enjaulado. Por eso te digo que estoy guardando tanta energía adentro que voy a explotar, solo es cuestión de tiempo, y si eso sucedía estando con Vanesa, ella se habría asustado. No lo habría resistido, por eso decidí dejarla, como hice con las demás.

»Ya exploté una vez, te lo cuento siempre. Mi padre era duro; me obligó a hacer tantas cosas y me exigió tanto, que en cuanto pude liberarme, se abrió un abismo entre nosotros y nos perdimos para siempre. Sin embargo, a veces pienso que ahora quizás lo haya encontrado.

»Un día un profesor me dijo que todo lo que yo decía era bueno para escribir poesía, pero que la vida era otra cosa, y que me iba a dar cuenta cuando creciera —sonrió, otra vez melancólico—. Discutía con los profesores porque proyectaba en ellos a mi padre. Hoy los comprendo a todos, y eso es muy triste, porque quiere decir que mi verdadero yo se está muriendo.

—O que ya sos adulto.

—Sí… o que ya soy adulto.

***

—Muy bien, Malena, ¿qué te motivó a venir a la consulta? —preguntó la licenciada Noemí Ferrando, acomodándose las gafas en su nariz puntiaguda.

Malena suspiró, preguntándose cómo iba a hacer para hablar. Por un lado, jamás había hecho psicoanálisis y no tenía idea de por dónde empezar. Por el otro, acababa de cruzarse con el hombre que la había hecho mujer, y sus sentimientos bullían alborotados. Después de pensarlo tan rápido como le fue posible, determinó que su objetivo era hablar de Álvaro y no de fantasías adolescentes, así que decidió hacerlo, relegando lo demás.

—Antes de venir estuve investigando un poco, y sé que ustedes los psicoanalistas buscan pistas en el pasado, pero va a ser difícil encontrar algo en el mío —comenzó finalmente—. Tuve una familia modelo: mamá, papá y una hermana mayor con los que siempre me llevé de maravillas. Me dieron todo, y aun hoy nos sentimos muy unidos; nos queremos muchísimo. La verdad es que no vengo porque sienta que tenga traumas de la infancia ni nada por el estilo, sino porque desde que me pasó algo muy duro, muy difícil, me cuesta encontrar el rumbo.

Se hizo silencio.

—¿Querés hablar de eso que te pasó? —preguntó la psicóloga.

Malena suspiró y asintió con la cabeza.

—Me casé enamorada de un hombre, creí que él estaba enamorado de mí, tuvimos una hija, y un día, cinco años después de su nacimiento, llegué a mi casa y encontré que él me había dejado —dijo todo muy rápido, sin atreverse a mirar a la mujer a los ojos. Volvió a suspirar y se humedeció los labios—. Esto ocurrió hace dos años, y desde entonces no supe nada más de él. Se desentendió por completo de mí y de nuestra hija, sus padres dicen que no tienen idea de dónde está, y como cambió de trabajo y no usó más su auto, ni sus tarjetas de crédito, ni nada que deje pistas acerca de su paradero, no lo pude encontrar. Al cabo de un año, dejé de buscar, así que no tengo idea de si habrá señales de él desde hace un año hasta ahora, ni me interesa saberlo, por eso ya no lo busco.

»Me costó mucho comprender que ya no tenía marido. Recién hace unos meses acepté una primera cita con un señor muy bueno, pero que, si tengo que ser sincera, no me movía un pelo. Lo triste es que me doy cuenta de que, desde que Álvaro me dejó, estoy predestinada a buscar padrastro y no novio. No sé si me explico, la verdad no estoy desesperada por un hombre, puedo arreglármelas muy bien sola, pero ya sabe, a muchas nos gusta amar y sentirnos amadas, estar en pareja. Extraño confiar en alguien, compartir mis problemas, sentirme respaldada y segura. El problema es que, en la medida que no supere el miedo a entablar nuevas relaciones con hombres que de verdad me gusten, voy a fracasar en todas las relaciones que emprenda. Solo me fijo en que puedan ser una buena imagen masculina para mi hija, pero no puedo estar al lado de alguien solo por eso, ¿o me equivoco?

—¿Qué buscás en un hombre? —interrogó la licenciada, sin responder su pregunta—. Me refiero a qué lo convertiría para vos en un buen padre.

—No sé —dudó Malena, encogiéndose de hombros—. No es que tenga un parámetro definido, pero lo básico sería que no abandonara a Valentina como hizo su padre. Si ella se encariña con él, él tiene que estar a su lado; no me perdonaría causarle otro dolor tan grande si ese hombre desapareciera como hizo Álvaro. Debería ser responsable, saber poner límites desde el afecto, quererla como si fuera su hija. Por supuesto, tengo terror de que mi pareja abuse de ella o le haga algún daño físico o psicológico, así que tendría que despertarme muchísima confianza, porque primero está mi hija. Y tardaría mucho en presentárselo. Tiene que ser alguien con un trabajo estable, una persona centrada, es decir, que no sea indeciso respecto de lo que quiere, y de ser posible que no venga con una mochila llena de problemas. No es que no pueda comprenderlo, porque yo también tengo muchos problemas, pero si los dos sumamos todo un mundo de inconvenientes, sería peor para mi hija. Necesito a alguien tranquilo, sosegado, que le pueda traer calma. Quiero que diga siempre la verdad y que todo lo que haga sea un buen ejemplo para ella.

Se hizo silencio. La licenciada se mantuvo muy seria.

—El padre perfecto —soltó—. En tu descripción, no hay espacio para el error ni la duda. Decime una cosa, ¿tu padre posee todas esas cualidades que mencionaste?

—La mayoría —asintió Malena sin dudarlo.

La terapeuta sonrió.

—Te apuesto a que no, al menos no en el nivel de perfección que vos estás buscando, lo cual te adelanto que no existe —discutió—. ¿Y qué buscás en un novio? No en un padrastro para tu hija, sino en una pareja para vos.

Malena suspiró. Busco un hombre que me quiera, que me cuide, que me valore, pensó enseguida, pero no lo dijo.

—Lo mismo —contestó.

—Quizás expresé mal mi pregunta —corrigió la licenciada—. Me refiero a qué te enamoraría de un hombre. Por ejemplo, ¿qué te enamoró de Álvaro?

Malena se quedó en silencio. Cinco, siete, diez segundos.

—Era todo lo que describí antes: responsable, serio, de conducta intachable. Era culto e inteligente, y a mí me gustan los hombres pensantes. Tenía un buen pasar económico, y no es que sea interesada, pero me parece importante que el hombre que tengo al lado no sea un bohemio, porque yo soy muy trabajadora, y el dinero es necesario para la vida.

—¿Te enamoraste alguna vez de alguien que no fuera Álvaro?

Malena soltó una risita. No se dio cuenta, pero sus ojos se iluminaron.

—No se puede llamar amor, tenía diecisiete años —se excusó.

—¿Y cómo era él? —interrogó Noemí, sonriendo como si creyera que había descubierto América.

Malena tragó con fuerza sin poder borrar la curva de sus labios. Al final terminaría hablando de Sebastián, lo que se había propuesto no hacer.

—Estaba loco —contó—. Era pasional y fuerte, un rebelde con causa. Era hermoso, pero inestable. En realidad, solo le interesaban sus ideas y estaba destinado a volar muy alto, era uno de esos chicos con la capacidad de salvar el mundo. Me apena que no lo haya hecho.

—¿Volviste a verlo?

—Es increíble, pero volví a verlo hace un rato, y ya no es más aquel chico que conocí. Ahora es como un dragón dormido.

Después de cincuenta minutos de sesión, Malena salió del consultorio con la sensación de que el peso de su existencia se había alivianado. Le había hecho bien hablar de su presente y de su pasado, y aunque no había conseguido soluciones inmediatas a sus problemas, volvería con la licenciada Ferrando porque el psicoanálisis le había gustado.

En la sala de espera, rogó ver a Sebastián Araya de nuevo, pero al parecer él estaba todavía en el otro consultorio o se había ido. Lo más probable era que ya ni siquiera se encontrara en el edificio, dado que había comenzado su sesión diez minutos antes que ella.

Mientras conducía a la librería, se preguntó si volvería a verlo el martes siguiente. Había extrañado las sensaciones que solo él le provocaba, y aunque tal vez no se atreviera a hablarle, siempre podía deleitarse tan solo viéndolo.

Llegó bastante antes del horario de cierre del local, y aunque contó a Pía que le había ido bien con la psicoanalista, no hizo referencia alguna a Sebastián. Aun así, no podía evitar pensar en él. Después de haber ignorado su recuerdo durante casi veinte años, ahora ocupaba su mente como cuando tenía diecisiete y acababa de hacerla mujer. ¿Qué le habría pasado? ¿Por qué llevaba puesto un traje, como si el sistema se lo hubiera tragado? Jamás hubiera apostado a que eso pudiera suceder con él, de hecho esperaba verlo algún día en televisión, convertido en famoso por su defensa de la humanidad. Era triste contemplar la muerte de un guerrero.

Aunque se propuso olvidar el asunto, esa noche en su casa, también estuvo distraída.

—Mamá… ¡Mamá! —exclamó Valentina.

Malena despertó de su ausencia y descubrió que estaba en la mesa, que su hija ya había terminado de cenar y en cambio ella no había probado bocado.

—La seño dijo que para el acto me tengo que disfrazar de floresta.

—¿«Floresta»? —repitió Malena, frunciendo el ceño—. No sé qué es eso, un barrio de Capital Federal. ¿No será de florista?

—No, no, dijo floresta —defendió Valentina.

—Está bien, dame el cuaderno de comunicaciones que le pregunto en una nota. ¿Terminaste de comer?

—¡Sí!

Valentina corrió a su cuarto en busca del cuaderno. Mientras tanto, Malena lavó los platos, pero cuando su hija regresó tiempo después, ella todavía no había acabado. No podía pasar días en ese estado solo porque su mente se había quedado soñando con un viejo compañero de la secundaria.

Se secó las manos y volvió a la mesa para redactar la nota. Una vez que terminó con eso, permitió que Valentina mirara una hora de televisión y después la acompañó a su cuarto. Se despidió de ella junto a la cama, dejó la puerta de la habitación entreabierta para que no sintiera miedo y se fue a su dormitorio.

Mientras se ponía el pijama, recordó la madrugada que se lo había colocado después de haber hecho el amor por primera vez. Aquella prenda de su viaje de egresados era roja; la de ahora era blanca con pintitas violeta. Por ese entonces era soltera y ni siquiera pensaba en tener hijos, en cambio ahora era separada y tenía a Valentina. Sonrió reflexionando acerca del paso del tiempo y que esa noche, por más increíble que pareciera, sí existía una coincidencia con el pasado: pensaba en la misma persona.

El recuerdo la llevó a salir de su cuarto, transitar el pasillo descalza y abrir la puerta que conducía al desván. Subió las estrechas escaleras y encendió la lámpara que colgaba del techo. Aunque daba muy poca luz y había tierra por todas partes, caminó hasta una caja y rompió la cinta de embalaje para hurgar en su interior. Lo primero que salió de entre muchos objetos que había traído de la casa de sus padres cuando se había mudado fue el video del viaje de egresados. También halló un álbum de fotos. Al abrirlo se encontró con el grupo de la promoción 1996 en Bariloche, sosteniendo la bandera y, de fondo, el hotel Llao Llao. Allí estaban Adriana, Diego, Facundo, Daniel, Eliana… Sebastián. Tan fuerte, tan hermoso. Se preguntó qué quedaría de él en ese hombre de traje y rostro preocupado que se había cruzado en el consultorio de los psicoanalistas. No había dudas, era él, con los mismos ojos preciosos y su cuerpo de atleta.

Relegó la foto para seguir buscando lo que más le interesaba. Lo encontró atorado a un gancho de carpeta, pero tiró tanto que el gancho se desprendió y el cordón negro se enredó en su dedo. Extrajo el amuleto despacio y lo sostuvo delante de la cara con una sonrisa. Viéndolo, todavía podía sentir las manos de Sebastián colocándolo en su cuello, o su voz susurrándole que si lo llevaba con ella, él estaría ahí para protegerla. Era un chico maravilloso, pensó, no había otro como él, y movida por esos sentimientos, hurgó en más cajas en busca de una vieja videocasetera.

La halló junto con una cafetera descompuesta y un par de discos compactos. Después de sacudirle el polvo, bajó con el aparato, el video y el amuleto rumbo al living en penumbras. Conectó la videocasetera al televisor y se alegró cuando descubrió que todavía funcionaba.

Antes de sentarse a disfrutar de los recuerdos, se sirvió una copa de vino. Pasó mirando el video alrededor de media hora. Después de dieciocho años, mucho de lo que antes le había parecido importante y atractivo, ahora le causaba risa. La ropa, por ejemplo, o los peinados. Allí estaba ella, presentándose ante la cámara con un sonoro «¡Barilocheee!»

—Qué tonta —murmuró mientras bebía un trago.

Los ojos de Sebastián la interrumpieron. Se quedó prendada viéndolo.

«¿Y vos no querés decir nada?», le preguntó el camarógrafo. Sebastián sonrió. «¿Ves el paisaje?», interrogó señalando hacia atrás con el pulgar. «Disfrutalo, porque en pocos años algunas de las especies que viven ahí van a desaparecer, y todo por nuestra culpa.» Después de un breve silencio, el hombre replicó: «Excelente. ¡Excelente consejo!»

—Bruto —masculló Malena con bronca.

Nunca lo había notado antes, pero sí ahora: el camarógrafo no había tomado en serio las palabras de Sebastián. Se había burlado de él, y seguro Sebastián sí se había dado cuenta. No merecía que se rieran de sus ideas. No merecía bromas cuando quería mejorar el mundo de todos.

En ese momento, la pantalla del televisor se puso negra, pero el video aún no había terminado. Resultaba evidente que el aparato no funcionaba tan bien después de todo y que estaba destrozando parte de su pasado.

—¡Oh, no, no! —exclamó Malena.

Se apresuró a detener la reproducción, pero para entonces la cinta ya estaba arruinada.

Hacía años que no utilizaba la videocasetera, ya casi ni siquiera usaba el reproductor de DVD: todo lo miraba con conexión USB, por cable o por Internet. El tiempo pasa muy rápido, y como cambia el mundo, así cambian también las personas.

Pensando en eso decidió ir a la cama mientras lamentaba haber perdido un querido recuerdo de la secundaria.

Llegó a su cuarto con el amuleto en una mano y la copa de vino en la otra.