9
La mañana del viernes, Sebastián despertó decidido a llamar a Malena. Lo haría en el transcurso del día, pero el simple hecho de saber que escucharía su voz del otro lado del teléfono lo hacía sentir mejor. Había pasado esos días sumergido en imágenes que le recordaban el último año de secundaria, y estaba deseoso de recorrer el camino que por aquel entonces había dejado de lado.
Ponerse el traje no representó un dilema. Tampoco llegar a la cocina y prepararse su bebida energizante de naranja mientras su hermano extraía el cartón de leche de la heladera plateada sin siquiera decirle «buen día». Se sentó frente a él en el desayunador y empezó a poner cereales en su compotera.
—¿No hay nada para mí en tu cuaderno de comunicaciones? —preguntó Sebastián.
Elías negó con la cabeza.
—Necesito plata —dijo.
—El mes todavía no se terminó —respondió Sebastián.
—Pero la plata sí —se burló su hermano.
—Lo lamento, no hay más hasta el mes que viene.
Elías rio.
—¿Quién dijo que es tu plata y que vos me la das cuando se te da la gana? —lo increpó—. Necesito plata y me la tenés que dar porque también es mía.
—Trabajá por ella.
—¡Tengo diecisiete años!
—Cuando te conviene. Para gastar a lo grande, tenés que trabajar a lo grande, y vos no hacés nada. Lo único que te pido es que te vaya bien en el colegio, pero no cumplís, así que si querés plata, vas a tener que demostrar que la merecés o conformarte con la mensualidad que te doy, que no es poco.
Elías entrecerró los ojos en un gesto hosco.
—¿Quién te creés que sos? —empezó—. Venís de limpiar el culo a las gallinas y porque ahora te ponés un traje, te creés que…
Sebastián lo interrumpió con su risa. Se inclinó hacia adelante y se concentró en los ojos marchitos de Elías.
—Si pensás que lo que decís me lastima, estás desperdiciando tu tiempo —le advirtió—. Sos vos el que va a perder. Primero, tu mensualidad. Después, tu viaje de egresados. Y así seguirá.
—¡Ni se te ocurra! —gritó Elías, poniéndose de pie.
—Poneme a prueba.
Elías recogió la mochila sin decir más y se marchó dejando su resentimiento en el aire. Sebastián suspiró, desacostumbrado a tener la última palabra con su hermano, pero satisfecho de que al fin sus intentos por aceptar su nueva vida dieran resultado. Quizás se debía a que ya no necesitaba de una pasión perdida si podía recuperar otra igual de profunda, esa que llevaba nombre propio y se llamaba Malena.
Esa mañana, después de mucho tiempo, el sol brilló de manera distinta en su oficina. Debía desenterrarse; si quería recuperar los dieciocho años lejos de Malena, tendría que ofrecerle a alguien vivo, no un muerto en vida. Pensando en ello, se ocupó de los papeles cotidianos de sus concesionarias antes de emprender la recorrida por las sucursales. Terminó con todo a las seis de la tarde, incluyendo un almuerzo de negocios con los gerentes de sus locales y un café con un cliente importante que lo invitó a pasar un fin de semana en su yate.
Una vez a solas en su oficina, tomó el teléfono y llamó a la librería. En cuanto la voz de Malena atendió, sintió que todo ese día había valido la pena.
—¿Cómo está mi comelibros preferida? —preguntó.
Malena sonrió tan solo por oír su voz. No se equivocaba cuando pensaba que los dieciocho años transcurridos habían acentuado los mejores rasgos de Sebastián. Uno de ellos era su tono sereno y, a la vez, poderoso y seductor.
—Muy bien —respondió—. ¿Cómo estás vos?
—Mejor ahora que oigo tu voz —contestó él.
Malena se mordió el labio, sintiéndose otra vez una adolescente. El efecto que Sebastián ejercía sobre ella era abrumador. La hacía sentir joven, alegre y distendida, como si el peso de la vida se alivianara con su presencia.
—¿Vendiste muchos autos hoy? —le preguntó en broma. Él rio.
—Todavía no revisé los reportes —respondió. Malena frunció el ceño; había entendido que vendía autos, no que tenía que controlar las ventas de otros, pero aun así no preguntó—. ¿Vendiste muchos libros?
—Lo suficiente para vivir un día más —bromeó ella.
—¿Vamos a cenar mañana?
—Claro.
—Te paso a buscar. ¿Me das tu dirección?
Malena dudó. No le importaba que Sebastián conociera su casa, porque de todos modos su hija no estaría ahí cuando él fuera por ella, pero deseó ahorrarle la molestia de ir si le quedaba trasmano.
—¿Dónde estás viviendo? —interrogó.
—En Barracas. ¿Dónde vivís vos? —insistió Sebastián.
—En Banfield.
—¿Calle? —pidió.
Entonces comprendió que él pasaría a buscarla de todos modos, sin importar dónde viviera, así que accedió. Dijo su dirección completa, le dio su número de celular y se despidieron con la promesa de verse la noche siguiente a las ocho y media.
La mañana del sábado, Sebastián se ocupó de hacer lo único que le permitía liberar algo de la energía que tenía contenida. Salió a correr, luego pasó dos horas en el natatorio y por último almorzó en su casa de Barracas. Amaba ese departamento y lo bien que se sentía estar un rato a solas, sin alguien que lo mirara con odio y resentimiento.
Volvió a la casa del country a las seis, pensando en limpiar el interior del 208 blanco que utilizaba para moverse a diario antes de ir a buscar a Malena; estaba lleno de papeles y elementos de trabajo. Estacionó en la puerta, entró a la casa y subió a su cuarto, donde se cambió de ropa antes de encaminarse al garaje en busca de un desodorante de interiores.
Apenas encendió la luz, se quedó congelado: allí solo estaba el 508 que había pertenecido a su padre. Faltaba el RCZ gris.
Elías surcó su mente como un latigazo. Lo llamó al celular varias veces sin resultado. Cuando miró la hora en su reloj pulsera, descubrió que ya eran las siete menos cuarto.
En ese momento, el teléfono de la casa sonó, y Sebastián se lanzó sobre él.
—¿Sebastián Araya? —preguntó una voz desconocida.
—S… sí —dudó él.
—Su hermano Elías Araya está en la comisaría.
Preguntó la dirección y corrió rumbo al 208. Todo lo que rogaba era que Elías no se hubiera metido en problemas demasiado serios.
Hasta que terminó con el trámite y regresó al country, eran las ocho. Para colmo, Elías pretendió irse sin dar explicaciones, y él sintió que podía matarlo.
—¿A dónde vas? —lo increpó. Elías siguió caminando, entonces lo tomó de la remera, lo dio vuelta de un tirón y lo empujó tan fuerte que cayó sentado en el sofá—. ¡Te estoy hablando! —le reclamó—. ¿Qué tenés en la cabeza? ¡Ni siquiera tenés registro, podrías haber matado a alguien!
—Pero solo maté un puto árbol, ¿tanto problema por eso?
Sebastián lo tomó del cuello de la remera y lo alzó unos centímetros, tan cerca de su rostro que podía respirarlo.
—¡Chocaste porque ibas a ochenta kilómetros por hora en una calle de barrio! —volvió a gritar, indignado—. ¿Y si matabas a alguien? ¿Y si morías? Arruinaste un coche y un árbol, ¡pero podrías haber arruinado una familia!
—Nosotros no somos una familia.
—¡Me refiero a la familia de alguien más! —se despegó de él y trató de recuperar la respiración—. No puedo —susurró, pasándose una mano por el pelo—. No puedo seguir con esto, no soy bueno para vos —se lamentó. Elías sonrió. Se puso de pie y caminó hacia las escaleras—. No hay más mensualidad, y olvidate del viaje de egresados —le advirtió Sebastián. Elías no contestó.
Terminó agotado, ni siquiera su vida pasada lo había desgastado tanto. Al contrario, lo hacía sentir vivo, en cambio Elías lo estaba matando.
Miró la hora en su teléfono y descubrió que eran más de las ocho. Todavía no había acabado con el problema del auto, tendría que responder ante la ley por el gravísimo error de su hermano; sin embargo, ya se había comunicado con su abogada y no había mucho que pudiera hacer en ese rato, de modo que decidió concurrir a la cita con Malena de todos modos.
Sin tiempo para limpiar el 208, pensó en sacar el 508 de su padre, pero ni siquiera estaba seguro de que tuviera combustible. Se resignó entonces a utilizar su coche lleno de papeles y otros objetos extraviados por su tapicería y partió antes de volver a pensar en la culpa que experimentaba cada vez que pensaba que quería a Malena para una relación duradera. ¿Cómo condenarla al odio de su hermano? ¿Cómo pensar que una mujer lo aceptaría con semejante mochila en su espalda, y para colmo, llevada de tan mala manera? Él podía cargar el mundo sobre sus hombros, pero no a Elías.
Llegó a Banfield a las ocho y media. Hizo sonar la bocina en la dirección indicada y en cuanto vio salir a Malena, su vida se iluminó de nuevo. Estar con ella se sentía como el viento en la cara y la fuerza del sol naciendo en cada uno de sus músculos. Malena resucitaba lo mejor de él, lo hacía sentir fuerte.
Cuando ella subió y sin querer pateó una carpeta, él le sonrió y estiró un brazo hacia su cabeza. Malena cayó rendida ante su contacto, su piel se erizó y sus labios se entreabrieron. Moría por un beso, pero Sebastián solo la besó en la mejilla con ese roce amistoso que amenazaba con convertirse en un clásico.
Tragó con fuerza y sonrió, llena de preguntas para las que no sabía hallar respuesta. Se quedó en silencio, observando a Sebastián por un momento, y le pareció leer tanta culpa en él, que ella misma comenzó a sentirse culpable sin saber el motivo.
—Perdón por el desorden —se disculpó él—. Uso este coche para trabajar, y el lío que ves en él evidencia que no me llevo muy bien con este trabajo. Iba a limpiarlo, pero no fue posible.
Malena sonrió, buscando tranquilizarlo.
—Espero me demuestres que si uno sube a un Peugeot, no quiere bajarse nunca —bromeó, recordando la conversación que habían mantenido el martes en la cafetería.
Sebastián al fin sonrió.
—No te van a quedar dudas —prometió.
Mientras él conducía, Malena reparó en que esa noche, a diferencia de la tarde que lo había visto en el consultorio, ya no lucía un traje. La impactó su estilo fresco y a la vez distinguido, se hacía evidente que tenía buen gusto para la ropa pero que despreciaba la formalidad. Llevaba una camisa bordó estilo leñadora ceñida al cuerpo, un pantalón de corderoy color óxido y un montgomery color chocolate. Lucía irresistible. Así, le pareció que al fin era él mismo.
A las nueve y cuarto se adentraron en el restaurante que Sebastián había elegido. Se trataba de un salón decorado en tonos negros y rojos. Las lámparas destacaban sobre cualquier otro elemento decorativo; los revestimientos llenos de arabescos y las ventanas bordeadas por cortinados negros con vistas a un jardín le otorgaban un estilo antiguo y a la vez posmoderno que a Malena le pareció distinguido. Por suerte había sido precavida y se había puesto un vestido, un tapado y zapatos negros, adecuados para cualquier ocasión.
La mesa reservada para ellos estaba ubicada en un sector tranquilo. Sebastián esperó a que ella se sentara para hacerlo él, y luego el camarero les entregó el menú.
—¿Qué te gustaría pedir? —le preguntó.
—Creo que el solomillo de cerdo —respondió Malena.
—¿Sin entrada?
—Sin entrada.
Sebastián sonrió en gesto de asentimiento y miró al mozo en señal de que podía aproximarse a tomar el pedido.
—Tráiganos el solomillo de cerdo y el plato vegetariano, por favor —pidió.
Conversó con el hombre acerca de los vinos sugeridos y eligió uno. El camarero asintió con la cabeza y se alejó. Una vez solos, Malena apoyó el mentón en una mano y sonrió.
—¿Plato vegetariano? —preguntó, curiosa.
—Evito comer carne y derivados de animales siempre que sea posible. Tampoco me visto con ellos, esto es lana acrílica —explicó él, mostrándole la manga de su montgomery—, y los zapatos son de falso nobuk.
—Sos vegano —concluyó ella.
—Podés llamarlo de esa manera, pero no sé si pienso como un vegano —aclaró Sebastián.
—¿Y qué pensás? —se interesó Malena. Él sonrió.
—Pienso que la naturaleza está llena de depredadores y que el hombre es uno más de ellos. La diferencia entre nosotros y el resto es que el resto solo mata lo que necesita comer, en cambio nosotros matamos por otras razones y comemos de más. Si cada uno consumiera solo su parte, yo consumiría la mía, pero como eso no es posible, la cedo para otro y así puedo colaborar.
Malena asintió, todavía con el mentón sobre la palma de la mano y la expresión de admiración más dulce que le había dedicado nunca. Ni siquiera en la escuela lo admiraba tanto como esa noche, que parecía opacar todas las demás noches de su vida.
Cuando se quedó callado, él también se dedicó a admirarla: sus bellos ojos rasgados, su piel delicada, su expresión inteligente… Poco a poco, el silencio se fue tiñendo de recuerdos, y las miradas se inundaron de devoción. Les gustaba entrar en el otro a través de las pupilas y perderse en el laberinto de sus almas.
Devorada por el azul de los ojos que la contemplaban, la respiración de Malena se profundizó. Era tan intenso el contacto, que por primera vez en mucho tiempo su mente se llenó de fantasías. Si alguna vez había caído rendida ante lo que Sebastián había sido, presentía que podía morir con lo que había llegado a ser.
—¿Te acordás del primer día de clases del último año de la secundaria? —le preguntó él—. Fuiste la única chica de todo el colegio que llamó mi atención. Estabas parada en un rincón del patio, con el uniforme de pollera tableada y camisa blanca, y yo me propuse adivinar a qué curso ibas. Cuando te pusiste en nuestra fila, supe que era mi día de suerte —Malena pestañeó sin poder creer que Sebastián la hubiera visto antes que ella a él—. Tenías el pelo suelto y salvaje, peinado hacia un costado —siguió recordando él con una sonrisa. Al mismo tiempo estiró un brazo y le acarició el cabello para devolverlo, aunque fuera de manera lejana, a como lucía la primera vez que la había visto. Ya no lo llevaba de manera salvaje, sino muy lacio, y además se le había oscurecido, pero aun así era su pelo y le gustaba.
Malena sintió que un incendio voraz se iniciaba en su entrepierna y fluía a través de sus venas a cada rincón de su cuerpo. La caricia de Sebastián era tan suave e intensa que le robó el aliento.
—Yo también había reparado en vos —decidió confesar—. Eras el último en la fila de los varones y me pareció que tenías los ojos más lindos del mundo. Eras hermoso, pero como ni siquiera me miraste, aposté con Adriana a que ibas a durar un mes en el colegio —los dos rieron—. Tenías esa cadena colgando del cinturón hasta el bolsillo, y la verdad me pareció que te iban a echar por problemático.
—¿Qué habías apostado? —se interesó él.
—Un alfajor —contó ella—. Por supuesto, perdí.
Después de decir esas palabras, enrojeció pensando en que, por Sebastián, no solo había perdido un alfajor. Él siguió entrando en ella con sus ojos profundos, y cuando decidió mirar sus labios, el mesero los interrumpió.
Suspiró y bebió un sorbo de vino hasta que volvieron a quedar solos.
—¿Te acordás de la profesora de Literatura? —le preguntó Malena, estudiando la comida. Quería salir del enredo en el que se habían sumido sus instintos.
—Me dijo Daniel que murió —contestó Sebastián, esforzándose por controlar su exaltación.
Malena alzó la cabeza hacia él con expresión apenada.
—¿Murió? —interrogó—. ¡Era tan dulce!
—Sí, lo era —asintió él. Luego sonrió—. Aunque cuando le agarraba el ataque de locura, no había quién la parase. ¿Te acordás del día que se enojó porque dos grupos habían leído el mismo libro para dar lección?
Malena empezó a reír.
—Nunca la vi tan enojada como ese día —recordó.
—Se puso tan colorada, que pensé que iba a explotar —acotó él.
Volvieron a reír, y así pasaron al menos una hora recordando mientras cenaban y reían. Llevados por la conversación, Malena le contó sobre su mala experiencia como traductora de la editorial para la que había trabajado su exmarido y los inicios de su librería.
—¿Cómo se llama tu hija? —le preguntó Sebastián cuando ella le explicó cómo se las arreglaba para trabajar todo el día.
—Valentina —respondió Malena. Luego extrajo su billetera de la cartera y le mostró una fotografía.
Sebastián sonrió al ver a la hermosa niña de cabello lacio rojizo y ojos marrones verdosos que aparecía en la imagen. Una extraña sensación de inquietud lo sorprendió mientras la contemplaba; la secreta pregunta de qué habría pasado si esa niña hubiera sido suya, pero claro que jamás lo confesaría.
—Es preciosa, igual que vos —determinó.
Malena sonrió con gesto agradecido mientras se preguntaba qué habría pasado si Valentina hubiera sido hija de Sebastián. Quizás sus ojos serían azules y su cabello oscuro, sería parecida a él. Álvaro era rubio y en combinación con ella, Valentina había heredado un extraño color castaño rojizo. Era emocionante hacer suposiciones, pero no podía ni quería volver el tiempo atrás, por eso desechó rápido esos productos de su imaginación.
Sebastián le devolvió la foto y la observó mientras la guardaba otra vez en la billetera. Cuando Malena alzó la cabeza, se encontró con el par de ojos azules que la contemplaba con atención.
—Prestame ese anillo —le pidió él, señalando la sortija de plata que Malena llevaba en el anular derecho. Ella obedeció sin objeciones, tentada por la silenciosa promesa de la voz de Sebastián. Él escondió las manos debajo de la mesa y luego las alzó convertidas en puños—. Si elegís la mano que esconde el anillo, te llevo a un lugar. Si elegís la mano en la que no está, te llevo a otro.
Malena rio, sintiéndose una niña encantada con el juego. Eligió la mano derecha, y cuando él la abrió, el anillo estaba ahí.
—¿A dónde vamos? —preguntó con entusiasmo.
Sebastián se acercó a su rostro para responder.
—Es una sorpresa.
La ansiedad carcomió a Malena desde que abandonaron el restaurante hasta que se detuvieron casi una hora después en un campo en las afueras de la ciudad.
—Por la dirección que llevábamos, pensé que no parábamos hasta Entre Ríos —bromeó mientras bajaba del coche. Suspiró mirando alrededor, donde no había más que campo—. ¿Qué es esto? —preguntó.
—Silencio —le explicó Sebastián, quitándose el abrigo—. Estrellas —siguió diciendo mientras extendía la prenda en el césped.
Después se quedó de pie junto a la tela y la señaló, como invitando a Malena a ocupar el lugar.
Ella sonrió, algo nerviosa por lo extraña que se había tornado la situación. Se sentía una adolescente, y aunque por un momento se avergonzó de no estar actuando como una adulta, aceptó la propuesta. Se acostó y de inmediato descubrió el universo sobre ella. Sintió que una inmensidad la rodeaba: el cielo abierto no tenía fin. Aunque era una noche preciosa, la brisa fresca del campo la estremeció y se cruzó de brazos.
—¿Nunca sentís que la ciudad te aplasta? —oyó que le preguntaba Sebastián mientras se recostaba a su lado.
—Creo que nunca me detuve a pensarlo. Tal vez ocurre cuando no veo la hora de irme de vacaciones, ¿no? —contestó Malena. Él sonrió.
—Puede ser —asintió—. ¿No te gusta el silencio?
Malena lo meditó un momento y acabó concluyendo que en ese momento le encantaba ese lugar, con su cielo inmenso y su ausencia de ruido. No sentía miedo ni existían las preocupaciones, solo había paz.
—En este momento, me gusta mucho —se sinceró.
—En el Ártico, el silencio era inexplicable, como cosquillas en el alma —dejó escapar él.
Malena giró la cabeza buscando su mirada. En cuanto sus ojos se encontraron, sintió que el frío la abandonaba. La curiosidad se apoderó de ella.
—¿Estuviste en el Ártico? —interrogó, sorprendida.
—Alrededor de seis meses, divididos en etapas —contestó Sebastián con una sonrisa. Malena lo observaba, deseosa de saber más.
—¿Viste la aurora boreal? —decidió preguntar.
—Es mágica —le contó Sebastián.
Malena dejó escapar el aire con un sonido de incredulidad.
—¿Quién se va ahí de vacaciones? —soltó, traicionada por la ambición de saber más.
—Yo no. Era parte de un proyecto. Estaba estudiando el impacto del cambio climático en la fauna del Ártico.
En ese instante, el corazón de Malena dio un vuelco. «Vendo autos, nada más», recordó; él se lo había dicho en la cafetería, pero ella siempre había sabido que no era cierto.
—Me encantaría saber qué otras cosas hiciste en estos dieciocho años —expresó con voz suave.
Sebastián volvió a contemplar el cielo.
—Hice muchas cosas. Pero como algunas son confidenciales y otras no me gusta contarlas, te prometo que voy a buscar la forma de que sepas lo necesario.
—¿Estudiaste algo relacionado con la geografía? —preguntó Malena muy rápido, prometiéndole implícitamente que no indagaría en lo indebido.
—Estudié Veterinaria.
Ella abrió la boca, incapaz de creerle.
—¡Jamás lo habría apostado! —exclamó, sorprendida—. De haber jugado a las adivinanzas, habría perdido otro alfajor.
Sebastián rio, y antes de que muriera el eco de su risa, pasó un brazo por detrás de la nuca de Malena para estrecharla contra su costado.
—Te dije que necesitaba estudiar algo más exacto —le recordó.
Ella se acurrucó contra el pecho de Sebastián, decidida a no pensar en nada más que en ese momento. Alzó la cabeza. Contempló el atractivo mentón de su compañero hasta que él bajó la mirada buscando sus ojos.
—¿Recordás la madrugada que pasamos escuchando música en el living del hotel, viendo el Nahuel Huapi? —susurró, disfrutando del color que la luz de la luna otorgaba a la piel de Malena. Alzó una mano y le acarició la nariz con el índice—. Se parece a esta noche —susurró mientras el dedo bajaba muy despacio hasta sus labios.
Malena tragó con fuerza, incapaz de pensar. Después de haber temido durante mucho tiempo no poder entregarse a otro hombre después de Álvaro, lejos estaba de sentirse nerviosa o preocupada. Todo lo que ansiaba era que Sebastián la besara, como si hubiera pasado la vida esperando ese beso.
Él se sostuvo sobre un codo y se fue inclinando sobre ella. Sonrió al notar las mejillas sonrojadas de Malena y admiró la tersura de sus labios, tan sedientos de los suyos como en su recuerdo. Malena se los humedeció con la lengua, presagiando lo que sucedería en cuanto Sebastián decidiera poner fin a la tortura de la distancia. Alzó una mano y le acarició una mejilla. Él cerró los ojos para disfrutar la caricia y luego se la devolvió trazando una línea con el pulgar sobre su boca. Un instante después, las pupilas se buscaron de nuevo, y cuando en ellas se reflejó el rostro del otro, las estrellas fueron testigos de un beso que se había demorado dieciocho años.
Comenzó lento, casi como un recuerdo, con breves roces que los labios de uno daban a los del otro. En un momento, la punta de la lengua de Sebastián empezó a jugar con la resistencia de Malena, amenazando con invadir su boca y retirándose para dejarle solo una caricia. Ella entreabrió los labios, agitada, hasta que por fin la humedad de ambos confluyó en un juego de tortuosa lentitud. Mientras tanto, los dedos de una mano de Sebastián se entrelazaron con los de ella y le llevaron el brazo atrás. Malena le apretó los nudillos al tiempo que seguía entregándose a su contacto, incapaz de pensar ni de cuestionarse nada. Cuando el cuerpo de Sebastián se sostuvo sobre el de ella, su mano libre se apoderó de un hombro de él, que se sintió fuerte y tenso debajo de la camisa. Después recorrió el camino a su cuello y acabó enredando los dedos en su cabello negro.
Sentir su cuerpo poderoso sobre el de ella agitó sus sentidos. Algo le hizo promesas a su entrepierna al tiempo que la lengua de Sebastián rozaba sus dientes y luego sus labios. Los acarició despacio y después se dirigió a su cuello, donde le dio un beso muy largo.
Él le liberó la mano aprisionada para tocarla con mayor libertad. Recorrió uno de sus hombros desnudos y le bajó un poco la manga del vestido. Malena, cuya respiración se había convertido en un continuo e involuntario jadeo, se abrazó a su espalda y buscó su mejilla para dejarle el calor de su aliento.
Él le besó el hombro y después la clavícula. Se daba cuenta de que sus manos la transportaban, de que sus labios todavía eran capaces de brindarle el placer más profundo, y eso lo hizo sentir más fuerte que nunca.
Estimulado por las sensaciones que renacían, alzó a Malena junto con su abrigo y la cargó tomándola de la cintura hasta sentarla en el capot del auto. No había dado rienda suelta a sus impulsos en todo un año, y en ese momento le parecía que su energía se recargaba tan rápido que muy pronto perdería el control sobre sí mismo.
Malena colaboró con ese sentimiento enredando las piernas en su cadera. Lo abrazó por los hombros, y Sebastián sintió que moría. Malena notó que su mirada descendía desde sus ojos hasta su boca, donde pensó que se detendría, pero él siguió bajando hasta el escote. El pecho femenino ascendía y descendía, prisionero del azul que lo contemplaba en ardiente silencio. Él comenzó a bajarle una manga. Después usó la otra mano para bajar la del lado contrario. Solo los iluminaba la luz de la luna, y lo único que se oía en el silencio del campo era el ritmo de su respiración intensa y profunda.
Cuando parte del vestido cayó, los ojos de Sebastián ardieron. Bajó la cabeza despacio, le besó primero la clavícula y después el centro de su pecho. Ella echó la cabeza atrás y se aferró con firmeza a sus hombros. Todo lo que veía era la luna y la inmensidad del cielo que se cernía sobre ellos. Su vestido se había enrollado alrededor de su cadera y eso permitió que dos dedos de Sebastián se metieran dentro de su ropa interior. Supo entonces que iba a terminar sin siquiera ser penetrada, como las adolescentes que se despiden de su novio a escondidas de sus padres. Su inconsciente trató de evitarlo recordándole que era una adulta, pero después de haber pasado nueve años de su vida manteniendo las relaciones sexuales dentro de un cuarto a puerta cerrada, con todas las comodidades y el aburrimiento que implicaba el matrimonio con un hombre como Álvaro, hacer el amor en medio del campo le pareció tan estimulante que el final llegó más fuerte y rápido que nunca. Él la miró bañada de luz de luna, presa del clímax, tan sonrojada y sedienta que deseó ser su cura.
Antes de que ella acabara de estremecerse, la alzó sobre su cadera, abrió la puerta trasera del auto y la dejó sobre el asiento para desprenderse el pantalón. Mientras eso sucedía, Malena se quitó la ropa interior y se deslizó de espaldas hasta la otra punta del asiento, sin pensar en nada más que en cuánto deseaba que él se internara en su cuerpo.
Sebastián, sin embargo, siempre se tomaba su tiempo. Se sostuvo sobre ella despacio; primero le acarició el cabello y después la besó en el cuello.
—Tengo que buscar un preservativo —le anunció, agitado.
—Tengo un DIU —le hizo saber Malena.
Sebastián lo meditó un momento: jamás había dejado la protección de lado. Era consciente de que un hijo con la persona incorrecta y las enfermedades de transmisión sexual podían arruinar sus proyectos, pero ahora no tenía claro cuáles eran. Solo sabía que deseaba incluir a Malena, que nunca más la resignaría. No podía volver a perderla ahora que la había recuperado.
Las piernas de ella se apretaron alrededor de su cadera, entonces dejó de pensar y se unieron.
Todo volvió a su memoria en un instante: las clases en el colegio nuevo, Malena con su uniforme, el viaje de egresados. El recuerdo de ella en la cama del hotel a los diecisiete años. No podía creer que la vida les diera una segunda oportunidad, que los devolviera al mismo puerto.
Mientras los dos buscaban el final del camino que habían emprendido, Sebastián pensó que Malena parecía una parte de sí mismo: igual de soñadora, igual de fuerte, y deseó prolongar ese sentimiento. Hacía mucho que no podía liberar todo lo que llevaba dentro, pero con ella lo estaba haciendo, y quería que fuera así por siempre.
Abrieron los ojos y se contemplaron. Ninguno podía creer que se habían reencontrado, que la vida les daba la oportunidad de volver a disfrutarse, de sentirse de nuevo, y entendieron que aquella noche era un precioso regalo.
Malena le atrapó el rostro entre las manos y le besó una mejilla; luego, la comisura de los labios. Volvieron a hundirse en un beso húmedo que replicaba lo que sucedía entre sus cuerpos, y después de sentir que ascendían al infinito, quedaron sin aliento.