11

El sábado despuntó ventoso y nublado. Malena se preguntó si convendría ir lejos con pronóstico de lluvia, pero en cuanto sonó una bocina a las siete en punto, sus dudas se esfumaron. Como buena madre, se preocupaba por la temperatura, los robos y el tránsito, entre tantas otras situaciones que podían afectar el bienestar de su hija. En ese caso, solo debía pensar en ella, y aun así le costaba relajarse y disfrutar sin inquietudes.

Al atravesar la puerta del chalet, vio a Sebastián en el 208 y se olvidó por completo de sus temores. Dejaba de pensar cada vez que lo tenía cerca.

Sebastián le abrió la puerta desde adentro y ella se introdujo en el vehículo con una sonrisa. Iba a decir «hola», pero no tuvo tiempo: el modo en que él la saludó le robó el habla. Le atrapó la cara entre las manos y la besó en la boca con tanta fuerza que desató un vendaval dentro de ella.

—¿Me extrañaste? —le preguntó Malena, sorprendida por la efusividad del beso.

—Durante dieciocho años —le respondió él.

Malena no le creyó, era sencillamente imposible.

Sebastián recogió el bolso que Malena había dejado sobre sus piernas y bajó del coche para ponerlo en el baúl. Recién en ese momento ella pudo reparar en lo atractivo que se veía con una camisa blanca, un pantalón azul y mocasines sport. Por su atuendo, dedujo que el destino al que se dirigían podía ser el campo o la playa, y agradeció haber llevado ropa cómoda como la de él. Jamás fallaba su intuición.

Lo vio regresar y tragó con fuerza en cuanto sus ojos se reencontraron.

—Tenemos dieciocho años que recuperar. ¿Alcanzará el resto de nuestras vidas para hacerlo? —le dijo él con mirada profunda. Presentía que Malena no tomaba en serio sus palabras, y quería que le creyera.

Malena suspiró, aturdida por los latidos de su corazón, que retumbaba en su pecho como un tambor. Quería creerle, pero no podía.

—Me alcanza con que hagamos valer el hoy —respondió.

No confiaba en el mañana. No hay mañana al lado de un dragón.

Aunque el sol se hallaba oculto tras densas nubes grises y no hacía calor, en cuanto alcanzaron la ruta, Malena se colocó los lentes de sol y abrió la ventanilla para respirar el aire puro de las afueras. Ver el campo le recordó lo bien que lo había pasado el sábado anterior, y no pudo evitar que sus mejillas se tiñeran de un sutil rubor. Jamás hubiera pensado que a esa altura de su vida volvería a sonrojarse con la fuerza de su memoria. Tampoco que su corazón volvería a latir tan rápido o que la mirada la traicionaría solo al contemplar a quien sin querer la animaba a hacer cosas que jamás hubiera imaginado.

Supo desde que tomaron la Ruta 2 que se dirigían a la costa, pero cuanto más avanzaban, las nubes en el cielo se iban tornando más densas. Viéndolas, Malena lamentó que el paseo no resultara tal como Sebastián lo había planeado; sin duda necesitarían buen clima para hacer ciertas actividades, como pasear junto al mar, y no podrían llevarlas a cabo si llovía.

—Va a llover —comentó, haciéndose problema por lo que sucedería.

—Así parece —respondió Sebastián, sin atisbo alguno de preocupación—, pero no hasta la noche.

—¿Cómo estás tan seguro? —preguntó ella—. El cielo se nubla cada vez más, ni siquiera sé si nos dejará llegar.

—¿Querés apostar un alfajor? —le preguntó él con una sonrisa maliciosa. Malena no pudo evitar reír, y Sebastián se llenó de su musicalidad—. Sos hermosa cuando sonreís —confesó, alternando su mirada entre la mujer que lo acompañaba y la ruta. Era increíble y hermoso tenerla allí, poder escucharla y tocarla cuando quisiera, sin restricciones.

Malena no reaccionó ante sus palabras, se hallaba demasiado inmiscuida en el sueño como para darse cuenta de que formaba parte de la realidad. Sentía que otra Malena estaba viviendo esa aventura y que la verdadera se quedaba en casa, esperando a la primera para llenarla de culpa.

Cambiaron de ruta dos veces antes de tomar el camino de entrada a Costa del Este. Atravesaron el centro de la localidad y se alejaron hasta una casa estilo cabaña que se hallaba frente al mar. Estaba construida en madera y ladrillo a la vista, y se encontraba rodeada de frondosos árboles que presagiaban un denso bosque de pinos. Una inmensa chimenea de piedra destacaba entre las ventanas. Un camino de cemento llevaba a una cochera semidescubierta y a la puerta principal.

Malena descendió y observó todo con atención mientras Sebastián bajaba el bolso y su mochila.

—Nunca había venido a esta parte de la costa, es preciosa —comentó ella—. Debe ser todavía más hermosa en verano, ¿no? Con sol y sin amenaza de lluvia.

Sebastián, que en ese momento manipulaba las llaves para abrir la puerta, se volvió hacia ella y la miró. Permaneció unos segundos en silencio, observándola con una mezcla de ternura e incredulidad, y eso hizo que Malena se pusiera nerviosa.

—¿Qué? —preguntó, entre risas.

—No son los lugares ni las condiciones las que hacen los momentos, sos vos —respondió él con voz serena—. Pasarlo bien con lluvia o con sol, con frío o calor, depende de nosotros. ¿Vamos a pasarlo bien?

Malena reconoció que le costaba dejar atrás las preocupaciones y dedicarse a disfrutar, pero también supo que quería cambiar esa situación, por eso sonrió.

—Lo vamos a pasar excelente —aseguró.

Conforme con la respuesta, Sebastián se volvió para abrir la puerta y Malena lo siguió al interior de la casa a oscuras. Cuando él abrió una cortina blanca y la claridad del exterior entró en forma de gris penumbra, descubrió que se hallaban en un amplio living de sillones rojos y piso de madera clara. En un rincón del cuarto había una puerta ventana cuyas cortinas él también descorrió, y entonces el océano apareció, inmenso detrás de los vidrios. Combinado con la madera y la piedra, el mar transformaba la cabaña en un lugar acogedor.

—Voy a buscar leña —anunció Sebastián encaminándose a un pasillo.

—¿Leña? —se sorprendió Malena.

—La vamos a necesitar. A la noche va a hacer frío, y además, tenemos que secar la ropa.

—¿«Secar la ropa»? —repitió ella.

Sebastián respondió guiñándole un ojo.

El tiempo que él desapareció, ella continuó estudiando el living. Solo había dos sillones sobre una alfombra persa y una mesita en el centro. La casa no contaba con planta alta, por lo cual hacia la izquierda había un desayunador que comunicaba con la cocina y por el pasillo sin duda se accedía al fondo y a las habitaciones.

Se aproximó a la puerta ventana y miró el horizonte gris. En ese momento se acordó de Valentina y estuvo a punto de sentirse culpable por estar disfrutando de un lugar tan hermoso sin ella. Si no hubiera sido porque Sebastián reapareció con la leña entre las manos y dos grandes toallones negros colgados del hombro, habría llamado a su hermana para saber si su hija estaba bien. Se dio la vuelta y lo observó arrojar los toallones al sillón y las maderas al hogar.

—La playa nos está esperando —dijo él en cuanto terminó con la tarea.

Malena evitó cuestionarse si llovería pronto o no; también que hacía frío o que no había llevado traje de baño. De todos modos, no pensaba bañarse en el mar. Sebastián, en cambio, no parecía compartir esa idea, porque ni bien llegaron a la playa, colocó uno de los toallones en el piso y el otro se lo entregó a ella. Se quitó los zapatos y comenzó a desprenderse los botones de la camisa.

—¿Te vas a meter? —le preguntó Malena, segura de que él le daría una respuesta afirmativa.

—¡Claro! —exclamó Sebastián, confirmando su teoría—. Adoro el mar, no puedo verlo ahí sin nadar en él.

—Pero estamos en abril, ya no hace calor, y en esta zona ni siquiera está permitido bañarse. ¿No tenés miedo de enfermarte o de que te pase algo?

Mientras ella decía todo eso, él arrojó la camisa sobre el toallón que ya descansaba en la arena y siguió quitándose los pantalones. Se quedó solo con un traje de baño negro y se despidió de Malena dándole un beso en la frente. Ella dio un paso adelante, apretando la toalla que tenía entre las manos.

—¡Te vas a morir de frío! —gritó, pero Sebastián no la oyó. Corría al mar.

Ni bien sus pies tocaron el agua, Malena supo que jamás se había sentido tan preocupada y excitada al mismo tiempo. En cuanto el agua le llegó a la cintura, él se arrojó de cabeza y se hundió durante tantos segundos, que Malena pensó que, en efecto, jamás regresaría. Recuperó la respiración cuando lo vio emerger un momento y desaparecer de nuevo bajo las olas tempestuosas.

Nunca había visto a nadie nadar tan bien, parecía que había nacido en el océano. Ella sabía que él pertenecía al mar, a todo lo que pudiera llevarlo muy lejos. Sonrió con pena y con admiración, y para olvidar el dolor que le producía saber que deberían separarse tarde o temprano, decidió llamar a su hija. Valentina era siempre el impulso que la hacía seguir adelante.

Se sentó en el toallón y extrajo el teléfono celular. Llamó a casa de su hermana y justo atendió la niña.

—Soy mamá, Valen, ¿estás bien?

—¡Sí! —exclamó Valentina.

Malena volvió a sonreír, esta vez aliviada.

—¿Qué estabas haciendo?

—Estaba cocinando con la tía.

—¿Qué están cocinando?

—Mmm… no sé… —dudó Valentina, y luego gritó—. ¡Tía! ¿Qué estamos cocinando? —se hizo un momento de silencio—. Tarta.

—¡Qué rico! —exclamó Malena—. Le estás haciendo caso a tus tíos, ¿no?

—Sí —aseguró la niña.

Malena suspiró, pensando en lo tierna que sonaba su hija. Le hubiera gustado dar la vida para que no sufriera las duras pruebas que padecía desde tan pequeña.

En ese momento, vio que Sebastián salía del agua y decidió cortar la comunicación.

—Me tengo que ir —anunció—. Portate bien, hija. Te amo.

—¡Chau! —gritó Valentina del otro lado de la línea y cortó.

Después del llamado, Malena se quedó mirando el celular hasta que alzó la cabeza y descubrió que Sebastián ya estaba cerca de ella. No puede ser tan lindo, pensó. Su cuerpo atlético, tan solo cubierto por el short de baño ajustado, brillaba por efecto del agua. Gruesas gotas saladas caían de su cabello, el cual él se echó hacia atrás con una mano, la misma que extendió después para que ella le diera la toalla.

Malena se puso de pie y le entregó lo que le pedía, carente de respiración. Él se envolvió y comenzó a secarse la cara. Para disimular su falta de reacción, a ella se le ocurrió encender la cámara del teléfono y tomarle una foto.

—Saliste con vida, esto hay que registrarlo —bromeó, y alzó el aparato.

Él sonrió y quedó capturado en la imagen con media cara cubierta por el toallón negro y medio pecho desnudo.

Malena tragó con fuerza, incapaz de esconder el fuego que había nacido en su mirada, marrón como las llamas que le estaban consumiendo el alma. Solo el mar azul de los ojos de Sebastián podía entrar en ese juego, y así lo hizo. Se miraron en silencio hasta que la intensidad se hizo insoportable y él sonrió.

—Es una lástima que no quieras nadar conmigo —dijo con voz seductora.

—Yo no sé nadar —argumentó Malena, a punto de sentir pudor—. Prefiero quedarme lejos del mar, sobre todo cuando está tan revuelto.

Sebastián no respondió a su alegato. Como había terminado de secarse, recogió la camisa y se la puso sin prender los botones. Después se aproximó a Malena, se detuvo detrás y la tomó de la cintura para que la espalda de ella se amoldara a su pecho. Malena cerró los ojos, el frío que el agua había dejado como recuerdo en la piel de Sebastián, paradójicamente, le dio calor. Sintió la fuerza del brazo que la rodeaba, disfrutó del perfume que comenzaba a invadir sus sentidos y se dejó sentar en el toallón como si las olas fueran quienes la mecían a su voluntad.

Quedó entre las piernas de Sebastián, protegida por sus brazos, mientras la cercanía de sus cuerpos iba generando calor. Se parecía a la forma que él había utilizado para tranquilizarla la primera vez que habían hecho el amor, y se habría sentido en ese mismo momento de no haber sido porque un recuerdo amargo interrumpió su ilusión.

—Un día llevamos a Valentina de campamento y usamos esta misma técnica para abrigarnos —contó, confundida por sentimientos que no sabía contener—. Se suponía que iba a hacer calor, pero a la noche bajó tanto la temperatura que no nos alcanzaron los pocos abrigos que habíamos llevado y tuvimos que dormir los tres abrazados —rió con melancolía—. Creí que éramos felices, ¿sabés? Era un momento simple, pero importante, al menos para mí.

Reaccionó cuando un ave pasó volando e hizo tanto ruido que la sacudió. ¿De qué estaba hablando? ¿Por qué le contaba a Sebastián algo que había hecho con otro hombre?

—Olvidate de lo que dije —masculló, cabizbaja—. Perdón.

—¿Por qué? —la interrumpió él al tiempo que le corría el borde de la blusa con un dedo—. Contame más —pidió mientras le besaba el hombro que acababa de dejar al descubierto. Malena se estremeció con la suave caricia de sus labios y tuvo que humedecerse los de ella.

—No sé qué más pueda decir —se excusó.

—¿Cómo lo conociste? —interrogó Sebastián, y le besó el cuello. Malena suspiró, presa de sensaciones que nacían en la zona que él le besaba y se repetían en su entrepierna.

—Álvaro era editor de una editorial importante, y yo fui a una reunión con libreros en la que él promocionaba a sus autores.

—¿Qué te enamoró de él? —susurró Sebastián mientras le acariciaba el pelo y respiraba sobre su nuca. Malena se estremeció de nuevo.

—No deberíamos estar hablando de parejas anteriores —logró balbucear, entre la realidad y el sueño.

—Sabés que me importan muy poco las reglas. ¿Qué te enamoró de Álvaro?

Malena permaneció un instante en silencio, queriendo olvidar el pasado y concentrarse solo en las caricias que estaba recibiendo. Si la intención de Sebastián era que rechazara todo lo que había vivido con otro hombre y lo cambiara por lo que podía vivir a su lado, lo estaba consiguiendo como una mente maestra.

—Mi psicóloga me hizo la misma pregunta y, la verdad, no tengo idea —acabó confesando—. Quizás que él era todo lo que cualquier mujer querría: un hombre inteligente, atractivo, serio, distinguido. Supo conquistarme —se interrumpió—. No sé por qué te cuento todo esto —concluyó, nerviosa.

En ese punto, Sebastián dejó de besar partes sensibles de su cuerpo y le atrapó el mentón con una mano. La obligó a girar la cabeza para mirarlo.

—Porque confiás en mí, y eso me gusta —dijo con voz profunda—. Malena, quiero que sepas que siempre podés contarme lo que sea, y que yo jamás me voy a enojar siempre que seas honesta conmigo. Quiero tu confianza, tu corazón y tu cuerpo. Quiero todo de vos, y eso incluye tu pasado, pero por sobre todas las cosas quiero tu futuro, para que, cuando te pregunten qué te enamoró de mí, no tengas dudas y puedas decir «que con él soy feliz».

Como cuando era adolescente, Malena sintió que se desmayaba, pero a diferencia de aquel entonces, ya no había razones para disimularlo. Giró la cintura y rodeó el rostro de Sebastián con las manos para aproximarse a su boca. Estaba ansiosa por besarlo, y al parecer, él tampoco podía esperar. La tomó de la cintura y se apoderó de sus labios antes de que ella pudiera hacer lo mismo.

Ninguno pudo actuar de manera suave y pausada. En el mismo instante en que entraron en contacto, todo se tornó pasional y salvaje, como el fuego y el mar, trabados en lucha por saber quién saldría derrotado. Ninguno fue consciente del lugar en el que se encontraban hasta que oyeron el ladrido de un perro. Acabaron separándose a la fuerza, antes de acabar con sus cuerpos enredados en la arena a pleno día, con el riesgo de que alguien los descubriera haciendo el amor. Era excitante, pero demasiado peligroso.

—¡Sebastián! —oyeron.

Malena, que había girado hasta quedar enfrentada a Sebastián, se dio la vuelta para divisar a quien se les acercaba. Se trataba de un hombre entrado en años que paseaba por la orilla con su perro labrador.

Sintió la falta de calor cuando Sebastián se puso de pie y se aproximó al señor. Se saludaron con un amistoso estrechamiento de manos y después de acariciar el perro, él la señaló.

—Ella es Malena, mi pareja —anunció. La última palabra provocó en Malena un shock del que se obligó a salir pronto para ponerse de pie—. Él es Juan, un vecino de la zona.

Se aproximó al señor y le tendió la mano. Mientras Juan se la estrechaba, Sebastián le rodeó la cintura y la pegó a su costado.

—Mucho gusto, qué bella señorita —dijo el anciano. Malena agradeció el cumplido con una sonrisa—. ¿Y Elías? ¿Vino con ustedes? —siguió preguntando el hombre a Sebastián.

—No, él prefiere quedarse en casa —respondió.

—Qué lástima, Costa del Este está cada día más lindo —dijo el orgulloso lugareño—. ¿Por qué no vienen a almorzar con nosotros?

—Porque quieren estar solos, no seas metido —lo regañó una señora que enseguida se prendió de su brazo. Sin duda era su esposa, y también saludó a Sebastián con mucha confianza.

Conversaron un rato sobre el crecimiento de la zona y cómo había estado la temporada de verano, y luego se despidieron. Para entonces, había pasado el mediodía.

—¿Vamos a almorzar? —ofreció Sebastián a Malena. Ella, que se había encariñado con la estadía en la playa desierta, lo meditó por un momento.

—¿Podemos comer algo acá? —preguntó.

Sebastián asintió con una sonrisa y le pidió que esperara allí.

Regresó veinte minutos después con nueva ropa, dos cartones de jugo, un recipiente plástico con alimentos y otra toalla.

—El matrimonio que conociste hace un rato me pescó saliendo del almacén y casi me ahorca por no aceptar ir a comer con ellos —contó—. Te mandaron esto.

Se sentó a su lado y le mostró el almuerzo, que consistía en empanadas. Para él había llevado una mezcla vegetariana y galletitas de agua.

—¿Son empanadas de carne? —preguntó Malena. Sebastián asintió con la cabeza—. ¿Y el mejunje qué es? —continuó. Él rio por la palabra.

—Eso lo hizo mi mucama, es humus. Se come con las galletitas. ¿Querés probar? —Malena se apresuró a negar con la cabeza—. ¡Es rico! —defendió él, y siguió riendo de la expresión desconfiada que ella le devolvía.

Finalmente, Malena acabó aceptando y hasta se sorprendió de lo bien que sabía la mezcla que, si bien conocía de nombre, nunca antes había probado.

Después de almorzar, Sebastián arrojó los desechos a un cesto de basura y regresó para acostarse en la arena. Le gustaba mirar el cielo y presagiar la hora a la que se desataría la tormenta.

Pensó que sucedería a las siete y media, y casi acertó: a las siete resonaron los primeros truenos. Habían permanecido allí, conversando y luego en silencio durante horas, contemplando el gris atardecer. Ya había caído la noche y no quedaba nadie en la playa, excepto ellos dos, cubiertos por los toallones para protegerse del frío.

—Hay truenos, tenemos que irnos —expresó Malena.

—No ahora, que empieza lo mejor —le respondió Sebastián. No tenía intenciones de moverse.

—¿Nos vamos a quedar? —interrogó Malena, incapaz de relegar otra vez las preocupaciones—. ¿Y si caen rayos?

—Si caen rayos, nos vamos.

—¿Para qué nos vamos a mojar pudiendo estar en la cabaña, al lado del fuego, secando la ropa que ya mojaste?

Antes de que terminara de poner la excusa, cayeron las primeras gotas. Sebastián se levantó y se arrodilló frente a ella para mirarla a los ojos.

—¿Estás segura de que querés perdértelo? —le preguntó—. ¿Querés irte?

Malena se quedó callada, con los ojos muy abiertos, sin saber qué hacer. Sebastián parecía dispuesto a cumplir su voluntad aunque él no la compartiera, pero, por su parte, aunque su razón le indicaba que lo mejor era actuar con prudencia y correr hacia la casa, su pasión estaba estancada en la arena.

—Lo sabía. Querés quedarte, pero no te animás a hacerlo —aseguró él sin que ella emitiera palabra y comenzó a quitarse la ropa—. Te parece una locura y no querés reconocer que te encantaría perder la razón.

Las palabras hicieron reaccionar a Malena.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó, alarmada. La intensidad del viento había aumentado y las olas llegaban a la costa con violencia. El frío también se había acrecentado, y en conjunto con el miedo, le erizó la piel—. Sebas, te vas a congelar, hace frío y está lloviendo.

Él terminó de quitarse la ropa justo en el momento en que la tormenta se desataba con mayor fuerza.

—Vení conmigo —pidió a Malena. Se les dificultaba oírse por los truenos, el ruido del viento y las olas.

—No puedo, ni siquiera traje bikini —argumentó ella.

—¿Y te lo vas a perder por eso? —le gritó él, alejándose hacia la orilla.

Malena dio un paso adelante, indecisa.

—¡No sé nadar! —se quejó.

—¡Confiá en mí!

Malena se quedó temblando con una toalla entre las manos, inmóvil mientras él se alejaba bajo la lluvia torrencial hacia las olas. ¿Sería peligroso si ella también iba? Sebastián jamás permitiría que se lastimara, pero no podía luchar contra el frío y la tormenta. Tenía miedo de morir congelada, pero era peor morir de ganas de hacer algo que sus miedos le impedían.

Primero se quitó el pantalón. Siguió con la blusa, hasta que su cuerpo apenas quedó cubierto por las dos piezas de lencería.

—Dios mío… —masculló mientras corría hacia la orilla, azotada por el viento y el agua que caía del cielo como latigazos de hielo.

Sebastián se había adentrado en el mar hasta la cintura. Giró sobre sí mismo antes de hundirse a nadar y entonces vio que Malena apenas había llegado a mojarse los pies. En ese instante pensó que estaba viendo la imagen más hermosa de su vida, sobre todo porque, detrás de aquel acto, se escondía el sentimiento de seguridad y exaltación que él siempre había despertado en Malena. Ella lo escondía, pero él siempre había sabido que estaba ahí, esperando crecer y ser liberado.

Rió como un dios en el agua.

—¡Esa es mi chica! —gritó. Y aunque Malena temblaba de miedo y de frío, acabó arrojándose al mar para ser atrapada por sus brazos.

En un principio, el choque con el agua no fue tan traumático como esperaba, hasta parecía un poco más cálida que el frío aire del exterior. Sin embargo, a medida que Sebastián se iba adentrando entre las olas, comenzó a sentirla como cuchillos que se le enterraban en el cuerpo. Él siguió moviéndose hacia atrás, y Malena descubrió que se hallaban en un sitio donde ella no hacía pie. Dependía enteramente de Sebastián, y a pesar de sentirse asustada por eso, también sintió alivio. Hacía mucho que alguien dependía enteramente de ella, pero ella jamás podía descansar en otro. Estaba sola para administrar la librería, sola para su casa, sola para su hija. El agua helada era un castigo, pero también un descanso. La fuerza tempestuosa del mar era un riesgo inminente, pero también lo más excitante que había vivido nunca. Se sentía fuerte, poderosa, como si su energía se hubiera recargado de pronto hasta estallar en irrefrenable deseo.

Enredó las piernas en torno de la cadera de Sebastián y le rodeó los hombros con los brazos. Él, que también se dejaba llevar por la adrenalina del momento, apretó a Malena contra su pecho y le atrapó los labios en un beso tan sediento que temblaron de pasión y no de miedo.

Quería hacerle el amor allí mismo para que la tormenta decidiera sus movimientos, pero se dio cuenta de que la temperatura del cuerpo de Malena descendía drásticamente y acabó despegándose de ella para mirarla. Malena se mordió el labio. Temblaba convulsivamente, y aunque el deseo latía en sus ojos de fuego, su piel estaba helada y sus labios, pálidos.

Sebastián comprendió que Malena no estaba hecha para las experiencias extremas, pero estaba hecha a la medida de su cuerpo, y eso le bastaba. Se lo demostró con una mirada que era mezcla de ternura y de orgullo, y luego la apretó contra su pecho para cargarla fuera del agua.

Malena se dejó llevar, no quería romper con lo excitante que toda la situación le parecía; tanto que ni siquiera pensaba en el peligro o en el frío. Sabía que estaban ahí y que Sebastián la estaba llevando hacia la arena, pero mirándolo a los ojos no existía nada más que ellos.

No pudo resistirlo. Volvió a apretarle la cara con las manos y a besarlo, deseando que el tiempo se detuviera en ese instante en el que se sentía joven y valiente, segura y feliz como lo había sido pocas veces en la vida.

Sebastián la dejó a un lado para recoger las prendas y toallas que habían quedado sobre la arena. Se las entregó y volvió a cargarla sin esfuerzo, como si llevara a una niña que le rodeaba la cadera con las piernas. Malena acomodó los objetos entre su pecho y el de él, y se sostuvo de los hombros de Sebastián, permitiendo que la llevara donde quisiera.

Él entró a la casa por la puerta ventana y la dejó en el piso, delante del fuego. De inmediato notó que la delicada piel de Malena iba recuperando color y se sintió aliviado por eso. Se quedó de rodillas entre las piernas abiertas de ella, estiró un brazo y se inclinó hacia adelante para acariciarla desde el cuello hacia abajo.

—Lo único que me gusta de que sientas tanto frío es que no voy a parar hasta llevarte al mismo extremo, pero de calor —le prometió con los ojos chispeantes, mientras su mano bajaba del cuello de Malena hacia su pecho, luego a su vientre y por último a su entrepierna.

Malena arqueó la cintura inconscientemente. Sus labios se entreabrieron y se invadieron del sabor salado del agua que bañaba su piel. Las manos de Sebastián continuaron bajando, ayudadas porque los dos estaban mojados, y después se deslizó hacia atrás para recostarse entre sus piernas. En esa posición, le besó la parte interna del muslo y comenzó a ascender hacia su cadera.

—¿Puedo secarte con besos? —le preguntó encaminándose a su ombligo. Degustaba el sabor salado del agua mezclado con el perfume de la piel de Malena.

Ella aceptó la oferta alzando la cadera para que Sebastián pudiera quitarle la prenda. Él lo hizo despacio, mirando las zonas que recorría y procurándole una caricia mientras la tela atravesaba el largo camino hasta sus pies. Se perdió en la alfombra que decoraba el piso de madera del living.

Cuando alzó la cabeza, halló que Malena se había sentado con las rodillas dobladas y las piernas abiertas. Se sostenía apoyando las manos en el piso a los costados de la cadera, con la respiración agitada y los ojos entrecerrados. El fuego del hogar teñía su piel de un leve color tostado, y el agua hacía que destellara como estrellas en medio de la noche. Su cabello húmedo caía sobre sus hombros al descubierto y enmarcaba su rostro de mejillas sonrojadas. Los labios también habían adquirido un tono rojizo y se ofrecían en soberana tentación para Sebastián, quien se quedó mirándolos.

Malena lo tentó con la mirada, mucho más decidida que cuando lo había hecho desde una pista de baile hacía años. Él se quitó el traje de baño y se sentó frente a ella. Luego se deslizó hacia adelante, puso las piernas de Malena sobre sus muslos y la levantó para dejarla sobre su cadera.

Temblaron. Ella se mordió el labio al sentir sus cuerpos unidos. Él le acarició la espalda, le desabrochó el soutien y se lo sacó por los brazos.

Mientras hacían el amor, la voz de ambos se mezcló con el crepitar de la leña y con la lluvia que golpeaba con fuerza arrolladora las ventanas, produciendo un sonido que jamás olvidarían.

—Quiero llevarte al límite de tu resistencia —le dijo él—. Quiero que pienses que no aguantás más. Quiero que vueles, porque eso me hace volar.

Para Malena, no había más. Ese era el límite, el extremo de su deseo, y Sebastián se dio cuenta. La había llevado al límite sabiendo que, de ese modo, él también caminaba por una cornisa.

Le tomó las manos y enredó los dedos con los de ella.

—Llevame a volar —le pidió Malena sin aliento. Él la miró a los ojos, sonriendo.

—Vos sos la que me está llevando —le aseguró, agitado.

Malena echó la cabeza atrás y se movió todavía más rápido, presa del frenesí que estaba viviendo. Transcurrieron apenas unos segundos hasta que todo terminó, como una música cuyos acordes se prolongaban en el tiempo.

Sebastián quedó tan agotado como ella, sin movimiento. Respiraba como si hubiera corrido una maratón, y ni siquiera eso lo habría dejado de semejante manera. Malena le alzó la cabeza y sonrió al ver su rostro viril y maravilloso, emocionada al contemplar los mismos ojos que la habían hecho mujer hacía dieciocho años.

—Nunca podría olvidarte —le confesó con un nudo en la garganta. Estaba llorando.

—Male… —susurró Sebastián, y le apartó el pelo de la cara, conmovido—. Yo tampoco.

Malena lo abrazó y escondió el rostro en el hueco de su hombro para llorar sin ser vista. Era difícil sentirse nada y que alguien de pronto le dijera que ella podía volar, y sobre todo que podía llevar a otro con ella. Era imposible imaginar cómo vivir cuando ese sueño dejara de ser real.

Sintió que Sebastián le acariciaba el pelo y que le besaba la coronilla.

—Necesito saber por qué estás llorando —le dijo, todavía dentro de ella, y la forzó a girar la cabeza suavemente para besarle la mejilla.

Era imposible distinguir si el sabor que acababa de invadirle la boca provenía del agua de mar o de las lágrimas que derramaban los hermosos ojos que lo contemplaban en silencio. Malena no podía hablar. En realidad no podía confesar que él liberaba todo lo que ella esclavizaba dentro, lo bueno y lo malo, lo que podía decir y lo que debía callar. En ese instante, era tan feliz que acababa siendo débil, como si su cuerpo no fuera lo único que se desnudaba ante la presencia de ese hombre.

Él no insistió ante su silencio. Respetó el tiempo que ella necesitó para recuperarse acariciándola y besándola con suavidad estremecedora. Su amor venció el dolor y el miedo, sentimientos que había visto reflejados en Malena, mezclados con la lujuria extrema y el cariño.

Acabaron en la cama, unidos en un abrazo que perduró toda la noche.