13

—Mamá, te llegó un WhatsApp —anunció Valentina ofreciéndole el celular.

Malena giró con un plato lleno de tostadas y lo dejó sobre la mesa antes de recoger el teléfono. Cuando llegaban mensajes a primera hora de la mañana, rogaba que no se tratase de su empleada doméstica para anunciarle que no podría cuidar a su hija ese día, o de alguna de las chicas de la librería para notificarle una ausencia.

Apoyó la cadera en la mesada y buscó el mensaje. Era de Sebastián.

«Te extraño», leyó.

De inmediato esbozó una sonrisa que reflejó el estado de su alma.

«Yo también», respondió. «¿Vas hoy a terapia?»

«Sí, tengo que contarte algo.»

«Uy, ya me muero por saber. Nos vemos esta tarde.»

«Nos vemos. Que tengas un buen día.»

—Mamá —la llamó Valentina, pero ella no la oyó—. ¡Mamá! —gritó la niña. Malena reaccionó—. La leche —señaló.

Malena giró sobre los talones, apresurada, y abrió el microondas antes de que hiciera un nuevo bip. Retiró la taza de leche, la mezcló con chocolate y se la entregó a su hija mientras ella bebía un té sin sentarse a la mesa. Suspiró, perdida en sus pensamientos, hasta que iniciaron una conversación y la rutina del día se impuso a la imaginación.

Dejó a Valentina en la escuela y se dirigió a la librería en espera de un día agotador. No se equivocó: apenas pudo revisar los sobres del correo a las diez de la mañana, y entre noticias editoriales e impuestos, encontró uno a nombre del colegio en el que había cursado la secundaria.

—Ese te lo manda tu mamá, dice que llegó a tu casa —le informó Pía, que era vecina de sus padres.

Malena abrió el sobre y descubrió que se trataba de una invitación: la escuela festejaba sus treinta años con un encuentro de egresados en el que no podía faltar la tercera promoción en la historia de la institución.

Sonrió, ausente, y permaneció un momento metida en sus recuerdos hasta que una veinteañera se acercó al mostrador.

—Hola. Busco un libro que me recomendaron. Ella es maestra, o algo así, y conoce a un hombre más grande. ¿Ubicás cuál es?

Malena suspiró mientras echaba mano de su archivo mental. La mayoría de los clientes tenía una idea muy vaga de los libros que buscaba y solía pensar que ella era una especie de computadora que retenía todos los argumentos, tapas, títulos y autores en la mente. A veces lo era.

—Sí, creo que ubico cuál es —respondió y se encaminó a una estantería.

Buscó el libro, se lo entregó, y una vez que la joven se retiró con su compra, no paró de atender clientes el resto de la mañana. Ni siquiera almorzó por trabajar; comió algunas galletitas de agua cerca de las dos de la tarde y a las tres y media huyó al consultorio de su psicoanalista. Estaba más entusiasmada porque se encontraría con Sebastián que por ir a hablar de su semana, que había sido perfecta. Se sentía bien y no tenía más que cosas buenas para decir.

Lo halló sentado en la sala de espera, escribiendo en el celular. En lugar de ocupar los asientos que estaban del otro lado de la mesita, se sentó junto a él. Su corazón latía muy rápido, parecía imposible que pudiera acelerarse más, pero así sucedió en cuanto Sebastián alzó los ojos y estos se encontraron con los de ella.

Él dejó el teléfono a un lado, le tomó el rostro entre las manos y la besó sin preocuparse por el lugar en el que se encontraban. Como si esa sala fuera un refugio, Malena tampoco tuvo reparos en apoyar las manos en el pecho de Sebastián y entregarse por completo al beso.

—Hola —susurró con voz dulce contra sus labios. Él sonrió.

—Hola, preciosa —respondió, acariciándole un mechón de pelo que le surcaba la cara.

—Me muero por que me cuentes eso que me adelantaste esta mañana —se apresuró a decir ella, consciente de que los minutos juntos estaban contados; en cualquier momento lo llamarían al consultorio.

—Funcionó —soltó Sebastián con la mirada llena de entusiasmo—. Puse una foto que de verdad me gusta en un retrato de mi casa y, como por arte de magia, Elías se interesó. Terminamos confesándonos muchas cosas, por primera vez hablamos como hermanos, y creo que eso es lo que nos hacía falta. Siento que ya no somos dos extraños y que nos unen más cosas de las que pensaba.

Malena sonrió, tan feliz por él que no cabía en sí misma. Alzó una mano y le acarició una mejilla.

—Me pone tan contenta —aseguró.

—Vos lo hiciste posible —replicó él—. Gracias.

Se oyó la puerta del consultorio del psicoanalista de Sebastián, pero nadie salió. Malena apresuró la conversación antes de que el tiempo se les acabara.

—¿Recibiste una invitación por el aniversario del colegio? —preguntó.

—Llegó a la casa del country.

—¿Vamos? Sería divertido encontrarnos delante de todo el mundo y que ellos no sepan que volvimos a vernos después de la secundaria.

Sebastián frunció el ceño, tratando de comprender las intenciones de Malena.

—Proponés que finjamos que nada nos une —tradujo.

Parecían descoordinados, porque mientras ella sonreía divertida, él se había puesto muy serio, y ninguno reconocía las emociones del otro.

—Sería muy divertido —repitió Malena—, tal como en la secundaria. Hacer de cuenta que nos ignoramos, ese fue nuestro acuerdo.

—Eso pasó hace dieciocho años —repuso él—, y sabés que a mí no me interesan las reglas.

—Pero los acuerdos no pueden romperse —siguió defendiendo ella, todavía sonriente.

—Yo, en este caso, lo rompería.

—Eso le quitaría la gracia. Piden que confirmemos asistencia por mail. ¿Les escribís? Si lo hacés, yo también lo hago.

—Sebastián —llamó el psicoanalista. Estaban tan metidos en la conversación que no habían oído que la puerta finalmente se había abierto.

Sebastián suspiró y acabó aceptando el trato, solo porque pensaba que tal vez Malena necesitaba tiempo, y no quería imponerle su voluntad. Si fuera por él, le habría dicho a todo el mundo que estaba enamorado de ella, pero para respetar los tiempos de Malena, ni siquiera se lo había dicho a Daniel.

En el consultorio, procuró olvidarse de los pensamientos negativos y se dedicó a lo buena que había sido esa semana. Contó su conversación con Elías y acabó hablando de Malena.

—Por primera vez siento que esta vida también es mía, que al fin me gusta lo que hago, que tiene sentido —aseguró—. Incluso desapareció esa espina que siempre llevé clavada respecto de mi padre. En definitiva, él fue una herramienta del destino: las dos veces que generó cambios sustanciales en mi vida, terminó haciéndome un bien. Primero, cuando me cambió de colegio y gracias a eso conocí a Malena. Después, al heredarme su vida, porque así fue como me reencontré con ella. Malena hizo que al fin pudiera dejar atrás el vacío, porque me hace sentir fuerte. Con ella me siento feliz, con ella soy quien era, y no necesito nada más.

Después de la sesión, debía ir a la concesionaria para ocuparse de algunos asuntos, pero su deseo de pasar tiempo con Malena era tan fuerte que decidió esperarla. Cuando ella salió y lo encontró allí, tal como la primera vez que habían hablado en ese consultorio, su corazón saltó de alegría. Salieron juntos y tomaron algo en el bar que estaba cerca.

Esa noche, Sebastián terminó de leer el libro que Malena le había regalado. Apoyado contra el respaldo de su cama, cerró el ejemplar y pensó en darle una sorpresa al día siguiente. Quería ir a su negocio y comprarle otra novela, pero no sabía si podía dar rienda suelta a sus deseos; la distancia que Malena le imponía tácitamente lo detenía. Resultaba paradójico que, sintiéndose tan pasional y fuerte con ella, tuviera que retener sus impulsos la mayoría de las veces. Malena lo negaba, y a la vez cuando estaban juntos sentía que lo había añorado siempre.

Estuvo despierto unas horas, haciendo planes. Le horrorizaba sentir que invadía el territorio de Malena solo por pensar en ir a verla sin aviso previo. No podía ser tan grave: no se presentaría en su casa al grito de «te amo», tan solo iría a su negocio y se limitaría a actuar según las reacciones de ella, como hacían las personas normales. Después de todo, Malena le había dicho que eran amigos, y los amigos no pasaban la noche meditando sus acciones antes de llevarlas a cabo.

Así fue como el miércoles, cerca de las once de la mañana, abandonó la concesionaria donde tenía su oficina y condujo en dirección a la librería.

***

—Male, ¿no vas a comer? —preguntó Esther a su hija mientras extraía libros de una caja.

—No puedo, por suerte está lleno de gente —respondió Malena en voz baja mientras le cobraba a un cliente.

Justo en ese momento, una chica se acercó al mostrador y le habló sin importarle que ella estuviera ocupada.

—Disculpame, busco un libro que se llama «Tan solo una noche», o algo así.

Acostumbrada a lo mal que se llevaban títulos y clientes, Malena captó muy rápido el nombre real del libro que la joven buscaba y decidió pasarle la venta a su madre para poder acabar con el cobro. Ni bien ella terminó con eso, Pía gritó su nombre señalando la vidriera.

Entonces lo vio.

Sebastián se hallaba del otro lado del vidrio, mirando los ejemplares dispuestos en el escaparate blanco.

Sintió que el corazón se le subía a la garganta. Miró a su madre, que en ese momento daba a la chica el libro que había sacado de la estantería, y luego volvió a mirar a Sebastián, que ahora caminaba en dirección a la puerta.

Corrió hacia la salida y se encontró con él justo antes de que pudiera ingresar al salón de ventas. Por un instante, Sebastián pensó que Malena lo besaría, pero a cambio puso las manos sobre su pecho y pretendió empujarlo hacia atrás. Si consiguió su cometido fue solo porque él quiso darle el gusto, ya que de haber sido por su fuerza, no lo habría movido un milímetro. Lo escondió llevándolo hacia el negocio de al lado.

—Hola —susurró con cariño. Aunque esbozaba una sonrisa, estaba agitada. Sebastián la contempló en silencio, sin dar respuesta a sus contradicciones: lo echaba y después lo saludaba como si se sintiera feliz de verlo—. ¿Qué hacés acá?

—Terminé el libro que me regalaste —contestó él a secas.

—¿Y te gustó?

Sebastián todavía la observaba, incapaz de creer que ella pretendía conversar fingiendo que nada había pasado.

—Volví a tu librería, como me dijiste que hacían tus clientes —respondió, sereno y frío—, pero parece que cometí un error.

—No es eso, Sebas —se esforzó por explicar ella—. Es que faltó una de mis empleadas, y como por suerte es una pesadilla de gente, mi mamá vino a ayudarme. Es mi mamá, ¿entendés?

—Creo que entiendo —replicó él—. Todavía tenemos diecisiete años.

Malena rio, negando con la cabeza.

—No es eso, por favor, no te enojes —suplicó y lo abrazó, ocultando su avergonzado rostro contra su pecho. Sebastián respondió rodeándole la cintura muy despacio—. Ocurre que, si mi mamá viera que somos amigos, me volvería loca a preguntas. Se ilusionaría en vano porque, como todas las madres, piensa que soy tan linda y buena que todos los hombres tienen que pasar la vida a mi lado, ¡ni que yo fuera irresistible! —pretendió bromear, pero Sebastián no rio.

—Lo sos para mí —respondió muy serio.

Malena alzó la cabeza y lo miró, aturdida por sus propios sentimientos.

—Sos muy dulce —contestó—, pero ojalá fuera tan fácil. ¿Reservaste tu lugar en la fiesta del colegio? Acordate de que es dentro de dos semanas —le recordó, pensando que cambiar de tema la ayudaría a sentirse menos culpable. Él asintió en silencio—. Yo todavía no tuve tiempo, pero voy a reservar hoy. ¿Ya leíste a algún autor oriental de ficción? —indagó. Él negó con la cabeza—. Entonces creo que tengo tu próxima lectura —le guiñó el ojo y se apartó unos centímetros en señal de que se despediría—. ¿Te llevo el libro el sábado?

—Claro, te espero en Barracas —contestó Sebastián.

Demostraba amabilidad, pero todavía era incapaz de aceptar que se había equivocado y que ahora era Malena quien no permanecería a su lado.

Aun así, tenía que volver a verla. Quería poner las cosas en claro.

Se despidieron con un beso rápido y ella volvió a la librería. Su madre, por atender clientes, no se había dado cuenta de nada. Respiró aliviada y se respaldó en la puerta para recuperar el aliento. Pasó un momento así, aunque se hubieran acumulado dos personas delante de la caja. Cuando recobró la compostura, se ocupó de los cobros. En su interior, todavía latía la culpa.

Sebastián no le escribió el jueves ni tampoco la mañana del viernes. Malena, por su parte, aunque no deseaba enfrentarlo, tampoco se sentía a gusto con el silencio. Entonces decidió dar el primer paso por la tarde.

«¡Hola! ¿Estás bien?», le escribió.

«Hola, Male, estoy en una reunión. Te escribo después», respondió él.

Malena dedujo que Sebastián no estaba bien, pero como no deseaba mentirle, prefería no responder su pregunta. Se mordió la uña y pensó en él hasta que una clienta interrumpió sus cavilaciones.

Una hora después, recibió otro mensaje.

«Ya estoy libre. ¿Qué necesitabas?»

Suspiró y trató de serenar la alegría que manifestaba siempre que se ponían en contacto. No era momento para sentirla siquiera.

«Nada, solo te estaba extrañando. Nos vemos mañana.»

El sábado llevó a Valentina a casa de su hermana. La niña entró corriendo para encontrarse con sus primos. Andrea, en cambio, arrimó la puerta y se quedó del lado de afuera para interrogar a Malena.

—¿Pensás develar el misterio y contarme quién es el hombre que te mantiene ocupada todos los fines de semana, o vas a seguir ocultándolo? —rió y le estrujó el brazo—. ¡No aguanto la intriga!

Malena miró la punta de sus zapatos, tratando de ocultar que estaba nerviosa. Tenía miedo de ver a Sebastián y volver a sentir la culpa que había experimentado el miércoles al echarlo de su librería. Para empeorar la situación, su hermana le formulaba preguntas difíciles de responder.

—No es nada —contestó—. No va a durar, pero lo paso bien con él.

—¿Entonces por qué decís que no va a durar? —se interesó Andrea, y bajó la voz para continuar—. ¿Es casado?

—Sabés que no saldría con un hombre casado.

—¿Es demasiado joven, tiene vicios, es un vago?

—Me tengo que ir, es tarde.

Dispuesta a acabar con la conversación, Malena la besó en la mejilla y huyó al auto. Condujo hacia la dirección que Sebastián le había dado en Barracas y estacionó cerca del edificio, insegura de bajar. Se sentía en falta por negar su relación y a la vez temerosa de que se acabara, como presagiaba todo el tiempo. Él le había dejado claro que no la quería solo como una aventura, pero ella tenía miedo de que alguna vez ya no lo sintiera así. Por lo que había sucedido en el pasado, sabía que para evitar el dolor debía mantener los sentimientos ocultos. Era mejor no comenzar lo que luego acabaría, pero no podía dejarlo: lo que sentía a su lado era adictivo para ella.

Ralentizó los pasos hasta la entrada y tardó en apretar el timbre del portero eléctrico dorado. Una vez que lo hizo, supo que no había vuelta atrás, y lo confirmó cuando la voz de Sebastián preguntó quién era. En cuanto ella se presentó, no tardó en bajar a abrirle la puerta.

A diferencia de las oportunidades anteriores, esta vez él no reaccionó con entusiasmo ante su presencia, y ella tampoco se atrevió a hacerlo. Se besaron en los labios tibiamente, como un matrimonio desgastado, y ocuparon el ascensor durante largos segundos en perfecto silencio. Los dos contenían una explosión de sentimientos por dentro.

El departamento estaba ubicado en el sexto piso del edificio. Se ingresaba por una puerta blanca a un living que a su vez comunicaba con la cocina y un pasillo. Los ambientes pequeños le daban un aspecto acogedor. A simple vista, había una mesita, un sillón y una mesa de madera negra con sillas alrededor. Comparado con la casa del country, ese departamento carecía de decoración profesional y no valía ni la mitad de aquella otra casa, pero era más cálido.

Malena se quitó el abrigo y avanzó hacia el sillón de dos cuerpos, donde se sentó por indicación de Sebastián. Él se dirigió a la cocina y reapareció instantes después, cargando una bandeja.

—¿Acá vivías cuando trabajabas como veterinario? —le preguntó ella.

—Sí —contestó él, acomodando la bandeja sobre la mesita—. Mi veterinaria está a dos cuadras, sobre la calle Brandsen, frente a la plaza, llegando a Montes de Oca.

—¿Todavía es tuya? —se interesó Malena.

—Sí, pero la atiende mi socia. Creo que te conté que ella había quedado al frente cuando empecé con las misiones internacionales —se interrumpió y señaló un plato mientras lo descubría—. Compré comida oriental, pero me parece que fue muy arriesgado. ¿Te gusta? ¿Pido una pizza o empanadas para vos?

—¡No! —exclamó Malena entre risas—. Hay que probar de todo. ¿Qué es esto? ¿Sushi? —preguntó, recogiendo los palillos chinos para demostrar su convicción.

—Es un roll vegetariano. Esto otro es chop suey de vegetales —le mostró él.

—Me parece que voy a empezar por el chop suey; algunas veces como chow fun y eso me gusta —determinó Malena llevando los palillos hacia el revuelto de arroz y verduras.

Sebastián la observó en silencio, con una mezcla de ternura y desánimo difíciles de conciliar. Se veía tan hermosa mientras desconfiaba de la comida e intentaba entregarse a un placer nuevo; tan sensual cuando se llevó los palillos a la boca, que por un instante la lujuria le ganó a los demás sentimientos.

Los labios lo mantuvieron cautivo hasta que ella tragó y sonrió con mirada entusiasta.

—Está muy rico —juzgó.

Entonces él se acordó de su debate interior.

No podía obligarla a sentir de la misma manera que él, ni a demostrarlo, y mucho menos a gritarlo.

—¿Vamos a hablar de lo que pasó el miércoles? —inquirió.

Malena, que por un instante había conseguido olvidar lo incómoda que había sido la situación frente a la librería, soltó los palillos sobre la bandeja. Suspiró, maldiciendo la elección de Sebastián, que había iniciado el espinoso tema de conversación justo cuando ella no estaba preparada, y bajó la cabeza.

—Perdoname —susurró—. Fui grosera, pero tenía motivos.

—Tu madre —recordó él.

—Mi madre —repitió ella, y volvió a mirarlo—. No puedo permitir que te conozca.

—¿Mi apellido es Montesco y el tuyo Capuleto? —soltó él. Malena rio.

—No, no se trata de que seamos como Romeo y Julieta. Nadie prohíbe que estemos juntos, pero los dos sabemos cuál es el destino de esta relación, y no quiero que mi familia se involucre con nadie que tarde o temprano va a terminar desapareciendo.

Sebastián permaneció callado un momento, tratando de reconstruir las ideas que las frases de Malena representaban. No entendía por qué hablaba del destino de la relación en sentido negativo y aseguraba que él iba a terminar desapareciendo.

—¿Y cuál es el destino de la relación, según tu parecer? —preguntó.

Malena se humedeció los labios. ¿Por qué se sentía insegura de su respuesta, si había repetido decenas de veces que ella y Sebastián no tenían nada en común? ¡Si sabía que no estaban destinados a permanecer juntos!

—Los dos lo sabemos bien —resolvió para escapar del aprieto, pero Sebastián no desistió. La presionó más, haciendo uso de su cuerpo. Apoyó una mano en el sofá y se pegó a ella, dejándola atrapada entre su pecho y el apoyabrazos.

—Lo único que sé es que todo el tiempo me apartás de tu vida, y creeme que no quiero presionarte, por eso estaba dispuesto a soportarlo, pero temo que la situación nunca cambie. ¿Va a cambiar alguna vez, Malena? ¿En algún momento voy a ser libre de amarte como yo quiero, con todo lo que tengo para darte?

Susurró esa pregunta tan cerca del rostro de Malena, que a ella se le cortó la respiración. Lo deseaba y a la vez había comenzado a sentir miedo.

—¿Por qué querrías que la situación fuera distinta? —demandó—. ¿Para qué le voy a presentar a mis amigas, a mi familia, y sobre todo a mi hija, un hombre que mañana ya no va a estar a nuestro lado?

Sebastián sonrió con desencanto.

—¿Eso te hago sentir? ¿Me veo tan inseguro? —preguntó con el ceño fruncido.

—No, te ves grandioso. Demasiado grande para alguien como yo —contestó Malena sin dudarlo.

—¿Alguien como vos? —repitió él—. ¿Cómo sos y cómo soy? ¿Qué tenemos de diferente?

—¡Todo! —replicó ella con creciente angustia—. Vos estás destinado a grandes cosas y tenés que hacerlas. Tu hogar es el mundo, tu vocación es la vida. En cambio yo estoy en mi librería, en mi casa, en mi pequeño mundo… vivo la existencia chata y segura de las personas corrientes. Me levanto a las seis de la mañana y me acuesto a las once de la noche, sin la esperanza de que mi día siguiente sea distinto del anterior, o de los días de otras personas. Todo esto que hacemos, todo lo que me das, me lleva demasiado alto, y yo solo soy una pobre alma encerrada en la realidad. Yo no soy nadie. Yo no soy nada.

Sebastián tragó con fuerza el nudo de dolor que se le había formado en la garganta. No pudo con él: se extendió a su corazón, encerrándolo en un puño. En su mente se agitaban las razones de esos sentimientos que Malena confesaba, y crecía su deseo de acabar con la fuente que los había provocado.

—Tal vez eras nada para él, pero sos todo para mí —susurró cerca de su boca.

Luego alzó una mano y le apartó un mechón de pelo de la cara. Sus dedos acariciaron la piel de su mejilla con tanta suavidad, que ella se estremeció del mismo modo que su alma mundana tiritaba en su interior. La mirada de Sebastián se había vuelto tan intensa que su piel se tensó, y el miedo promovió sus siguientes palabras.

—Yo no puedo ser todo para alguien como vos —discutió—. Jamás serías completamente feliz a mi lado, no somos compatibles.

—¿Por qué estás tan segura de eso?

—¡Porque vos me lo dijiste! Querés viajar, querés salvar el mundo… sabías tu destino desde que tenías diecisiete años.

—¡Yo no quiero salvar el mundo! ¡No puedo! Necesitábamos esta conversación porque hasta ahora me parece que jamás entendiste lo que deseo, o tal vez te di las señales equivocadas, por eso voy a ser muy claro: te quiero a vos. Claro que quiero recuperar mi vida pasada, pero ahora entiendo que para eso no tengo que renunciar a tenerte. Estoy cansado de perder algo cada vez que tengo que elegir, ¿por qué conformarme con menos, si puedo tener todo? Esto también lo sé desde que tengo diecisiete años: soy feliz cuando los demás son felices, ¿cómo no desear que lo sea la persona que más me importa en el mundo?

—¡Basta! —rugió Malena, tratando de apartarlo con desesperación—. ¡Jamás resultaría! ¿Cuánto va a durar esa felicidad ficticia para vos? No pudiste con tu primera pasión, y ahora te quitaron la segunda; me niego a ser la tercera. ¡No voy a ser el premio consuelo para que te resulte más llevadera esta vida mundana que no te gusta!

—No entendés nada, prejuzgás todo el tiempo —replicó él—. La gente como nosotros no somos superhéroes, somos personas con vidas tan mundanas como la tuya que decidimos ocuparnos, además, de asuntos que tendrían que ser mundanos para todos. Podrías hacerlo vos, ¡podría hacerlo cualquiera! No entiendo por qué te parece tan grandioso o tan grave como para que no lo intentemos. Y si no, estoy dispuesto a dejarlo sin reproches, sin culpas y, sobre todo, sin que te sientas culpable, porque lo haría con gusto. Si puedo tenerte, no necesito nada más.

Ante la fuerza que cobraba la voz de Sebastián, Malena decidió que convenía serenar los ánimos. Estaba agitada, tenía los ojos húmedos y la garganta cerrada. El llanto la amenazaba, y no estaba dispuesta a liberarlo.

—Sebas, dejemos esta conversación —pidió con calma—. Nos llevamos bien, somos buenos amigos, nos divertimos juntos y tenemos un sexo genial. Disfrutémoslo mientras dure, tal como hicimos en la adolescencia. Parecíamos más inteligentes en esa época que ahora.

Sebastián inspiró profundo y se alejó lentamente de Malena. Por un instante ella creyó que él había aceptado la tregua, pero se sintió una ingenua al oír su respuesta.

—Si para vos esta relación no es más que un rato agradable con un amigo que además te da buen sexo, una pasión sin nada profundo detrás, que de todos modos está destinada a terminar, es mejor que termine ahora. No coincidimos en lo que queremos, y cuando eso sucede, es mejor no avanzar.

Habló con tanta serenidad que a Malena se le congeló la respiración. Su corazón, en cambio, se aceleró tanto que parecía a punto de estallar. Pestañeó varias veces de manera apresurada, y entonces una lágrima resbaló por su mejilla. Oh, no, pensó. Yo sabía que esto iba a pasar, pero no tan pronto. ¿Cómo hago para dejarte ir? ¿Cómo sigo después de esto? Es mejor ahora que después. Es mejor mientras pueda evitar amarte.

Sopesó miles de opciones en un segundo. La que prevalecía era esa en la que ella abrazaba a Sebastián y le gritaba que lo amaba igual o más que cuando tenía diecisiete años, pero no fue la que se materializó. En la cruda realidad, Malena se escurrió la lágrima tan rápido como sus dedos se lo permitieron y suspiró para darse ánimos.

—Tenés razón —aceptó sin objetar—. Es mejor que no volvamos a vernos.

Sebastián la miró, pero no emitió palabra. La observó ponerse de pie y recoger su bolso, pensando en pedirle perdón; había sido muy duro, y sus sentimientos le impedían anteponerla a su dolor. Sabía muy bien que Malena tenía miedo, que su autoestima se había destrozado con el abandono de su marido y que estaba buscando todas las excusas posibles para no involucrarse en una relación que pudiera causarle nuevas heridas. Pero amar es sufrir… o al menos así lo había entendido él desde que todo lo que amaba de alguna manera sufría, incluso él.

No la ayudaría si se quedaba a su lado bajo aquellas injustas condiciones, porque estaba seguro de que ante un mínimo desequilibrio, ella saldría corriendo. Tampoco estaba dispuesto a que pusiera en duda su amor todo el tiempo o a que le recriminara cosas que no sentía. Y además, estaba seguro de que Malena volvería. Tenía que hacerlo, porque lo amaba aunque tratara de convencerse de lo contrario, y cuando lo reconociera, entonces sí podría sanarla.

Estuvo a punto de pedirle que se quedara un momento más, no quería que se fuera en ese estado de agitación y tristeza. Pero no lo hizo. Tan solo la observó caminar hasta la puerta y luego atravesarla, y él se quedó con la mirada fija en su fantasma luego de que ella había desaparecido.

Lo malo de ser fuerte era que cada sentimiento cobraba una intensidad inusitada, y en ese momento amaba tanto, que el dolor y el miedo podían confundirse con la misma muerte.