14

Mientras conducía hasta su casa, Malena pensó varias veces en volver a Barracas. Cada calle que la alejaba de Sebastián iba vaciando más y más su alma, como si pedacitos de sí misma se fueran quedando en cada esquina que cruzaba. Finalmente encontró paz al meterse en el garaje y pensar que era mejor sufrir ahora que estaba preparada para ese sufrimiento, y no cuando sus sentimientos se profundizaran tanto que no pudiera respirar ante la ausencia de Sebastián, como alguna vez le había ocurrido tras la partida de Álvaro.

La noche en la que encontró la nota que anunciaba el abandono de su marido, había llorado en brazos de su madre hasta el amanecer. Por la mañana, su hija se había despertado pidiendo el desayuno, y aunque Esther se ofreció a prepararlo, Malena no se lo permitió. Ese día, y durante un mes, pensó que Álvaro volvería, y ese fue el motor que le impidió caer. Lo buscó a través de redes sociales, familiares, amigos en común y páginas de Internet. Se lo había tragado la tierra.

Cayó en la cuenta de que Álvaro no regresaría en el cumpleaños de su hija. Todavía recordaba el instante exacto en el que su alma se había suspendido por un momento: mientras todos cantaban el Feliz cumpleaños y Valentina sonreía detrás de las velitas, ella sintió que moría. Fue un segundo, apenas un instante en el que su vida cambió por completo.

Focalizó la mirada en su hija, tratando de evitar la terrible sensación de no ser más ella misma, pero fue peor. Una coronita de princesa adornaba el cabello rojizo de su Valentina, que sonreía con tanta inocencia que le hizo doler el pecho.

No era justo. Habría preferido morir si así podía evitar tanto sufrimiento a una niña tan buena. No merecía ser abandonada e ignorada por quien le había dado la vida. No merecía un cumpleaños rodeada de amigos y familiares, pero lejos de su padre, preguntándose cada día por qué no le daba el beso de las buenas noches o por qué no la llevaba a la escuela.

Tembló y se cubrió la boca con las manos. Le pareció que estaba al borde de un desmayo, y para evitar el mal momento a los invitados y sobre todo a su hija, corrió a su cuarto, donde se echó sobre la cama y estalló en desgarrador llanto.

Esther, que hasta ese momento cantaba pegada a Valentina, la dejó en compañía de Andrea y corrió escaleras arriba en busca de Malena. La encontró sobre la cama, convertida en un despojo de lo que alguna vez había sido.

—Hija… —le habló con ternura, acariciándole el pelo.

—¡¿Por qué?! —gritó Malena, estrujando un almohadón—. ¡¿Por qué le hizo esto a mi hija?! ¿Qué hice mal? ¿Por qué se casó conmigo si jamás me quiso?

Esther suspiró, su corazón convertido en un puño.

—No es tu culpa, Male —aseguró. La voz se le entrecortaba por la tristeza—. Tenés que ser fuerte por Valentina.

—¿Tan mala soy, tan poco valgo? —siguió gimiendo Malena—. Tengo que haber sido una mala esposa, una mujer que no supo amarlo como él necesitaba, para que se haya ido.

—Eso no es cierto. Siempre estabas para él y para tu hija.

—¡Pero nos dejó sin mirar atrás! ¡Pobrecita mi hijita! La miro y al ver la tristeza oculta en sus ojitos, odio a Álvaro por eso, pero también quiero que vuelva, quiero que esto sea solo una pesadilla. A veces pienso que voy a despertar y que él va a estar acá, a mi lado, apurándome para que vaya a preparar el desayuno. A veces sé con certeza que estaría dispuesta a ignorar todo esto que hizo si vuelve, solo para que esté con Valentina, para que ella sea feliz y no mirar más esos ojitos tristes, porque no puedo resistirlos. ¡No puedo!

—Valentina todavía puede ser una nena feliz —defendió Esther—, pero para eso necesita que su madre sea fuerte, y yo sé que lo serás. Acá estamos todos nosotros para ayudarte.

—¡Tengo que haber hecho algo mal, pero no sé qué! Quiero saber por qué nos dejó. ¿Por qué? ¡¿Por qué?!

—No todo tiene respuesta —replicó Esther—. Y hay respuestas que a veces es mejor no encontrar.

Pero a pesar de que las palabras de su madre le parecieran sabias, Malena jamás había dejado de hacerse preguntas.

Después de ese día, una fuerte depresión se apoderó de ella. Iba a trabajar solo para que no le faltara el pan a su hija. Volvía a casa y fingía que miraba televisión con Valentina mientras su mente trataba de ordenar a sus pulmones que todavía tenían que respirar. La dejaba con su madre los fines de semana para echarse a llorar sobre la cama, sin comer y casi sin siquiera ir al baño. Todo lo que deseaba hacer era dormir, porque solo de ese modo el dolor parecía retroceder y se hacía más fácil de soportar.

Poco a poco, sus amigas, su familia y su instinto de madre lograron sacarla del pozo oscuro en el que se había hundido. Sus seres queridos hicieron que, por primera vez en seis meses, pudiera ver algo de luz. La ausencia de Álvaro se fue convirtiendo en una costumbre, y aunque siempre sintiera miedo de que le ocurriera algo a Valentina sin tener en quien apoyarse, de que la asaltaran entrando el auto en el garaje y de muchas otras cosas en las que antes no había pensado, se convenció a sí misma de que podía seguir adelante sola, y así lo hizo.

Los primeros meses, Valentina preguntaba por su padre con insistencia. En todas las oportunidades, Malena le había dicho que se encontraba de viaje y que en algún momento regresaría.

Decidió desarmar la excusa a los ocho meses de su partida, cuando se sintió lo suficientemente fuerte para resistir el infinito dolor de su hija.

—Valen, papá se fue, y la verdad no sé si volverá alguna vez —confesó con pesar y a la vez tratando de mostrarse fuerte ante la niña.

—Pero no me dijo «chau» —reclamó Valentina, con la frente arrugada de descontento.

Malena suspiró.

—Me dejó una carta en la que decía que te quería con todo su corazón y que te saludara de su parte porque él tenía que irse muy rápido —mintió—. Allí también escribió que no sabía si podría volver, y me siento en la obligación de decírtelo para que no esperes en vano.

—¿Qué es «en vano»?

—Que no esperes por algo que no sabés si va a suceder.

—¿Pero por qué?

Malena volvió a suspirar. ¿Por qué? ¡¿Por qué?! Ella también quería saber la razón, pero presentía que nunca la conocería.

—No lo sé —respondió con sinceridad. Después sonrió y acarició una mano a su hija—. Lo importante es que siempre recuerdes que papá te ama y que…

—¿Está muerto? —la interrumpió Valentina.

—No, no está muerto.

—¿Entonces por qué se fue? ¿Por qué no me llama por teléfono?

—Escuchame con atención: te estoy diciendo que papá te ama con locura, pero a veces a los adultos nos pasan cosas por las que tenemos que alejarnos de las personas que más amamos en el mundo. Seguro él siente tanto dolor por tener que estar lejos de vos, que te tiene en sus pensamientos todo el tiempo, como vos a él. Jamás lo olvides, pero tampoco permitas que su ausencia te ponga triste. Prometémelo.

—Te lo prometo.

Malena sabía que las promesas de los niños no siempre se cumplen, mucho menos cuando tienen que ver con sentimientos que nadie puede manejar, pero se sintió más tranquila de haberle confesado parte de la verdad. Valentina ya tenía seis años, y sin duda su capacidad de comprensión la ayudaría a superar la ausencia. Quien no estaba segura de poder hacerlo era ella.

Suspiró y bajó la mirada. Luego la devolvió a su hija para continuar.

—Sé que esto te duele, y que dolerá muchas noches cuando te preguntes por qué papá no vuelve o por qué no está, pero hay una manera de deshacerse del dolor —aseguró—. Tu bisabuelo, el papá de tu abuelo, era marinero. Pasaba mucho tiempo lejos de su casa, extrañando a su familia, pero me contó que, para transformar el dolor de la distancia, él tenía un secreto que podía usar yo también, y que podrás usar vos. Él me decía: «cuando lleves un dolor dentro del alma, cerrá los ojos e imaginá que lo ponés dentro de una flor. Después visualizá el mar a tu alrededor, un océano turquesa transparente de aguas cálidas y profundas, y cuando en esas aguas veas que nadan los delfines, arrojales tu flor; ellos se la llevarán tan lejos que jamás recordarás siquiera que el dolor alguna vez existió.»

Valentina la miró con los ojos muy abiertos, como si comprendiera el secreto a la perfección.

Tras esas palabras, ya ninguna habló.

Fue difícil, pero creí que ya lo había superado, pensó Malena, todavía presa del recuerdo. No quiero volver a sentirme así, ¿pero cómo me deshago de este sentimiento?, siguió lamentando con los ojos húmedos.

Como no era tarde, decidió ir por Valentina a la casa de su hermana, ansiosa por reencontrarse con ese ser chiquito que podía llenar su alma.

***

Después de una terrible noche en la que casi no había dormido, Sebastián salió a correr para tratar de gastar la energía que había contenido al discutir con Malena. De haber sido por él, habría defendido con mucho más ímpetu sus ideas, pero temía asustarla. Malena siempre había sentido atracción y a la vez miedo hacia la fuerza de su temperamento.

Daba la décima vuelta alrededor de la plaza cuando divisó a su amiga abriendo la veterinaria.

—¡Noe! —gritó.

Noelia se dio la vuelta con una amplia sonrisa en su rostro precioso. Era rubia y alta, y tenía un cuerpo de ensueños. De labios gruesos y delicados, sus ojos verdes expresaban cada una de las emociones que experimentaba. Era simpática y aventurera. Le gustaba hablar y reír en honor a su sangre paterna italiana, y amaba bailar, herencia de sus raíces brasileras por parte de madre. La casualidad había querido que la madre de Sebastián, que también era italiana, naciera en el mismo pueblo del que procedía el padre de Noelia, aunque no se habían conocido.

Sebastián se había convertido en su amigo durante el primer año de Veterinaria. Cuando inauguró su negocio, se convirtieron, además, en una especie de socios. Por aquel entonces, ella trabajaba allí algunos turnos y él cumplía los otros, excepto cuando estaba de viaje. En esas ocasiones, Noelia se ocupaba de todo, tal como sucedía desde que él se dedicaba a las concesionarias.

Corrió hacia ella y se dieron un abrazo.

—¡Sebas, ¿cómo estás?! —le preguntó Noelia, aferrada a sus hombros.

Sebastián se apartó y la miró a los ojos, sin dejar de apretarle los brazos a los costados del cuerpo.

—¿Por qué estás abriendo un domingo? —le preguntó.

—Me trajeron una perrita del refugio, una caniche toy de doce años con un tumor ovárico, y voy a hacerle la ovariohisterectomía. Iba a llamar a una amiga para que me ayude, pero tengo una idea mejor. ¿Tenés tiempo? ¿Me ayudás vos? De paso nos ponemos al día, parece que hiciera años que no nos vemos —rió y volvió a abrazarlo—. ¡Ay, Sebas! ¡Te extraño tanto!

Sebastián le rodeó la cintura y la apretó contra su pecho. Él también la había extrañado.

Lo primero que hicieron fue preparar el quirófano. Mientras Sebastián desinfectaba la mesa de operaciones y Noelia preparaba los medicamentos, ella reinició la conversación.

—¿Cómo estás con Elías? —preguntó.

—Mucho mejor.

Noelia lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿Qué pasó? —indagó.

Sebastián sonrió cabizbajo. Dejó de limpiar por un momento y se miró las manos.

—Alguien me ayudó a darme cuenta de los errores que estaba cometiendo, y estoy tratando de repararlos —contestó.

Noelia supuso que se refería a su terapeuta.

—Nunca creí en la terapia, pero parece que te ayudó en serio —dijo.

—Yo tampoco creía en la terapia, pero es algo muy… liberador —agregó él, evitando hablar de Malena.

—¿Ponemos música antes de empezar? —sugirió Noelia, aproximándose a la computadora—. ¿Traés la perrita? Se llama Honey, la bautizaron en el refugio hace poco, cuando la encontraron, pero fijate que, si la llamás, ya responde al nombre —contó en tono anecdótico.

Mientras Sebastián se alejaba en dirección a las jaulas, Noelia accionó el reproductor. Comenzó a sonar una canción de Foo Fighters. Además de la profesión, compartían los gustos musicales, entre muchas otras coincidencias por las que quienes los conocían se cansaban de repetir que eran tal para cual.

Sebastián regresó muy rápido, cargando un pequeño pompón blanco entre los brazos. Lo asentó sobre la mesa de operaciones y miró a Noelia, que le sonreía del otro lado.

—Yo la anestesio y vos le hacés la incisión —dictaminó ella. Él rio.

—¡Qué tramposa! —exclamó—. Siempre me pedís que haga lo peor.

Noelia le guiñó el ojo y se volvió para recoger el bozal y la jeringa. Mientras ella aplicaba el medicamento al animal, Sebastián se higienizó las manos y se colocó los guantes de látex. Luego buscó los instrumentos y esperó. Necesitaban unos minutos para que la anestesia inicial surtiera efecto.

—¿Cómo te fue con el chico del maxikiosco? —le preguntó él mientras aguardaban.

Noelia hizo una mueca triste.

—Era un tonto, me engañó con otra clienta —contó.

—La verdad que sí es un tonto —asintió Sebastián.

—Sebas, vos que sos hombre, ¿me podés decir por qué todos son tan malos? —preguntó ella.

Sebastián rio.

—No todos son malos, tal vez no sabés buscar.

—¡Pero está lleno de infieles, infantiles y manipuladores!

—Tampoco es fácil para nosotros conocer mujeres —le explicó él—. Algunas son interesadas, otras muy superficiales y otras… están heridas.

—¿«Heridas»? —frunció el ceño Noelia.

—Con el corazón roto, y es difícil sanarlas.

Se quedaron un momento en silencio mientras acariciaban a la perrita para que se relajara. La anestesia comenzaba a surtir efecto y le provocaba náuseas.

—¿Te acordás de mi amigo del sur, ese que está a cargo de una reserva de pingüinos? —le preguntó Noelia para cambiar el ánimo de la conversación—. Su esposa está embarazada y en unos meses él vuelve a Río Negro para acompañarla. Necesita un reemplazo, y pensé en vos. ¿Te gustaría ir? Puedo hablar con él y…

—No lo sé —la interrumpió Sebastián.

—¿Es por Elías? —siguió indagando Noelia—. Podría ser un reemplazo de solo un mes o quince días, todo sirve para no sobrecargar de trabajo a los que quedan —se encogió de hombros—. Yo sé que te haría bien y además ellos necesitan un especialista en fauna polar, como vos. Pensalo.

***

Malena dudó acerca de asistir a terapia el martes. No quería reencontrarse con Sebastián y no estaba segura de que él hubiera cambiado su turno para no encontrarse con ella. Sin embargo, no modificó su horario, tal vez porque en el fondo quería que la vida volviera a enfrentarlos, para no tener que decir que ella corría el riesgo de hacerlo. Era mejor echarle la culpa al destino si no podía resistir la tentación de volver a su lado, por si luego la jugada salía mal, como siempre había pronosticado.

Llegó quince minutos antes a la consulta, negando que lo hacía con la esperanza de hallar a Sebastián en la sala de espera. Se decepcionó involuntariamente cuando no lo encontró allí, y aunque sabía que no debía hacerlo, se acercó a la recepcionista y preguntó por él. La joven le confirmó que había cambiado su turno, lo cual generó en ella sensaciones encontradas: por un lado, sabía que uno de los dos debía ceder el espacio de terapia si no querían sufrir fingiendo que no les afectaba compartir el mismo cuarto. Por el otro, habría preferido eso a no verlo siquiera.

Malena agradeció y se sentó a esperar que su psicoanalista la llamara. Había pasado el domingo convenciéndose de que haber terminado la relación era lo mejor, tanto para ella como para Sebastián, y esperaba certificarlo al contarle lo sucedido a la profesional.

Creyó que sería fácil, pero una vez en el diván, pasó al menos dos minutos en silencio, buscando excusas para no hablar. Se acomodó varias veces en el sillón y miró hacia el cortinado verde oscuro antes de suspirar.

—Sebastián y yo… rompimos el sábado —dijo finalmente.

—¿Rompieron? —se sorprendió la licenciada, aunque su tono de voz tratara de ocultar sus emociones—. ¿Por qué?

—Porque es lo mejor —aseguró Malena—. ¿Cuánto más podíamos durar?

—Me refiero a qué precipitó la ruptura —aclaró la mujer.

Malena necesitó un instante de preparación antes de contestar.

—El miércoles, Sebastián pasó por la librería. Mi mamá estaba ahí, y yo no lo dejé entrar. Eso suscitó una conversación el sábado en la que decidimos de común acuerdo que lo mejor era distanciarnos. Él está destinado a una vida grandiosa, y todo lo que yo haría, sería estancarlo en lo mundano. No puedo permitirlo: lo tendría como a un dragón atado, y él tarde o temprano acabaría escapando. Eso se traduce en que terminaría… dejándome.

—¿Él dijo eso?

—Lo digo yo.

—Pero, ¿qué dijo él? —insistió la licenciada.

Malena rio, a la defensiva.

—Él decía que quería estar conmigo, pero yo no puedo creerle.

—¿Por qué no?

Malena alzó los ojos y le indicó con la mirada que acababa de preguntar una obviedad.

—Porque un hombre como Sebastián jamás sería feliz a mi lado, no tenemos nada en común —respondió—. Además, yo no podría cortar sus alas. Fueron lo que me enamoró de él, y sin ellas, ya no sería el mismo hombre.

—Entonces estás enamorada —sugirió la psicoanalista.

Malena pestañeó.

—Eso no importa —argumentó—. Sebastián está destinado a una vida llena de peligro que ni mi hija ni yo resistiríamos. En algún momento, va a volver a viajar y a librar enfrentamientos que la mayoría de la población ni siquiera sabe que existen. Está peleando una guerra interminable en cuyas batallas casi siempre saldrá perdiendo.

—Pero aun así sigue peleando —acotó la mujer.

—¡Por eso mismo! —exclamó Malena—. Vive en una cornisa, haciendo cosas que muchas veces incluso están fuera de la ley. Puede acabar preso, herido o quizás también muerto, y yo no puedo soportarlo.

—¿Cómo resisten entonces las esposas de soldados o de policías? Es más, creo que Sebastián correría mucho menos riesgo que cualquiera que se dedique a alguna de esas profesiones. ¿No pensás que podés estar exagerando?

Malena pestañeó en busca de más argumentos. Estaba segura de que terminar con Sebastián había sido una buena decisión y estaba dispuesta a demostrarlo.

—No es exagerado pensar que va a estar a miles de kilómetros de distancia cuando mi hija y yo necesitamos un hombre que le enseñe a pelear las batallas que todos peleamos a diario en nuestras vidas mundanas, y para eso ella necesita seguridad y acompañamiento. Necesita aprender que las personas comunes nos levantamos a las seis de la mañana, vamos a trabajar, volvemos para la cena y nos acostamos en nuestra segura y confortable cama. La mayoría de los mortales no andamos nadando en aguas heladas, ni defendiendo causas perdidas. Estamos en la guerra de lo cotidiano, y él de eso no sabe nada.

—Entonces te parece más importante que tu hija aprenda que tiene que levantarse a cumplir una rutina que el sistema demanda en lugar de aprender que todavía quedan personas que creen en la humanidad. Personas a quienes no les importa la gloria personal y que no se dan por vencidas aunque pocas veces alcancen la victoria. Hombres y mujeres que, aunque sean prejuzgados y atacados, siguen defendiendo una causa justa para quienes, paradójicamente, los prejuzgan y atacan. Con esas palabras definiste vos a Sebastián durante todas estas sesiones, me dijiste que por eso lo admirabas.

Malena entrecerró los ojos.

—Dicho en este contexto, suena bastante tendencioso —reprochó.

La licenciada Ferrando sonrió.

—Hmm, «tendenciosa» —murmuró con satisfacción exagerada—. Nunca me habían acusado de serlo, se nota que este hombre revolucionario tiene una gran influencia sobre vos.

Un poco más relajada, Malena bajó la mirada y sonrió. Pasó un momento en silencio, mordiéndose el labio.

—Entonces sugerís que haga el intento de seguir adelante con la relación —interpretó.

—Yo no hago sugerencias, solo te ayudo para que encuentres la solución a situaciones que te parecen problemáticas —respondió Noemí—. ¿Qué sugerís vos?

Malena suspiró, mirando otra vez el piso.

—El sábado, después de que Sebastián y yo terminamos, me acordé de todo lo que viví desde que Álvaro se fue de casa —susurró con la voz apagada e hizo una pausa—. Sugiero que tengo miedo —acabó confesando con un nudo en la garganta—. Sugiero que, cada vez que tenía una cita, en el fondo sabía que jamás me enamoraría de esos hombres, en cambio ahora… ahora siento que amo tanto que no podría resistir otra pérdida. Si un día Sebastián se arrepintiera de haberme elegido y decidiera hacer lo mismo que Álvaro…

—Malena, no todos los hombres son como Álvaro —la interrumpió Ferrando. Malena se escurrió una lágrima con el dorso de la mano—. Estás llena de miedo y es comprensible, pero ¿vas a dejar que te paralice?

Transcurrió un instante en el que ninguna habló, hasta que Malena suspiró y alzó la mirada.

—No. Voy a vencerlo.