15
Las agujas de su reloj pulsera marcaban las ocho de la noche.
Después de leer la hora, alzó la mirada y se contempló en el espejo de su baño. Se le anudó el estómago al pensar que la fiesta por el aniversario del colegio ya había comenzado y que no tenía idea de lo que podía hallar en el lugar. Tragó con fuerza y suspiró antes de cerrar el botiquín y dirigirse a la habitación en busca de un abrigo. Lo recogió junto con su bolso y bajó las escaleras para ir al living.
Valentina leía un cuento con ayuda de la señora que la cuidaba todos los días mientras ella trabajaba.
—Gracias por quedarte con Valen también hoy —le habló a la mujer, quien sonrió con gesto amable.
—Mi marido está de viaje, ¿qué iba a hacer sola en casa? —replicó.
Enseguida Malena se dirigió a Valentina para abrazarla.
—¿Te vas a portar bien? —le preguntó.
—¡Sí! —prometió la niña antes de que su madre le diera muchos besos de despedida.
En la cuadra del colegio no cabía un solo auto más. Al parecer, la fiesta era un éxito, y aunque eso la alegraba, no podía sentir más que temor.
Estacionó a una cuadra gracias a que alguien se fue y caminó hacia la puerta tratando de divisar el coche de Sebastián. Quería saber si había ido para estar preparada antes de entrar, pero no vio ningún vehículo conocido. Tal vez él no estaba ahí, y eso la entristeció.
La gran puerta de madera por la que se accedía al recibidor estaba abierta. Las baldosas grisáceas le recordaron las mañanas que había pisado ese mismo lugar lleno de voces y risas adolescentes. Por aquel entonces, su corazón estaba sano y rebosante de ilusiones, era como un recién nacido que salía del vientre de la madre para conocer los placeres y los dolores del mundo. Ahora regresaba, herido y temeroso, pero con la esperanza de volver a nacer, de encontrar allí su redención.
La portera la recibió por una ventanita.
—Hola, tengo una reserva a nombre de Malena Duarte, de la promoción 96 —se presentó.
La mujer buscó en una lista y después de tachar su nombre, le abrió la puerta que conducía a un patio techado. Malena pensó en preguntarle si Sebastián Araya había llegado, pero no se atrevió.
El ambiente estaba repleto de gente, apenas iluminado por algunas luces de colores. One of us, una canción de Joan Osborn, sonaba muy fuerte. Aun así, no conseguía apagar las conversaciones que generaban cientos de voces, muy distintas de lo que habían sido cuando pertenecían a adolescentes. A simple vista, no distinguió a nadie con rostro conocido, por eso se internó entre la multitud.
Casi no se podía caminar. Había gente en el patio techado y también en el patio descubierto, el cual alcanzaba a ver porque todas las puertas que comunicaban con él estaban abiertas. Suspiró pensando que encontrar conocidos allí sería como ubicar una aguja en un pajar, hasta que se le ocurrió alzar la cabeza y vio una bandera que llevaba escrito el año 1996. Estaba en el extremo opuesto del salón. Había otras, cada una correspondiente a un año desde la primera promoción de la escuela, todas en orden ascendente y con una mesa llena de vasos y aperitivos debajo de cada una.
Se le anudó el estómago, pero se relajó con un pensamiento: los miedos hay que vencerlos, y la mejor manera de hacerlo es enfrentándolos.
Se humedeció los labios y avanzó abriéndose paso entre la gente al compás de varios «permiso». Debajo del cartel, al fin halló la espalda que buscaba. Estaba cubierta por un pulóver color verde musgo anudado en el cuello. La prenda hacía juego con un pantalón marrón claro y una camisa amarilla ocre, pero a ella le parecía ver esa espalda desnuda, con el espléndido dragón tatuado. Podía ver a Sebastián con ella en el mar, infundiéndole energía a su corazón detenido en el tiempo, y entonces le pareció que allí estaba la vida. Se sintió una joven con un gran futuro por delante, alguien que todavía no conocía la verdadera libertad, y deseó entregarse a ella.
—Sebastián —se atrevió a murmurar.
Tembló en cuanto él giró sobre los talones y sus ojos azules la congelaron como alguna vez lo habían hecho mientras daba una lección.
—¿Tenés un minuto? —le preguntó.
No había muchos lugares a donde escapar, por eso todo lo que él hizo fue apoyar ambas manos en los brazos de Malena y obligarla a dar algunos pasos atrás, de modo que los ruidos impidieran a sus viejos conocidos escuchar su conversación. Malena tragó con fuerza; esperaba que Sebastián dijera algo, pero él permaneció callado, haciéndole todavía más difícil expresarse.
Estaban parados casi en el mismo lugar donde ella lo había visto por primera vez, formado en la fila de los varones, sin saber por aquel entonces que se convertiría en su sueño hecho realidad.
—Yo… quería pedirte perdón —siguió con voz temblorosa—. Tengo miedo, Sebas, pero si vos todavía me querés, estoy dispuesta a intentarlo —continuó, con los ojos llenos de lágrimas—. Quiero hacerlo porque sos el amor de mi vida y te…
Iba a decir «te amo», pero las manos de Sebastián le rodearon las mejillas antes de que pudiera verbalizarlo. Lo pensaba, y eso al parecer era suficiente para él, porque después de atraparle el rostro entre las manos, se ocupó de su boca. Sus labios rozaron los de ella y, sin pedir permiso, su lengua la invadió, cálida e irreflexiva, dando forma a la maravillosa respuesta que había estado esperando. Había encontrado el camino a casa, como sugería la letra de la canción que estaba sonando. Había encontrado la felicidad en el pasado que añoraba convertir en futuro.
En cuanto el beso se suspendió un instante, Malena se dio cuenta de que se le habían escapado algunas lágrimas. Todavía le costaba creer que podía tocar y besar a Sebastián cuantas veces quisiera, ya sin miedo a perderlo. A veces, sin embargo, era tan feliz con él —siempre lo había sido—, que temía se tratase de una fantasía.
—Te amo —susurró contra su boca. Quería completar la frase que hacía un momento había dejado inconclusa.
—Sabés que todo lo que hago, lo hago con todo mi corazón, ¿no? —le preguntó él mientras le secaba las lágrimas con los pulgares. Malena asintió, derretida por la intensa mirada azul—. Entonces también sabés que te voy a amar con todo lo que tengo y que no puedo controlarlo.
Malena se estremeció.
—No quiero que lo controles —respondió.
En ese momento, se oyó una voz que anunció «Mil novecientos noventa y siete» y comenzó a sonar To the moon and back, una canción de Savage Garden que había hecho furor en ese año. Al parecer estaban haciendo una recorrida por cada generación de alumnos que había pasado por la escuela, y la canción anterior los había llevado de regreso a 1996.
Sebastián sonrió y terminó de secarle la cara con las manos. La miraba con tanto cariño que Malena se estremeció.
—¿Estás lista? —le preguntó él. Se refería a salir al mundo, a dejarse llevar por la pasión que sentían y que se sustentaba en un amor profundo.
El pecho de Malena se colmó de excitación, sentimiento que afloró en una sonrisa.
—Muero por ver las caras de nuestros excompañeros cuando nos vean juntos —respondió, divertida.
Él rio, la acercó a su pecho y la besó en la frente. Malena sintió la fuerza que subyacía en el beso, pero paradójicamente fue tan suave el contacto, que la estremeció. Con la misma rapidez con que la había besado, Sebastián se dio la vuelta y la llevó de la mano hacia el sitio donde Daniel los esperaba con una enorme sonrisa y un vaso plástico en la mano.
—¡Dios mío! —exclamó. No había perdido una gota del buen humor y la simpatía que siempre lo habían caracterizado; seguía siendo la misma persona excelente de la secundaria—. ¿Desde cuándo pasa esto? —preguntó.
—Desde hace dieciocho años —respondió Sebastián, estrechando a Malena contra su costado.
Ella respondió al abrazo rodeándole la cadera. Era tan intenso lo que sentía, que no pudo evitar besarlo en el pecho antes de volver a mirar a Daniel.
—¡Soy su mejor amigo, fue el testigo de mi boda, y no me contó que estaba saliendo con una persona que conozco! —reclamó Daniel, todavía sonriente, mirando Malena—. Malena, ¿cómo estás? —preguntó, y se acercó para saludarla con un beso.
Para ella, todo sucedía tan rápido que parecía estar en un sueño. Se sentía libre, completa… feliz.
—¿Malena? —oyó.
Miró a la mujer que acababa de sumarse a la pequeña rueda de conversación y se preguntó si se trataría de una profesora. Lucía mayor que ella, aunque no lo suficiente como para ser una docente. Frunció el ceño y la estudió, veloz: vestía zapatos clásicos y una falda gris en conjunto con un saco y una camisa blanca. En comparación con ella, que se había puesto un pantalón de jean, botas de taco alto, una remera blanca y una campera de símil cuero negra, parecía una ejecutiva al lado de una motoquera.
—¿Quién sos? —preguntó, vencida por la intriga.
—¿Cómo no me reconocés? ¡Soy Adriana!
Oh, por Dios, está destruida, pensó Malena, pero lo disimuló muy bien. ¿Será el efecto de la abogacía?
—¡Adriana! —exclamó—. ¿Cómo estás?
Adriana no respondió, estaba demasiado concentrada en el hombre que acompañaba a su excompañera de banco.
—¿Sos el chico que solo cursó con nosotras el último año? —preguntó a Sebastián con cara de abogada escrutadora.
—El mismo —respondió él.
—¡Por Dios, eras insoportable! —bromeó ella entre risas.
—Lo sigo siendo —aclaró Sebastián con una sonrisa.
Adriana lo observó, reparaba especialmente en su atuendo. Por su mirada, resultaba evidente que, para ella, él podía seguir siendo insoportable, pero también terriblemente sexy.
—¿Y qué es de tu vida? —preguntó, ignorando por completo a Malena.
—Vendo autos —explicó Sebastián con la misma sencillez de siempre.
—¡Wow! Justo quería cambiar el mío, ¿me das una tarjeta tuya? —aprovechó Adriana.
—Te la daría, pero no traje. No me gusta trabajar cuando salgo a divertirme —se excusó él—. Si te parece bien, podés comunicarte con Malena y ella te puede ayudar.
—¿Venden autos juntos? —indagó Adriana, otra vez escrutando.
—No, es mi pareja, pero puede darte el número de alguno de mis vendedores —abrazó más a Malena y la miró—. ¿No, preciosa? —preguntó.
Malena se mordió el labio, pero en realidad se moría por morder los de él. Lo demostró con una mirada que atravesó a Sebastián y que de alguna manera se las ingenió para llegar a su corazón. Sin hacer más caso de Adriana, él giró para abrazarla de frente. Así pudo hablarle al oído.
—Tengo ganas de irme —le confesó con voz ronca.
—Yo también, pero acabo de llegar —le recordó Malena entre risas.
El abrazo fue muy breve, pero intenso. Enseguida volvieron a mirar a Adriana, que los estudiaba con recelo.
—¿Y vos qué hacés de tu vida? —interrogó a Malena con intenciones indescifrables. Si tenía que juzgarla por cómo había sido en la secundaria, Malena estaba segura de que estaba iniciando una competencia.
—Vendo libros —respondió ella y, como acababa de imitar la frase de Sebastián al contar que vendía autos, ambos rieron—. ¿No tenés que comprar alguno? —siguió bromeando a costa de Adriana.
Adriana frunció el ceño, ofendida. No podía creer que algunas personas jamás maduraran. Anunció que iba a buscar algo para tomar, se dio la vuelta y se encaminó a la mesa.
Como se dificultaba oír por el ruido de la música y no quería gritar, Sebastián se inclinó hacia Malena y así quedó muy cerca de su rostro.
—No entiendo cómo podía ser tu mejor amiga —dijo.
Malena no oyó lo que él le decía, estaba demasiado tentada de sus labios para hacerlo. Por eso su respuesta fue tomarle el rostro entre las manos y besarlo. No podía disimular lo enamorada que se sentía.
—Edu, este es Sebastián. ¿Te acordás de él? —dijo Daniel, interrumpiendo el beso.
Tanto Sebastián como Malena miraron a quien acababa de acercarse y lo saludaron. Conversaron con los quince compañeros que habían asistido a la fiesta durante horas, interrumpidas por el discurso de la directora y la presencia de algunos profesores que paseaban de grupo en grupo recordando buenos tiempos.
—Este chico era el terror de mi clase —bromeó el profesor de Historia, tomando a Sebastián del brazo.
Sebastián rio.
Poco después, tuvieron un momento de conversación sin la intervención de sus compañeros. El hombre le habló por lo bajo.
—Me dijiste que vendés autos, pero jamás lo hubiera apostado.
—¿Y qué hubiera apostado? —preguntó Sebastián, divertido.
—No lo sé, pero eso no —respondió el profesor.
El exalumno bajó la cabeza y sonrió.
—En realidad soy veterinario y formo parte de una ONG ambientalista.
—¡Ah! —rió el hombre—. ¡Ese sí sos vos! Eras un chico bastante complejo, pero siempre supe que ibas a cambiar el mundo.
—No, eso no lo hago yo, lo hace usted —le contestó Sebastián—. Es en el aula donde surgen los verdaderos cambios, esos que no resuelven un problema de manera momentánea, sino para siempre, porque se creó conciencia al respecto.
El profesor asintió con velado orgullo y volvió a tomarlo del brazo para hablarle de cerca.
—Menos mal que nadie está escuchando, porque por primera vez tengo que decir que concuerdo con vos —respondió.
Sebastián rio y comprobó una vez más que muchas de las discusiones que en la adolescencia había tenido con los adultos no habían sido más que enfrentamientos vanos. Sucedía que los veía iguales a su padre, y él necesitaba descargar en alguien la frustración de que su familia no lo acompañara en sus elecciones.
En ese mismo momento, pensó en la hija de Malena y en el dolor que debía sentir ante la ausencia de su padre. Quizás la niña también pensaba que no era valorada, y eso lo puso triste. Descubrió que había otra persona, además de las que ya conocía, a la que también quería ver feliz.
Su mirada se cruzó con la de Malena, que en ese momento conversaba con una excompañera a unos pasos de él, y ella le sonrió con calidez. Al parecer percibió sus tribulaciones, porque enseguida borró la sonrisa, pidió disculpas a su interlocutora y se aproximó a él para darle otro abrazo.
Le rodeó la cintura y alzó la cabeza para mirarlo.
—¿Estás bien? —le preguntó.
Sebastián le peinó el cabello hacia atrás, aprovechando para acariciarle las mejillas mientras lo hacía.
—Si no me hubieras propuesto venir a esta fiesta, jamás lo habría hecho —confesó—. La verdad es que reservé el lugar por vos y luego vine rogando volver a verte, pero fue otro de tus interminables aciertos, porque me hizo muy bien.
—Lo hago sin darme cuenta —aclaró Malena, sonriente.
Sebastián le rodeó la cara con las manos, la atrajo hacia él y la besó en los labios antes de responder:
—Eso es porque estás hecha a mi medida.
«Hecha a mi medida», repitió Malena mientras apoyaba la cara en el pecho de Sebastián y cerraba los ojos. El calor del cuerpo masculino la envolvió como un manto que brindaba a su alma plenitud y serenidad. Era tan inmenso el amor que sentía por él, que parecía llenarla por completo.
Sebastián la meció con suavidad mientras le besaba la coronilla.
—Me parece que es hora de irnos —dijo.
—Estoy de acuerdo —asintió Malena.
Estaban agotados de retener sus impulsos, y aunque no se preguntaban si ese era el lugar indicado para manifestarse tanto cariño, ninguno de los dos podía controlarlo.
Atravesaron la puerta de la escuela de la mano. Malena pretendió dirigirse a la calle en la que había estacionado el auto, pero Sebastián se lo impidió quedándose quieto. La arrastró hacia donde estaba él sin soltarle la mano y ella lo enfrentó riendo. En ese momento, un relámpago iluminó el cielo y los dos miraron hacia arriba.
—Estamos condenados a mojarnos —bromeó Malena.
—Voy a hacer que ames la lluvia —prometió él—. Te espero en Barracas.
—No veo la hora de estar ahí.
Sebastián le soltó la mano y ella caminó rumbo a su auto. Condujo rápido, agradecida de que casi no hubiera tránsito. Ansiaba llegar a destino; sabía que allí le esperaba seguir naciendo a una libertad soñada y a una felicidad distinta de todas las que había conocido.
Comenzó a llover a mitad del trayecto. Una vez en Barracas, estacionó al mismo tiempo que Sebastián y los dos bajaron de sus vehículos como si hubieran estado coordinados.
—Venías a mi velocidad —la regañó él. Le hubiera gustado llegar antes que ella y preparar algo especial para recibirla, pero no tuvo tiempo.
Malena dio un paso adelante y se detuvo. Sebastián completó los que faltaban hasta encontrarse con ella en medio de la calle y la abrazó por la cintura. Se besaron sin reservas, mientras ella le acariciaba las mejillas y él la apretaba contra su pecho, como si nada más existiera.
Un bocinazo los obligó a volver a la realidad. Decidieron cruzar la calle tomados de la mano, corriendo. Mantuvieron la compostura en el palier común, pero en cuanto la puerta del ascensor se abrió, volvieron a sumergirse en el beso.
Acorralada por el cuerpo de Sebastián, Malena se apoyó en la baranda que rodeaba el cubículo y asentó una mano en el espejo. Pronto se resbaló por efecto de la humedad, dejando una marca.
Al oír el sonido que indicaba que habían llegado a su piso, Sebastián la sentó sobre su cadera y ella lo rodeó con las piernas. No dejó de besarlo mientras él la llevaba al departamento.
La dejó delante de la puerta, mirando hacia la madera blanca mientras él se apoyaba en su espalda con la llave en la mano. Su boca hurgó entre el castaño cabello húmedo y alcanzó el cuello para besarlo. Su mano libre inclinó la cabeza de Malena hacia un costado y liberó el espacio para que sus labios pudieran seguir provocándola. Ninguno de los dos tenía la lucidez suficiente como para pensar en los vecinos.
Como notó que, sin mirar, él jamás atinaría a la cerradura, ella le rodeó la muñeca con los dedos y miró hacia abajo para llevarlo al sitio indicado. Finalmente, la llave giró y la puerta se abrió, arrojándolos adentro.
Malena se apartó de Sebastián y caminó hacia el sillón, donde se sentó mientras él cerraba la puerta. Pensó que Sebastián se arrojaría sobre ella tan rápido como fuera posible, pero eso no sucedió. Tan solo se quedó de pie, contemplándola, y sonrió.
—No puedo creer que estés acá —susurró, envidiablemente sereno. Malena lo observaba, agitada—. ¿Te diste cuenta? El sábado pasado estabas sentada en ese mismo lugar, pero nos despedimos antes de tiempo. La vida se empeña en devolvernos a los puntos donde nos perdemos, como si quisiera que recuperemos el tiempo. Cuando hace dieciocho años te dije que quería tenerte, no estaba mintiendo —siguió aclarando él mientras se quitaba el pulóver y lo arrojaba al suelo—. No quiero que dudes respecto de que te quiero —agregó desprendiéndose los botones de la camisa—. Siempre te amé, pero por ese entonces tenía que estudiar, y pensé que después iba a pasar la vida en lugares peligrosos, viendo cosas que jamás querría que vos vieras también —arrojó la camisa al piso y comenzó a caminar hacia ella—. Necesito que me creas, no podría vivir sabiendo que pensás que sos mi premio consuelo.
—No pienso eso, te lo juro —se apresuró a aclarar Malena con seguridad—. Tenía miedo, Sebas… todavía lo tengo.
Él se arrodilló frente a ella y le tomó el rostro entre las manos.
—Ya lo sé —susurró contra su boca y la besó.
Malena cerró los ojos, atrapada por la caricia que los labios de Sebastián le regalaban. Ahora que se entregaba a sus sentimientos, todo se magnificaba y se convertía en lo más especial que había vivido nunca.
Sin dejar de besarla, él le quitó la campera mojada y se encontró con la remera. No le impidió acariciarle la piel de los hombros y besarla. Malena, que todavía tenía los ojos cerrados, los apretó más y echó la cabeza atrás para disfrutar las sensaciones que no eran nuevas, pero parecían más especiales ahora. No solo su cuerpo experimentaba las caricias, sino también su alma abierta, y eso solo podía traducirse en felicidad.
Sintió que las manos de Sebastián se trasladaban por los costados de su cuerpo hacia el pantalón. Él le bajó el cierre y deslizó la prenda junto con su ropa interior. Tuvo que quitarle las botas antes de deshacerse de lo demás. Cuando terminó con todo, alzó los ojos y se encontró con los de Malena. Ella lo miraba con los labios entreabiertos y el deseo manifiesto en sus pupilas. Entonces sonrió, regalándole lo que para ella era la expresión más pasional y templada que había visto nunca. Del mismo modo estiró una mano y le acarició una mejilla.
—¿Me vas a llevar a volar hoy? —le preguntó. Malena sonrió.
Sebastián se elevó para volver a besarla y ella respondió apretándole la nuca. Un instante después, colocó las manos sobre sus hombros desnudos, para luego acariciar sus brazos. Mientras eso sucedía, trasladó el beso al mentón de Malena y de allí, a su cuello. Arrugó la remera sobre los pechos y entonces pudo besarle el esternón, el vientre, la cadera y la ingle.
Después de hacer eso, se puso de pie, acariciando a Malena mientras subía. Le besó el vientre, el esternón y la clavícula hasta llegar a la cara. Le tomó la cabeza con una mano, la pegó a sus labios e inmiscuyó su lengua lenta y cálida por entre los de ella.
La hizo recostarse y avanzó de rodillas entre sus piernas. Desde allí trazó una línea recta desde su ombligo hasta su boca con algunos dedos.
—Hoy pasamos una noche hermosa —le dijo Malena con una sonrisa.
Sebastián la miró. Llevaba impreso tanto amor y deseo en los ojos, que ella tembló.
—La primera de todas las noches hermosas que vamos a pasar por el resto de nuestras vidas —le hizo saber mientras le quitaba la remera.
Feliz de solo escucharlo, Malena supo que iban a ser uno, no solo porque se sus cuerpos se unieran.
Él siguió acariciándola despacio.
—Te gusta torturarme —insinuó ella con voz traviesa.
Sebastián respondió con una sonrisa tan atractiva, que Malena pensó en devorarlo.
—Es una de mis actividades favoritas —le contestó mientras le acariciaba una pierna desde el pie hasta la cadera.
—¿Y la otra cuál es? —interrogó ella, sedienta.
—Leerte —acabó confesando él—. En este momento, por ejemplo, leo que me estás deseando —agregó con voz profunda e hizo una pausa—. Ahora leo que querés que esto avance, pero todavía puedo seguir torturándome —Malena lo miró, pensando que se había equivocado de pronombre. Sebastián sonrió al comprobar que, en efecto, podía leer muy bien a Malena: acababa de interpretar sus pensamientos—. No, no me equivoqué —aclaró—. Yo también me estoy torturando.
Envuelta en el deseo atroz que experimentaba cada vez que Sebastián la miraba, cada vez que lo respiraba y que lo tenía cerca, ansió que él ya no resistiera más la tortura y a la vez que fuera eterna. Tembló cuando Sebastián se sostuvo sobre ella, y él la miró en silencio: tenía los ojos cerrados y se mordía el labio; sus mejillas estaban rojas… Parecía un sueño.
Pasó la mano por su frente y enredó los dedos en su cabello.
—Mirame —ordenó. Ella obedeció al instante—. Te amo —le dijo al tiempo entraba en ella despacio.
Malena le tomó el rostro entre las manos.
—Te amo —respondió, y luego comenzó a reír entre jadeos. Sebastián continuaba amándola con cada movimiento—. Te amo —repitió y tragó con fuerza.
Un beso le robó el aliento. Comenzó en su boca, pero pronto se trasladó a su mejilla y de allí a su mentón. Siguió camino hacia el cuello y se perdió en sus pechos. Un instante después, regresó a sus labios, y entonces ya no pudo contenerse. Los dos hallaron la libertad que tanto habían estado buscando.
—Sos hermosa —le dijo él.
Su voz ya no sonaba recubierta de deseo, sino del más puro amor.
Malena lo abrazó y pasó un tiempo así hasta recuperar la energía suficiente para dar una respuesta. Recordó que en algún momento de su relación no se había atrevido a confesar sus sentimientos, y no pudo comprender cómo había soportado sin hacerlo.
—Vos sos hermoso —expresó—. Te amo.
Sebastián se apartó de su abrazo para mirarla otra vez a los ojos. Malena percibió tanto en esa mirada, que tembló como cada vez que se cruzaba con esos ojos.
—¿Y ahora qué estás leyendo? —le preguntó.
Él le devolvió la sonrisa con un aire de paz que ella adoró.
—Me gusta leer tu amor —contestó.
Después se recostó a su lado y la abrazó; la temperatura de sus cuerpos descendía rápido y quería protegerla con su calor. Malena escondió la cara contra su cuello y respiró su perfume, convencida de que a partir de ese día, todo sería mejor.
Permanecieron allí mucho tiempo, hasta que el frío de la habitación hizo que Sebastián la moviera para ir a la cama. Descubrió que ella estaba dormida, entonces la alzó en brazos para llevarla. Malena despertó en medio del trayecto, y aunque al principio no supo dónde se encontraba, pronto comprendió lo que sucedía y le rodeó el cuello con los brazos para sentirse más segura.
En cuanto Sebastián la dejó sobre la cama y la cubrió con la sábana, ella se acurrucó y volvió a dormir. Cuando él se instaló a su lado, giró sobre sí misma, pasó un brazo por sobre el vientre de él y se acurrucó contra su costado. Sebastián volvió a abrazarla y la besó en la frente. Sentía que su corazón se llenaba cada vez que la tenía cerca y jamás dejaría de ser así.