16

Malena despertó cuando oyó que su celular sonaba en el living. Se removió contra Sebastián y abrió los ojos despacio, no quería levantarse de la cama.

—Sebas… —murmuró.

Él rio al comprender su intención, la besó en la mejilla con ternura y fue en busca del teléfono. Al regresar, encontró a Malena sentada en la cama, frotándose los ojos y sonriéndole en gesto de agradecimiento. Sin embargo, toda expresión divertida se borró de su rostro en cuanto descubrió que en la pantalla aparecía el número de su casa. Atendió muy rápido y se encontró con la voz de su mucama.

—Me preocupé —le dijo la mujer—. A más tardar en una hora tengo que estar en mi casa, y como no volvías…

Malena se disculpó y, después de cortar, se le ocurrió mirar la hora por primera vez desde la noche anterior. Eran las diez de la mañana.

—Me tengo que ir —dijo a Sebastián—. Quedé en ir a comer a la casa de mis padres a la una, y además, la señora que cuida a Valen ya se tiene que ir. ¿Venís conmigo? —propuso con tanta naturalidad, que Sebastián se asustó. Permaneció un instante en silencio, sin entender su repentino cambio de actitud.

—¿Estás segura? —preguntó.

Malena se arrodilló en la cama, le atrapó el rostro entre las manos y lo miró a los ojos.

—Como de nada en toda mi vida —contestó.

Aunque los ojos de Sebastián brillaron, él negó con la cabeza.

—No quiero que sientas que te presioné de alguna manera —dijo—. Si lo hice, te pido perdón. Solo quería saber que en algún momento la situación iba a cambiar. Quería que superaras ese miedo que te hacía mantenerme cerca y a la vez distante, pero no que…

Malena sonrió y lo interrumpió apoyando un dedo sobre sus labios.

—Me siento feliz cuando estamos juntos, y si yo soy feliz, creo que Valen también lo será —aseguró—. Me haría muy bien que mi hija y mi familia te conocieran.

Sebastián sabía que, para Malena, presentarle a su hija era el acto de amor más puro que podía demostrar. Valentina era lo más importante para ella, valía más que su propia vida, y se sentía bendecido porque deseara que él la conociera.

—A mí también me gustaría mucho conocerlos —respondió.

Malena volvió a sonreír.

—Entonces, ¿qué estás esperando para ducharte? —preguntó con entusiasmo.

Él le rodeó la cintura y la pegó a su pecho.

—Que te duches conmigo —contestó.

Malena aceptó sin dudarlo.

Después del baño, cada uno se dirigió a su auto. Una vez frente a su casa, Malena guardó su vehículo en el garaje y Sebastián estacionó en la puerta. Ella lo llamó desde adentro, y él se metió antes de que el portón terminara de cerrarse.

Sebastián pensó que notaría a Malena nerviosa, como se había puesto él antes de presentarle a su hermano, pero eso no sucedió. Se la veía radiante, tan feliz y segura, que quien se puso nervioso fue él. De pronto sintió que estaba a punto de correr el peor riesgo de su vida: él jamás había sido un buen padre, podía comprobarlo gracias al modo en que había fracasado con Elías, así que posiblemente Valentina tampoco sintiera simpatía por él. A decir verdad, nunca había interactuado demasiado con niños y no tenía idea de qué hacer para caerles bien: no sabía de juegos infantiles, ni de chistes ni de monerías. Era en reglas generales una persona seria y aburrida que había fracasado al ponerse en el lugar de padre de su hermano, y si Valentina no lo quería, sería difícil que Malena permaneciera a su lado.

Reaccionó cuando ella abrió la puerta que daba a la casa y se adentró por el pasillo que llevaba al living.

—Graciela, ya llegué —anunció a su mucama.

Sebastián entró con pasos lentos. Se detuvo en cuanto cruzó la puerta, con un respeto casi exagerado por el lugar. Jamás pensó que lo atravesarían tantas sensaciones al pisar aquella casa: comenzó a imaginar el pasado que había acontecido allí, al hombre que había compartido ese hogar con Malena y el dolor que ella había atravesado entre esas paredes, y de ese modo, su presente se opacó fuera de su voluntad.

A pesar de que allí vivía una niña de siete años, todo estaba ordenado. El piso era de madera, había una chimenea y sillones claros. La escalera estaba a un costado, y en el fondo había una puerta abierta que daba a la cocina. Fue allí a donde Malena se dirigió, dejándolo solo en el living. O eso creyó.

—¿Mamá? —oyó.

Giró la cabeza hacia la vocecita y descubrió a la preciosa niña de cabello rojizo que había visto en una foto. Acababa de sentarse en el sofá. Estaba semicubierta por una frazada y se refregaba los ojos, como había hecho su madre al despertar. De pronto los abrió y se quedó mirándolo. Un instante después, sonrió.

—Hola —lo saludó.

—Hola —respondió Sebastián, quieto como si, después de tantos años, fuera él quien se había congelado frente a un pizarrón.

Tenía miedo. Miedo de no encajar en la vida de Malena, de no ser suficiente para ella y para una niña que, como su madre, también tenía las ilusiones rotas.

En ese momento, Malena apareció con la empleada detrás. Hablaban de algo que Sebastián no entendía, recién reaccionó cuando notó que Malena lo miraba.

—Sebas, ella es Graciela, y ella… —dijo mirando a su hija— es mi Valen, ¡mi lucecita! —exclamó antes de arrojarse al sillón donde Valentina la esperaba con una enorme sonrisa y los brazos abiertos.

Se abrazaron y después la niña se sentó sobre su falda. Malena seguía sonriendo mientras la miraba.

—¿A qué hora te fuiste a dormir? —le preguntó, tocándole la nariz.

—Temprano —aseguró la niña.

Malena miró a Graciela con el ceño fruncido.

—¿A qué hora? —indagó.

—Tarde —contestó la señora.

—¡¿Tarde?! —exclamó Malena, otra vez mirando a la niña—. ¿Qué dijimos de respetar lo que te pide Graciela?

—Es que en la tele estaban dando Pocahontas, y la tenía que ver. ¡Era sábado! —se excusó la niña.

—La alquilamos y la mirás de día —discutió su madre. Después miró hacia atrás—. Sebas, ¿podés abrirle a Graciela? —pidió—. Gracias.

Recién entonces, él se atrevió a moverse. Se dirigió a la puerta, la abrió y se despidió de la señora que lo estudiaba con curiosidad. Luego volvió a mirar a Malena. Todo ese tiempo la había contemplado, disfrutando de la dulzura y el amor que se imprimían en su rostro cuando miraba a su hija. Su sonrisa se iluminaba y en sus ojos latía el cariño más profundo que un ser humano puede sentir, ese que lo liga a otro hasta su muerte. Era un nuevo aspecto de Malena en el que la vio igual de hermosa que en los demás.

—¿Vamos a bañarnos para ir a casa de los abuelos? —propuso ella a su hija. La niña negó con la cabeza.

—Sin bañarme, por favor —rogó.

—¡Sucia! —bromeó Malena, haciéndole cosquillas—. ¡Subí ya las escaleras! Podés elegir tu ropa.

Con esa simple frase logró convencerla: Valentina saltó del asiento. Sin duda estaba dispuesta a correr hacia las escaleras, pero había olvidado por completo que su madre y ella no estaban solas, por eso al ver a Sebastián se quedó quieta. Malena se dio cuenta, entonces se agachó detrás de ella y la abrazó por la espalda.

—Valen, él es mi amigo Sebas. Nos conocemos desde que mamá tenía diecisiete años —contó.

—¡Hace mil años! —exclamó la niña.

Malena rio, y Sebastián tampoco pudo contener la risa.

—¡¿Mil años?! —se quejó ella—. ¡Nos estás diciendo viejos!

—Bueno, cien —trató de arreglarlo Valentina.

Malena la tomó de la mano y la condujo a las escaleras.

—Dejá, mejor no hables más —le sugirió en broma. Después miró por sobre el hombro a Sebastián—. Estás en tu casa —le indicó y desapareció arriba.

Él se sentó en el sofá que antes ocupaba la niña y miró alrededor. Volvió a estudiar el ambiente y a adivinar cosas, como siempre hacía.

Todavía con una extraña sensación en el pecho, Malena se sentó en la tapa del inodoro mientras su hija se bañaba y desde allí llamó a su madre.

—¿Cómo estás, Male? —le preguntó Esther—. ¿Ya vienen?

—En un rato. ¿Papá está preparando asado?

—Sí, ¿por qué?

Malena suspiró. Señaló a Valentina el jabón para que no tuviera reparos en utilizarlo un poco más, y luego contestó:

—Valen y yo… no vamos a ir solas.

Se produjo un instante de silencio, no hizo falta que explicara más. Por su tono de voz, Esther comprendió a la perfección a qué se refería.

—Male, ¡qué alegría! —exclamó.

Malena percibió alivio en la voz de su madre. Sin duda, que fuera a presentarle a alguien para ella quería decir que había superado lo de Álvaro.

—¿Podés preparar algún tipo de ensalada sin huevo ni queso ni nada de origen animal para sustituir una porción de asado? —pidió, omitiendo hacer aclaraciones.

—¿Por qué? —se sorprendió Esther—. ¿Es alérgico?

—Es vegano.

—Ah. Oh. Bueno, si me hubieras avisado antes podría haber buscado alguna receta y… —se inquietó la mujer.

—No te preocupes —la interrumpió Malena—. Con que tengas algo sencillo es suficiente.

—Male… —intervino Esther, con la voz otra vez rebosante de alivio—. De verdad me alegro mucho.

—Gracias —contestó Malena, tratando de evitar reacciones exageradas—. Te dejo porque Valentina se hace la zonza y no se quiere bañar. Nos vemos en un rato.

Después de despedirse de Malena, Esther cortó el llamado y se dirigió al comedor, donde su hija mayor doblaba servilletas.

—Andre, no sabés… —le dijo—. Me llamó Malena, dice que viene con un hombre.

Andrea dejó escapar una carcajada.

—¡Así que no iban a durar mucho! —exclamó con ironía.

—¿Qué? ¿A vos ya te había hablado de él? ¿Vos ya sabías que se estaba viendo con alguien? —indagó Esther, sorprendida.

Andrea se encogió de hombros.

—Me pidió que cuidara a Valen algunos fines de semana y que no le dijera nada a nadie, así que conservé el secreto. Cuando le pregunté con quién se estaba viendo, evitó las preguntas. Eso es todo lo que sé.

—¿Será el dentista? —arriesgó Esther.

—Por favor, mamá, cuando se siente en la mesa no lo estudies como a un insecto en el microscopio, te lo pido por favor —se apresuró a ordenar Andrea.

—¿Qué decís? ¡Yo no soy tu padre! —se ofendió Esther—. Por cierto, le tengo que avisar.

Salió de la casa sin decir más y se dirigió al quincho, donde su marido preparaba el asado. Su yerno ponía la mesa y sus nietos correteaban por el jardín.

—Alberto —susurró.

—¿Me trajiste el chimichurri? —interrogó el hombre sin quitar su mirada de la parrilla.

—Malena viene con un hombre.

Tras escuchar esas palabras, Alberto dejó todo lo que estaba haciendo y se concentró solo en su mujer.

—Por Dios, Esther —farfulló—. Espero que no sea otro editor mandaparte como Álvaro.

—No seas prejuicioso, Alberto, ni actúes como padre de una adolescente, por favor —lo regañó su esposa.

—A ese hijo de su madre no le gustaba venir acá, venía por obligación y se iba lo más rápido posible. ¿Este qué hace? ¿También se la da de Rockefeller?

—No sé qué hace. Es un vegano, o algo así.

—¡¿Un vegano?! ¿Me va a traer a mi casa un tipo que come pasto como un caballo?

Esther apoyó una mano sobre el brazo de su marido y le dedicó una mirada comprensiva.

—Yo también tengo miedo, pero tenemos que darle una oportunidad, ¿no? No todos los hombres le van a romper el corazón. Por favor, sé bueno con él, hacé que se sienta bienvenido, como pienso hacer yo. Estoy segura de que a la que más le costó vencer el miedo fue a nuestra hija, y si se anima a traerlo a casa, es por algo.

Alberto lo meditó un momento y acabó asintiendo sin demasiado entusiasmo, pero con convicción.

Media hora después, Andrea oyó un motor demasiado cerca de la casa. Se asomó por la ventana. Un Peugeot 208 blanco acababa de estacionar, y estaba segura de que Malena estaba a punto de bajar de él.

Abrió antes de que sonara el timbre. Para entonces, su hermana ya estaba en la vereda, abriendo la puerta del auto para que descendiera su hija.

—¡La reja está abierta! —gritó para que la oyeran y así no tener que moverse.

En ese momento, el conductor apareció y se robó su atención.

—Ah, bueno… —murmuró Andrea con la boca abierta.

Entrecerró los ojos e hizo varias deducciones en apenas un instante: aunque el novio de su hermana era muy atractivo, no contaba con el tipo de belleza de los refinados como Álvaro. De hecho se había sorprendido al verlo porque ese hombre y su excuñado no tenían nada en común. Mientras Álvaro se la pasaba de pantalón de vestir y camisa blanca, el misterioso nuevo candidato vestía un pantalón de jean color crema, una camisa gris topo ajustada al cuerpo, una campera marrón desprendida al tono de los mocasines deportivos y un pañuelo verde oscuro en el cuello. Tenía el tamaño de un deportista y el rostro duro de un aventurero. Sin embargo, dedujo que su hermana no se arriesgaría a tanto, así que podía ser abogado, tal vez contador. Inclinó la cabeza hacia un costado y desde ese ángulo le pareció que en realidad tenía más bien pinta de médico.

—¡Hola! —saludó a Malena, que en ese momento se le acercaba con Valentina de la mano.

Se besaron en la mejilla y entonces llegó el momento de saber el nombre del invitado. Gonzalo, Mauricio…, imaginaba Andrea.

—Sebastián, ella es mi hermana Andrea —los presentó Malena.

—Hola, Andrea —la saludó él, con tanta seguridad que la impactó.

Andrea sonrió, sorprendida por la fuerza de su voz. Hablaba en tono bajo y sereno, pero subyacía en él una especie de poder que la llevó a comprender por qué su hermana habría sucumbido a los exóticos encantos de ese hombre.

Ella respondió al saludo y después los hizo pasar. Para cuando entraron a la casa, Esther llegaba secándose las manos con un repasador. —¡Valen! —exclamó con los brazos abiertos.

Malena iba a acercársele para saludarla, pero Valentina lo hizo primero. Un instante después, con la niña todavía prendida de su ropa, Esther avanzó hacia Sebastián y le sonrió.

—Hola, soy Sebastián —se presentó él, ofreciéndole su mano.

—Esther —respondió la mujer, estrechándosela.

Hasta el momento, a Sebastián le pareció que Andrea se divertía y que Esther, en cambio, era cautelosa pero amable; sin duda deseaba que su hija fuera feliz. Cruzaron algunas palabras acerca del hermoso día de sol que les había tocado en suerte y después se dirigieron al quincho.

Al atravesar el jardín, Sebastián divisó a dos niños que jugaban debajo de un limonero. Valentina se les unió y solo llegaron al quincho los adultos. Allí le presentaron a Iván, el marido de Andrea, y después lo saludó Alberto, el padre de Malena. Solo con estrecharle la mano percibió que el hombre ocultaba temor tras su rudeza, y deseó poder demostrarle algún día que ahora había alguien tan dispuesto como él a proteger a Malena.

—Así que no comés asado —comentó Alberto después de saludarlo.

—¡Alberto! —lo regañó su esposa. Sebastián rio.

—¡No sabés lo que te perdés! —continuó el hombre—. Yo era el mejor asador de Ranelagh. Cuando trabajaba en la fábrica de vidrio, nos juntábamos los domingos, y ¿a quién elegían siempre para asar? —se señaló el pecho, orgulloso, y siguió hablando de su juventud un largo rato.

Media hora después, estaban sentados a la mesa, aplaudiendo al asador. A Sebastián, que estaba acostumbrado al silencio, le pareció que era una familia ruidosa pero encantadora, de gente sencilla y simpática que procuraba que su visita se sintiera bienvenida.

—Si Malenita me hubiera avisado antes que venías, te habría preparado algo mejor —se excusó Esther al entregarle una simple ensalada.

—¿Lo preparó usted? —le respondió él. La señora asintió—. Entonces debe estar muy bien.

Esther rio.

—Sos todo un comprador —bromeó. Sebastián también rio.

—¿A qué te dedicás? —le preguntó Andrea un rato después.

—Vendo autos.

—¡Qué interesante! —comentó Iván—. Por curiosidad, y si no lo tomás a mal, ¿es un negocio que cayó o repuntó en los últimos años?

Oh, no, una conversación que conlleve economía o política no, rogó Malena en su interior. No tenía idea de cuál era la postura de Sebastián respecto de esos temas y no quería que la reunión acabara en una discusión. Era sabio el dicho que expresaba que en la mesa no se debe hablar de fútbol, política ni religión.

—En algún momento de la historia todo negocio tiene que caer, y en otro, repuntar —contestó él—. Actualmente no es fácil, pero con planes de pago para el cliente y acuerdos entre las empresas y el gobierno, se puede seguir adelante. La discusión que siempre tengo con gobernantes y grandes empresarios no es sobre costos, sino sobre por qué no hacen algo para que los vehículos que lanzan al mercado contaminen menos.

—Debés ser uno de los pocos vendedores de autos que se preocupa por eso —se sorprendió Iván.

—Sí —contestó Sebastián—. Por eso los cambios son lentos.

—¿Y dónde se conocieron? —interrumpió Andrea con una mano bajo el mentón.

Sebastián miró a Malena, que en ese momento agradecía en silencio que la conversación sobre economía hubiera salido tan bien. Al parecer todavía le costaba relegar la imagen de Sebastián adolescente y apropiarse de la adulta.

Ella le sonrió.

—En la secundaria —respondió por los dos.

—¿Cómo que en la secundaria? —rió Andrea.

Todos los miraban como si estuvieran viendo una película de amor.

—Él entró al colegio en el último año, por eso posiblemente no lo recuerden —explicó Malena.

—¿Pero eran amigos? —interrogó Esther—. ¿Vino a tu cumpleaños?

—No, no vino a mi cumpleaños —respondió Malena—. En esa época no éramos precisamente amigos. Lo odiaba, ¡por Dios! —asumió, y lo miró—. Me hiciste pasar la peor vergüenza de mi vida cuando estaba dando lección.

—Estabas diciendo la porquería esa del libro de texto —se defendió él entre risas.

—Sí, eso es cierto —reconoció ella.

—¡Qué lindo! ¿Y cómo se reencontraron? —siguió preguntando Andrea.

—En un consultorio médico —contestó Malena—. Mamá, si tenés el álbum de fotos de mi graduación, seguro aparecemos los dos ahí.

—¡Lo tengo! —exclamó Esther y se puso de pie, entusiasmada.

Después de quince minutos, regresó con el álbum y algunas tazas de café. Entonces, la nueva conversación que se había iniciado se interrumpió para prestar atención a las fotos.

—¡Qué peinado! —se burló Andrea, observando el cabello abultado de su madre en una imagen de la entrega de medallas del colegio.

—¡Ahí estás! —exclamó Malena, señalando una foto donde había salido Sebastián.

—¡Por Dios! ¡Eras un reo! —bromeó Andrea. Todos rieron.

Pasaron viendo las fotos, riendo y bromeando largo rato hasta que Malena miró hacia afuera.

—Hay demasiado silencio, y en Valen eso es peligroso —dijo—. Voy a ver qué está haciendo.

—¿Querés que vaya yo? —le ofreció Sebastián.

—¿Lo harías? —preguntó ella—. Gracias.

Él asintió, se puso de pie y salió. En cuanto lo vio alejarse, Alberto se cruzó de brazos.

—Lo único que no me gusta es que coma pasto —comentó—. Vos no te vas a convertir en una comepasto también, ¿no? —preguntó, mirando a su hija.

No, yo solo como libros, se le ocurrió a Malena, pero claro que no podía verbalizar eso, era un código que solo entendían Sebastián y ella.

—¡No seas tonto! —lo regañó Esther—. No se habla de la gente que no está presente.

—Es raro… —reflexionó Andrea con los ojos entrecerrados, haciendo caso omiso a lo que decía su madre—. Vende autos, pero no come carne y le preocupa la contaminación. Alguien que se preocupa por eso, no vendería autos, porque contribuiría a…

—Es difícil de explicar —la interrumpió Malena—. En realidad vende autos porque no le quedó otra opción. Es… activista.

Andrea sofocó una risa.

—Perdón —masculló—. Ahora entiendo por qué decías que no iban a durar mucho tiempo juntos.

Malena frunció el ceño por sobre su taza de café y la escrutó, tratando de comprender cuál era la razón que su hermana estaba suponiendo. Cuando creyó comprenderla, contraatacó.

—Estás equivocada, gana más que todos nosotros juntos —defendió—. No es un vago ni alguien poco emprendedor, deberías estar orgullosa de la gente como él. Además, estás contando algo que yo te dije de manera privada, en público.

—Somos tu familia, nadie lo va a usar en tu contra —replicó Andrea en su defensa—. Además, sos vos la que está equivocada. En lo personal, no me importa si es emprendedor o no, solo me importa que te haga bien. Si me reí fue porque vos de ambientalista no tenés un pelo, y jamás te hubiera imaginado con alguien así. Parece una buena persona, y me alegra por vos y por Valen, porque se te nota más feliz. Por otro lado, ¡por fin salís con un tipo lindo!, siempre salías con cucos —la increpó. Todos rieron.

En el jardín, Sebastián encontró a Valentina armando una montaña de tierra.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó. Su voz sonó tan serena como de costumbre, pero por dentro el pulso se le aceleró.

La niña lo miró con sus bellos ojos marrones muy abiertos. El cabello rojizo le caía como una cascada, adornado por una hebillita en forma de corazón. Era tan bonita como su madre y le provocaba profundos vuelcos en el corazón.

—Estoy investigando —respondió ella—. ¿Querés investigar? ¿A vos qué te gusta hacer?

Sebastián se sentó a su lado, dudoso acerca de qué responder. Finalmente, decidió decirle la verdad, convencido de que Valentina podría comprender, que no lo iba a juzgar.

—Yo… curo animales —confesó en voz baja.

—¿De verdad? —se sorprendió la niña—. ¡Yo también quiero curar animales cuando sea grande! ¿Cuál es tu favorito? —indagó.

Entre sorprendido y divertido, él dudó.

—Creo que el delfín —contestó.

—¡El mío también! —exclamó Valentina, cada vez más entusiasmada con la conversación.

—¿En serio?

—¡Sí! —siguió respondiendo ella mientras se ponía de pie—. ¿Alguna vez viste un delfín de cerca?

—Sí —respondió Sebastián—, ¿y vos?

—Sí, en el acuario.

—Lo imaginé, pero ese no es un buen lugar para ver delfines —le hizo saber él. Ella lo miró con desconfianza.

—¿Por qué no? —preguntó.

—Porque no es un buen lugar para ellos —le explicó Sebastián—. El encierro y la falta de compañía los hace sufrir, y cuando uno ama a alguien, no quiere que sufra. ¿Amás los delfines? —interrogó.

—¡Sí! —contestó ella, muy segura.

—¿Y querés que sufran? —siguió preguntando él.

—No —negó Valentina, con la voz y con la cabeza.

—Entonces tenés que ir a verlos a su hábitat.

—¿A su qué?

—Al lugar donde viven —aclaró Sebastián—. Los océanos, el Caribe… o por fotos. Es por su bien.

—¿Dónde queda el Caribe?

—¿Viste alguna vez un mapa del mundo? ¿Ubicás nuestro país ahí? —preguntó. Valentina asintió con la cabeza—. Hacia arriba, en el medio.

Después de un momento de silencio, ella sonrió.

—Algún día voy a ir —aseguró.

—Oh, sí, es un hermoso lugar para visitar —asintió él.

—¿Vamos a ir a ver delfines? —propuso la niña.

Sebastián se sorprendió de que lo incluyera en la excursión, pero le pareció un buen proyecto que deseó concretar alguna vez.

—Sí, ¿por qué no? —replicó.

Valentina esbozó otra bella sonrisa y le entregó una ramita.

—Es para investigar —le aclaró ante su mirada confundida. Cuando él aceptó el instrumento, ella volvió a recostarse en el piso—. Tenés que hacer una montañita de tierra y después poner una hormiga sobre el montón, a ver si puede bajar.

—Está bien, pero solo una vez, porque esa hormiga tiene que trabajar y no es justo que la usemos para entretenernos —aceptó Sebastián y comenzó a hacer su propio montículo—. ¿Vos dirigís la operación? —indagó.

—Yo soy tu jefa —aclaró la niña.

—Lo que usted diga, jefa.