17
Los dos meses siguientes pasaron tan rápido para Malena, que parecieron días.
Sebastián la llevó junto con Valentina al lugar que había quedado pendiente cuando ella había elegido la mano del anillo en su primera cita, que resultó ser el Planetario. Allí él tenía un amigo que les permitió realizar observaciones y les explicó tantas curiosidades que Valentina estaba con la boca abierta.
Siempre que se veían le enviaba algo para su hija, o se lo daba personalmente cuando salían los tres juntos: golosinas naturistas que Malena no tenía idea de dónde sacaba, libros para colorear, instrumentos de «investigación». Gracias a él, la habitación de la niña se había convertido en una jungla de objetos: Valentina ya tenía un kit de doctora, un microscopio, elementos de jardinería, instrumentos de botánica y decenas de artefactos similares cuyos nombres solo conocían Sebastián y su hija.
Ellos pasaban tiempo juntos, a veces en sus «investigaciones», otras mirando alguna película o conversando sin que ella tuviera idea de lo que hablaban. A solas, él siempre se lo contaba. Valentina le confiaba situaciones que le pasaban en la escuela, cargadas de sus compañeros y retos de la maestra, pensando que su madre se enojaría si se enteraba. Sebastián potenciaba todo lo que a Valentina le gustaba, y se notaba que ella había forjado un lazo con él: cada vez que lo veía, saltaba y gritaba «¡Sebas!»
Ya estaban en junio y las ventas de la librería bajaban drásticamente. Era una época tranquila que Malena aprovechaba para leer y ocuparse de asuntos que quedaban pendientes del resto del año.
Estaba sentada en la caja, leyendo una novela, cuando su celular sonó. Lo recogió del mostrador y vio que el llamado era de Sebastián.
—Amor —atendió.
—Hola, preciosa —la saludó él—. ¿Cómo estás?
—A punto de disfrazarme de Barney para que alguien entre a comprar un libro —respondió Malena. Sebastián rio.
—Me parece que funcionaría mejor si te disfrazaras de conejita de Playboy, pero no quiero que otros te vean así, solo yo —contestó. Esa vez, fue ella la que rio—. Escuchame, bonita, el 4 de julio es mi cumpleaños. Cae viernes y mis amigos insisten en que hagamos algo. Iba a recorrer algunos restaurantes para elegir uno, ¿querés acompañarme?
—Claro, ¿a qué hora?
—Puedo pasar a buscarte a las cinco.
—Te espero.
—Gracias. Te amo.
—Te amo. Nos vemos.
Pensó que estaría contando los minutos hasta las cinco de la tarde, pero a las tres recibió un llamado de Graciela, y eso acabó con su entusiasmo.
—Male, la nena no se siente bien —le informó la mujer.
—Ya voy —respondió ella, recogiendo su bolso.
Preocupada como estaba, llamó a Sebastián desde el auto y le avisó que no podría reunirse con él porque iba a su casa. Al llegar encontró a su hija sobre el sofá, donde le gustaba recostarse, cubierta por una frazada. Tenía los cachetes rojos y los ojos vidriosos.
—¿Qué pasa, mi amor? —le preguntó al sentarse a su lado.
Valentina la miró.
—Me duele acá —respondió, tocándose la garganta.
—Vamos al médico —determinó su madre enseguida.
—¡No! —gritó Valentina.
—Te tiene que ver un doctor.
—No quiero. No.
—¿Por qué no querés ir?
—Porque no. Ya me siento bien.
Malena suspiró, indecisa. Siempre que tenían que ir al médico, Valentina hacía un escándalo, y quería acabar con ese capricho. Buscó el termómetro, le tomó la temperatura, y al ver que tenía treinta y siete grados, decidió esperar un rato. Confiaba en que la niña acabaría pidiéndole que la llevara al sanatorio.
—Graciela, podés irte, yo me quedo a partir de ahora —indicó a su mucama. La señora le hacía tantos favores que, cuando podía, trataba de recompensarla dejándola libre.
Graciela se retiró, y ella volvió a sentarse junto a Valentina.
—El médico es el único que te puede hacer sentir mejor —le hizo saber—. Cuando quieras sentirte mejor, me avisás.
Tenía miedo de la resolución que estaba tomando, por eso volvió a tomarle la temperatura, que seguía igual. Decidió esperar a ver si subía un poco más antes de ir al sanatorio y mientras tanto aprovechó para preparar algo elaborado como cena.
A las cuatro, sonó el timbre. Atravesó el living y abrió la puerta. Del otro lado de la reja, estaba Sebastián.
—¡¿Qué hacés acá?! —exclamó Malena con una sonrisa.
No cabía en sí de la felicidad. Cada vez que Valentina se enfermaba y ella estaba sola, sentía que le faltaba sustento. Tenía miedo, pero nadie con quien compartirlo, nadie que la hiciera sentir segura. Era fuerte y salía adelante porque su corazón de madre podía contra todo, pero mentía si decía que no le hacía bien estar acompañada.
Sebastián le sonrió y alzó un paquete que tenía en la mano, sin duda otro regalo para Valentina. Malena corrió a abrirle y se saludaron con un beso.
—¿Qué le pasa? —le preguntó él mientras entraban.
—Por lo que me dice, debe tener anginas, pero no quiere ir al médico. Siempre la obligo, no puede seguir haciendo un escándalo cada vez que tiene que verla un doctor, por eso estaba esperando un rato.
Ingresaron al living, donde Valentina ya se había sentado.
—¡Sebas! —exclamó.
Sebastián se aproximó a ella y se sentó en el borde del sillón. Mientras tanto, Malena corrió a la cocina antes de que se quemaran las verduras que había dejado en el fuego.
—Me dijo tu mamá que no te sentís bien —comentó él, apoyando una mano sobre la frente de la niña—. Tenés un poco de fiebre, seguro sube a la noche, deberías ir al médico.
—No voy a ir —respondió Valentina.
—Quiero que me cuentes por qué.
—Porque no.
—«Porque no» no es una respuesta. Los médicos son buenos, curan, como a vos te gustaría curar el día de mañana. ¿Por qué no querrías ir para que un médico te sane, si vos querés sanar a otros?
Valentina bajó la mirada y negó con la cabeza.
—Cuando voy al médico me hace doler, me pincha —contó.
Sebastián se contuvo porque tenía que mantener una postura seria y decidida frente a la niña, pero le recordó tanto a Malena adolescente, que estuvo a punto de reír.
—Entiendo —asumió—. Te dan miedo las inyecciones, pero vos tenés un kit de medicina. ¿Qué clase de futura doctora no quiere ir al doctor porque le teme a las agujas?
—Duelen.
—Lo sé, pero tenés que ser valiente. A ver, abrí la boca —pidió. Valentina obedeció—. Sacá la lengua y decí «A» —ella lo hizo, y él le tomó el mentón con una mano para acomodarla de frente a la luz. Después de observar, la liberó—. Apuesto a que tenés anginas, y te prometo que, con la poca fiebre que tenés, el médico no te va a dar ninguna inyección —Valentina frunció el ceño, desconfiada—. Creeme, te habrán inyectado para darte vacunas, pero por esto no. Tenemos que ir ya, así te dan un rico antibiótico con gusto a banana o a frutilla que te haga sentir mejor.
En ese momento, Malena abandonaba la cocina, pero se quedó quieta cuando vio que Sebastián y Valentina estaban manteniendo una conversación.
—¿Me lo prometés? —preguntó la niña.
—Te lo prometo —replicó él.
Entonces sucedió algo que ni Malena ni Sebastián esperaban. Valentina se estiró y lo abrazó.
Malena se cubrió la boca con una mano, temerosa de llorar. De pronto, la vida entera pasó delante de sus ojos y se materializó en la felicidad de su hija. Todo valió la pena, pensó. El dolor, el miedo, el abandono.
Sebastián respondió abrazándola también y después la besó en la coronilla. Su cabello olía a perfume de niña, y de alguna extraña manera, eso lo emocionó. Se sintió amado con tanta pureza y honestidad que le costaba creer que fuera cierto; no creía haber hecho nada para merecerlo. Lo más extraordinario fue pensar que él también sentía amor por ella, una criatura que biológicamente no le pertenecía pero que se había adueñado de su corazón.
Cuando se apartó del abrazo, Valentina sonrió.
—¿Vos pensás que le tengo que pedir a mi mamá que me lleve al sanatorio? —preguntó.
—Sí —asintió Sebastián, todavía impedido de decir más. Valentina asintió.
—¡Mamá! —gritó—. ¡Mamá!
—Sí, mi amor —contestó Malena, apareciendo en el living. Tampoco podía hablar.
—¿Me llevás al doctor?
Efectivamente, el médico le diagnosticó anginas y le recetó un antibiótico con gusto a banana y un antifebril. Sebastián pasó la noche con ellas y por la mañana se levantó a preparar el desayuno. Valentina apareció y le pidió ayudarlo, entonces la puso a exprimir naranjas. Cuando Malena se levantó, su hija la echó de la cocina. Acabaron desayunando los tres en el comedor.
—Por lo visto, ya te sentís mejor —supuso Malena, colocando una mano sobre la frente de Valentina, que bebía el jugo como si se tratase de chocolate.
—Y como ayer fue una nena tan valiente, hay un premio para ella —agregó Sebastián.
Valentina lo miró. Él buscó el paquete que no le había dado el día anterior y se lo entregó. Ella se apresuró a romper el envoltorio y se encontró con un hermoso delfín de peluche.
—¡Me gusta mucho! —exclamó.
—¿Qué se dice? —le recordó Malena.
—Gracias.
Veinte minutos después, acompañó a Sebastián a su auto.
—Hoy Valen no va a ir al colegio, pero más tarde llega Graciela y te puedo acompañar a ver los restaurantes —ofreció—. Para que no vengas hasta acá, puedo ir yo a la concesionaria a eso de las cinco y de ahí te acompaño. Vas a buscar restaurantes en Capital, ¿no?
—Sería lo más cómodo para todos. Te espero.
Malena lo abrazó y se besaron un rato, sin ganas de despedirse. Ella pasó el día con Valentina, y a las cuatro partió hacia Capital.
La oficina de Sebastián se hallaba en la concesionaria principal, que estaba ubicada en Colegiales. Era la primera vez que Malena iba allí, por eso se detuvo en la vereda a observar el edificio primero. Era una estructura vidriada y amplia con el logo de la marca y el nombre de la cadena escrito en letras blancas sobre un fondo azul. Al entrar encontró, además de los autos, varios escritorios ocupados por los vendedores y una escalera que conducía a una oficina de vidrios cubiertos por cortinas de persiana negras.
Entre los hombres que esperaban clientes, se hallaba Elías, quien ni bien la vio se le aproximó. Malena sonrió al notarlo muy cambiado: para empezar, llevaba puesto un pantalón de vestir y una camisa, pero lo más notable era la expresión amena de su rostro.
—¡¿Cómo estás?! —exclamó ella. Se saludaron con un beso—. ¿Dónde están las remeras de rock y los pantalones rotos? —le preguntó. Elías rio.
—Ayer vendí mi primer auto —contó, orgulloso—. Otro concretó la operación, pero al cliente lo convencí yo.
Malena abrió la boca en un gesto de sorpresa y de fascinación. Era increíble ser testigo de cuánto había madurado Elías en esos últimos meses.
—¡Felicitaciones! —lo vitoreó.
Elías agradeció con un movimiento de la cabeza.
—Mi hermano te estaba esperando, pero ahora lo llamaron por teléfono y no lo quieren soltar —siguió explicando—. Yo tengo que salir un momento, pero antes le aviso que llegaste. Sentate.
Indicó una pequeña sala de espera con sillas negras, hacia donde Malena se dirigió.
Una vez a solas, pasó otro rato capturando detalles del entorno. Cuando no le quedó más información que recabar, revolvió las revistas que descansaban sobre una mesita. Casi todas eran de Peugeot, excepto tres que se referían a autos en general. Acabó eligiendo una que se llamaba Racer, solo porque la foto de portada le llamó la atención. En ella había un corredor muy atractivo que, según anunciaba el titular, había regresado a las pistas para un evento solidario organizado por la revista. Era un ejemplar de hacía tres meses, pero serviría para pasar el rato.
Lo abrió y hojeó las primeras páginas, todas con publicidades. Pasó el índice y siguió hasta la página catorce, donde halló la columna del editor. Fue entonces cuando su mundo se derrumbó.
Comenzó a temblar como si la temperatura de su cuerpo hubiera bajado a cero y el pecho se le cerró. Sobre el extremo superior derecho de la columna, estaba la foto de Álvaro con el epígrafe: «Álvaro di Pietro, director editorial.»
La respiración se le agitó. Trató de leer, pero las palabras se tornaban indescifrables. «Una nueva edición de…», «Una nueva edición de Racer llega hoy a tus manos…»
Cerró la revista y se echó a llorar.
—Male —oyó la voz de Sebastián, pero no podía mirarlo—. Perdoná que te haya hecho esperar, estaba hablando con un representante de la marca y no me soltaba del teléfono. Male… ¡Malena!
Sebastián tardó en darse cuenta de que Malena estaba llorando. Era una situación tan inverosímil que jamás la hubiera imaginado de no haber sido porque ella no respondía a sus palabras y porque ni siquiera lo había mirado.
Se agachó frente a ella y le apartó el pelo de la cara.
—Male, por favor, decime que estás bien —suplicó con desesperación. Se preocupó muchísimo, pero trató de hablarle con voz calmada para que ella se tranquilizara—. Male, por Dios, decime qué te pasa —rogó.
Al ver que Malena no respondía, buscó sus ojos, como si revisándola pudiera alcanzar algún diagnóstico. En ese momento, Malena sintió que se iba a desmayar. Se le cerraron los pulmones, el aire no quería entrar, y comenzó a hacer un ruido ahogado al llorar.
Sebastián la abrazó, le acarició el cabello y, mientras intentaba mantener la calma, miró por sobre el hombro. Uno de sus vendedores ya se había alertado por la escena, entonces decidió actuar. Levantó a Malena del asiento y la ayudó a caminar hacia las escaleras. Ella aferró la revista contra el pecho y se dejó conducir por Sebastián; al igual que él, anhelaba privacidad.
Una vez en la oficina, Sebastián cerró la puerta y sentó a Malena en una silla. Se aproximó a un dispenser de agua y llenó un vaso que le alcanzó enseguida. Le costó ponérselo entre las manos porque las de ella temblaban, y para que lo sostuviera tuvo que dejar él también las suyas.
—Male, tomá un poco de agua, por favor —pidió—. Necesito que te tranquilices.
Alertada por la voz llena de preocupación de Sebastián, Malena al fin pudo reaccionar. Trató de respirar con calma, y aunque le demandó mucho esfuerzo, consiguió lo que se proponía. Bebió un sorbo y focalizó los ojos en la revista que había dejado sobre el escritorio mientras Sebastián estaba de espaldas. Sus manos todavía temblaban, pero aun así recorrió algunas páginas y después señaló el recuadro.
—Es él —soltó, y se largó a llorar otra vez—. Es el padre de Valentina.
A Sebastián le bastó mirar lo que ella señalaba para darse cuenta de que todo se derrumbaba.
Comenzó a dar vueltas por la habitación como un animal en una jaula. Se echó el cabello atrás con una mano y después la dejó en su frente mientras respiraba hondo.
—Sebas —lo llamó Malena.
—Mierda, mierda, mierda —susurraba él.
—¡Sebas!
Él se dio la vuelta para mirarla. Apretaba los puños.
—Yo lo conozco.
La sangre de Malena se congeló, el cuarto se oscureció, por un momento solo se oyó la combinación agitada de su respiración y la de Sebastián. Ella bajó la cabeza, aturdida. Sebastián, en cambio, rechinaba los dientes.
—¡Hijo de puta! —exclamó—. De haber sabido que era él lo habría matado —volvió a rugir, furibundo.
Jamás habría imaginado que el Álvaro al que Malena describía como un hombre inteligente, serio y distinguido podía ser el sujeto superficial y ambicioso que él conocía.
—¿Cómo lo conociste? —preguntó Malena al instante.
—Por favor… —suplicó Sebastián. La voz le había cambiado por completo; de parecer un dragón furioso, ahora semejaba un animal abatido.
—¿No me lo vas a decir? —se enojó Malena—. ¡Entonces tengo que suponer que sos su cómplice! —acusó injustamente.
—Por favor, no me hagas esto —volvió a rogar él—. No quiero ser yo el que te lo diga —masculló y volvió a dar vueltas por el cuarto—. No quiero ser yo, ¿por qué justo me toca a mí? —repitió.
—Necesito saber —lloró ella—. ¡Decime! ¡Decímelo todo!
Un intenso silencio se apoderó del cuarto y los segundos parecieron eternos. Finalmente, él se dio la vuelta y miró a Malena con expresión vencida.
—Perdoname, Male —susurró con los ojos húmedos. Avanzó hasta su silla y se sentó del otro lado del escritorio. Miraba la nada, porque de haber mirado a Malena y el sufrimiento que latía en sus ojos, no habría podido seguir—. Nos conocimos el año pasado, en la inauguración del Salón del Automóvil. Es un hombre al que, es evidente, le gusta rodearse de gente pudiente, por eso se me acercó. Es como alguien que aspira al jet set —sonrió con dolor. Sentía un vacío en el corazón—. Conversamos un rato sobre modelos de autos, y seis meses después, me compró uno.
—Te compró un auto… —masculló Malena.
En su mente retumbaban tantas ideas al mismo tiempo que le costaba seguir el ritmo a su conciencia. En ese instante solo se quedó con que Álvaro tenía dinero para comprar un auto, pero no mantenía a su hija.
—Sí, me compró un 3008, pero lo puso a nombre de otro.
Malena pestañeó en silencio. Pasaron un instante así, hasta que ella lo instó a seguir hablando.
—¿A nombre de quién? —preguntó en un susurro.
Sebastián suspiró, aún sin atreverse a mirarla.
—Vino con una mujer y lo puso a nombre de ella.
—Una mujer… —susurró Malena—. ¿La conocías? —preguntó.
Por la voz de Malena, Sebastián dedujo que la angustia de nuevo se estaba apoderando de ella, y se odió por ser el causante de eso. Pero no podía mentirle. ¡No podía callar lo que sabía!
—Es sobrina del dueño del multimedio al que pertenece la revista —respondió.
—¿Y cómo es? —siguió preguntando ella. Él por fin la miró.
—Malena —farfulló—. ¿Para qué querés saberlo?
—¿Cómo es? —insistió ella.
Sebastián suspiró y volvió a mirar el piso.
—Es rubia, se pinta los labios de rojo y tiene los pechos con siliconas. ¿Acaso importa?
El silencio los envolvió otra vez, pero Malena presintió que no todo estaba dicho.
—¿Qué más? —indagó—. Te conozco, estás ocultando algo.
Sebastián volvió a suspirar.
—También vinieron con un niño —soltó, y casi pudo sentir como el corazón de Malena volvía a romperse en mil pedazos—. Era un nene de tres años y lo presentaron como su hijo.
—¿Tres años? —masculló ella, y comenzó a llorar de nuevo—. ¡Tres años! —repitió—. ¡Lo tuvo antes de abandonar a mi hija!
Sebastián se puso de pie, otra vez como un dragón furioso. Quisiera haber tenido a Álvaro di Pietro delante para matarlo, pero todo lo que podía hacer era abrazar a Malena y tratar de sanarla con su afecto. Se arrodilló frente a ella y lo hizo, con tanta fuerza que temió por un momento quitarle la poca respiración que le quedaba.
—Te amo —le dijo, y le apartó el pelo de la cara para besarle la mejilla húmeda—. Te amo, hermosa, a vos y a tu hija. Sos el amor de mi vida.
Pero Malena se hundía cada vez más en el dolor y en las preguntas para las que a veces, como había dicho su madre, era mejor no hallar respuesta.
—¿Por qué? —balbuceó—. ¿Por qué esa y no yo? ¿Por qué prefirió a su otro hijo en lugar de la mía? ¡¿Por qué?! ¡Si era la mejor hija del mundo!
—Lo es —afirmó Sebastián, apretándole las mejillas—. Es la mejor hija del mundo. Es inteligente, es madura, es buena. Es como vos.
—¡Mi nenita! —seguía llorando Malena.
—Male, por favor —suplicó él con desesperación. La besó en la frente mientras le secaba las lágrimas con las manos—. Hacelo por mí, hacelo por ella… Él no vale una sola de tus lágrimas.
—No lloro por él, lloro por mi hija y lloro por mí —trató de articular Malena, pero la congoja le impedía expresarse con claridad—. Me voy a casa —anunció de pronto—. Quiero estar en mi casa, quiero… —dejó de hablar.
Sebastián volvió a abrazarla.
—Vamos a bajar cuando te sientas más tranquila —propuso, acariciándole el hermoso cabello lacio.
Poco a poco, Malena volvió a respirar con normalidad y sus lágrimas se fueron agotando. Cuando consiguió serenarse, le habían quedado las mejillas mojadas y los ojos hinchados y rojos. Sebastián extrajo un pañuelo del bolsillo de su saco y le limpió la cara con suavidad. Malena suspiró y se humedeció los labios con gusto salado.
—Dame las llaves de tu auto —le pidió él al terminar. Malena lo miró—. No voy a dejar que conduzcas en este estado ni nos vamos a separar, al menos por hoy.
Malena tomó una honda inspiración y le cedió las llaves, tal como él le había pedido. Bajaron las escaleras y se internaron en el auto, ella en el asiento del acompañante. Se enroscó sobre sí misma y pasó todo el viaje en silencio, con los ojos cerrados y la frente contra la ventanilla.
Una vez en su casa, Sebastián entró el vehículo al garaje y la ayudó a bajar. Dentro, Valentina estaba sentada en el piso, pintando un libro mientras Graciela miraba televisión. Malena no quiso mirarlas, o se habría echado a llorar de nuevo y no quería hacerlo delante de su hija. Ni siquiera les dijo «hola».
—Me voy a la cama, no me siento bien —anunció, y subió las escaleras muy rápido.
Sebastián se dio cuenta de que Valentina observaba el lugar del que su madre había desaparecido con temor, entonces se le acercó. Se arrodilló a su lado y le acarició la espalda.
—Todo está bien —le aseguró, y luego señaló el libro para distraer su atención—. ¿Estás pintando una rana? —le preguntó, aunque la respuesta era obvia. Valentina asintió—. ¿Por qué no le agregás su hábitat? —propuso—. ¿Sabés dónde viven las ranas?
—En el agua —murmuró Valentina.
—Sí. En charcos, lagunas… podés tener una en el jardín de tu casa. Dibujá alrededor un lugar donde podría vivir esa rana, ¿sí?
Valentina aceptó, moviendo la cabeza en gesto afirmativo.
Conforme con lo poco que había conseguido, que era mejor que nada, Sebastián se puso de pie y sonrió a la empleada. Graciela lo miraba en espera de alguna explicación.
—Puede irse, Graciela —determinó. Malena necesitaba privacidad, y era mejor que nadie supiera lo que había sucedido por el momento—. Me voy a quedar yo.
La mujer asintió y fue a la cocina en busca de su bolso. Cerca de la reja, se detuvo para mirarlo, preocupada.
—¿Malena está bien? —preguntó.
—Sí, está bien, pero algo que comimos en el almuerzo le cayó mal —mintió Sebastián—. Quizás, en otro momento, ella le cuente más.
Graciela asintió y se fue sin buscar otras respuestas. Sabía que Malena la pondría al tanto en cuanto pudiera.
Esa noche, Sebastián preparó la cena y acompañó a Valentina mientras comía. Él solo revolvía las verduras que tenía en el plato.
—No me gusta esto —se quejó la niña, apartando chauchas.
—Pero eso es muy bueno para tu salud —intentó explicarle él.
—¡No lo quiero! —gritó ella, molesta.
Jamás había reaccionado de manera tan brusca con él, se hacía evidente que la energía de Malena la afectaba.
Sebastián le acarició el pelo y así hizo que lo mirara.
—No me gusta que me hables mal si yo te estoy hablando bien —le hizo saber en voz baja.
Valentina bajó la mirada.
—Perdón —susurró.
—Perdoname vos también —le respondió él—. La próxima vez voy a tratar de preparar las verduras de alguna manera que te gusten más.
Después de cenar, lavaron los platos entre los dos y Sebastián la llevó a su habitación.
—¿Me vas a saludar? —le preguntó la niña.
—Sí, claro. Después de que te pongas el pijama y te acuestes, me llamás y entro a darte el beso de las buenas noches —prometió.
Ella asintió, conforme, y se internó en su cuarto.
Sebastián esperó largos minutos respaldado contra la pared junto a la puerta. Pensaba en lo acontecido ese día y habría deseado que jamás sucediera. Suspiraba recordando el instante exacto en el que Malena se había quebrado, cuando lo rescató la voz de la niña que lo llamaba.
Entró al cuarto y se sentó en el borde de la cama. Valentina lo miraba.
—Sebas, te quiero mucho —le dijo de pronto, con una sonrisa cálida.
Él tragó con fuerza porque, después de ese día, también tenía el corazón roto, y la muestra de afecto lo desarmó.
—Y yo te quiero a vos —respondió, y se dieron un abrazo.
Antes de irse, la besó en la frente, la cubrió con el acolchado y apagó la luz, deseándole buenas noches. Luego volvió a la cocina y sirvió un plato para Malena. Lo subió a su cuarto junto con un vaso de jugo de naranja que apoyó sobre la mesa de luz antes de llamarla.
—Male, tenés que comer algo —le pidió cuando ella se removió, molesta.
—No tengo hambre —respondió Malena a secas.
—Por favor, aunque sea un poco —insistió él.
—Quiero estar sola.
No podría haberle dicho nada peor. Que Malena no quisiera su compañía le hizo doler el corazón, pero no iba a dejarla sola. Tendría que soportarlo allí, con su amor y su paciencia, hasta que su alma sanara a la fuerza.
Dejó el plato y el vaso sobre la cómoda, se desvistió y se metió en la cama con ella. Apagó el velador y la abrazó, aunque tal vez Malena no quisiera. Ella no emitió palabra, tan solo dejó que él le acunara la espalda contra su pecho y le besara la cabeza. Ni siquiera se dio cuenta cuando comenzó a llorar de nuevo.
—Quiero cada pedacito de tu corazón para pegarlo con mi amor —le dijo él al oído, y ella dejó escapar otro rastro de su dolor.