18
Después de una noche oscura, el día amaneció gris. Malena se había dormido muy tarde y Sebastián casi no había descansado pensando en Álvaro di Pietro.
Había conversado amablemente con él en la inauguración del Salón del Automóvil, y también con su mujer. Lo había recibido en su oficina, había permitido que su hijo revoltoso toqueteara sus cosas y que su amante salida de fábrica esbozara su sonrisa de plástico.
Hijo de puta. No quería cruzárselo nunca más, o acabaría preso, porque iba a matarlo.
Cuando notó que Malena ya estaba despierta, se sostuvo sobre un codo y le apartó el cabello de la cara para mirarla.
—Male —le dijo mientras se aproximaba a su mejilla, donde depositó un beso—. Tenemos que llevar a Valen al colegio.
—No va a ir —respondió Malena sin girar la cabeza. Sebastián esperaba que, aunque sea, lo mirara, pero ella continuaba viendo el placard.
—Anoche no tenía fiebre, pero si considerás que todavía necesita reposo, podemos alquilar algunas películas y tirarnos a verlas en el sillón.
Malena dejó escapar un suspiro cansino. Pasó un instante en silencio y, cuando presintió que Sebastián iba a volver a hablar, lo interrumpió.
—No tengo ganas —masculló.
Sebastián se apartó. Malena se había convertido en un muro infranqueable y él no tenía idea de cómo llegar a ella. Desde la fiesta del colegio había creído que jamás volvería a expulsarlo de su vida, le dolía reconocer que se había equivocado.
Se sentó en el borde de la cama, de espaldas a ella, y se tomó la frente con una mano. Pasó un momento así, tratando de ordenar sus pensamientos, y luego giró el cuello para mirarla.
—¿Por qué te hacés esto? —le preguntó. A cambio, solo obtuvo silencio—. ¿Cómo no comprendés que valés mucho más que su abandono?
En ese punto, Malena se sentó bruscamente para enfrentarlo.
—¡No hables de lo que jamás entenderías! —le gritó—. ¡Álvaro le hacía el amor a otra mientras yo le preparaba la comida! ¡Asistía al nacimiento de otro hijo mientras mi hija actuaba en el colegio y él jamás iba! Nunca podrías entenderlo porque no tenés hijos; nunca viste las preguntas en sus ojos, el dolor, el abandono…
—No, no tengo hijos —la interrumpió él, apurando las palabras—. Pero veo todo eso en tus ojos y me basta para comprender cuán frustrante se puede tornar no saber arrancarlo de quien uno ama.
—¡¿Por qué ella y no yo?! —siguió vociferando Malena mientras lloraba, como si no lo hubiera oído—. ¿Por qué prefirió a su otro hijo antes que a mi hija? ¿Qué tiene ese chico que no tenga mi Valentina? De mí puedo entenderlo, nunca estuve a su altura, nunca fui lo que él merecía…
—¿Qué estás diciendo? —intervino Sebastián, pero ella no lo oía.
—¡Pero mi hija no tenía la culpa!
—¡Él es el que no te merecía! —exclamó Sebastián, deseando sacudirla—. ¿Querés saber lo que pensé la primera vez que lo vi? Que era un tipo ambicioso y engreído; un prisionero de la imagen, del poder y del dinero. Conozco muy bien esa clase de gente desde que era chico. Ahora que sé de dónde viene y todo lo que dejó de lado para perseguir objetivos pobres y egoístas, también pienso que sus ambiciones le hicieron perder lo mejor de su vida, y me alegra, porque no te merecía. Que se joda, ¡que se muera!
—Él nunca sintió orgullo de mí —murmuró Malena secándose la cara con las manos—. Siempre faltaba algo, todo lo que yo hacía él podía hacerlo mejor.
—Eso es porque nunca consiguió nada por él mismo —acotó Sebastián—. Me juego la cabeza a que ese puesto como director editorial se lo consiguió la sobrina del dueño, es decir, su amante. Vos estudiaste, pusiste una librería, la hiciste crecer y crias sola a una hija que es una persona maravillosa. Nadie te facilitó las cosas, todo logro es tuyo, en cambio él no tiene nada.
Se calló, incapaz de decir más. Se había esforzado por controlar la ira, pero Malena no dejaba de llorar. En sus ojos se reflejaba una tristeza tan profunda que deseó arrancarla de su alma como fuera. Él quería protegerla de todo, pero no había modo de alejarla del dolor que otro le había provocado, y eso lo hacía sentir inútil.
Le alzó la cara tomándola de la barbilla y se internó en sus ojos. Su pecho ardió como si acabaran de prenderlo fuego.
—¡Aaah! —gritó. Malena no comprendió lo que pasaba hasta que Sebastián le soltó la cara y se miró las manos—. ¡Quiero matarlo! —rugió—. No puede haberte dañado tanto y seguir con su vida como si nada. ¡Voy a matarlo!
A Malena le pareció que le inyectaban adrenalina. De pronto sus pensamientos se aclararon y comprendió que Sebastián se sentía impotente. Había sido tan egoísta que se había encerrado en su dolor sin entender el de él. Se dio cuenta de que estaba dejando que las negras alas de la depresión volvieran a cubrirla, y lo peor era que arrastraba a otros con su caída. Tenía que tomar la mano de Sebastián y dejar que él la llevara hacia arriba, porque él podía volar.
Llegó a abrazarlo por el cuello antes de que repitiera que quería matar a Álvaro.
—¡Sebas! —exclamó, acariciándole el pelo—. Basta, por favor. Perdoname.
Él reaccionó despacio. Alzó las manos y las dejó sobre la cintura de Malena. Después se concentró en su respiración, que era profunda y agitada, y así logró restablecerla. Ella se apartó unos centímetros, lo miró a los ojos y le acarició la cara.
—Perdoname —repitió, y tragó con fuerza. Ya no lloraba, pero su rostro permanecía húmedo y contrito—. Pocos meses después de que Álvaro se fue, sufrí de depresión, y con esto que pasó no pude controlarla. Pero no quiero volver a sentirme así nunca más, y mucho menos ahora que estás vos, que sos el amor de mi vida —sonrió con los ojos otra vez húmedos—. Sos tan grandioso, que al lado tuyo, él no es más que un grano de arena, y no merece tu ira, como no merece mi llanto.
»Si conocés algún abogado de confianza, me gustaría que me dieras su teléfono; voy a ir a verlo —tragó con fuerza y se humedeció los labios. La esperanza de obtener justicia llenó su alma y comenzó a fortalecerla—. Le vendiste un auto, de modo que tenés su dirección particular, y si no la tenés, sabemos dónde trabaja, lo que debería alcanzar para que le llegue una citación —sonrió con orgullo—. Quiero el divorcio, no va a seguir con su falsa vida perfecta como si nada.
Sebastián la observó un momento en silencio, mucho más sereno, pero escondiendo inquietudes que por el momento no podía resolver. Tomó la mano de Malena y ella le apretó los nudillos.
—Conozco a una abogada de Familia, se ocupa de todo lo referido a mi hermano. Es honesta y luchadora, por eso sé que no se va a detener hasta hacerlo pagar —dijo.
Malena sonrió.
—Es justo lo que necesito —respondió, y después se arrodilló para acercarse a sus labios—. No importa cómo reaccione frente a los resabios del pasado —susurró, rozándole una mejilla con los dedos y la boca con la de ella—. Jamás dudes de que te amo.
Sebastián le rodeó la cara con las manos y la miró a los ojos.
—Si tuviera dudas, no estaría a tu lado —le aclaró, acariciándola.
Malena inspiró profundo y retuvo el aire cuando Sebastián la besó. La suavidad de sus dedos cálidos y afectuosos la relajó; la lengua de él le rozó los labios, y la caricia la estremeció.
Ni bien las sensaciones comenzaron a intensificarse, Sebastián interrumpió el beso, pero no se alejó de ella ni le soltó la cara.
—Ojalá mis palabras fueran suficientes para vos y te sanaran —musitó. Malena abrió los ojos—. Me preocupa que no lo hagan, porque yo me siento feliz solo con verte —susurró sobre su boca mientras le acariciaba una mejilla con el pulgar—. Por suerte tengo amor de sobra para sanarte. Pero, ¿qué voy a hacer si eso tampoco basta?
Malena se moría por decirle que jamás sería así, que su sola presencia la hacía sentir la mujer más afortunada… pero el miedo la hizo callar. Sebastián la miraba como si deseara perderse en su alma sin saber que ella también se perdía en la de él. Seguía siendo ese chico que la había hecho mujer, ese que se había ocupado de llevarla a una clínica un día del estudiante cuando todos los demás habían escapado, como si su destino hubiera sido siempre sanarla y estar a su lado aun cuando todos los demás fallaban. Y aunque por momentos lo entristecía pensar que quizás nunca iba a ser suficiente para él como no lo había sido para Álvaro, se rebelaba ante la posibilidad y deseaba luchar por esa relación con más fuerza que nunca.
Pasaron un rato abrazados en la cama y decidieron levantarse cuando ya eran las ocho.
Sebastián llamó a su abogada mientras Malena servía el desayuno a Valentina; consiguió una cita para las tres de la tarde. Cuando fue a la cocina, Malena lo recibió con una sonrisa. Era hermoso verla con esa expresión después de tanto dolor, como si hubiera salido el sol en esa mañana nublada y fría.
—¿Vamos a elegir el restaurante para tu cumpleaños? —le ofreció ella—. Valen falta al colegio, vos y yo al trabajo… ¡y esa es nuestra aventura de la semana! —bromeó.
Sebastián le devolvió una sonrisa tensa.
—No sé si sea momento para festejos —respondió con aire preocupado.
—¡Te prohíbo que digas eso! —lo regañó Malena—. Ahora podemos mirar una película y a las doce, recorrer los lugares que habías preseleccionado.
—No traje la lista.
—La hacemos de nuevo.
Sebastián no quiso hablar más delante de Valentina, pero la situación que estaba atravesando Malena no ameritaba festejos. No podía fingirse feliz mientras ella estaba sufriendo. Por más fortaleza que demostrara, sabía que en su interior todavía estaba sangrando. Sumado a que nunca le había interesado festejar su cumpleaños, le hubiera gustado evitar la reunión que sus amigos insistían en hacerle todos los 4 de julio.
—Jimena te espera a las tres —le hizo saber él.
No fue necesario aclararle de quién le hablaba, Malena sobreentendió que se refería a la abogada.
—¿Quién es? —preguntó Valentina.
—Una vieja amiga en común —le mintió Malena—. ¿Terminaste la chocolatada?
Mientras Valentina armaba un rompecabezas, ellos se sentaron con la notebook y volvieron a anotar las direcciones de los restaurantes que Sebastián había seleccionado. Malena recibió dos llamados de sus empleadas, pero resolvió los problemas por teléfono para no tener que ir al negocio. A las doce, pudieron buscar restaurantes. Después de la recorrida, reservaron en uno de Recoleta donde, además de cenar, se podía bailar. De paso almorzaron allí.
Antes de ir a ver a la abogada, Malena dejó a Sebastián en la concesionaria. Para no llevar a Valentina con ella, le pidió que se quedara con él en la oficina. Si volvía a Ranelagh para dejarla con Graciela, llegaría tarde a la entrevista.
El estudio estaba ubicado en el tercer piso de un edificio de Microcentro. Malena anunció a la mujer que respondió el portero eléctrico que se hallaba allí para ver a la doctora Jimena Arévalo de parte de Sebastián Araya, y le abrieron. En el departamento, la recibió la secretaria, quien le indicó que tomara asiento. Esperó cinco minutos hasta que sonó el teléfono de la recepción y la chica la hizo pasar.
Dentro de la oficina la esperaba la abogada con una sonrisa amable. Era una bella mujer de largo cabello negro y grandes ojos marrones que derribó por completo su teoría de que el derecho había destrozado a Adriana, su mejor amiga de la secundaria. Habría sido otra cosa; su preocupación por competir constantemente, tal vez.
Se saludaron y ambas ocuparon sus asientos.
—Así que te manda Sebastián —le dijo Jimena. Malena asintió—. ¿En qué te puedo ayudar?
Malena suspiró y trató de abreviar el relato.
—Me casé en 2005, en 2007 nació mi hija, en 2012 mi marido se fue sin dejar rastro, y ayer al fin lo encontré. Tengo una denuncia por abandono de hogar, dos años sin que haya pasado cuota alimentaria o haya visitado a mi hija, información de que tuvo un hijo con otra mujer un año antes de abandonarnos y dos direcciones: la de su casa y la de su trabajo. Pero si vamos a iniciarle las acciones judiciales que corresponden, prefiero que las notificaciones le lleguen al trabajo. Me parece que sería un buen instrumento de presión.
La doctora se respaldó en su mullida silla negra y se cruzó de brazos.
—Buen poder de síntesis, la mayoría de la gente se sienta y me cuenta su biografía desde el día que nació —la elogió—. Vamos a iniciar el divorcio y, paralelamente, el expediente por tenencia y alimentos. Necesito que traigas los datos completos de tu cónyuge, incluyendo su dirección, la partida de matrimonio, la partida de nacimiento de tu hija, fotocopia de tu DNI y, si hay bienes gananciales, las escrituras. Además, necesito que hagas una exposición con tus razones para divorciarte, aunque sean obvias. Hacela tranquila en tu casa, con tus palabras, pero no te olvides de nada.
—Puedo traérsela mañana.
—Mandámela por mail lo antes posible. Hasta que reunís todos los documentos, yo puedo ir armando la demanda con tu exposición. ¿Te dio Sebastián mis datos?
—No. Me gustaría saber también sus honorarios.
—Soy su abogada, no creo que me deje cobrarte los honorarios a vos —respondió Jimena mientras buscaba una tarjeta personal.
Le sonrió mientras se la daba, y aunque Malena quiso discutir la decisión, le pareció que sería mejor conversarlo primero con Sebastián. En ese momento, un hombre abrió la puerta y se asomó.
—¿Vamos? —preguntó.
Por la manera en que Jimena lo miró, a Malena le resultó muy claro que se trataba de su pareja.
—Ya voy, Leo —respondió ella—. ¿Vos ya terminaste? Yo estoy con la novia de Sebastián.
Así que Sebastián le había dicho que ella era su novia. Y además, no solo era un conocido para ellos, sino que al parecer le guardaban afecto y lo conocían muy bien, al punto de saber que no la dejaría pagar los honorarios.
El hombre terminó de asomarse dentro del cuarto, y entonces Malena lo vio. Era un sujeto de unos cuarenta años, rubio de ojos verdes, con barba candado. Vestía un traje y, con el apuro, no se había dado cuenta de que allí había alguien más que Jimena.
—Perdón. ¿Cómo está Sebastián? —preguntó.
—Muy bien —respondió Malena.
—Mandale saludos. Gusto en conocerte —dijo, y salió.
Malena miró a la abogada, que otra vez le sonreía amablemente.
—Si tenés dudas, o querés saber algo más, podés preguntarme lo que necesites —ofreció.
Malena suspiró, bajó la mirada un momento y luego la devolvió a la mujer con inquietud.
—Me gustaría que Álvaro quiera a mi hija, pero no hay juicios que puedan obligarlo a eso, ¿no? —contestó—. La verdad es que no necesito su cuota alimentaria, pero alimentar un hijo es preocuparse por él, es reconocerlo, y quiero que reconozca que Valentina existe, que no puede borrarla de su vida como si jamás hubiera nacido. Quiero que ella, el día de mañana, sepa que yo hice todo lo que estuvo a mi alcance para que tenga contacto con sus raíces biológicas. Al menos eso.
—Lo vamos a conseguir —le aseguró la abogada.
Malena le dio las gracias, y después de otro saludo cordial, se despidieron.
Un divorcio implicaba que posiblemente volviera a ver a Álvaro y que tuviera que lidiar con sus estrategias. Solo esperaba ser capaz de resistirlo.