20
La mañana se estaba haciendo eterna. Había acordado con Sebastián que no lo acompañaría al aeropuerto, ya que, si lo hacía, él temía no tener la fuerza suficiente para irse. Por esa razón, Malena había decidido trabajar en la librería, como siempre, esperanzada en que las horas hasta que Sebastián apareciera para despedirse transcurrieran rápido. Fue en vano, porque julio era un mes de bastante sequía, y el aburrimiento solo la hacía pensar en él.
Miró una decena de videos en YouTube donde se explicaba el trabajo en las reservas, el proceso de limpieza y recuperación de los pingüinos empetrolados, y los problemas que los derrames de petróleo traían al ecosistema. Trató de leer una novela, pero se dio cuenta de que no entendía una palabra y desistió. Cerca de las once, oyó la voz de Virginia.
—Tarzán a la vista —murmuró la empleada, y Malena alzó la cabeza al instante. Casi al mismo tiempo soltó el segundo libro que intentaba comenzar en la mañana y corrió hacia la puerta—. Y ahí va la que no quería ser su Jane —siguió diciendo Virginia a Pía con una mueca de «lo sabía».
Malena y Sebastián se encontraron en la puerta del negocio. Ella se puso en puntas de pie y lo abrazó por el cuello. Pía sonrió y colocó ambas manos debajo del mentón con la esperanza de tener una vista privilegiada del espectáculo romántico. El juego le salió mal, porque Malena escondió a Sebastián llevándolo hacia el frente del negocio vecino. Paradójicamente, sentía que había más intimidad en la calle que en su propio local.
—¿Ya te vas? —le preguntó.
—El avión sale en tres horas —respondió él.
Malena suspiró. No pensó que sería tan difícil la despedida y se esforzaba por controlar sus nervios.
—Por favor, prometeme que no vas a hacer nada temerario —pidió. Sebastián rio.
—¿Nada como qué? —indagó.
—Nada como ofrecerte a rescatar algún pingüino bebé que quedó atrapado en un bloque de hielo de uno por un centímetro que se puede romper y hundirte en el agua helada hasta que tu corazón se detenga —inventó.
Sebastián respondió con más risas. Le tomó el rostro entre las manos, la besó en los labios y la miró a los ojos sin despegarse de su boca.
—Sos hermosa —le dijo.
Malena se relajó con las palabras y al fin pudo controlar su corazón acelerado.
—Valen se enojó conmigo porque no la dejé faltar al colegio para volver a despedirse de vos —comentó—. Dice que le prometiste ir a ver delfines y que tiene miedo de que no vuelvas para cumplirlo. No sé cómo inventó eso, pero…
—No lo inventó —intervino Sebastián—. Yo se lo prometí, y voy a cumplir.
Malena entreabrió los labios.
—Estás loco —dijo.
—Eso no es nuevo —le recordó él, pero mientras Malena reía de su respuesta, se puso muy serio. La tomó de la barbilla y la miró. Ella calló ante la intensidad de su mirada—. ¿Estás segura de que vas a estar bien? —le preguntó.
Malena tragó con fuerza, alertada por la pregunta. No quería que Sebastián se preocupara, por eso sonrió y le restó importancia a todo cuanto pudiera haber propiciado su temor.
—Voy a estar más que bien, porque sé que vos vas a estar volando —respondió, acariciándole la mejilla—. Te voy a extrañar mucho, dragón. Te amo.
—Te amo, bonita —replicó él—. Te voy a llamar cada vez que pueda —prometió—. Y si pasa algo, lo que sea, podés comunicarte conmigo al teléfono que te di. No dejes de llamarme, así sea porque son las tres de la madrugada y no podés dormir.
Malena asintió en silencio. Tenía miedo, pero luchaba contra el oscuro sentimiento con todo su ser. Sebastián volvió a besarla y después de decirle que la amaba de nuevo, se encaminó a su auto.
Ella suspiró, tragó con fuerza y puso las manos en los bolsillos traseros del jean, preparándose para verlo partir. En ese momento tanteó lo que había guardado allí y se dio cuenta de que había olvidado algo.
—¡Sebas! —lo llamó.
Él se detuvo junto a la puerta y ella corrió a su encuentro. Alzó las manos y sostuvo un cordón negro con un dije de madera. A Sebastián le demandó un momento reconocerlo, pero cuando lo hizo, una sonrisa enorme surcó sus labios.
—¡El Shield Knot! —exclamó, sorprendido—. ¿Todavía lo tenías?
Malena se lo pasó por la cabeza y lo escondió entre su ropa.
—Sirve para la protección. Es como si yo estuviera con vos —le recordó, demostrándole así que no había olvidado las palabras que él le había dedicado al entregarle el amuleto en la adolescencia.
Sebastián la tomó de la cintura para volver a besarla, y eso Pía sí pudo verlo. Suspiró con la sonrisa detenida en los labios, al igual que Virginia.
Después de la despedida, Malena vio el auto alejarse y ya comenzó a extrañarlo. Para evitar sentir lo mismo, él se llevó consigo el cuaderno que Malena le había regalado para su cumpleaños. Allí ella había escrito una especie de autobiografía adolescente, y él quería releer las partes que más le habían gustado cada vez que la sintiera lejos.
Así lo hizo mientras estaba viajando:
«Hoy festejamos el día del estudiante. Se armó un lío tremendo y Sebastián Araya, el chico que odiaba, me salvó como los héroes de las películas. Tengo que ser sincera y reconocer que nunca me pareció feo. Es lindo. Pero, ¡agh!, esa mañana durante mi lección de Geografía, ¡qué maldito! Creo que hoy compensó esa mañana horrible. Es tan dulce y tan bueno… Nada que ver con mis compañeros. Facundo es un idiota, me dejó tirada en el barro. Me arrepiento de haber sido su novia.»
«El viaje de egresados fue lo mejor que me pasó en la vida. Conocimos el Cerro Catedral, el Centro Cívico y mil cosas más. Hicimos muchas actividades al aire libre, jugamos, bailamos… Las mejores noches y los mejores boliches están en Bariloche.
Cuando nuestros padres decidieron que el viaje se hiciera en octubre, nosotros nos quejamos. Ya no habría nieve, y pensamos que no podríamos divertirnos. Pero era más barato y como algunos no podían pagar tanto, incluida yo, al final fuimos en octubre. ¡Y estuvo buenísimo! Ni nos acordamos de la nieve.
Pasamos momentos geniales, que nunca voy a olvidar, pero una noche se robó el podio de los recuerdos. Por Dios, que mi hermana no me vaya a robar este cuaderno y se lo muestre a papá porque me muero… Ya no soy virgen. Qué vergüenza, hasta escribir la frase me hace poner colorada, capaz porque me recuerda todo lo que hice, o todo lo que me hizo. Oh, sí, fue con él, con el chico lindo que me rescató el día del estudiante. Fue con Sebastián Araya.
Cuando mis compañeras me contaban cómo había sido su primera vez yo siempre me imaginaba llena de miedo, muerta de dolor y de ansiedad. Pensaba todo eso, pero no fue tan así. Tal vez lo hubiera sido con Facundo o con cualquier otro chico, pero todo lo que hace Sebastián es especial, y eso también lo fue. No me sentí en ningún momento como se sintieron mis compañeras. Solo avergonzada y nerviosa, muy nerviosa. Cuando sentí que estaba por entrar en mí, pensé que me iba a desmayar. Tenía tanto miedo del dolor que me puse a temblar. No sé si él se dio cuenta, espero que no, porque no podría volver a mirarlo a los ojos jamás. La verdad, me dolió bastante, pero no tanto como me habían dicho que me iba a doler. Es una sensación extraña, como si el cuerpo de una se prolongara, o como si el corazón de una y el de su chico se pusieran de acuerdo para latir al mismo tiempo. Fue hermoso. Me habían advertido de que iba a sentir vergüenza, miedo, dolor y nervios, pero no me habían dicho que también me iba a sentir cuidada, protegida y amada. Tal vez mis compañeras no tuvieron la misma suerte que yo.
El único problema es que Sebas jamás va a quedarse conmigo. A veces eso me pone triste, pero siempre supe que sería de esa manera. Él es demasiado bueno, es diferente de todos los demás chicos que conozco, y siento que lo amo, que siempre lo voy a amar, pero de una manera rara, como si no fuera terrenal.
Adiós, dragón. Gracias por todo. Nunca te voy a olvidar.»
***
Los primeros días sin Sebastián transcurrieron bastante rápido. Sin embargo, cuando llegó el sábado y, con él, el día en que Malena no tenía la distracción del trabajo, pasó el tiempo extrañándolo. Él la había llamado por teléfono dos veces en la semana. En ambas ocasiones le había contado lo que estaban haciendo en la reserva y le había preguntado por novedades de su lado. Malena le aseguró que todo estaba muy tranquilo y que iría a ver a Elías el fin de semana.
El sábado cumplió con su promesa: lo llamó por la tarde y acordaron que cenarían juntos en la casa del country esa misma noche. Para sorpresa de Malena, cuando llegó allí, Elías no estaba solo: Nerina había ido también. En esa casa se sentía más cerca de Sebastián, porque mucho de ese lugar le pertenecía a él. Cenaron pizza y pasaron tres horas jugando a la Play mientras Valentina se entretenía con Pity.
Regresó a su casa a las dos de la madrugada. Decidió dejar el auto afuera para no abrir el garaje y entró con Valentina muy rápido.
Cerraba la puerta con llave cuando su hija le apretó el antebrazo.
—Mamá… —murmuró, asustada.
Malena giró sobre los talones, alertada por el tono de voz de la niña. Primero la miró a ella, pero al notar que estaba atenta a la cocina, alzó los ojos. Había una enorme silueta negra sentada en una de las sillas.
Sintió que el corazón se le detenía y un escalofrío le recorrió la columna. Pensó que se desmayaría del miedo, pero tenía que proteger a su hija, y aunque temblara, estaba dispuesta a dar pelea.
Le tomó un microsegundo darse cuenta de que la figura se estaba poniendo de pie y se aproximaba a ellas. Todo sucedió tan rápido que no le dio tiempo a reaccionar; cuando la luz del velador que siempre dejaba encendido en el living iluminó el rostro del invasor, supo que era Álvaro.
Llevaba puesto un traje gris y una camisa blanca sin corbata. Su cabello rubio estaba más largo respecto de la última vez que lo había visto, y su rostro había ganado algunas marcas de expresión. Solo sus ojos celestes seguían siendo la entrada al abismo de su alma, que ella jamás logró comprender del todo.
—¿Qué estás haciendo acá? —le preguntó Malena entre dientes—. ¿Cómo entraste?
—Esta sigue siendo mi casa —contestó Álvaro, inmutable. Sonrió, se puso en cuclillas y estiró los brazos—. ¿No venís a saludar a papá, hija?
Una furia incontenible inundó el cuerpo de Malena. Valentina, en lugar de correr hacia su padre, se escondió detrás de ella y le arrugó la campera con las manos.
—Salí ya mismo —le pidió Malena, sin perder la calma. No se le arrojaba encima solo porque su hija los estaba viendo, y no quería que sufriera todavía más.
Álvaro se puso de pie. Sonreía con superioridad.
—Vení acá, Valentina —ordenó—. ¿A vos te parece volver a la casa tan tarde y con la nena? —siguió reprochando a Malena—. Valentina tiene que dormir, no puede andar por ahí con vos a las tres de la madrugada.
En ese punto, Malena hubiera deseado arrojarle la lámpara. Hubiera querido matarlo, pero tenía que controlarse por su hija.
—Andá a tu cuarto, Valen —pidió.
—Mami… —suplicó la niña.
—Por favor, Valen, te estoy pidiendo que subas —repitió Malena mirando a su hija a los ojos—. Te prometo que todo va a estar bien.
Aunque Valentina tenía miedo y no quería separarse de su madre, le soltó la ropa y corrió escaleras arriba. En cuanto Malena oyó que la puerta de su habitación se cerraba, dejó discurrir su enojo. ¿Quién se creía ese hombre para invadir su casa una madrugada, después de dos años de ausencia? ¿Cómo podía tener la osadía de llamar a Valentina «hija»?
—No tenés derecho a pisar esta casa, lo perdiste el día que te fuiste como un cobarde, dejando una nota —le espetó, furiosa.
Álvaro rio.
—Siempre fuiste exagerada —acusó sin vergüenza.
—¡¿Exagerada?! ¡Era tu esposa!
—Sabías perfectamente bien que lo nuestro se había terminado hacía mucho tiempo.
—En la nota escribiste que jamás me quisiste, entonces me pregunto, ¿cómo puede terminar algo que nunca empezó? Sos un mentiroso y un desequilibrado. Solo un loco invade a la madrugada una casa que abandonó.
Álvaro dio un paso adelante y Malena, uno atrás. Siguieron con el mismo juego hasta que la espalda de ella chocó contra la puerta, y entonces él la acorraló.
—No quiero que me molesten en el trabajo —advirtió.
Malena entrecerró los ojos, buscando el motivo de la amenaza. Lo encontró muy pronto, por eso sonrió.
—Veo que ya te llegó la demanda de divorcio —dijo.
—¿Qué es eso de abandono, infidelidad, hijos extramatrimoniales…? —interrogó él.
—Es la verdad.
Álvaro sonrió otra vez con superioridad.
—¿Acaso me viste? ¿Le hiciste un ADN al chico que suponés que es mi hijo? —se burló. Como Malena se quedó callada, ironizó—. ¡Ay, Malena! Nunca tuviste muchas luces, pero con esto te pasaste de lista.
—Salí ya mismo de mi casa —ordenó ella, sin perder la calma—. Tenés un minuto para irte o llamo a la policía. ¿Cómo quedaría el editor de Racer en la sección Policiales de La Nación?
—Sacá todas esas razones patéticas que pusiste en la demanda y te doy el divorcio. Es lo que más quiero —propuso él.
—Solo digo la verdad —se encogió de hombros ella—. Y si tenés dudas de que el hijo de la sobrina del dueño del multimedio es tuyo, con gusto pido el ADN yo.
Álvaro se alejó de ella como de un objeto candente.
—¡Mierda! —gritó.
—Enfermo —replicó Malena, y aprovechó que él se había vuelto de espaldas para acercarse al teléfono—. Todavía no entiendo cómo pude casarme con vos. ¿Qué te vi, por Dios? Si en algo te doy la razón es en que fui una estúpida.
Álvaro se volvió hacia ella, pero no se le acercó. Malena ya había tomado el teléfono.
—No sabés con quién te metiste —la amenazó—. Tengo poder, y por meterte conmigo lo vas a perder todo. La casa, a Valentina…
Esa vez, ella fue la que rio.
—Sos patético —replicó con entereza—. Si tenés necesidad de hacer amenazas tan burdas es porque sabés que estás acorralado. Siempre te creíste tan inteligente, y sin embargo, sos tan fácil de interpretar para mí, que ya no encerrás misterios. Tenés miedo, y yo tengo el poder de destrozar tu vida con un solo movimiento. No me obligues a hacerlo.
Álvaro se pasó una mano por el pelo y caminó por el living. Trataba de pensar, pero su mente era un torbellino.
—Esto no va a quedar así —amenazó—. Quiero ver a la nena. Es mi hija también, y vos me la estás negando.
Malena se dio cuenta de que, como buen artífice de las palabras, Álvaro trataba de colocar la situación legalmente en su favor.
—No, por supuesto que esto no va a quedar así —contestó—. Ya que no tuviste la decencia de tirar las llaves de esta casa como tiraste siete años de matrimonio, voy a cambiar todas las cerraduras. Me indigna que vuelvas reclamando a Valentina como tu hija, siendo que renunciaste a ella como a un chip de celular. Ahora andate. Andate antes de que de verdad llame a la policía. Como soy una infradotada, sabés que lo hago.
Álvaro la miró apretando los dientes.
—Vos lo pediste —volvió a amenazarla—. Despedite de Valentina.
Aunque el corazón de Malena tembló, apretó el botón de encendido del teléfono y marcó 911. Álvaro se fue antes de que atendiera la operadora.
Ni bien oyó que la reja se había cerrado con un golpe, Malena volvió a respirar; le temblaban las extremidades y los labios. Como no tenía fuerzas para moverse, cortó el llamado, se dejó caer en el piso y trató de evitar el llanto. Las lágrimas la asaltaron de igual manera.
Se sentía impotente y temerosa, como si la batalla la hubiera dejado tan exhausta que ni siquiera le restaban fuerzas para pensar. Necesitaba recuperarse, entonces volvió a mirar el teléfono. Marcó el número sin importar el horario, y esperó hasta que respondió la voz de una muchacha.
—Buenas noches, ¿podría hablar con Sebastián Araya? —pidió, casi sin voz. Trataba de controlarse porque no quería preocupar a Sebastián, y a la vez necesitaba de él para sentirse mejor.
—Está en una misión, ¿es una emergencia? Si es necesario, puedo llamarlo por radio.
Malena entreabrió los labios, sin saber qué hacer. No podía decir que tenía una emergencia; él se preocuparía y ella se sentiría una desgraciada. En ese momento se dio cuenta de que, si le decía que Álvaro había regresado para amenazarla, Sebastián abandonaría todo para volver a su lado, y no podía permitirlo. Se sintió egoísta y tonta por haber llamado. Tenía que aprender a arreglárselas sola con el miedo y el dolor. Tenía que emprender su propio vuelo.
—No hace falta —musitó finalmente—. Solo dígale que lo llamó Malena Duarte porque eran las tres de la madrugada y no podía dormir —explicó, ahogando un sollozo.
Después de cortar, fue víctima de otro ataque de llanto que perduró hasta que Valentina apareció en la escalera.
—¿Mamá? —preguntó la niña.
Malena, que estaba sentada en el piso, detrás de la mesita del living, extendió los brazos hacia ella y Valentina corrió a abrazarla.
—¿Es verdad lo que dijo? —preguntó la niña. Malena la miró alarmada—. ¿Nos van a separar?
—Tenías que quedarte en tu cuarto, Valen —lamentó Malena. Jamás hubiera querido que su hija oyera una amenaza tan baja, y menos que hubiera sido testigo del desamor de su padre.
—¿Es cierto? —insistió Valentina.
Malena volvió a abrazarla y la besó en la coronilla mientras le acariciaba el pelo.
—No, no es cierto —aseguró y la miró a los ojos—. Jamás van a separarnos. ¿Te queda claro?
Valentina asintió y su madre volvió a apretarla contra su pecho. Supo entonces que no podría pasar esa noche sola y decidió llamar a sus padres. Después de que les explicó lo que había sucedido, ambos estuvieron allí enseguida.
Mientras Esther acostaba a Valentina, Alberto habló con Malena.
—Hay algo que no entiendo —expresó—. ¿Cómo logró entrar? ¿Forzó la puerta? ¿No podemos denunciarlo por eso?
—Papá, no se puede denunciar a Álvaro por todo —respondió Malena—. Además, no forzó la puerta: todavía conservaba un juego de llaves.
—Pero eso no puede ser, ¿no cambiaste las cerraduras?
—No, no las había cambiado.
—¡Malena! —se enojó Alberto—. ¿Una chica tan inteligente como vos le dejó la entrada servida a ese imbécil?
—No sé qué me pasó —negó Malena con la cabeza—. O sí, en realidad lo sé, pero no importa.
—A mí me importa.
—Yo… en el fondo, por un tiempo, esperaba que volviera.
—¡¿Estás loca?!
—Tenés que entenderme, quería pensar que un día me despertaría y todo habría sido una pesadilla. Después pensé que él ya no iba a aparecer, y ni siquiera volví a pensar en las cerraduras. Al principio no podía mandar sobre el sentimiento de angustia que me generaba ponerle alguna barrera para que volviera, pero ahora puedo y voy a hacerlo —dijo.
En concordancia con sus palabras, el domingo contrató un cerrajero de emergencia y cambió las cerraduras sin pestañear. Ya no sos parte de mi vida, pensó con los ojos entrecerrados y un extraño orgullo creciendo en su pecho. Ya no te quiero a mi lado.
El lunes acudió de inmediato a la abogada y le hizo saber lo ocurrido.
—No quiero que vuelva a acercarse a nosotras —dijo.
—¿Hubo violencia física o amenazas de daño físico? —le preguntó Jimena.
—No, solo violencia psicológica, pero es muy sutil —sonrió con desencanto—. Es editor y periodista, sabe cómo ser sutil para menospreciarme con actitudes y palabras. Toda la vida lo hizo, pero era tan bueno en eso que yo no me daba cuenta.
—Lamento decir esto, pero no se puede hacer nada —le informó la abogada—. Ningún juez va a emitir una orden de restricción si no hay una amenaza concreta que las ponga en peligro a vos o a Valentina.
—Amenazó con quitarme la custodia de mi hija —explicó Malena.
Jimena sonrió.
—Eso es una locura, jamás le darían la tenencia —aseguró—. Habrá que soportar; evidentemente está asustado y su asesoría legal le habrá recomendado llegar a un acuerdo con vos de manera privada. Estoy segura de que le dijeron que por haber desaparecido dos años tiene las de perder, y pretende fingir que sigue viendo a la nena o que la ayudó económicamente de alguna manera. Me extraña que, siendo un hombre tan inteligente, no lo haya hecho antes. Irse de esa manera fue casi estúpido.
Malena sonrió. No estaba sorprendida.
—No fue estúpido, fue un requisito para escalar —explicó—. Su nueva mujer es la sobrina del dueño del multimedio en el que consiguió un puesto muy alto. Sin duda ella odiaba que tuviera una familia y quería que se deshiciera de nosotras, como si su pasado jamás hubiera existido. Y como él piensa que soy estúpida, siguió adelante —hizo una pausa—. Está bien, soportaré.
—Malena, ¿y si llamás a Sebastián? —le propuso Jimena.
—No voy a hacer eso —determinó Malena, negando con la cabeza—. No quiero que vuelva preocupado y con ganas de matar a Álvaro. Sebastián no es así, y no puedo permitir que se convierta en un monstruo por mí. Tengo que aguantar.
—Se va a enojar.
—Álvaro es mi problema, Sebastián no tiene por qué enojarse si quiero resolverlo sola. Gracias por todo.
Por la noche, Sebastián se comunicó con ella y le comentó que le habían anunciado su llamado.
—¿Por qué no podías dormir? —le preguntó.
—Te lo voy a contar cuando vuelvas —prometió ella. No quería mentirle.
—Por favor, no me hagas esto —insistió él—. ¿Te llamaron para la audiencia conciliatoria?
—Es en dos semanas —respondió Malena.
—Una semana antes de mi regreso. Voy a volver antes —determinó él al instante.
—No. No es necesario, en serio —aseguró ella.
—No importa cuánto discutas, voy a estar con vos para la fecha de la audiencia.
El martes concurrió a su sesión de psicoanálisis.
—Estoy agotada —manifestó después de haber contado a la licenciada Ferrando todo lo sucedido ese fin de semana—. Estoy cansada de fingir que todo está bien mientras me muero de miedo.
—¿Por qué tendrías que fingir que todo está bien? —preguntó Noemí.
—¿Te parece que sería sano para mi hija que yo le demuestre mi miedo a que su padre vuelva a molestarnos? ¿O mi temor a que cumpla con su amenaza de pedir la tenencia y separarnos?
—No, claro que no sería sano para la nena, pero también hay adultos que podrían ayudarte.
Malena dejó escapar un suspiro.
—No puedo saturar con mis problemas a todos los que me rodean —manifestó, negando con la cabeza—. Mis padres ya no son tan jóvenes y no quiero enfermarlos con mi sufrimiento; sé que les duele verme triste tanto como a mí me duele ver triste a mi hija. Mi hermana tiene sus dificultades también, e ir a su casa para apabullarla con las mías sería egoísta de mi parte.
Tras esas palabras, Malena guardó silencio. La licenciada enarcó las cejas.
—A mí me parece que te estás olvidando de la primera persona a la que podrías contarle lo que te pasa. Tenés pareja.
—¿Sebastián? —respondió Malena—. ¡Jamás le diría nada! Sé que suena injusto, pero si le llegara a contar lo que pasó el sábado, dejaría todo para ayudarme, y sería lo más injusto que yo habría hecho en la vida. Además, no puedo depender de un hombre para sentirme segura, tengo que aprender a valerme por mí misma.
—Yo creo que lo hacés muy bien.
—Aprendí a la fuerza, con la rudeza de un abandono —hizo una pausa—. No voy a hablar con Sebastián. Para desahogarme, hablo con vos, y aunque no lo creas, ya me siento mejor.
En efecto recuperó algo de fuerzas gracias a la sesión de psicoanálisis, aunque lo que en realidad la mantenía en pie era el amor a su hija. Tenía que resistir por ella, para que pudiera ser una niña feliz.
El miércoles por la tarde, recibió un llamado en la librería. Era Graciela.
—Malena, me pediste que te llamara si algo raro pasaba… y está pasando.
En cuanto Graciela le dijo lo que ocurría, Malena recogió su bolso y corrió fuera del local sin siquiera ponerse la campera. Condujo a su casa pasando varios semáforos en rojo y tocando bocina a los automovilistas lentos, acción que siempre había odiado.
Una vez en su domicilio, descendió del coche y se metió en su casa.
La madre de Álvaro estaba sentada en el living, con Valentina en la falda. Ni bien oyó la puerta, giró la cabeza para mirarla.
—Buenas tardes —saludó con una sonrisa—. Traje torta, ¿querés? A ver, Valen, ofrecele torta a mami.
Valentina saltó de las piernas de su abuela paterna, recogió el plato que la mujer le había indicado y se aproximó a su madre. Malena la sujetó del hombro y miró a Graciela.
—Acompañá a Valen a su cuarto, por favor —pidió.
La mujer, que en ese momento limpiaba un mueble, dejó la franela y se aproximó a la niña para llevársela. Cuando terminaron de subir la escalera, Malena arrojó la cartera al sillón y se acercó a su exsuegra.
—¿Qué estás haciendo en mi casa? —le preguntó con tono duro.
Mabel se puso de pie con expresión apesadumbrada. Su perfecta melena rubia y su ropa delicada la hacían parecer inocente, pero Malena sabía que estaba siendo falsa.
—Vine a ver a la nena —respondió la mujer, fingiéndose ingenua.
—¡Qué casualidad! —exclamó Malena—. Tu hijo vino la madrugada del domingo.
—Yo siempre vine visitarla —se excusó Mabel.
—Siempre no, solo una vez al año, para su cumpleaños —replicó Malena—. Lo peor es que hasta hace un par de meses, rezaba para que todos ustedes aparecieran y le demostraran lo importante que ella era, pero ¿sabés qué? Ahora solo quiero que desaparezcan.
—Malena… —intentó convencerla Mabel con voz calmada—. Sé que mi hijo cometió muchos errores, pero ahora está tratando de hacer las cosas bien, y vos no lo dejás. Dale una oportunidad.
Malena sintió que le arrebataban el aire.
—¿Una oportunidad? —replicó, molesta—. ¿Está tratando de hacer las cosas bien ahora que tiene un juicio por delante? No nos sirve. Parece que los dos se hubieran puesto de acuerdo para hacerme una broma. Decime una cosa, ¿por qué aparecías solo para los cumpleaños de Valentina?
—Por vergüenza —contestó Mabel bajando la cabeza.
—¡Mentira! No venías en otros momentos para salvarte de responder preguntas. Puede que tu marido se sintiera avergonzado, pero vos no hacías más que encubrir a Álvaro. ¡Sabías perfectamente bien dónde y con quién vivía!
—¡Es mi hijo! —exclamó la señora—. ¿Qué querías que hiciera?
—Que le enseñaras la decencia —replicó Malena—. Quiero que salgas ya mismo de mi casa y que no vuelvas.
—La nena me quiere, la nena me extraña, y necesita a su papá.
—Valentina puede vivir perfectamente bien sin ustedes. De hecho viene haciéndolo desde hace dos años.
—Valentina es tan hija tuya como de Álvaro —replicó Mabel, aproximándose a la salida—. Te guste o no, vas a tener que aceptarlo.
—¡Ahora resulta que yo soy la madre malvada e injusta que quiere separar al padre de su hija! —exclamó Malena.
—Yo no lo dije —replicó Mabel antes de abrir la puerta—. Acabás de decirlo vos.
Tras soltar esas palabras, se dio la vuelta y salió de la casa.
Apenas oyó la reja, una horrible sensación de rabia inundó el cuerpo de Malena. Ahora comprendía de dónde había sacado Álvaro sus habilidades discursivas, todos ellos eran detestables y se propuso que no la vencerían.
Subió a la habitación de su hija y la halló sentada en la cama, cabizbaja y pensativa. Graciela trataba de entretenerla con un libro para colorear, pero no conseguía convencerla de que lo hiciera.
—Graciela, dejanos a solas, por favor —pidió. La señora obedeció enseguida.
Malena se sentó en la orilla de la cama, frente a Valentina, y le apartó el pelo de la cara. La niña arrugaba el cobertor con expresión preocupada.
—Valen —le habló Malena, acariciándole una mejilla—. Vos no tenés que preocuparte por nada. Estas son cosas de grandes y te prometo que se van a terminar pronto.
—¿Hice algo mal? —preguntó la niña.
—¿Por qué decís eso? —replicó Malena.
Que su hija pensara que se había equivocado de alguna manera la lastimaba; su dolor la entristecía. Valentina se encogió de hombros sin dar más respuesta que esa y Malena le besó la frente.
—Sé que te sentís mal ahora, pero ya va a pasar, te lo prometo —continuó—. ¿Te acordás de lo que hacemos con el dolor? Lo ponemos en una flor, visualizamos el mar, y cuando vemos los delfines…
—Ya no están. No puedo verlos. ¡No están! —la interrumpió Valentina.
Malena se quedó callada, testigo del momento exacto en el que su hija comenzaba a perder la inocencia. El dolor se la estaba arrebatando.
—Sé que están ahí, hasta yo puedo verlos, solo tenés que saber buscar —le dijo.
—Quiero hablar con Sebas —pidió Valentina.
Malena suspiró, sin saber qué decir. Podía llamar a Sebastián, pero de ese modo él se enteraría de lo que estaba sucediendo, y no podía permitirlo.
—Ahora no se puede —contestó—. Tiene que curar animales y no podemos distraerlo de su tarea. Tenemos que ser fuertes.
Valentina aceptó las palabras, pero no dio respuesta. Y aunque Malena la invitó a bajar al living, prefirió quedarse en su cuarto.
Una vez en la cocina, Malena abrió la heladera, destapó una botella con agua y bebió casi todo su contenido. Necesitaba recuperarse con urgencia. Después miró a Graciela.
—Si vuelve Mabel, no la dejes entrar —ordenó.
Graciela asintió con la cabeza.
Pensó que el jueves tendría un respiro, pero el día no mejoró. Para empezar, a primera hora recibió las quejas de un cliente por la mala encuadernación de un libro y a las diez de la mañana recibió un llamado de la preceptora de la escuela.
—Valentina dice que le duele la panza, necesita que la venga a buscar.
Malena cerró los ojos y los apretó con fuerza. Los problemas no le daban respiro, parecía que se habían ensañado con ella. Aseguró que iría enseguida y cortó después de dar las gracias.
Dejó la librería para ir a Banfield. Condujo hasta el colegio donde la recibió la portera, y después de esperar unos minutos, apareció la directora de primaria. Junto a ella venía la preceptora, llevando a Valentina de la mano.
Malena se puso en cuclillas y recibió a su hija con un abrazo y un beso en la coronilla.
—¿Qué pasa, mi amor? ¿No te sentís bien? —le preguntó.
—¿Tenés un minuto? —indagó la directora.
Mientras la preceptora cuidaba de Valentina, Malena siguió a la mujer hasta una oficina.
—Quería comentarte que Valentina llora en los recreos, y a veces también durante las horas de clase.
El anuncio estremeció a Malena. Sabía que Valentina estaba pasando un mal momento, pero no tenía idea de cuán profunda era su pena. Suspiró para ablandar el nudo que se le había formado en la garganta y se humedeció los labios; su propio dolor se acrecentaba cada vez que pensaba en el llanto de su hija.
—No estamos pasando un buen momento —expuso sucintamente.
—Lo imaginaba —contestó la directora.
—El papá de Valen reapareció y estamos en trámites de divorcio —siguió explicando Malena—. Creeme que hago todo lo posible para que ella no resulte afectada, pero no es fácil. Algunas cosas escapan de mi control.
—Imagino que es así —asintió la mujer—. Solo quería que estuvieras al tanto, y que en caso de que esté yendo a alguna psicóloga infantil, pudieras comentárselo.
—Fue un tiempo, apenas su padre se fue de casa, pero voy a llevarla de nuevo. Quiero que sufra lo menos posible.
En el auto, Valentina pareció olvidar que alguna vez había sentido dolor de panza. Malena llegó a pensar que había mentido a la maestra, a la preceptora e incluso a la directora solo para retirarse, pero prefirió no indagar al respecto. Valentina jamás mentía, y si lo había hecho tendría una razón. Tal vez temía que ella también la abandonase y no quería despegarse de su lado.
—¿Vamos a la librería? —le ofreció, pensando en eso.
Valentina aceptó moviendo la cabeza en gesto afirmativo.
A partir de ese momento, Malena decidió aplacar las discusiones. Estaba llena de ira, se sentía ultrajada e impotente, pero estaba dispuesta a disimularlo por su hija. Tenía que recuperar el diálogo con Álvaro de alguna manera por ella. Determinó que, si él regresaba, evitaría gritarle lo que merecía: ya obtendría su recompensa en el juicio de divorcio.
Su temperamento fue puesto a prueba el sábado, cuando Álvaro se presentó de nuevo tratando de abrir la reja. Valentina lo vio por la ventana y Malena se enteró de lo que sucedía porque la niña corrió a abrazarse a ella a la cocina. Cuando sonó el timbre, le pidió que se quedara en su habitación y ella fue a abrir la puerta. Álvaro insistía, tratando de encajar su vieja llave en la verja.
—No insistas, cambié la cerradura —le advirtió Malena con voz serena. Tragaba tanto odio que temió que estallara de alguna manera.
Álvaro la miró con expresión molesta.
—Vine a ver a la nena —anunció, disconforme con quedarse afuera.
—No vas a entrar, pero te ofrezco que la llevemos juntos a la plaza.
Álvaro dudó por un momento, como si su mente procesara los artilugios legales que podía tener en contra o a favor accediendo a las condiciones de Malena. Finalmente aceptó, porque le pareció mejor pasar un rato con la niña fuera de la casa que nada.
Malena arrimó la puerta y subió las escaleras. Entró a la habitación de su hija y se sentó en el borde de la cama, donde ella jugaba con el delfín de peluche que Sebastián le había regalado.
—Valen, tu papá quiere verte —dijo.
—No quiero —replicó Valentina.
Malena frunció el ceño, confundida. Siempre había imaginado que si Álvaro volvía, Valentina correría a sus brazos, lo abrazaría y lo besaría, porque su regreso sanaría el dolor que la partida le había provocado. ¿Cómo le explicaría a Álvaro que Valentina no quería verlo? ¿Cómo le haría entender que ella jamás había hablado mal de él ni había hecho que la niña lo rechazase?
—Valen, le ofrecí que fuéramos los tres a la plaza. ¿Estás segura de que no querés ir? —Valentina negó con la cabeza—. Está bien, no tenés que hacerlo, pero ¿cómo le explico que no querés?
Valentina arrojó el peluche al piso y se ocultó debajo del acolchado.
—¡No quiero! ¡No quiero! —gritó, sollozando.
—Está bien, tranquila —trató de serenarla Malena—. Quedate acá.
Volvió a bajar y abrió la puerta de nuevo. Álvaro estaba de espaldas, iba y venía por la vereda, paseando su metro ochenta por las baldosas rojas.
—Valentina no quiere salir —explicó Malena sin rodeos.
Él se volvió para mirarla con un gesto rápido, casi violento.
—¿Cómo que no quiere? ¡Claro que quiere! Estoy seguro de que ni siquiera le dijiste que yo vine a verla.
—Sí, se lo dije, pero no quiere —repitió Malena, tratando de conservar la calma—. Deberías comprenderla en lugar de usarla para tus propósitos. Te fuiste hace dos años y desde entonces no volvió a saber de vos, ¿cómo esperás que reaccione?
—Si vos no le hubieras llenado la cabeza, todavía me querría.
Por temor a que Valentina escuchara la pelea, Malena evitó responder su acusación injusta.
—Voy a llevarla a una psicóloga infantil —explicó en voz baja—. Quizás así podamos ayudarla a que vuelva a acercarse a vos.
Álvaro se pegó a la reja y estiró el dedo índice por entre medio de dos barrotes.
—¡Yo no necesito nada de vos! —bramó—. Dejame pasar y vas a ver cómo viene. Yo la voy a hacer venir.
—No —rugió Malena en respuesta—. No vas a obligarla a nada. No después de haber desaparecido dos años y ni siquiera llamarla. Volvé el sábado que viene, tal vez haya cambiado de opinión. Chau.
Cerró la puerta y no volvió a abrirla aunque el timbre siguió sonando durante cinco minutos. Tan solo se limitó a subir las escaleras y regresar a la habitación de su hija para controlar que no hubiera escuchado nada. Iba a entrar al cuarto, pero se detuvo cuando la halló acurrucada en la cama, con los ojos cerrados, abrazando el delfín de peluche.
Se escondió detrás de la pared y apretó los ojos en busca de paz. Su mente y su corazón eran un torbellino: por momentos quería matar a Álvaro para que no reapareciera, pero por otros, sentía que debía ayudarlo a restablecer su vínculo con Valentina.
¿Qué iba a hacer? ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar por su hija?
Entró en su cuarto y la abrazó con fuerza.