23

Después de que Álvaro y su mujer se alejaron de la ronda, Malena y Sebastián salieron a la terraza para estar a solas.

—¿Qué fue eso? —le preguntó Malena.

Sebastián bajó la mirada, avergonzado.

—Fue tu dragón cayendo del cielo —dijo.

Malena sonrió y le acarició la cara con amor infinito.

—¿Tiene las alas rotas? —siguió indagando. Él la miró.

—Eso nunca. Solo están un poquito heridas.

Malena se puso en puntas de pie y lo besó.

—Yo voy a sanarlas —le prometió.

Pasaron un buen rato charlando con otras personas sin preocuparse en absoluto por si Álvaro y María Gracia compartían el mismo ambiente o no. Eran demostrativos: se besaban de a ratos, como de costumbre, y pasaban mucho tiempo abrazados. Después de la copa de champaña, Sebastián evitó el alcohol. Malena, en cambio, bebió algunos tragos y acabó más suelta, provocándolo con la mirada. Tanto se desearon en silencio, disimulando delante de todo el mundo, que a las dos él le propuso irse y ella aceptó sin dudarlo.

Subieron al auto y él encendió la calefacción. Conversaron del cumpleaños de Elías, para el que faltaban unas semanas, y en todo ese tiempo ni siquiera se acordaron de Álvaro. En la autopista, Malena estiró un brazo y acarició la rodilla de Sebastián con deseo contenido.

—¿Qué campaña le propusiste a ese hombre con el que hablabas? —le preguntó.

—Tiene que auspiciar un par de propagandas que inviten a la gente a reducir el uso de sus autos —explicó Sebastián sucintamente.

Malena sonrió con orgullo.

—Me encanta que siempre tengas un argumento para todo —dijo.

Sebastián rio.

—Sabés que eso viene de hace tiempo —le recordó.

—Por eso, con apenas diecisiete años, ya me había enamorado de vos —respondió Malena, y se estiró para darle un beso en la mejilla.

No se alejó rápido. Como si el perfume de Sebastián fuera un imán para ella, se quedó junto a su pómulo y después junto a su cuello mucho tiempo.

—Male… —susurró él. Su voz había cambiado.

—¿Qué? —lo provocó ella, lamiéndole el lóbulo de la oreja.

—Nos vamos a caer de la autopista —vaticinó Sebastián, incapaz de controlar su deseo.

Malena sonrió, pero no dejó de besarle el cuello.

Luego de haberse deseado en silencio durante horas delante de la gente, llegaron a la casa de Malena a punto de explotar. Dejaron el auto en la calle y entraron a la vivienda besándose. Sebastián se ocupó de cerrar la puerta con llave y después la atrapó en la escalera, antes de que ella pudiera subir a su cuarto. Malena rio y se sentó en un escalón. Sebastián se arrodilló delante de ella y se inclinó sobre su pecho para besarle la clavícula. Luego alzó la cabeza y la quemó con la mirada. Extendió una mano y le soltó el pelo. Lo acomodó sobre sus hombros y observó sus pechos ocultos bajo la tela del vestido.

—Te dije que te iba a sacar la ropa —le recordó con voz grave.

Malena se abrazó a su cuello y lo besó en la boca. Después subió hasta su frente, rozándole la cara con los labios.

—No aguanto más, haceme el amor ahora —susurró contra su pelo.

Las palabras surtieron un efecto instantáneo en Sebastián. Estaban solos, Valentina dormía en casa de su tía, podían hacerlo en las escaleras…

La rodeó con los brazos en busca del cierre del vestido, pero los interrumpió el timbre. Los dos se quedaron perplejos, estaban seguros de que se trataba de Álvaro.

—Desubicado de mierda —masculló Sebastián, poniéndose de pie.

Malena lo siguió.

—Dejame a mí, por favor —suplicó.

—¡Malena! —exclamó él.

—Va a ser lo mejor.

Sebastián respetó el pedido, pero estaba dispuesto a salir en defensa de Malena en cuanto Álvaro se pusiera pesado. Ella se acomodó la ropa, se pasó una mano por el pelo revuelto y suspiró antes de abrir la puerta.

Era un policía.

—¿S… sí? —dijo con el corazón en la boca. Por Dios, mi Valentina, pensaba, ¡que no le haya pasado nada a mi Valentina!

—¿Malena Duarte? —interrogó el agente.

—Sí.

—Lamentamos informarle que su esposo sufrió un accidente de tránsito —el agente se interrumpió ante la mirada atónita de la viuda. Siempre lo hacía—. Resultó fallecido.

La última palabra provocó un torrente de sensaciones en Malena. Todas transcurrieron en un solo segundo: incredulidad, odio, dolor. No entendía de quién le hablaba el policía y tampoco de qué, hasta que la imagen de Álvaro en el altar se cruzó por su mente y se balanceó hacia atrás.

Sebastián la atrapó antes de que cayera y la arrastró hasta un sofá. La sentó, le bajó la cabeza y ejerció cierta presión sobre su coronilla.

—Tranquila, respirá —le indicó con falsa calma.

La serenidad de su voz no expresó la tensión que sufría en su cuerpo. Primero le preocupaba Malena, pero también lo que acababa de oír; él tampoco podía creerlo. Se agachó frente a ella sin soltarle la nuca y buscó su mirada. Se había puesto tan pálida que por un instante pensó que se desmayaría, en cambio ahora, había recuperado algo de color.

—Male, ¿podés escucharme bien? —le preguntó.

Ella asintió con la cabeza, aunque le costaba respirar.

Álvaro muerto, no puede ser. ¿Por qué me avisan a mí en lugar de a su familia?, pensó sin entender lo que estaba pasando. Lo comprendió un instante después: tal vez iba con su mujer. Además, Álvaro nunca había declarado el cambio de domicilio y tampoco se había divorciado legalmente, por lo cual todavía era su marido.

Se humedeció los labios y tragó con fuerza; temblaba. Alzó la cabeza y se encontró con los ojos de Sebastián, que la observaban en silencio.

—Quedate acá —le pidió él, y se levantó.

Malena estaba acostumbrada a arreglárselas sola con todo, pero en ese momento las fuerzas la abandonaron y dejó que Sebastián se ocupara del asunto.

Él regresó unos minutos después y se sentó a su lado.

—Es verdad, Male —certificó—. Cruzó una barrera baja. Estaba solo en su auto. Lo siento mucho.

Malena no lloraba, no emitía sonido.

—¿Qué tengo que hacer? —preguntó con un hilo de voz.

—Imagino que llamar a sus padres para que se ocupen de todo.

Malena inspiró profundo y, al dejar salir el aire, emitió un quejido.

—Bueno —dijo, y se puso de pie en busca del teléfono.

Anunciar a una madre que jamás volvería a ver a su hijo fue lo peor que tuvo que hacer en la vida. Solo de imaginarse en el lugar de Mabel sentía que se le quebraban las piernas y que algo la enterraba en lo profundo del dolor y la inconsciencia. La mujer le gritó, la llamó mentirosa y luego se echó a llorar. Entonces tomó el teléfono su marido y le preguntó si era cierto. Malena le dijo que sí. El hombre respondió con un triste «murió como vivió», y luego también estalló en llanto. Acordaron que a partir de ese momento él se ocuparía de todo y que se comunicaría con ella en cuanto supiera lo que harían.

Sebastián permanecía sentado en el sillón, fingiendo que no estaba en shock por Malena. En cuanto ella cortó el llamado, la miró y se sorprendió de que todavía se hallase tan entera. No lloraba ni se quebraba con facilidad, lo cual lo intranquilizó.

—Me voy a bañar —anunció ella con voz pausada—. Los padres de Álvaro me van a llamar en cuanto sepan qué van a hacer.

Sebastián asintió y Malena subió las escaleras. Quería estar sola.

La habitación le recordó a Álvaro. La cómoda trajo a su mente su breve nota de despedida, y la cama, el sexo frío que mantenían. Al buscar ropa en el placard, le pareció que la de él todavía ocupaba la mitad del espacio y que de pronto, una noche, ya no la veía. Sacudió la cabeza para borrar esos pensamientos y se dirigió a un cajón en busca de ropa interior limpia. Dejó todo listo sobre la cama y se encaminó al baño, donde abrió la canilla de la ducha, se desvistió y se metió en la bañera.

Se mojó el cuerpo y el cabello, y hasta llegó a recoger el jabón, sin embargo, se quedó estancada con los pies sobre la alfombrilla blanca, sin poder moverse. Recordó a Álvaro diciéndole que ella no sabía hacer negocios, a Álvaro corrigiendo las traducciones que ella hacía, a Álvaro reclamando ver a su hija contra la reja. Y así, el dolor se extendió por su alma como el agua lavaba su cuerpo frágil y desnudo.

Se dio cuenta de que nunca lo había conocido realmente, de que tal vez aquel novio inteligente y seductor que alguna vez había amado no había sido más que una ilusión de niña, y entendió que existían preguntas que jamás hallarían respuesta. Entendió que Álvaro estaba muerto y que la muerte era el final de todas las cosas.

Una espada atravesó su corazón y la hizo estallar en llanto. Se cubrió la boca con las manos, temblando, y cayó de rodillas sin poder controlar sus piernas. Gritó, pero antes de que muriera el sonido, la puerta se abrió de golpe e, instantes después, también la mampara de vidrio. Los brazos de Sebastián la rodearon, y aunque el corazón de él se retorcía de rabia al ver a Malena sufrir por un hombre que no había hecho más que herirla, comprendía su dolor y jamás la dejaría luchar contra eso sola.

Malena se aferró a sus hombros y lloró desconsolada sobre su saco, que comenzaba a mojarse por el agua de la ducha. Sebastián la contenía acariciándole el pelo y besándole la cabeza, y así ella comenzó a pensar en cuánto sufriría si lo perdiera. Si la muerte de Álvaro la había golpeado de esa manera, perder a Sebastián sería para ella como quedarse sin su propia vida. Eso reavivó su llanto y la mantuvo indefensa durante largos y desgarradores minutos. Finalmente, cuando Sebastián la sintió más tranquila, le acarició las mejillas, pegó su frente a la de ella y la miró a los ojos.

—Llorá todo lo que quieras ahora, porque dentro de un rato tenemos que proteger a Valentina —le dijo.

Malena entendió que le pedía fortaleza por su hija, y estuvo de acuerdo con él. Por eso siguió llorando mientras Sebastián se desvestía y se metía en la bañera con ella.

Él se ocupó de enjabonarla y enjuagarla, y después la sentó entre sus piernas para lavarle el cabello. Aprovechó para acariciarla con suavidad y así le transmitió parte de su energía. A él también le costaba no quebrarse, pero Malena no lo sabía; jamás se lo demostraría.

Se acostaron después del baño, aunque sabían que no podrían dormir. Sebastián la abrazó y escuchó todo lo que Malena tenía para decir.

—No puedo creer que Álvaro esté muerto. ¿Cómo se le ocurrió cruzar una barrera baja? ¿No pensó en su mujer y en su hijo? Siempre tan egoísta, siempre persiguiendo objetivos que nadie conocía. Tal vez ni siquiera él.

Cerca de las seis de la mañana sonó el teléfono y el padre de Álvaro le informó que no habría velatorio, solo un entierro íntimo a las diez de la mañana, y que la esperaban junto con Valentina.

Malena se armó de valor y se levantó para llamar a la psicóloga de su hija. Era muy temprano, pero considerando que se trataba de una emergencia, podía llamar al número que la profesional le había dado por si alguna vez tenía una urgencia. Le explicó lo ocurrido, le pidió un consejo, y la mujer le respondió que contara la verdad a la niña. Que le diera la opción de elegir si quería ir al entierro o no, siempre con un lenguaje sutil, pero claro.

—Tenemos que ir a lo de Andrea —informó a Sebastián. Él la miraba respaldado en la cama, cruzado de brazos—. Ni siquiera sé cómo se lo voy a decir a Valentina.

—Con honestidad y delicadeza —replicó él.

Malena asintió en silencio.

Llegaron a lo de Andrea a las siete de la mañana. Les abrió la puerta Iván, todavía entredormido, y cuando Malena le contó la triste novedad, se quedó perplejo. Andrea, que en ese momento bajaba las escaleras, abrazó a Malena y le preguntó cómo se sentía.

—Estoy bien —respondió ella, casi sin voz.

Debía agradecer a Sebastián el haber alcanzado un nivel de fortaleza que esa madrugada creyó perdido.

Lo más difícil fue ir al cuarto de huéspedes donde dormía Valentina. Antes de abrir la puerta, miró a Sebastián y le pidió que entrara con ella.

—¡Sebas! —gritó la niña al verlo.

—Valen —la detuvo Malena. Valentina la miró—. Tengo que decirte algo.

En cuanto Valentina le dedicó toda su atención, Malena tembló. Su hija la miraba en espera de lo que ella tenía para decirle, pero no sabía cómo empezar. Bajó la cabeza.

—¿Te acordás de que hace mucho te conté que no sabía si papá iba a volver? —comenzó. Valentina no respondió—. Finalmente, de alguna manera volvió por algunos días, pero ahora sé con certeza que eso no va a volver a pasar. Papá no va a volver. Un angelito se lo llevó, porque a veces los angelitos se llevan personas a un mundo mejor.

Se produjo un instante de silencio durante el que nadie habló.

—¿Y está contento ahí? —preguntó Valentina.

Malena tragó con fuerza. Lo malo de tratar con niños era que jamás se sabía con qué iban a salir.

—Supongo que sí —respondió con los ojos húmedos.

—Entonces está bien —replicó la niña.

Otra vez se quedaron calladas por un momento.

—¿Quérés despedirte de él? —preguntó Malena. Su hija la miró.

—No.

—Yo sí voy a ir a despedirme —le hizo saber—, así que cualquier mensaje que quieras dejarle, yo se lo puedo dar.

Valentina no respondió.

Malena salió de la habitación, pero no lo hizo Sebastián. Ella no quiso entrometerse en lo que él y su hija tuvieran que hablar, por eso se alejó.

Él sonrió a la niña y se sentó en el borde de la cama.

—Valen, como podrás imaginar, yo también tuve un papá —le contó—. Cuando los angelitos se lo llevaron, yo estaba muy lejos y no pude despedirme de él. Además, le guardaba rencor. ¿Sabés lo que es el rencor? —Valentina negó con la cabeza—. Es la incapacidad de perdonar, cuando alguien te hizo algo malo y vos no podés olvidarlo y volver a ser amigo de esa persona.

—Como cuando Pablo me puso la traba en el colegio y yo después no le hablé por un mes —interpretó ella.

—Algo así —asintió él—. No puedo decir que me arrepienta de haber estado lejos cuando mi papá se fue, pero aunque nunca nos llevamos bien, me hubiera gustado despedirme de él. Tal vez no como se despiden todas las personas, sino de un modo que para mí fuera especial, para que supiera que aun a pesar de todo, lo quería y lo extrañaba. ¿Hay algo que quieras hacer?

Valentina sonrió.

Veinte minutos después, Sebastián bajó las escaleras y se aproximó a Malena, que en ese momento bebía un café en el living junto a su hermana.

—Esto es para él —susurró, entregándole un papel.

Malena lo miró un momento a los ojos y después recogió la hoja, la cual desplegó sin demora. Reconoció enseguida el trazo de Valentina en un dibujo: se trataba de un rostro muy grande y sonriente, con el cabello rubio y los ojos celestes. Sin duda era Álvaro, pero jamás había sonreído así, con tanta libertad y sinceridad, por eso el dibujo la emocionó. Expresaba mucho más que lo visible, era un retrato en el que Álvaro al fin era feliz. Expresaba que Valentina no lo recordaría de mal humor o enojado, sino con la esperanza de que, dondequiera que estuviese, hubiera hallado paz.

Volvió a doblar el papel y se escurrió las lágrimas que le rodaban por las mejillas con las manos.

Las horas siguientes fueron tristes y agotadoras. Primero pasaron por la casa del country para que Sebastián pudiera cambiarse. Allí Malena contó a Elías lo que había sucedido y él se comportó de manera extraordinaria. Le ofreció su ayuda en lo que necesitara y hasta le dio un abrazo.

A las diez menos cinco de la mañana, Sebastián entró al cementerio privado y se detuvo a unos metros del lugar donde les habían indicado que se realizaría el entierro. Malena lo miró antes de bajar y él la besó suavemente en la mejilla. Después le tomó una mano y buscó sus ojos.

—Voy a estar acá, esperándote —le dijo—. Sé fuerte.

Malena suspiró y asintió con la cabeza. Luego bajó del auto, tratando de convencerse de que podía cumplir con lo que Sebastián le había pedido.

Se acercó al pequeño grupo de gente que rodeaba la fosa y se detuvo del lado contrario al que se hallaba la rubia mujer de Álvaro. Allí también se encontraban sus padres, su hermano y algunos amigos íntimos que Malena había conocido. Nadie le dirigió la palabra, y ella tampoco interrumpió la tristeza que hundía a todos en respetuoso silencio.

—Álvaro era un hombre bueno —comenzó el cura encargado del responso religioso—. Buen hijo, buen padre y esposo, buen amigo. Su muerte conmueve el corazón de todos los que aquí se encuentran para despedirlo: padres, esposa, amigos que de pronto sienten que no encuentran consuelo. A todos ellos les digo: «Si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. De manera que tanto en la vida como en la muerte, del Señor somos.» El Señor es nuestro dueño, y no lo dice en vano. Si de verdad creemos en Él sabemos que Álvaro hoy alcanza una esfera que los seres humanos no comprendemos. A todos ustedes que lo han querido, los encomiendo a que lo imaginen junto a Dios y sus ángeles para que encuentren consuelo en Jesucristo. Jesús nos dice: «convertiré su llanto en alegría, y les daré una alegría mayor que su dolor.» Esa alegría es que tenemos Vida Eterna en el Señor. Álvaro no nos dejó. Álvaro vive en sus hijos, y en los hijos de sus hijos, que también son hijos del Señor.

El discurso duró algunos minutos, y cuando se dio por terminado, prosiguió el silencio secundado por algunos llantos. Los familiares más cercanos tomaron un puñado de tierra y lo arrojaron al cajón. Malena no se movió. Álvaro había sido una elección en su vida, pero ya no lo reconocía como su marido, y hasta le costaba reconocerlo como padre de su hija, excepto porque la había gestado. Observó a la rubia arrojar una rosa y a Mabel llorar en brazos de su esposo. Suspiró sintiéndose ajena a todos ellos, pero con el corazón limpio; con la conciencia tranquila de quien cumple con todos los requisitos que se necesitan para cerrar círculos y seguir avanzando en la vida.

La tristeza que emanaba de los allegados de Álvaro la conmovió. Tal vez él había desperdiciado su amor y el de Valentina, pero al menos otros también lo habían querido. La viuda fue abrazada por un hombre gordo y canoso de traje impecable, sin duda su tío, mientras los amigos arrojaban tierra antes de que los sepultureros comenzaran con su trabajo. En cuanto los vio recoger las palas, Malena se aproximó y dejó caer en la tumba el dibujo de su hija y su anillo de bodas.

María Gracia la miró. Malena le sostuvo la mirada. Después se dio la vuelta y caminó rumbo al auto.