25

Septiembre en el Ártico.

El frío era cruel, pero también reparador. Exigía que su cuerpo utilizara todos sus recursos disponibles y le recordaba que estaba vivo. Tal vez por eso pasaba mucho tiempo en la cubierta, observando el cielo y el agua que, por momentos, parecían ser uno.

—¿Otra vez pensativo? —le preguntó Johanna, la compañera a la que debía orientar, ya que por primera vez cumplía una misión internacional.

Era una chica de veintiún años que provenía de Stuttgart, una ciudad turística alemana. El español de ella era muy pobre y el alemán de él no alcanzaba para todo lo que tenía que explicarle, por eso se comunicaban en inglés.

Sebastián la miró y le sonrió con la misma serenidad de siempre. Sus ojos combinaban con el color del agua y su atuendo con el hielo que recubría el Ártico.

Johanna se le acercó y se sentó a su lado. Solían compartir el silencio.

—Llegó un comunicado: tenemos que estar preparados —le comentó ella mirando el agua helada.

—Ya lo sé. ¿Estás nerviosa? —le respondió él.

—En absoluto —contestó la joven, muy segura—. ¿Y tú?

Sebastián sonrió.

—No veo la hora de que llegue el momento —confesó, volviendo la mirada hacia el océano—. La adrenalina es mi alimento.

Johanna rio de la broma, aunque presentía que en parte lo decía en serio. Después volvió a mirar el agua, dejándose envolver por el sonido monótono del barco.

Allí, las horas pasaban despacio. Algunos días, gracias a la división de tareas, había mucho para hacer. Otros, tan solo esperar. Esos eran excelentes momentos para que los pensamientos fluyeran a capricho del mar o para sostener conversaciones que, de tan cotidianas, acababan siendo profundas.

Perdieron la cuenta de los minutos, hasta que los interrumpió la voz de un compañero.

—Es la hora —anunció en italiano.

—¿Qué dijo? —interrogó Johanna a Sebastián en inglés.

—Dijo que ya es la hora —le respondió él en alemán.

Todos ya se habían reunido y repartían los trajes protectores mientras escuchaban las últimas directivas. Todo estaba planeado y conocían las medidas de seguridad de memoria, por eso el discurso pretendía, más que instruir, brindarles ánimos. Se daba en inglés, el idioma común que todos podían entender, pero allí había argentinos, rusos, holandeses, alemanes, españoles e incluso una coreana, entre otras nacionalidades.

Sebastián se ajustó el arnés y recogió un casco. Cuando lo asignaban como instructor de alguien, se hacía responsable de esa persona y velaba por ella en todo sentido. Por eso se ocupó de controlar que el traje de Johanna estuviera bien colocado y que las medidas de seguridad funcionaran correctamente. Después le entregó el casco y le apretó los brazos a los costados del cuerpo.

—¿Te sientes bien? —le preguntó en inglés—. ¿Estás preparada? —se refería a sus emociones.

Johanna respondió dándole un abrazo fugaz.

—¡Hagámoslo! —gritó, llena de energía.

—Quédate detrás de mí —le ordenó él.

A partir de ese momento, el tiempo pareció acelerarse. Salieron a cubierta y descendieron por una compuerta que los llevaba al lugar de abordaje. Subieron al primer bote inflable a motor que abandonó el barco, aunque otro lo siguió casi al instante. Sabían que la guardia marítima los seguía de cerca, por eso había que operar rápido.

La adrenalina aumentaba a medida que se acercaban a la plataforma petrolera. Aun así, Sebastián se dio la vuelta y volvió a hablar a Johanna.

—Si no te atreves, no lo hagas —le dijo—. Es mejor que te resguardes aquí en lugar de hacer algo peligroso estando nerviosa, podrías salir herida.

—Deja de preocuparte por mí —respondió ella, apoyando una mano en su hombro—. Yo también cuidaré de ti.

El bote dio un salto que los separó de golpe. Sebastián miró adelante y se dio cuenta de que el objetivo ya estaba muy cerca. Así, todo lo que ocupaba su mente era alcanzar su meta.

Su alma se llenó del espíritu de protesta. Su mente se invadió de situaciones que podían ocurrir si nadie escuchaba los gritos de la Tierra, y por ese breve instante en el que la fuerza de la naturaleza llenó sus sentidos, el dolor pareció apagarse. No pensaba en nada más que en sus ideas y las que defendían todos sus compañeros. Solo pensaba en que, por una vez, iban a tener éxito. Jamás perdían la esperanza de ser escuchados, de lo contrario, nada tendría sentido. Habían conseguido mucho, pero llevaba tiempo y energía.

Se detuvieron junto a la plataforma. El encargado de impulsar la soga hacia donde debía estar sujeta apuntó y realizó un tiro excelente. Entonces fue el turno de Sebastián y Willem, un compañero holandés, de desempeñar su rol. Los dos unieron la soga a su arnés y, tras asegurarse de que estuviera afianzada al enganche, se arrojaron contra la dura pared que iban a escalar. Mientras tanto, dos compañeros del otro bote hacían lo mismo en la otra punta de la plataforma, perfectamente coordinados.

Se oyeron voces, pero Sebastián las ignoró; toda su capacidad estaba concentrada en brindar fuerzas a sus músculos para seguir subiendo. Dejaba todo en cada movimiento, y era tanto el esfuerzo, que incluso se hacía difícil respirar. Pero así se sentía vivo: nada dolía, el corazón no parecía roto.

Se oyeron órdenes y exclamaciones. Avanzó otro poco. Y de pronto, el chorro de agua helada. Lo lanzaban los ocupantes de la plataforma, buscando deshacerse de los activistas.

Es tu mundo el que estoy defendiendo, pensaba con impotencia mientras la fuerza del agua competía contra la de su cuerpo. Pero ese dolor lo alimentaba, porque era mucho más tolerable que el dolor de haber perdido lo que más amaba en el mundo.

«Come down! Come down!», oyó, pero era imposible precisar si la orden de descenso provenía de los empleados de la plataforma, que trataban de sacárselos de encima, o de un compañero.

Como fuere, no tenía ganas de seguir perdiendo. No iba a hacer caso.

«This is a peaceful demonstration», siguió oyendo, pero en ese momento en que su cuerpo se llevaba todas sus energías, le costaba interpretar otro idioma que no fuera el castellano.

«Esta es una manifestación pacífica.» Sí, eso habían dicho, y lo seguían repitiendo.

Lo corroboró en cuanto su compañero dejó de escalar y se quedó quieto. Entonces se dio cuenta de que las voces se superponían y los gritos se intensificaban. Todo era caos y alboroto.

Miró hacia abajo, pero el casco le dificultaba la visión. Se lo arrancó y acabó arrojándolo al agua. Volvió a mirar abajo y así pudo distinguir que ya no estaban solos. Los miembros de la guardia marítima los habían encerrado y mostraban sus armas como amenaza, al tiempo que gritaban órdenes en ruso.

Miró a Johanna. Estaba aterrada, tenía las manos en puños y el rostro pálido de los que, si bien escucharon muchas veces lo que debían hacer en situaciones extremas, en ese momento se olvidaban de sus conocimientos.

—¡Déjenla en paz! —gritó en castellano. Nadie entendió.

De pronto su compañero de escalada se dejó caer. Se hundió en el agua y salió a flote en un segundo, buscando la mano que un colega le ofrecía desde el bote. Un militar redirigió su arma hacia ellos.

En ese momento, Sebastián sintió tanta rabia que podría haberles arrebatado un fusil y haberlos apuntado también. Jamás había sentido nada como eso. Antes sabía esperar cuando no era el momento; en algunos reclamos nacionales, hasta se había dejado arrestar, en cambio ahora había perdido esa capacidad.

No iba a ceder. No podía tolerar que otra cosa le saliera mal. Entonces siguió escalando, en rebelión contra la Marina rusa, contra lo injusta que siempre era la vida y contra sí mismo.

Se cosecha lo que se siembra. Qué frase estúpida.

—¡Sebastian! —oyó que gritaba Johanna, sin colocar el acento en la última sílaba porque jamás había podido pronunciar su nombre en español.

Se le ocurrió mirar de nuevo, y descubrió que todas las armas lo apuntaban a él.

Mejor. Cuantas más trabas le imponían, mayor era su deseo de vencerlas. No iba a darles el gusto.

—¡Van a tener que matarme! —exclamó, otra vez en castellano, idioma que solo su compañero español entendió.

—¡Bájate ya! —le gritó—. ¡Te van a dar un tiro!

¡Que me lo den!, quería responder él, desafiando el poder del universo. No estaba actuando como siempre lo había hecho, no era él mismo.

Algunas palabras acudían a su mente en forma desordenada y sin sentido para lo que en ese instante estaba sucediendo: «Esto no puede seguir así», «nunca va a ser el momento mientras yo siga siendo un despojo de la Malena que alguna vez fui o que podría llegar a ser.»

¿Por qué? ¡¿Por qué?! ¿Tan difícil era ser feliz? ¿Qué había hecho mal para merecer perder siempre algo?

Pagó cara su distracción. El chorro de agua que todavía lanzaban los ocupantes de la plataforma lo lastimó; sin el casco, era más débil, y acabó cayendo.

Todo moriría. Como él, como sus sueños. Y a nadie le importaba.

Salió a flote y tomó la mano que el español le ofrecía desde el bote. Una vez que consiguió establecerse en la embarcación, entendió que hablaban de que iba a ser arrestado. Un compañero lo defendía con argumentos que no le interesaban, solo le importó asegurarse de que Johanna estuviera bien.

—¿Estás bien? —le preguntó. Ella no respondía, lo miraba aterrada de lo que pudiera sucederle—. ¡¿Estás bien?! —repitió, sacudiéndola.

La chica terminó asintiendo con la cabeza.

Una compañera rusa también lo defendía, pero él no entendía ni la mitad de lo que decía a la guardia en su idioma. Solo interpretó que otro compañero de mayor jerarquía continuaba esgrimiendo en inglés que estaban haciendo una demostración pacífica, que no había delito alguno de qué acusarlos y que el problema con el voluntario —es decir, él—, era que no sabía ruso, y que por eso no había entendido la orden. Una mentira entre tantas verdades no hacía mal a nadie.

Pero a Sebastián no le importaba si lo arrestaban, ni siquiera si lo mataban. Había perdido otra batalla y no podía soportarlo, siendo que antes siempre lo había resistido, como debía ser. Antes solía comprender que la paciencia y la lucha pacífica pero enérgica eran el camino adecuado; que las cosas tardaban en llegar, pero que lo hacían tarde o temprano. Ahora dudaba de todo lo que alguna vez había creído y se sentía tan vacío que pensó que jamás hallaría de nuevo el rumbo. La adrenalina lo había capturado por un momento, ¡pero había durado tan poco! Tenía que encontrar su eje o acabaría destrozado y, para colmo, arrastraría a los demás consigo.

—Está bien —susurró al oído de su compañero, más tranquilo—. Deja que me arresten. Cometí un error y pagaré por eso.

Back to the ship! —exclamó el hombre sin prestar atención a su pedido.

Emprendieron la carrera de regreso hasta el barco. La guardia no los siguió.

Una vez a bordo, no tuvo tiempo para pensar. Alcanzó a quitarse el equipamiento, pero el encargado lo enfrentó antes de que pudiera mudarse de ropa.

—Conmigo, ahora —pidió en inglés, y él no tuvo más remedio que seguirlo.

Se encerraron en un cuarto donde realizaban planificaciones. El hombre dio varias vueltas antes de detenerse para hablarle. Se lo notaba nervioso.

—¿Qué estabas haciendo? —interrogó, preocupado.

—No lo sé —respondió Sebastián, honesto. Él tampoco tenía idea de qué lo había llevado a comportarse como un novato.

—Eras uno de los mejores, ¿qué te está pasando? —siguió reclamando el hombre—. Tenemos un protocolo: cuando las cosas se ponen difíciles, protegemos al grupo. ¡Pusiste a todos en peligro, en especial a ti mismo!

—Lo sé —susurró Sebastián, cabizbajo.

—Cuidamos la vida, ¿por qué me pareció que querías que te mataran?

—No quería eso.

—¿Y qué querías?

Sebastián inspiró profundo y alzó la mirada.

—No quería perder.

Se produjo un instante de silencio que envolvió el cuarto en un manto de tensión e incertidumbre. El hombre dio una vuelta más y luego volvió a él para hacerle una sugerencia.

—No estás concentrado —dijo—. Algo te mantiene ausente, y me parece que en este momento no te hace bien estar aquí. Te necesitan para la Conferencia de Lima, me parece que lo mejor será que vuelvas a tu ciudad y te prepares para asistir allí. El área política, por ahora, te sentará mejor.

Sebastián no opuso objeciones. Se limitó a asentir con la cabeza y se retiró. En el pasillo lo esperaban Johanna y la rusa, pero en cuanto una de ellas intentó acercársele, él alzó una mano en gesto preventivo y siguió caminando.

Se encerró en su camarote con la única esperanza de que allí sus pensamientos volvieran a concentrarse en lo importante, que era el mundo. ¿Desde cuándo se había vuelto tan egoísta como para actuar solo por móviles personales? Debía reconocer que su compañero estaba en lo cierto y que no luchaba por el planeta, ni por los ideales, ni por el grupo, como solía hacer antes, sino para que el dolor de su corazón pareciera aplacarse. Por eso el activismo ya no lo llenaba y todavía se sentía vacío.

No podía necesitar tanto a alguien, jamás lo había hecho. No tenía idea de cómo vencer la horrible sensación de pérdida que lo aquejaba a cada instante, ni sabía poner fin a su dolor si no era con la droga de la adrenalina.

Probó con los recuerdos que siempre lo habían rescatado de todo. Probó visualizando a Malena en el patio del colegio o en la cama de un hotel en Bariloche. Probó cerrando los párpados e imaginando que volvía a besarla sin testigos, pero nada daba resultado.

Abrió los ojos y se quedó mirando el suelo hasta que de pronto, impulsado por la angustia de saber que nada podía llenarlo, tomó unas hojas de papel y decidió escribir una carta que nunca enviaría.

Mi bella Malena:

Hoy, como tantas otras veces, recuerdo la imagen que por siempre me prometí recordar. Estabas en la cama de un hotel, conociendo por primera vez lo que se siente alcanzar el cielo sin moverte de la tierra, solo con caricias y besos, y en ese instante te miré. Tus mejillas sonrojadas, tus labios húmedos… tus ojos se internaron en mí, y jamás pude olvidarlos.

Una vez me preguntaste cómo hacía para vivir con tanta información triste en mi cabeza, y en ese momento tan solo reí. No me atreví a confesarte que fuiste vos la que me sostuvo cuando me caía; fue tu mano la que tomé cuando me hundía, porque vos podías volar, y me llevabas a lo más alto, rescatándome de todo mal. Tu recuerdo me sostuvo en las horas más tristes, porque eran recuerdos hermosos y superaban cualquier sombra para mí. Vos delante de un pizarrón, dando tu lección perfecta, con tu vocabulario perfecto y tu lámina perfecta. Vos en el patio del colegio, con tu pelo salvaje y tu sonrisa que podía conquistar el mundo, sin saber que yo te contemplaba todos los días desde lejos. Eras un sueño, tan grandiosa para mí, que no me atrevía a acercarme a tu indiferencia.

Otras veces asaltabas mi mente, mojada hasta los huesos, bailando bajo la lluvia el día del estudiante. Esa fue una de las mejores tardes de mi vida, porque descubrí que no todo lo que albergabas por mí era odio y desconfianza. Ahora que lo pienso, tal vez ese día fue el culpable de que me guste tanto hacerte el amor cuando estás mojada: en el mar, en la ducha, bajo la lluvia o junto al fuego.

Esa tarde, cuando se armó la pelea, estuve a punto de arrojarme sobre la masa de gente que te rodeaba y apartar a cualquiera que se atreviera a hacerte daño. Pero no era mi lugar, ¿qué ibas a decir? Tu novio tenía que defenderte, no yo, así que me di la vuelta, casi enojado, y subí a la moto. Entonces oí que se acercaba la policía y volví a mirar el tumulto. Estabas sola, tirada en el barro, y tu novio corría despavorido. Se volvió para mirarte, pero siguió escapando.

Me pareció un cobarde y un idiota, porque sentía envidia de él, pero más tarde, en cuanto me di cuenta de que no me odiabas tanto como siempre había creído, comprendí que él solo estaba asustado. Lo importante es que no pude dejarte ahí, a merced de los chicos de la otra escuela o de la policía, entonces volví a buscarte.

Recuerdo que me insultaste, me dijiste «salvaje de mierda», y a mí me pareció que me estabas apuñalando. Me dolió eso que me dijiste, pero aun así no podía dejarte allí, a tu suerte, y te obligué a ir conmigo.

En cuanto me abrazaste para sentirte más segura, supe que confiabas en mí. Te aferraste a lo que yo podía hacer por vos, y eso me hizo más fuerte.

En la clínica no querías separarte de mí, y yo no podía creerlo. Te veías hermosa incluso mientras te inyectaban, con esa expresión de miedo y después de enojo en tu cara, cuando te dije que eras una comelibros. Aun así, sabía que lo mejor era que siguieras siendo un sueño para mí, y te pedí que nos ignoráramos. Desde ese día, sin embargo, algo cambió entre nosotros. Secretamente sabíamos uno las verdades del otro, y eso nos había unido sin remedio.

Malena, no tenés idea de cuánto me costó seguir viéndote todos los días sin poder tocarte, sin que tus palabras fueran dedicadas a mí, sin que tus ojos me mirasen, aunque sé que lo hacían a escondidas. No sé por qué me atrapaste y tampoco me importa. Me gusta estar atrapado en vos y que vos estés atrapada en mí.

Poco después llegó el viaje de egresados, y la noche en la discoteca me demostró que yo no era tan capaz de controlar mis impulsos como creía. En parte es tu culpa, vos me provocaste: querías despertar a la bestia, y la bestia te devoró.

Besarte y acariciarte fue mi sueño hecho realidad. Eras distinta de cualquier chica con la que había hecho lo mismo; me mirabas de otra manera, yo te sentía de otra manera, y compartir la intimidad con vos marcó mi vida para siempre. Pero tenía que irme. Sabía que si continuábamos con nuestra relación mientras cursábamos nuestras carreras universitarias, como los dos hubiéramos querido, después jamás me iría, porque no podríamos separarnos. Mi pasión por la vida era casi tan fuerte como la que sentía por vos, y además, en lo profundo de mí, quería demostrarle a mi padre que podía hacer lo que yo deseaba, que él no me ataría.

Entonces te dejé, tratando de no romper tu corazón y de que no rompieras el mío, aunque los dos nos dañamos mutuamente.

No sé para qué escribo todo esto, si jamás vas a leerlo. Nunca creí en este tipo de terapias, pero me hace sentir mejor. Me hace sentirte cerca.

Lo que pasó en los años siguientes ya lo conocés, pero quiero que sepas que, como te conté en los primeros párrafos, jamás dejé de pensar en vos, y que tu recuerdo iluminó mis horas más oscuras. Por ejemplo, el día que decidí dejar Medicina, cuando algo terrible pasó.

Estábamos en Haití. Veníamos tratando a un niño con desnutrición; comía unas galletas que hacen ahí con barro, manteca y sal. Comía barro, Malena, mientras mi padre estaba de vacaciones en el Caribe, no podía dejar de pensar en eso. Creímos que se estaba recuperando, yo me había obsesionado con salvar a todo el mundo, y eso es lo peor que puede hacer un médico, y lo peor que puede hacer un voluntario. No contábamos con insumos ni medicamentos suficientes, pero hacíamos todo lo que podíamos. Aun así, una tarde el niño murió, y yo no pude resistirlo. Cuando me informaron que estaba entrando en shock, corrí desesperado, como si fuera mi hijo. Jamás te ligues emocionalmente a un paciente, es la regla básica de cualquiera que trabaja con la salud, pero yo no podía ser tan frío. No podía dejar de sentir.

Su muerte me afectó tanto, que me di cuenta de que no estaba hecho para ser médico. No podría ayudar a nadie de esa manera, y comencé a entender que el sistema era mucho más fuerte que yo. De seguir por el camino que había tomado, acabaría odiando a todo el mundo. Me sentía impotente, frágil y quebrado. Tenía que aceptar ciertas disposiciones de la vida, de la sociedad y de mis padres si quería seguir viviendo. Entonces volví a Buenos Aires, más maduro respecto de mis ideas y más fuerte en mis convicciones. Yo no podía salvar el mundo, solo aportar un granito de arena para que fuera mejor, en especial porque tenía dinero, y el dinero era necesario para mí y para otros.

Desde ese momento, no pensé en los bienes económicos de manera egoísta hasta que me preguntaron si iba a hacerme cargo de Elías. Entonces también comprendí que el dinero es importante para uno mismo y los que uno quiere, y que podía seguir ayudando con mi parte, pero no puedo obligar a los demás a hacer lo mismo. Hay que cambiar la moral, no las leyes.

Cuando asumí la responsabilidad por Elías, mi vida dio un vuelco de ciento ochenta grados; dejé de ser yo mismo. Sentía que acababan de depositarme un bebé de dieciséis años en los brazos, lleno de rebeldía y resentimiento, y que tenía que ser su padre; tenía que educarlo. Fracasé, por supuesto, pensando que no servía para ser padre, y eso me hizo recordar al mío. Después de tantas vueltas, después de tantas renuncias y discusiones, finalmente me parecía a él hasta en las uñas.

Me sentía perdido, pero otra vez llegaste vos para remediarlo; solo que esta vez, eras mucho más que un recuerdo.

Poco antes de nuestro reencuentro, había recordado tu entusiasmo cuando viste mi tatuaje del dragón. Ocurrió una noche que discutí con Elías y, para serenarme, me tiré en el patio a jugar con Pity. Por eso me sorprendió encontrarte en el consultorio, que la vida te hubiera devuelto a mí, pero a la vez sentí un miedo atroz. No quería saber que te había perdido para siempre, que otro disfrutaba de tu sonrisa, de tu voz, de tu cuerpo. Estaba seguro de que otro despertaba todas las mañanas y disfrutaba la paz de tu rostro dormido, y que eso te condenaba a ser para mí un recuerdo.

Jamás pensé que podía volver a verte, ni que me atrevería a invitarte a tomar un café. Debo confesar que mi psicoanalista me ayudó a hacerlo, porque entré diciéndole que eras la única mujer que había amado en toda mi vida, pero que también sabía que jamás podríamos estar juntos. Estaba seguro de que amabas a otro, y aunque no hubiera sido así, me preguntaba cómo iba a decirte lo de Elías, cómo iba a enfrentarte a él, que era un maleducado. Además, sin mi antigua vida, me había transformado en un ser incompleto. ¿Cómo iba a ser tan egoísta de retenerte para mí, si podías tener algo mucho mejor? Alguien que merecieras, porque seguías siendo grandiosa y perfecta.

Vencí el temor y me puse una coraza: si me decías que estabas casada, la bala rebotaría. Lo dijiste, pero la bala no rebotó. Casi morí de dolor cuando te escuché decir «me casé y tuve una hija»; tenía ganas de inventar una máquina del tiempo y arrastrarte conmigo a Haití, a Indonesia, al frío mortal del Ártico. Pero enseguida supe que jamás lo habría hecho, porque te hubiera protegido de todo lo malo que alguna vez había visto, y me sentí bien de que tuvieras una vida tranquila, lejos de todas esas cosas que entristecen el alma. Te dije: «me alegro mucho.» No mentía. Me alegraba que tuvieras la vida que merecías, hasta que respondiste: «hace dos años, él me dejó.»

Te juro que no entendí la magnitud de la frase hasta que mi inconsciente la repitió. Alguien te había abandonado, como aquella vez que, en el día del estudiante, tu novio había visto que lo necesitabas y aun así había seguido corriendo. Pero ahí estaba yo con mi moto, el «salvaje de mierda», para quedarse con vos y ayudarte a salir adelante. Ese mismo salvaje que un día, meses después, tuvo que dejarte para perseguir otras metas que se había propuesto antes de conocerte.

No pienses que no me pregunté qué habría pasado si no me hubiera ido. Puedo asegurarte que, aunque no me arrepiento del camino que tomé en ese momento, sí lamento no haberte pedido que me esperaras, o no haber notado que existían otras posibilidades para que, a pesar del camino que yo había elegido, pudiéramos estar juntos. También sé que si hubiera renunciado a todo, mi felicidad habría sido tenerte, pero ya es tarde para pensar en eso. Solo me queda el presente y rogar que nos quede el futuro.

Tal como te dije una vez, siento que la vida nos devuelve siempre a un mismo punto, como si la existencia de las personas y del universo fuera una especie de círculo. ¿Nunca lo pensaste? Cuando nacemos necesitamos que nos cuiden, que nos alimenten, que nos protejan. Somos frágiles, y lo mismo sucede cuando nos volvemos ancianos. La muerte es entonces el mismo punto que el nacimiento, volvemos al origen, y tal vez nos convertimos en pájaros para que nuestra alma vuele muy lejos. Quién sabe. De lo único que me preocupé en ese momento fue de tu dolor y de lo mucho que me atrapaba la idea de sanarlo, como tantas veces vos habías sanado el mío sin siquiera saberlo.

Si estábamos en el mismo punto de hacía dieciocho años, era porque el destino quería que estuviéramos juntos. Ese era el tiempo, ese era el lugar. Y no quise dejarlo pasar.

Nunca lo supiste, pero volviste a ser mi sueño hecho realidad. A veces despertaba en medio de la noche solo para verte dormir. Pasaba largos minutos admirando la tersura de tu piel cuando estabas en paz, sin atreverme a tocarla porque me parecía que era celestial y tenía miedo de arruinar el sueño. Disfrutaba de tu respiración serena y profunda, de tu silenciosa compañía, de la confianza que depositabas en mí para dormir plácidamente a mi lado, a veces dejándote abrazar por mí o abrazándome, entrelazados después de hacer el amor como dos almas que para hablar se valen de sus cuerpos.

Hacer el amor con vos es olvidar que existe el mal en el mundo y adentrarme solo en lo bueno. No lo ves, pero lo estoy escribiendo con lágrimas en los ojos, porque lo siento tan en lo profundo de mí que me da miedo. Es como alcanzar el cielo.

Sé que necesitás tiempo, que estás emprendiendo tu propio vuelo, y lo respeto. Pero me siento perdido sin tus palabras y tus consejos. Siento que nada de lo que hago tiene el mismo sentido que alguna vez tuvo si no puedo contártelo, si no recibo tus advertencias cariñosas y tu cuidado. Todo está vacío si no estás a mi lado, y aunque esta carta posiblemente acabe en un cesto de basura y en el olvido, quiero que sepas que tantas palabras y anécdotas que redacté como un poseso, podrían haberse resumido en dos palabras muy simples.

Te amo.