26

Noviembre en Buenos Aires.

Llovía y era víspera de fin de semana. Malena se sentía molesta porque el día había amanecido soleado y jamás se le hubiera ocurrido llevar paraguas. Cerca de las diez, había llegado a Capital y la lluvia la había sorprendido sin que pudiera evitarla. Por suerte al menos vestía un jean, una remera negra y una campera de símil cuero que la protegía del agua.

Cruzó la Avenida Paseo Colón abrazando el paquete de libros que acababan de entregarle en una editorial. Los semáforos estaban pensados para los automóviles; el dibujo para que los peatones avanzaran comenzaba a titilar en rojo cuando estos ni siquiera habían alcanzado la mitad de la calle. Se preguntaba cómo haría para atravesarla un anciano, cuando alguien se la llevó por delante con el brazo.

Los dos se miraron ofuscados, como anda toda la gente en Buenos Aires, y en lugar de pedirse disculpas, se odiaron por un instante. Sin embargo, pronto la molestia cedió paso a la intriga y ambos fruncieron el ceño.

—¿Te conozco? —le preguntó el hombre.

Malena recopiló datos: era un sujeto castaño de ojos marrones, que medía un poco más que ella y usaba ropa de marca. Había combinado una chomba blanca con un pantalón color mostaza y zapatos deportivos marrones, atuendo que destacaba su cuerpo atlético. Mientras lo estudiaba, ella comenzó a pensar que, en efecto, lo conocía de alguna parte.

Un bocinazo los llevó de regreso a la realidad. En lugar de seguir corriendo hacia el lado opuesto de la calle, el sujeto giró sobre los talones y caminó junto a Malena hacia la vereda que antes había abandonado.

Se detuvieron frente al edificio del Ejército Argentino y él la cubrió con su paraguas.

—Mmm… ¿nos habremos cruzado en alguna editorial? —arriesgó ella, tratando de responder su pregunta acerca de si se habían visto antes. Estaba segura de que lo conocía, tenía que averiguar de dónde.

—Imposible —replicó él.

—¿En alguna clase de tango, folklore o americano rock? —propuso ella. Él rio.

—¿Hiciste todo eso? —preguntó, contagiando a Malena con su risa.

—¿En la Licenciatura en Francés de la Universidad Nacional de La Plata? —preguntó ella. Él volvió a reír.

—Ahora ya sé que tenés algo que ver con editoriales, que bailás tango, folklore y americano rock, y que, además, sos licenciada en Francés.

El rostro de Malena se iluminó con otra sonrisa.

—Tal vez podrías hacer algunos intentos vos y así me enteraría de algunas cosas yo —sugirió.

Él se mordió el labio y pensó.

—¿Jugás al golf? —preguntó.

—No.

—¿Tenés una amiga que se llama Marisa? —Mmm… no.

—Sería más fácil si me dijeras tu nombre.

—Malena.

—¡Malena! —exclamó él, rebosante de alegría—. ¿Malena Duarte?

—¡Sí! —replicó ella, sin poder creer que de verdad ese hombre la conociera—. ¿Y vos quién sos? —interrogó, muerta de curiosidad.

—Facundo Martínez.

La boca y los ojos de Malena se abrieron en un claro gesto de sorpresa.

—¡¿Facundo?! —repitió, sin poder creer que acababa de encontrarse con su noviecito de la secundaria.

Poco quedaba de aquel chico que recordaba: Facundo se había convertido en un hombre simpático y tan amable que hasta la había cubierto con su paraguas.

Se abrazaron.

—¿Qué hacés, tanto tiempo? —le preguntó Facundo, todavía riendo.

—Bien, ¿y vos?

—Mejor que nunca, ¿tenés un rato para tomar un café?

—Claro.

Volvieron a cruzar la avenida y caminaron una cuadra por Adolfo Alsina hasta el bar que estaba en la esquina. Ordenaron dos cafés y reiniciaron la conversación.

—¿Qué es de tu vida? —le preguntó ella.

—Después de que terminamos el colegio me mudé a Boulogne —contó Facundo—. Lo estábamos pasando bastante mal, mi papá se había quedado sin trabajo y como en Ranelagh alquilábamos, nos fuimos a vivir a la casa que nos heredó mi abuela. Trabajé de varias cosas, me casé, y entonces decidí hacer un emprendimiento. Ahora fabrico palos de golf. Bueno, en el medio nació mi hijo, me divorcié y mil cosas más. La Marisa que te nombré es mi ex. ¿Y vos?

Malena se preguntó por dónde empezar. Era la primera vez que debía resumir su vida después de haber terminado con Sebastián, y se sentía bastante perdida. No sabía si era viuda o separada, si actualmente tenía pareja o si estaba sola.

—Yo también me casé y tuve una hija —dijo—. Me separé del papá de la nena y al tiempo, él murió.

—Uh, qué duro —intervino Facundo, cruzándose de brazos mientras la escuchaba con atención—. ¿Y ahora estás en pareja?

Malena se encogió de hombros.

—Algo así —replicó. Él sonrió.

—Es una relación libre —supuso.

—No, la verdad es que nos tomamos un tiempo —dijo ella. Facundo hizo un gesto afirmativo con la cabeza—. Vos lo conocés.

—¿Que yo lo conozco? —se sorprendió. Malena asintió.

—¿Te acordás de Sebastián?

Facundo dudó. Un instante después, abrió mucho los ojos.

—¿Sebastián, el que se sentaba en el fondo? —preguntó, anonadado—. ¿Cómo terminaste con él?

—Es una historia muy larga. ¿No te llegó la invitación para la fiesta por los treinta años del colegio? —preguntó ella para cambiar de tema.

—No. ¿La mandaron por correo postal? —Malena asintió con la cabeza—. Seguro llegó a la que era mi casa cuando estudiaba en el colegio, pero como nos mudamos, no recibí nada. Podríamos hacer alguna página de Facebook para buscar a los que eran nuestros compañeros y retomar el contacto, ¿no?

La conversación siguió un curso ameno e inesperado. Malena jamás habría apostado a que Facundo se convertiría en un hombre apuesto, simpático y atento. No era extravagante ni exótico. No arriesgaba su vida en situaciones inimaginables para el común de los mortales ni se alejaba de su casa más que para trabajar en su fábrica. Sabía lo que era ser padre porque tenía un hijo y parecía ser un buen esposo. La hacía reír y había peleado las batallas de la vida cotidiana, cualidad que ella siempre había buscado en un hombre. Era el marido perfecto según la definición de pareja en la que siempre había creído, y aun así no conseguía destronar a Sebastián en ningún aspecto.

Mientras Facundo hablaba de cómo había comenzado su fábrica y de lo pequeña que era en un principio, ella solo pensaba en los brazos protectores que ya no la acunaban y en el rostro duro y hermoso que ansiaba ver de nuevo. Pensaba en la fuerza que Sebastián emanaba en cada movimiento, en su voz profunda, en sus ojos de hielo. Pensaba en el dragón de su espalda y en cuánto le gustaría volar a su lado. Pero no se atrevía a hacerlo.

No era la primera vez que el recuerdo de Sebastián la absorbía. Lo recordaba cada noche y cada día, pero no podía volver a él mientras no se sintiera ella misma.

—Seguro a vos te pasa lo mismo —dijo Facundo, y Malena se dio cuenta de que se había perdido la mitad de su discurso.

—Perdón, me quedé pensando en otra cosa —decidió sincerarse—. ¿Podés repetir, por favor?

—Te decía que para mí un hijo es sagrado.

Malena suspiró, cada vez más contrariada porque, frente al hombre que siempre había pedido, el que quería ganaba. No podía controlarlo, latía en sus entrañas, y debió reconocer que un hombre idéntico a ella jamás igualaría la completitud que le hacía sentir alguien distinto. Sebastián la complementaba.

—Cuando tenemos un hijo, se transforma en lo más preciado —reconoció ella, incapaz de ignorar la fuerza con que un recuerdo golpeaba su conciencia.

«Quiero que tengas un hijo mío.»

«Un hijo de los dos se sentiría como un milagro.»

Su celular sonó y la rescató de un segundo papelón: otra vez se había perdido en la conversación. Pidió disculpas y respondió.

—Necesitamos que venga a buscar a Valentina, dice que le duele la panza —le avisó la preceptora de la escuela.

Malena agradeció y cortó el llamado. Otra vez Valentina mentía; estaba segura de que lo del dolor de panza no era más que una excusa para irse del colegio. Desde hacía una semana se negaba a ir cuando se levantaba y ella acababa obligándola.

—Perdoname, me tengo que ir —anunció a Facundo, que la miraba atento.

—No te preocupes —respondió él, alzando la mano para que le acercaran la cuenta—. ¿Nos vemos otro día?

Malena sonrió, apenada. Le hubiera gustado ser amiga de Facundo, pero presentía que él albergaba otras intenciones, y ella, aunque aceptó la propuesta en el momento, jamás accedería a una cita.

—Claro —dijo por compromiso.

Aunque Malena insistió en pagar la cuenta, Facundo lo hizo, y después la acompañó hasta el estacionamiento donde ella había dejado su auto. Antes de despedirse, él le dio su teléfono.

Malena condujo hasta Banfield con un nudo en el pecho. No podía dejar de pensar en Sebastián y en cuánto lo extrañaba. Sin embargo, tenía que ser fuerte y sabía que volver con él sin sentirse plena primero sería desperdiciar el tiempo que habían pasado separados.

No tenía idea de cómo encontrarse con su ser, con su centro. Sentía que su terapia psicoanalítica se había estancado y que por más que se esforzara, no había modo de sentirse segura y decidida. El dolor estaba ahí; también el rencor, la duda y la impotencia.

En el colegio, la directora se le acercó. Atrás venía la preceptora con su hija de la mano. Sintió que estaba viviendo un déjà vu.

—¿Tenés un momento? —le preguntó la directora, y la sensación de «ya visto» se intensificó.

Malena se sentó en la oficina y escuchó lo que la mujer tenía para decirle.

—Desde hace un tiempo, Valentina otra vez llora en clase y en los recreos. Noté que se apartó de sus compañeros, entonces nuestra psicopedagoga la llamó y conversó con ella. Al parecer se enojó porque unos chicos se burlaron porque no tiene papá.

A Malena le pareció que le apretaban la garganta. ¿Cómo alguien podía ser tan cruel? Quiso matar a los padres de esos niños, que les enseñaban que reírse de otros estaba bien, y tragó con fuerza para contener el impulso. Con razón Valentina no quería ir al colegio.

—¿Se puede hablar con los padres de esos compañeros? —preguntó.

—No sé si sería conveniente —replicó la directora.

—¡Pero Valentina está sufriendo! —defendió Malena—. ¿Vamos a quedarnos de brazos cruzados?

—Entiendo que te resulte complicado entenderlo, pero la conducta de esos nenes no fue reiterada. Se conversó con ellos, le pidieron disculpas y no volvieron a molestarla. Lo importante es por qué Valentina seguía llorando.

—¿Recordás que te avisé que su papá había muerto? —preguntó Malena, tratando de calmarse.

La directora asintió con la cabeza.

—Me acuerdo. De todos modos, la llamamos para conversar de nuevo. Sin duda está atravesando el duelo por la muerte de su padre, ya que nos dijo que su papá se había ido a curar animales y que vos no querías que volviera. Es la explicación que le diste para que entendiera que había fallecido, ¿no? Le dijiste que se había ido a curar animales como metáfora de muerte.

Malena se quedó perpleja.

—¿Qué? —masculló, casi sin poder articular la palabra.

—Sobreentendimos que, para suavizar la idea de la muerte, le habías dicho que…

Malena la interrumpió.

—No, no le dije eso —aseguró. Todo su cuerpo tembló. Pestañeo tratando de evitar el ardor que de pronto comenzó a escocerle los ojos y bajó la mirada—. No está hablando de Álvaro, habla de Sebastián, mi pareja.

—Bueno, ella no dio nombres, lo mencionó todo el tiempo como su papá.

Malena ya no pudo evitar que algunas lágrimas le nublaran los ojos. Después de otro instante de silencio con una creciente sensación de ahogo en su pecho, volvió a mirar a la directora y suspiró antes de seguir hablando.

—Está bien —dijo—. Voy a hablarlo con su psicóloga para evaluar cómo ayudarla. Gracias por el aviso, la mantendré al tanto.

Se retiró de la escuela llevándose a su hija que, como de costumbre, se olvidó del dolor de panza ni bien subió al auto.

Al llegar a casa, lo primero en lo que pensó fue en quedarse con Valentina, pero la decisión no terminaba de convencerla. Necesitaba hablar con alguien, y la única que podía ayudarla con una visión objetiva y certera era su psicóloga.

La llamó por teléfono y le preguntó si podía hacerle un espacio ese día. La licenciada Ferrando le ofreció verla en media hora libre que tenía poco después de la una.

Malena dejó a Valentina con Graciela y condujo hasta el consultorio, preocupada y a la vez con una extraña sensación de alivio.

—Perdoname que te haya molestado —comenzó diciendo en la consulta.

—No es una molestia —le aclaró la licenciada—. Contame qué pasa.

—Hace un tiempo te conté que Valentina había mentido en el colegio. Hoy lo hizo de nuevo: dijo que le dolía la panza para que la fuera a buscar, y acabo de descubrir que es mi culpa.

—¿Cómo que es tu culpa?

—Sé que presiente mi inseguridad y mi miedo. ¿Te das cuenta de lo que le estoy haciendo?

Noemí sonrió.

—Malena… Parece que hubiéramos retrocedido. ¿Te acordás de nuestra primera sesión? —Malena asintió—. Te pregunté qué esperabas de un hombre, y describiste al padre perfecto. ¿Sabés qué siento ahora? Que querés ser una madre perfecta, y eso es tan imposible como encontrar al modelo de hombre de las telenovelas. Es tu conciencia la que no te permite liberarte de tus ataduras, y el «deber ser» que te imponés a vos misma. Sos humana, tenés miedos y sentimientos, y vas a cometer errores. Permitite equivocarte, no te juzgues tan severamente, y vas a ver cómo tu hija presiente que estás bien y deja de mentir sin que tengas que hundirte en la desesperación por eso.

—Valentina dijo en el colegio que extraña a su papá —expuso Malena, un poco más calmada, pero todavía sintiéndose culpable—. Por lo que dijo, sé que no habla de Álvaro. Habla de Sebastián, y yo no puedo devolvérselo. No todavía.

—Está perfecto —aseguró la psicóloga—. Tenés derecho a tomarte tu tiempo, y nadie puede mandar sobre eso.

—Pero me siento culpable.

—Borrá la palabra culpa de tu mente.

—Es que amo a Sebastián con toda mi alma y aun así no puedo estar a su lado. Hoy sé que Álvaro no fue más que una sombra oscura en mi vida, con unos pocos destellos de luz; mi hija es el más importante de ellos. Fue una persona a la que idealicé y de la que ahora ni siquiera puedo sentirme desencantada. Me siento tonta. Siento que fui una estúpida, y que lo sigo siendo, porque teniendo a alguien que me ama y a quien amo con locura, no puedo tenerlo cerca aunque quiera hacerlo, porque cada vez que lo hago, Álvaro se cuela y hace estragos conmigo.

»Eso no es todo. Esta mañana me encontré con un noviecito que tuve en la secundaria y descubrí que él se convirtió en todo lo que siempre anhelé en un hombre durante mi vida adulta. Sin embargo, estando con él solo pensaba en Sebastián y en que él es todo lo que quiero. ¿Por qué entonces no puedo ser feliz a su lado sin cuestionamientos?

—Te recuerdo que la clave son los deseos. Deseá estar a su lado, y así va a suceder. Deseá sentirte plena, y lo vas a conseguir.

—Lo deseo… —susurró Malena—. Deseo ser feliz.

—Entonces selo.

Después de la sesión, llevó el material que había ido a buscar a Capital a la librería y se instaló detrás de la computadora. Se sentía mucho más libre tras haber hablado con la licenciada Ferrando, pero todavía estaba intranquila por Valentina.

Mientras pensaba en las palabras que había intercambiado con su psicoanalista y en el fuerte deseo de ser feliz que crecía en su interior como una llamarada, controló las ventas realizadas por Internet sin desatender sus sentimientos.

Me veo feliz, frente al mar, con el alma llena de dicha. Las aves vuelan alrededor y me siento en paz, me siento plena. Miro hacia las olas y diviso a Sebastián, que está alzando en el aire a Valentina. Ríen y juegan, y yo sé que son tan felices como yo. De pronto él me mira y me señala para que me mire Valentina. Ella me saluda y yo les tiro un beso que espero vuele hasta ellos y los abrace como las olas.

La fantasía se interrumpió de repente. Basta de imaginar tanta felicidad, o me voy a poner a llorar delante de los clientes.

En ese momento miró hacia la puerta y descubrió a Pía hablando con el cartero. Poco después, la empleada se le aproximó y asentó tres sobres en el mostrador. Malena dejó la computadora para revisarlos: dos eran facturas para pagar y el tercero, una carta. Miró el sobre de ambos lados, preguntándose quién escribía cartas en la era tecnológica. Además, no reconocía la letra. Leyó el destinatario y halló su nombre, no había errores. Leyó el remitente: Johanna Köhler, con una dirección en Alemania. Posiblemente se tratara de una publicidad, porque no conocía a nadie con ese nombre. Aun así, abrió el sobre.

Dentro halló varios papeles abrochados, imposibles de leer si no rompía los broches, y una hoja suelta, escrita a mano. Intentó leerla al sobreentender que el remitente deseaba que repasara ese papel primero, pero comprendió apenas unas pocas palabras: estaba escrito en inglés.

—Vir —llamó a Virginia, quien pronto se le acercó—. Vos que sabés inglés, ¿podés traducir esto para mí, por favor? —pidió, entregándole el papel.

—Solo llegué al nivel First Certificate —contestó Virginia, excusándose tácitamente en caso de que no supiera todas las palabras. Estaba frente a una traductora de francés y le daba vergüenza que pensara que ella sabía mucho de otro idioma.

—Hacé lo que puedas —replicó Malena.

La chica suspiró y comenzó a leer:

—«Querida señorita Malena: Primero que nada, disculpe mi mal inglés, mi español es peor. Mi nombre es Johanna y encontré esta carta en un cesto de basura, fue escrita por un compañero mío para usted. No fue difícil encontrar su dirección, porque con algunos compañeros aquí tenemos…» —se interrumpió. Malena la miró, impaciente—. No sé, supongo que se refiere a una especie de cuaderno. En fin, «…aquí tenemos un “cuaderno” donde anotamos el nombre, la dirección y el teléfono de alguien a quien queremos avisarle algo, y él la había anotado a usted.» La verdad, no entiendo nada de lo que quiere decir —se molestó Virginia, agitando el papel—. ¿De qué está hablando?

Malena, que había comenzado a interpretar algo de lo que escuchaba, estaba paralizada.

—Por favor, seguí —pidió en susurros.

Virginia obedeció.

—«La carta estaba en la basura, pero cuando leí las primeras líneas, me pareció que sería penoso no enviársela. Espero haber hecho bien. Mis mejores deseos, Johanna.»

Malena miró los papeles abrochados que todavía tenía entre las manos y tembló de solo imaginar lo que se ocultaba en ellos.

—Gracias —dijo a Virginia antes de ponerse de pie y escapar al baño.

Se encerró y se sentó en la tapa del inodoro; quería estar sola. Respiró profundo mientras trataba de deshacerse de los ganchos que aprisionaban los papeles sin romperlos. Le llevó mucho tiempo, pero le sirvió para bajar la ansiedad. No sabía si estaba preparada para enfrentar lo que sea que Sebastián había preferido arrojar a la basura antes que enviárselo a ella. Tal vez no lo había hecho para respetar el tiempo que le había pedido, o porque ya no quería verla. Se preguntó en qué lugar del mundo estaría y cuándo se habría ido. Suponía que se hallaba en Alemania, porque la carta provenía de allí, pero no estaba segura; él jamás dejaba de sorprenderla.

El último gancho saltó, y ella suspiró antes de desplegar la carta. Comenzó a leer, tratando de controlar el ritmo de su corazón, que se había acelerado solo con leer «mi bella Malena».

Poco a poco, el alma de Sebastián se fue desnudando ante sus ojos, y ella tembló entre el llanto.

«Fuiste vos la que me sostuvo cuando me caía.»

«Nunca lo supiste, pero volviste a ser mi sueño.»

«Sé que necesitás tiempo, que estás emprendiendo tu propio vuelo, y lo respeto. Pero me siento perdido.»

¡Perdoname!, gritó su pensamiento. ¡No quise hacerte daño!

Supo entonces que la cadena de heridas no había terminado y que el dolor de Sebastián era también suyo. Se dio cuenta de que todo lo que quería era estar a su lado, pero para ser feliz con alguien, primero tenía que serlo con ella misma, y hacía mucho tiempo que había dejado de lado sus deseos. Primero por Álvaro, después por Valentina, luego porque sentía que ya no podía amigarse con la vida.

Alzó la mirada nublada de lágrimas y estrujó la carta contra el pecho. De solo pensar que Sebastián había tocado esos mismos papeles, sentía que se hallaban más cerca. ¡Lo necesitaba tanto!

Se humedeció los labios, y el gusto salado del llanto le recordó el mar turbulento. Se había dejado llevar por las olas y por el amor de su vida una noche de tormenta. Había sido feliz entre sus brazos mientras el ritmo de sus caricias la conducía, aunque su corazón se debatiera entre lo que deseaba y lo que debía. Comprendió por primera vez a qué se refería su terapeuta cuando hablaba del «deber ser» y de la conciencia, y supo cómo encontrar lo que quería.

La felicidad estaba dentro de ella, e iba a liberarse de las cadenas que la ataban a la tierra.