28
Las semanas siguientes, Malena se preparó para el reencuentro.
Comenzó el martes después de su viaje, en la que decidió que sería su última sesión de psicoanálisis.
—Tomé una decisión, y aunque posiblemente no estés de acuerdo, tengo que decírtela —dijo a su psicoanalista—. Esta será mi última sesión. Desde hace un tiempo sentía que estaba estancada en el tratamiento y un día se me ocurrió que algunos cambios no parten del psicoanálisis, y mucho menos de que la realidad externa sea distinta. Hay cambios que solo dependen de nosotros mismos, y este fin de semana creo que llevé adelante unos cuantos, los suficientes para empezar a elevarme sin miedo, como alguna vez lo hice cuando tenía diecisiete años.
»Para empezar, entendí que Álvaro destrozó mi autoestima sin que yo me diera cuenta. Ni siquiera sé cómo pasó eso, pero ya no le guardo rencor. El rencor es un peso demasiado grande para alguien que quiere remontar vuelo, y es una cadena que nos ata al suelo. Así que lo dejé ir, y con él se fue mi dolor. Álvaro no fue más que una persona pobre, alguien que no supo ser feliz en esta vida, y yo no quiero que me pase lo mismo.
»Por otra parte, me reencontré con mi deseo. Te había contado que antes de pedir un tiempo a Sebas no tenía ganas de tener sexo, pero ahora me siento más despierta que nunca en ese sentido. Es más, creo que cuando nos reencontremos, lo voy a matar contra una pared, o algo así, porque me muero por hacerle el amor —rió—. Si te preguntás si eso fue todo, no, no lo fue. Hice muchas otras cosas que antes jamás me hubiera atrevido a hacer, como autoinvitarme a un cumpleaños o cantar a los gritos con la ventanilla baja del auto. Lo importante es que fui feliz. Descubrí que existe otra forma de ver la vida, con los ojos de un adulto que en parte nunca deja de ser un niño, y eso me hizo sentir completa aun estando sola; si no soy feliz con la soledad, no puedo serlo con otra persona. Disfruté de ser yo misma, me divertí, hice lo que me gusta, y ahora quiero compartirlo con Sebas, como también quiero hacer lo que él disfruta; sé que así vamos a sentirnos bien los dos.
»Por favor, no pienses que no me ayudaste porque me voy. No tenés idea de cuánto hiciste por mí, sin vos no habría llegado a este punto, y por siempre te estaré agradecida.
—Ya lo sé —la interrumpió la licenciada Ferrando—. Que hayas decidido dejar de venir al consultorio, en realidad es parte de tu terapia. Quiere decir que te sentís lo suficientemente fuerte como para buscar tu camino sin ayuda, y eso me hace sentir orgullosa. Te felicito, Malena.
—Gracias.
—Estaré acá para cuando me necesites.
El miércoles de la semana siguiente, concurrió a una cita con su ginecóloga.
—Vengo para hacerme los controles de rutina y porque quiero que me retires el DIU —pidió.
—¿Vas a buscar otro bebé? —le consultó la profesional.
Malena sonrió.
Con su presente encaminado y el entusiasmo de empezar una nueva vida, el viernes se vistió pensando en Sebastián y condujo hasta la concesionaria. No aguantaba más, necesitaba verlo y comprobar una vez más que él la amaba y que estaba dispuesto a ayudarla en los tramos finales de su redescubrimiento.
Después de estacionar en la puerta, se quedó un momento en el auto. Su corazón latía con fuerza y le temblaban las manos. Se sentía nerviosa, como si todavía tuviera diecisiete años y supiera que iba a cruzarse con el chico que le gustaba. Sebastián se había transformado en mucho más que eso: era el hombre que amaba y que elegía. Un gran hombre que merecía una gran mujer, y ella iba a serlo.
Bajó del coche y entró sin mirar a nadie. Fue directo a las escaleras que conducían a la oficina a pesar de que un vendedor se echó a correr tras ella.
—¡Señora! —exclamó—. ¡Señora, se dirige a un sector privado!
Malena abrió la puerta sin prestarle la más mínima atención.
—¡Te amo! —gritó aun antes de hallar a Sebastián en el cuarto.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la diferencia de luz, halló una cabeza canosa un tanto calva que se elevaba hacia ella. El hombre de ojos celestes como el cielo y cachetes sonrosados estaba perplejo.
—Gracias —dijo.
Malena palideció de vergüenza.
—P… perdón —masculló—. Estoy buscando a Sebastián.
El señor sonrió, se puso de pie y señaló el asiento del otro lado del escritorio.
—Pase —pidió, y luego miró al vendedor que se había quedado detrás de la invasora—. Podés retirarte —le indicó.
Malena entró al cuarto, aunque hubiera preferido que se abriera un gran hueco en el piso y se la tragara la tierra. Se sentó con timidez, sin atreverse a mirar al desconocido.
—Ya me parecía que una mujer tan hermosa no iba a decirme eso a mí. Como podrá apreciar, debería tener más de veinte años menos para parecerme, al menos un poco, a Sebastián —bromeó el hombre, y ella acabó riendo. El ambiente se distendió muy rápido—. Cuénteme quién lo busca.
—Soy Malena.
—Mucho gusto, Malena. Yo soy Alfredo, el encargado de las concesionarias cuando Sebastián está de viaje.
La sonrisa de Malena se borró instantáneamente.
—Entonces Sebastián ni siquiera está en Buenos Aires —replicó, desilusionada. Esperaba que ese fuera el día en el que definitivamente cambiara su vida, pero al parecer tendría que esperar un poco más.
—No sale mucho en las noticias, pero hay una conferencia sobre cambio climático en Lima.
—¿Sebastián está en Perú? —el hombre asintió con la cabeza—. ¿Cuándo vuelve?
—Supongo que después de que termine la Conferencia, pero no me confirmó una fecha de regreso todavía. Tal vez de allí se vaya a otra parte, últimamente pasa cada vez menos tiempo en Buenos Aires.
Malena asintió, tratando de ocultar su tristeza. Alfredo le ofreció un café, pero ella lo rechazó. Le dio las gracias por la información y se despidió amablemente.
Bajó las escaleras buscando a Elías con la mirada, pero él no estaba allí. De todos modos, no le pediría un número telefónico para contactar a Sebastián. Temía que, de llamarlo, él dejara todo para volver a ella, y no quería interrumpir sus proyectos.
Regresó al auto, pensativa y sin ánimos, pero con el consuelo de que Sebastián estaba haciendo algo que podía llenarlo. Aun así, sabía por las palabras de su carta que, sin ella, ya no sentía lo mismo, y que la necesitaba.
Fue así como se le ocurrió una locura.
Podía esperar a que Sebastián regresara en algún momento a Buenos Aires, sufriendo ella por estar lejos de él, y él por estar lejos de ella. Habían esperado tanto, que diez días, un mes o un año no era nada. O también podía ir a buscarlo y tachar más puntos de su lista: volver con Sebastián, acompañarlo en su lucha, hacer cosas inesperadas…
La vida se vive mejor cuando se deposita en ella el corazón, pensó. Ese era el método de Sebastián, la esencia del dragón. Por eso hizo caso a lo que sentía y condujo hasta Barracas.
Se detuvo frente a la veterinaria y la observó con detenimiento. Ocupaba dos locales y por los vidrios se apreciaban jaulas y caniles. El cartel con el nombre era violeta y contaba con la publicidad de una marca de comida para perros. Se llamaba Veterinaria Barracas.
Sonrió imaginando a Sebastián allí, aunque le costaba. Sin duda no estaba destinado a una veterinaria, y por alguna razón supuso que la había abierto más para Noelia que para sí mismo. No se equivocaba.
Bajó del auto y tocó el timbre. Noelia tardó en aparecer, pero al hacerlo, la reconoció enseguida. Malena lo supo porque su rostro, que no sabía esconder las emociones, osciló entre la sorpresa y la ira. Aun así, apretó un botón y le abrió la puerta.
Malena entró y le dedicó una sonrisa tensa; la postura que había asumido Noelia le dificultaba expresarse abiertamente, aunque lo intentaría. Se apoyó en el mostrador, donde también se hallaba la rubia, y comenzó a jugar con un papel de publicidad para desquitarse los nervios. Noelia emanaba dulzura de cada uno de sus gestos, por más enojada que estuviera.
—Necesito tu ayuda —le dijo Malena finalmente.
Noelia enarcó las cejas.
—¿Mi ayuda? —repitió, incrédula.
—Supe que Sebastián está en Lima, y necesito llegar a él.
Noelia dejó escapar una risa.
—¿Me estás hablando en serio? —replicó.
—Muy en serio —aseguró Malena—. Pero yo no tengo idea de cómo llegar a ese lugar, ni siquiera sé si me dejarían entrar en esas conferencias, o lo que sea que él está haciendo ahí.
—Ni siquiera sabés para qué fue a Perú —se ofuscó Noelia.
—Todavía no lo sé, pero lo voy a investigar —prometió Malena—. Todo lo que para él es importante me interesa, te lo juro.
Se produjo un instante de silencio en el que las dos se miraron. Malena, suplicante; Noelia, con ganas de matarla.
—¡Rompiste el corazón de mi mejor amigo! —reclamó la rubia. Su voz dulce e ingenua hizo que la frase doliera más de la cuenta—. Vos no viste en qué estado se fue al Ártico, ni lo viste volver. Pensé que regresaría renovado, pero parecía un muerto en vida. ¿Y ahora me pedís que te ayude?
Malena se mordió el labio, pensativa. Se derribaba la teoría de que Sebastián había viajado a Alemania.
—Con que estaba en el Ártico… —murmuró.
—Decime por qué debería ayudarte —siguió diciendo Noelia, ignorando su intervención. Sus enormes ojos verdes echaban chispas—. Dame una razón, porque yo no la encuentro.
Malena suspiró y bajó la cabeza. ¡Tenía tanto para decir y era tan difícil expresarlo!
—Porque lo amo —confesó—, y quiero acompañarlo. Es una locura, ya lo sé, no me lo repitas porque voy a encerrarme de nuevo en mi coraza de adulto y así perdería el coraje. Te lo pido por favor, ¿tenés una forma de ayudarme?
La mirada de Noelia se ablandó bastante, al igual que la expresión de su rostro. Se frotó los carnosos labios uno con el otro e hizo una mueca de duda. Un instante después, tomó aire y rogó no cometer un error.
—Tengo un amigo que es periodista —contestó—. Trabaja para la Organización y viaja el miércoles. Sebastián expone el jueves.
—¿«Expone»?
—Frente a los mandatarios —aclaró Noelia, pero Malena no terminó de entender a qué se refería—. Si podés pagar tu pasaje, tenés tu documentación en regla y podés fingir que sos periodista, supongo que puedo hablarle para que viajes y entres a la Conferencia con él.
—Viví con un periodista, sé cómo trabajan, así que puedo fingir que soy una de ellos —aseguró Malena con entusiasmo. Noelia se mantenía reticente.
—Dejame tu número de teléfono. Ni bien pueda contactarme con él, te llamo.
Malena le dejó una tarjeta de la librería en la que escribió su celular y después se despidió dándole las gracias.
Se fue a su negocio, donde comenzó a investigar.
Leyó artículos y notas que trataban de la XX Conferencia Internacional sobre Cambio Climático y después investigó el tema en cuestión, aunque no entendiera la totalidad de lo que se explicaba.
—¿Estás planeando algo? —le preguntó Pía entre risas.
Malena solo le respondió negando con la cabeza.
Cerca de las tres de la tarde, recibió un llamado de un número desconocido. Pensó que se trataba de Noelia, pero se llevó la sorpresa de que la llamara su amigo periodista directamente.
Se presentó como Walter. Le dijo que no tenía problema de hacerla entrar en la Conferencia y que, si quería viajar con él, reservara un pasaje en el vuelo del diez de diciembre a las ocho y cinco de la mañana. Por el alojamiento no tenía que preocuparse, dado que insistiría para ubicarla en su hotel.
Malena le agradeció varias veces y después de anotar sus teléfonos, quedó en encontrarse con él en la puerta de Ezeiza el miércoles a las seis. Sacó el pasaje por Internet, en el último asiento que quedaba disponible.
El martes se ocupó de los preparativos: documentos, valija, dinero. Como el país al que se dirigía era parte del Mercosur, solo necesitaba su Documento Nacional de Identidad o el Pasaporte. Extrajo la enorme valija que usaba para irse de vacaciones, pero inesperadamente decidió que no podía llevar tanto bulto a un viaje de tres días, por eso acabó decidiéndose por una mochila en la que incluiría solo lo necesario.
Dejó a Valentina con sus padres y antes de irse le explicó parte de lo que iba a hacer para que no temiera.
—Voy a acompañar a alguien muy importante para mí en algo que es muy importante para él. Vuelvo el viernes, y espero hacerlo con lindas sorpresas para vos.
—¿Vas a volver? —se apresuró a interrogar la niña con el ceño fruncido. La pregunta le partió el alma a Malena.
—Claro que voy a volver, vos sos mi tesoro —respondió, y la abrazó tan fuerte, que a Valentina no le quedaron dudas de que su madre decía la verdad.
Se encontró con Walter a la hora acordada. No fue difícil dar con él porque era uno de los pocos que estaba declarando equipamiento en la Aduana. Además, le había pasado una página web donde podía ver su foto, y así lo reconoció.
Se trataba de un hombre de unos cuarenta años, alto y delgado, que llevaba un pantalón de lona negro y una remera blanca. Se mostró amable con ella, la ayudó a hacer el check in en las pantallas de autogestión y luego se encaminaron a la fila de personas que aguardaban para despachar el equipaje.
Mientras esperaban, Walter le contó que había trabajado para diversos medios de comunicación y que, además, colaboraba con la Organización en Argentina. Le explicó que se dedicaba al periodismo ambiental y de vida silvestre, y así pasaron un buen rato conversando acerca de los lugares que él había visitado y las cosas increíbles que había visto.
—Decime una escena que jamás podrás olvidar —le pidió ella.
Él lo meditó un instante.
—Una foto que tomé a un grupo de mujeres que caminaban vestidas con el burka por una calle de Afganistán.
De tan solo escucharlo, Malena imaginó la escena y se le puso la piel de gallina. Mucha gente fascinante rodeaba a Sebastián, porque él también lo era, y ella ansiaba conocer sus vivencias. Nutriéndose de las del periodista, el tiempo pasó muy rápido. Fue una lástima que en el avión tuvieran que sentarse separados.
Malena no recordaba cómo se sentía viajar por el aire, pero le pareció que así, la metáfora acerca de emprender su propio vuelo cobraba un matiz real. La sensación de ansiedad durante el carreteo y el vértigo que genera la carrera de despegue le forjaron una sonrisa: se sentía una niña de nuevo. Se cubrió los oídos con las manos cuando le dolieron, pero ni así consiguió evitarlo. Por suerte la sensación se terminó cuando se estabilizaron a la altura de crucero.
Vuelvo a vos, tal como nos prometimos, pensó mientras dejaba caer las manos y las apoyaba en las rodillas. Vos me enseñaste a no temer a las alturas.