29

Diciembre en Lima, Perú.

La llegada al aeropuerto de Lima, como todas las llegadas a alguna parte, fue caótica. Había gente por doquier y filas para todo. Perdieron alrededor de una hora esperando el equipaje y completando trámites hasta que finalmente consiguieron salir del edificio.

Buscaron un taxista y cuando lo encontraron, Walter le preguntó cuánto les cobraba para ir hasta el hotel. Ante la respuesta, que fue solo un número, interrogó si se refería a soles, la moneda peruana, o a dólares. Al subir, además, consultó su celular y le indicó por dónde quería que fuese. Resultaba evidente que estaba acostumbrado a viajar, y Malena agradeció su compañía, porque la hacía sentir segura.

El recorrido hasta el hotel le resultó interesante y llamativo. Las avenidas no diferían demasiado de las que solía transitar en Buenos Aires, pero el aire que se respiraba era distinto. Sabía que estaba en un país de costumbres y cultura distintas, y ese hecho cambiaba su perspectiva. Se sentía más libre, más dispuesta a empaparse de nuevas experiencias.

A medida que avanzaban, Malena esperó ver las construcciones antiguas características de algunas zonas de Lima en las que predominaban los colores vistosos. Buscaba balcones de estilo colonial y casas de tinte neoclásico, pero todo le pareció muy moderno, al menos en esa zona. Aun así, como lo más lejos de Argentina que había llegado era Brasil, cada detalle constituía para ella una novedad y quería disfrutarlo a pleno.

El hotel estaba ubicado sobre la Avenida San Borja Sur, cerca de un parque. En la recepción predominaban los colores negro y blanco; no era un sitio lujoso, pero sí limpio y ordenado. Walter pidió dos habitaciones, anunciando que una ya la tenía reservada y que otra se agregaba en el momento. Aunque en un principio afirmaron no tener disponibilidad, finalmente pudieron asignarles dos cuartos.

Walter la acompañó hasta su habitación y le ofreció pasar a buscarla a las dos para el almuerzo. Malena miró su reloj pulsera: en Argentina ya eran las tres, pero en Lima era la una, así que tenía una hora para descansar y prepararse. Aceptó con gusto.

Almorzaron en un restaurante y después fueron hasta el centro para dar una vuelta por la ciudad. Allí, Malena pudo conocer al fin las construcciones típicas peruanas y admirar su conservación. La Catedral, el Palacio de Gobierno, el Palacio Municipal y las iglesias; todo resultaba interesante y atractivo para la vista y el espíritu.

Cerca de las cinco, Walter le informó que debía encontrarse con sus compañeros de la Organización, ante lo que Malena tembló. Se sintió tentada de ir con el periodista y ver a Sebastián, pero no podía ser tan egoísta: sabía que de hacerlo lo habría desconcentrado por completo y no quería distraerlo de sus proyectos.

—Por favor, no le digas a Sebastián que yo estoy acá —pidió—. No quisiera que mi presencia lo incomodara, o que lo distrajera de alguna manera.

Walter se comprometió a guardar el secreto y le ofreció acompañarla al hotel antes de ir a donde se hospedaban sus compañeros para el encuentro. Malena prefirió seguir caminando porque era lo único que la ayudaría a matar la ansiedad, entonces él la llenó de recomendaciones para que no corriera ningún riesgo.

Cenaron juntos en el hotel y después ella trató de conciliar el sueño, pero como no fue posible, miró televisión. Se conectó a Internet a través del celular y envió un WhatsApp a su hermana para que le confirmase que Valentina estaba bien. No esperaba respuesta, dado que en Buenos Aires ya eran las dos de la madrugada, solo quería sentirse acompañada porque estaba nerviosa.

La mañana siguiente no colaboró con su ansiedad. Después de ducharse, se vistió con una pollera y una camisa, se maquilló y se peinó con una media cola, tratando de sentirse una periodista para poder actuar como tal. Antes de salir del baño, se miró a los ojos a través del espejo y se dio ánimos. Sería un día distinto, y no veía la hora de comenzarlo.

Esperó a que Walter pasara a buscarla sentada en la orilla de la cama. Cuando resonaron tres golpes a la puerta, se puso de pie y salió de la habitación con las manos heladas por los nervios. Para ese momento, el nudo en su estómago se había apretado más. Desayunaron a la velocidad de la luz y después fueron a la recepción del hotel para que les llamaran un taxi.

Las calles aledañas al complejo «El Pentagonito», sede de la Conferencia, estaban repletas. Había periodistas, personas bien vestidas, personas disfrazadas. Poco a poco, el sitio se fue llenando de manifestantes con carteles escritos en diversos idiomas y el ruido de voces y flashes se convirtió en un murmullo constante.

Walter le entregó una acreditación y ella se la colgó del cuello. Después de ingresar al predio, entraron a un salón de conferencias y se ubicaron donde había otros periodistas. Walter tomó algunas fotos mientras Malena observaba todo. En el frente había un enorme cartel con la sigla COP 20. Por la sala se extendían largas mesas con micrófonos y sus respectivos carteles indicando países. Había gente de pie conversando con otros, gente llegando, gente sentada. Predominaban los trajes negros tanto en hombres como en mujeres, excepto por dos sujetos que entraron vistiendo el típico atuendo árabe. Walter les tomó fotografías, y Malena los contempló con atención hasta que desaparecieron de su vista.

Las voces callaron en cuanto se dio comienzo a la Conferencia. Según lo expuesto por el presidente, ese era el anteúltimo día y tenían que cerrar un acuerdo para redactar un texto con urgencia. Se habló de futuras decisiones y de retrasos en las acciones. Obtuvieron la palabra muchas personas, y aunque todas daban discursos interesantes, ninguna era la que Malena esperaba. De no haber sido porque Walter le había confirmado que la tarde anterior se había reunido con Sebastián, ella habría pensado que se había equivocado de sitio y que quien buscaba no estaba allí. Sin embargo, todo le recordaba a él: las personas distinguidas, los activistas que seguían el debate desde el fondo del salón, los argumentos que se esgrimían, y hasta el simple hecho de ver que algunos se colocaban auriculares cuando alguien hablaba en un idioma que no comprendían.

Se distrajo un momento cuando los árabes volvieron a quedar al alcance de su vista, y en ese instante en el que dejó de esperar que Sebastián apareciera, la mención de su nombre desbarrancó los latidos de su corazón.

Ni bien el presidente de la Conferencia anunció que otorgaba la palabra a Sebastián Araya y Elizabeth Espinoza junto con la mención de la Organización a la que representaban, Malena trasladó sus ojos al escenario. La respiración se le agitó inevitablemente solo con oír el nombre del hombre que amaba, pero sus sentimientos desbordaron cuando él apareció.

Subió al escenario antes que su compañera y miró hacia atrás para corroborar que ella también estuviera allí antes de posicionarse delante del micrófono. Llevaba puesto un pantalón de jean azul muy oscuro, una camisa celeste arremangada, un gran pañuelo violeta en el cuello y mocasines de color marrón claro. Conservaba un estilo simple pero a la vez distinguido, lo cual hizo sonreír a Malena: él jamás dejaría de ser dos personas al mismo tiempo.

Apretó los puños a escondidas. Sebastián lucía tan atractivo, tan seguro y lleno de fuerza, que su imagen se internó en ella sin remedio. No pasaba inadvertido para nadie, tal vez porque era valiente y apasionado, y eso lo hacía invencible. Su presencia embargó sus sentidos, su voz poderosa inundó su conciencia, y su energía se apoderó de su alma.

—Sé lo que piensan al vernos: «más poetas molestos», y no se equivocan: quizás lo somos. Somos la piedra en el zapato, los que detenemos el avance de la humanidad, los hippies, y demás opiniones que se extienden sobre nosotros. Una vez, hace muchos años, un profesor me dijo: «Araya, lo que usted plantea es poesía idealizada, la vida real es otra cosa», y él, como ustedes, tampoco se equivocaba.

»Sin embargo, a veces me pregunto si de verdad el mundo que yo soñaba mientras criticaba el que me rodeaba era solo una utopía. Si nos basamos en la realidad, todo indica que mi profesor estaba protegiéndome para que no me decepcionara. Me educaba para que no perdiera el tiempo soñando con imposibles, ya que hay sueños que nunca se cumplen. No me malinterpreten: aunque en el pasado no supe valorar a ese profesor, hoy sé que en realidad era un buen hombre que sufría la desgracia de padecerme en sus clases, y encima, debía cumplir con la imposible tarea de enderezarme.

»La mayoría de las escuelas nos preparan para el trabajo y la competencia, no para admirar un atardecer o aceptar al otro con todas sus diferencias. Pensar en la vida de un animal se considera perder el tiempo, y ahí nadie nos habla del hambre de África. Todos en algún momento manifestamos que nos gustaría vivir en un mundo mejor, pero ¿qué hacemos para lograrlo? Protegernos de las desilusiones y escudarnos en que soñar con un mundo distinto es poesía barata. Pensamos que no hay nada que podamos hacer, que no depende de nosotros, que no tiene sentido luchar por algo que no podemos cambiar si no quieren hacerlo quienes tienen más poder que nosotros. Sin embargo, me pregunto: ¿acaso la vida de cada uno de nosotros no es también una guerra que luchamos a diario? ¿El hecho de vivir en sí mismo no supone acaso batallas?

»Mi nombre es Sebastián, vengo de Argentina, y ella es mi compañera Elizabeth, de Perú. No estamos aquí para decir nada que no sepan, ni para argumentar sobre propuestas que ustedes ya han debatido una y otra vez durante todos estos días. Estamos aquí para que sueñen y para que no tengan miedo de ilusionarse con que el cambio es posible. Se puede vivir de la manera que les parece imposible, ya que la prejuzgan solo porque la desconocen. Estamos aquí para recordarles que mientras ustedes debaten, extienden las decisiones y las piensan en función de sus negocios, en alguna parte del planeta un bosque está siendo talado, un animal está muriendo por acción del hombre y una porción del Ártico está siendo destrozada. Así, la sentencia de muerte para sus descendientes, y lamentablemente los míos, está siendo firmada.

»No es nada que no sepan. No es nada que no les hayamos repetido una y mil veces, entonces me pregunto: ¿para qué lo seguimos repitiendo? ¿Por qué conservamos esperanzas, si cada vez que asistimos a convenciones y conferencias, las ideas mueren en las palabras? Y entonces recuerdo a mi profesor y entiendo que lo hacemos porque, después de todo, seguimos siendo poetas. Y en especial porque somos poetas a los que les gusta ir rápido a la acción.

»Ustedes son estadistas, ministros, representantes de gobiernos que sin duda en las campañas políticas dicen amar a su pueblo. Muy bien: cumplan sus promesas. Es tiempo de demostrar sus buenas intenciones, la humanidad está esperando. En lo personal, ya ni siquiera me importa si lo hacen por dinero o por solidaridad con su propia Tierra y con los demás seres humanos, incluso con esos que viven en situaciones de miseria tan extrema que no tienen idea de que aquí se está debatiendo esto. Solo me importa que lo hagan. Gracias.

Los aplausos se extendieron en el fondo del salón, donde los miembros de otras organizaciones no gubernamentales presenciaban el debate. Malena se sintió tan orgullosa que, aunque ningún periodista aplaudía, ella lo hizo. Sentía que la admiración y el amor le invadían el alma y el cuerpo. Sebastián se paraba delante de representantes de todo el mundo para defender a los que no tenían voz, tal como alguna vez había soñado y como ella sabía que sucedería. Él era la muestra viva de que se podía ser lo que alguna vez se había deseado, y de que los sueños de la infancia y de la adolescencia podían convertirse en realidad.

Ese es mi dragón, pensó con una sonrisa orgullosa. Yo sabía que ibas a llegar así de lejos.

Sebastián dio un paso atrás y tomó el lugar Elizabeth. Mientras ella hablaba acerca de las necesidades del mundo, daba estadísticas que la Organización había recogido en ese año y proponía soluciones a grandes rasgos, Malena solo podía concentrarse en Sebastián. Lo había extrañado más de lo que había pensado y ansiaba que él la abrazara. Imaginó su mejilla en contacto con la ropa que él llevaba puesta; le pareció sentir la textura de la tela y el perfume que emanaba de su cuerpo, y tuvo que humedecerse los labios para no evidenciar que se moría por interrumpir la Conferencia y correr a besarlo.

Contuvo sus impulsos a la fuerza y siguió disfrutando de su presencia hasta que el discurso de Elizabeth terminó. Ni bien ella dijo la última palabra, los aplausos volvieron a invadir la sala e incluso resonaron algunos gritos. En lugar de abandonar el escenario, tanto la chica como Sebastián se apartaron del atril y desplegaron una enorme bandera amarilla que llevaba escrita la frase «Salva el Ártico», y debajo, la traducción en inglés: «Save the Arctic». Malena se sumó a un nuevo aplauso que perduró hasta que ambos se retiraron.

Desde ese momento, no hizo más que buscar a Sebastián con la mirada. No podía retirarse porque no estaba segura de encontrarlo y era riesgoso separarse de Walter.

Cuando la sesión se dio por terminada, los presentes se pusieron de pie y mientras algunos conversaban entre sí, otros prefirieron abandonar el recinto. Walter la guió hacia los funcionarios y se mezcló entre ellos para hacerles preguntas. Ya había acabado con tres cuando miró a Malena y señaló a un sujeto.

—Ese es un representante de Francia. La Conferencia del año que viene es decisiva y se hace en París. Si supiera francés, le preguntaría si ya tienen planes concretos o si piensan seguir divagando.

Algo latió en el pecho de Malena, como si su corazón hubiera dado un salto. ¿Se atrevería a hacer lo que pensaba? Lo dejó salir de su mente antes de arrepentirse.

—Yo soy licenciada en Francés. Si querés, puedo entrevistarlo.

Walter la miró, perplejo.

—¿Sos licenciada en Francés? —preguntó, boquiabierto—. ¡Hacelo! ¡Gracias!

Malena le respondió con una sonrisa y se alejó rumbo a su objetivo. Buscó el celular en la cartera mientras caminaba y abrió la grabadora de sonidos. Por primera vez en muchas horas, dejó de pensar en Sebastián y solo se concentró en lucir como una verdadera periodista. Tembló por dentro en cuanto quedó frente al representante de Francia, pero por fuera se mostró como una experta.

Bonsoir, je suis Malena Duarte de l’Argentine. Puis-je vous poser quelques questions au sujet de la COP 21 à Paris?

Había aprendido tanto en esa jornada que en ningún momento dudó acerca de lo que era preciso preguntar. Obtuvo a cambio varios rodeos, pero el hombre respondió todas sus preguntas y le aseguró que Francia iba a dar lo mejor de sí para que los resultados de la Conferencia de 2015 fueran exitosos.

Se reencontró con Walter cerca de la salida.

—¿Y? —le preguntó él.

—Está todo grabado —le anunció Malena.

—¡Sos una genia! —exclamó Walter, y después le dio nuevas noticias—. Me informaron de una manifestación que sin duda tenemos que cubrir. ¡Vamos!

Malena se sintió extraña al ser incluida como una más del equipo, pero estaba dispuesta a disfrutar de la tarea que tenía por delante. Ser periodista por un día era apasionante.

Al llegar a la calle invadida de manifestantes, se mezclaron entre ellos y Walter comenzó a sacar fotos. La mayoría de las personas vestía prendas blancas; había algunos con gorras que imitaban caras de pingüinos y otras de osos polares. Un grupo se había pegado una cinta en la boca con el claro mensaje de que los poderosos abusaban de los que no podían hablar. Muchos se habían pintado líneas blancas y negras en la cara, y otros sostenían carteles amarillos, blancos o verdes en los que hacían constar por escrito cuáles eran las razones de su protesta. Predominaba el español, pero también había pancartas en inglés, portugués y otros idiomas, incluso algunos que Malena no sabía reconocer.

—¿Quieres que te pinte? —le ofreció alguien con acento centroamericano.

Malena lo observó un momento: sostenía el maquillaje entre las manos, vestía de blanco y en sus ojos había tanta amabilidad que le dio vergüenza negarse. Estaba allí para hacer lo impensado, y decidió entregarse a la vida con pasión y sin ataduras.

—Claro —aceptó, sonriente.

Acabó con dos líneas blancas y dos negras alternadas en cada mejilla, una remera que decía «Save the Arctic» y contagiada de gritar con el tumulto lo mismo que ellos proclamaban. Ahora entendía por qué todas esas personas continuaban luchando, por qué a pesar de las batallas perdidas y de ser ignorados seguían adelante hasta que alguna vez lograban resultados. Había que ser muy fuerte para soportarlo, pero valía la pena el intento.

Mientras tanto, Sebastián evaluaba la jornada junto con Elizabeth y los miembros de otra Organización. Una vez que alcanzaron un acuerdo acerca de las percepciones generales que había dejado la Conferencia en los activistas, decidieron ir juntos a la manifestación. Pensaban que su presencia serviría de apoyo para los que allí reclamaban.

Mientras iban al encuentro de los manifestantes, Sebastián transcribió brevemente las primeras impresiones que les había dejado la jornada y las envió por celular a su director en Buenos Aires. En esos momentos, su mente estaba tan ocupada que no pensaba en nada más que en los objetivos compartidos con sus compañeros y en el modo de alcanzarlos.

Al saber que los representantes de algunas Organizaciones estaban llegando, participantes de la manifestación improvisaron un escenario. Sebastián llegó a pulsar «enviar» justo antes de que Elizabeth lo arrastrara rumbo al tumulto. Él guardó el teléfono y contempló la multitud que aplaudía y gritaba reclamos. Subió al escenario improvisado, pero en lugar de avanzar para que los demás también pudieran hacerlo, se congeló observando a una mujer que para él destacaba del resto.

Era castaña y tenía el cabello largo. Llevaba puesta una remera blanca con la frase que servía de lema para su reclamo y se había pintado las mejillas con los colores distintivos de otra Organización. Tragó con fuerza pensando que se estaba volviendo loco y que creía ver a Malena en cualquier mujer que se le pareciera, por eso sacudió la cabeza y avanzó un poco más, otra vez enojado. El recuerdo de Malena ya no servía para rescatarlo, porque estar lejos de ella lo convertía en un castigo del que le resultaba imposible escapar.

Dio otro paso, y entonces la mujer giró la cara hacia él. Por Dios, era igual a Malena, ya no tenía dudas de que perderla lo había enloquecido; tenía tanta necesidad de ella que le parecía verla en cualquier parte. Malena jamás se mezclaría en una manifestación por temas que desconocía, a miles de kilómetros de su casa y como si en ello dejara la vida. Pero la mirada de esa mujer era tan intensa que por un instante se permitió creer que era ella.

Sorry —dijo al inglés que iba detrás de él en la fila de representantes—. Excuse me —agregó para pedirle permiso y desandar los pasos que había dado.

En cuanto Malena notó que Sebastián tenía la intención de bajar del escenario, pensó que su cuerpo no soportaría la emoción de volver a tenerlo cerca. Era tan fuerte lo que sentía, que la respiración se le agitó y comenzó a temblar, aunque tratara de disimularlo. Desde que sus miradas se habían cruzado, un estado de indefensión se había apoderado de sus extremidades, haciendo que mantenerse en pie entre la gente le resultara cada vez más complicado.

Sin la altura que proveía el escenario, a Sebastián le fue difícil ubicar a la mujer idéntica a la de su recuerdo. Anduvo entre la gente, caminando en dirección a donde creía haberla visto, y a cada paso que daba le parecía que se volvía un poco más loco. Tal vez ella seguía siendo un sueño, tal vez había sido solo un espejismo.

Una enorme bandera amarilla se interpuso entre sus ojos y el tumulto. Cuando quienes la portaban se alejaron, por detrás de la tela apreció la mujer de sus sueños. No había sido una fantasía, ella era real, y lo buscaba con la mirada como él la había buscado hasta ese momento.

Cuando sus ojos volvieron a encontrarse, el mundo de ambos sufrió una sacudida.

Él se abrió paso entre la gente para llegar a ella y ella hizo lo mismo para llegar a él. Acabaron encontrándose entre medio de canciones, pancartas y disfraces, pero para ellos solo existían los ojos del otro.

Malena tragó con fuerza, incapaz de decir nada. Sebastián alzó una mano y le acarició una de sus mejillas pintadas. Entrecerraba los ojos.

—Sos igual a alguien que conozco —dijo casi para sí mismo.

Malena sonrió; jamás se le hubiera ocurrido pensar que Sebastián se negaría a aceptar que ella estaba ahí.

—¿Ah, sí? —preguntó, agitada—. ¿Y cómo es ella?

Un extraño sentimiento capturó a Sebastián ni bien oyó esas palabras. Malena estaba ahí, ya no tenía dudas, pero no podía creerlo.

—Es la mujer de mis sueños —respondió, contemplándola.

Se sentía tan completo que le costaba ponerlo en palabras. Se lo dijo con un beso al que decidieron entregarse los dos al mismo tiempo. Ella le rodeó el cuello con los brazos y él la cintura; ella entreabrió los labios y él le invadió la boca con su lengua. Respirarse, sentirse después de tanto tiempo, hizo que se desearan a un ritmo tan frenético que casi se olvidaron de que estaban en público.

—Te amo —susurró ella, acariciándole las mejillas. Temblaba al igual que él.

Sebastián la elevó en el aire y le dijo lo mismo. Después volvieron a besarse y él la asentó con cuidado en el suelo.

—¿Qué estás haciendo acá? —preguntó cuando sus emociones cedieron un pequeño espacio a la razón—. ¿Cómo llegaste? ¿Estás bien?

Malena sonrió; no podían dejar de mirarse.

—Vine a acompañarte —respondió con orgullo—. Vine a que volemos.

—¡Sebastián! —oyeron. Los dos se dieron vuelta al mismo tiempo: Elizabeth trataba de llegar hasta ellos—. ¡El discurso!

Malena atrajo la atención de Sebastián tomándolo del mentón. Cuando él volvió a mirarla, su cuerpo se aflojó.

—Andá, yo te espero —le ofreció.

—No quiero ir —le hizo saber él.

—Pero tenés que hacerlo.

—Sigo preguntándome cómo llegaste hasta acá —repitió, incrédulo.

Malena rio y le besó la comisura de los labios.

—Después te cuento —le prometió, todavía sonriendo.

De haber podido elegir, Sebastián no hubiera dudado en quedarse con Malena, pero tenía que terminar su trabajo, y así lo haría. Una vez en el escenario, se olvidó de su preferencia, y el espíritu de lucha volvió a su cuerpo. Se sentía bien, se sentía completo, más fuerte que nunca, porque al mirar al público, eran los ojos de Malena los que se internaban en su pecho. Era su admiración la única que necesitaba; su compañía, lo único que siempre había querido.

Habló como solía hacerlo en el colegio, bajo la atenta mirada de su compañera amada que giraba sobre su silla y apoyaba los antebrazos en el respaldo para escuchar sus argumentos. Habló sintiendo que cada palabra llenaba su espíritu, porque era el amor de Malena el que lo posibilitaba. Eran sus manos las que sanarían sus heridas cuando fracasara. Era su corazón el que lo acompañaría en los triunfos y, como ella le daba todo, él quería entregarle el mundo; de ser posible, uno mejor que el que conocían. Lucharía por eso con todas sus fuerzas.

Ni bien cedió la palabra al inglés, anunció a Elizabeth que tenía que irse y volvió a bajar del escenario. Fue en busca de Malena, y ella lo recibió para abrazarlo.

—Estoy tan orgullosa de vos —le dijo ella sin soltarlo.

Sebastián se apartó para acariciarle la cara y robarle un beso. Después la tomó de la mano y la arrastró consigo por entre la gente, buscando la libertad del aislamiento.

Una vez que consiguieron apartarse de la multitud, corrieron por la calle hasta encontrar un taxi. Subieron sin anunciar más que la dirección a la que se dirigían, que fue el hotel en el que se hospedaba Sebastián. Luego de eso, se quedaron en silencio, uno a cada lado del asiento, tratando de respirar.

Los dos apoyaron las manos en el borde al mismo tiempo. Sin mirar pero como si hubieran estado coordinados, las manos se corrieron de lugar y acabaron rozándose. Entonces se miraron, y el fuego creció a raudales en sus cuerpos hasta convertirse en un incendio.

Sebastián alzó la mano y la apoyó en el respaldo. Hizo lo mismo con la otra hasta encerrar a Malena entre sus brazos y se inclinó hacia ella mientras la devoraba con la mirada. Malena entreabrió los labios, ofreciéndole una dulce tentación que Sebastián no tardó en probar.

La besó sin importarle nada del conductor ni del tránsito. La besó sin reparos ni consentimientos, con el poder que le confería que ella se entregara a él por completo.

Malena le acarició las mejillas y jugó con su lengua hasta que los sabores de ambos se hicieron uno y la humedad de su cuerpo le susurró que, si no se detenían, acabaría haciendo algo fuera de la ley antes de lo esperado. Haría el amor en público, si no lo estaba haciendo ya.

Sebastián dejó de besarla, pero no se apartó de su rostro. Apoyó la frente en la de ella, la miró a los ojos y le dejó el rastro de su respiración en el pómulo mientras le acariciaba los labios con la lengua.

—Son diez soles —oyeron de pronto.

Así fue como se dieron cuenta de que el taxista ya se había detenido en la puerta del hotel y de que, por su tono de voz, no le había gustado el espectáculo amoroso.

Sebastián le pagó con un billete de veinte dólares y se bajó sin esperar el cambio. Condujo a Malena al interior del hotel llevándola siempre de la mano y allí avisó a la recepcionista que esa noche compartiría el cuarto con otra persona.

Contuvieron sus impulsos dedicándose miradas hasta que entraron a la habitación y la puerta se cerró, dando paso a la intimidad tan anhelada. A Sebastián todavía le costaba creer que Malena estuviera allí, por eso la observó sin moverse un momento. Malena se hallaba frente a él, delante de la ventana, mirándolo como se contempla un sueño lejano, sin saber que el sueño era ella.

—Si te hago el amor así como me siento ahora, tengo miedo de hacerte daño, pero quiero que sepas que me muero por vos —le hizo saber él, casi sin aliento. Su voz sonaba enterrada entre los sentimientos y el deseo.

Malena se le acercó, seducida por la promesa de su anuncio, y deslizó un dedo por su pecho rumbo al cuello.

—Te necesito —dijo aproximando las manos al gran pañuelo violeta en busca de quitárselo. La prenda acabó en el piso.

Comenzó a desabrocharle uno a uno los botones de la camisa, tomándose todo el tiempo del mundo para hacerlo. Mientras tanto, Sebastián le acarició la nuca y enredó los dedos en su cabello. Apoyó los labios en su sien y bajó hasta su mejilla, donde la pintura todavía la hacía lucir como una guerrera.

Al terminar de desprender los botones, Malena abrió la camisa y disfrutó del torso de Sebastián desnudo. Le besó el pecho y le acarició el vientre llevándose su perfume al espacio de su memoria que tanto lo había extrañado.

—¿Por qué viniste? —susurró él en su oído.

—Porque te amo —respondió Malena, agitada, mientras la lengua de Sebastián recorría los bordes de su oreja y sus dedos le masajeaban la nuca, justo donde nacía el cabello.

—¿Y por qué me amás? —insistió Sebastián, y cerró la pregunta besándole la sien.

—Porque somos felices juntos —contestó Malena sin dudarlo. No sabía cuán importante era su respuesta para él.

Sebastián la miró, respiró sobre su boca y buscó el borde de su remera de protesta.

—Te queda muy linda, pero te prefiero desnuda —le dijo con una sonrisa mientras levantaba la prenda para sacársela por la cabeza junto con la credencial de periodista.

Una vez que se deshizo de ella, se ocupó de la camisa que estaba debajo, y entonces descubrió que Malena llevaba puesto su amuleto. Sonrió al pensar que lo había conservado y que de alguna manera había cumplido la función de protegerla.

Pensando en ello, también se deshizo de la pollera. Fue bajándola despacio, disfrutando cada centímetro del cuerpo que quedaba al descubierto, y se arrodilló para quitarle la ropa interior que cubría su intimidad con recelo. Después la alzó con él para sentarla sobre la cama, dejando la ropa en el piso.

La observó con lujuria, sin reparos. Su mirada era intensa y profunda. La boca entreabierta de Malena era un abismo que él deseaba llenar con su lengua; y sus labios, un delicioso manjar que moría por devorar a besos.

Malena gimió cuando recibió el primer roce de Sebastián en esa zona que ansiaba ser redescubierta. Siguió quejándose de gozo cuando un dedo de Sebastián se introdujo por el costado de su boca. No aguantaba más, quería que él se internara en su cuerpo, por eso lo arrastró con ella cuando se acostó de espaldas.

Sebastián se sostuvo con una mano y con la otra le acarició el pelo. Tan solo la miraba, pero era tan intenso lo que le transmitían sus ojos, que Malena tembló de desconcierto. El deseo creció a límites insospechados; sin embargo, paradójicamente, recuperó la conciencia.

Tragó con fuerza y decidió que tenía que avisar a Sebastián lo que había hecho, en caso de que sus ideas hubieran cambiado.

—Me hice quitar el DIU —dijo muy rápido.

Él se sumió en la inquietud un momento. Un instante después, comenzó a bajar con besos de nuevo.

—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Malena, tomándolo de los hombros.

Sebastián alzó la cabeza y la observó desde donde se había detenido.

—No tengo preservativos —respondió en voz muy baja.

Malena se dio cuenta de que algo le pasaba; estaba tratando de bajar su nivel de deseo. No podía creer que, aun deseándola tanto, fuera capaz de satisfacerla sin obtener nada para sí mismo.

—¿Por qué? ¿Ya no querés que tengamos un hijo? —le preguntó. Él frunció el ceño, confundido, y Malena rio con su reacción—. ¿Pensaste que te avisaba lo del DIU para que no siguiéramos? Me lo hice quitar porque quiero tener un hijo tuyo, pero tenía que hacértelo saber por si vos habías cambiado de idea.

Sebastián volvió a lucir inquieto, casi fuera del momento. Y, en realidad, lo estaba. Se había quedado pensando en la propuesta y en lo increíble que se sentía que Malena la estuviera aceptando.

Volvió a colocarse sobre ella después de un momento.

—¿Estás segura? —le preguntó, mirándola a los ojos. Quería comprobar que lo que decía era cierto.

—Más de lo que estuve en toda mi vida —le respondió ella.

—Lo mismo dijiste cuando me ibas a presentar a tu familia —le recordó Sebastián. Malena lo abrazó mientras reía.

—Estoy todavía más segura que en ese momento —aseguró.

Él sonrió, conforme.

—Entonces este será nuestro primer intento —susurró contra sus labios, y luego se internó en ella tan despacio que los dos parecieron detenidos en el tiempo—. Te amo —le dijo en cuanto alcanzó el límite de su cuerpo.

—Te amo —respondió Malena, abrazada a su cuello.

Se entregaron una vez más a la promesa que se inició una mañana de marzo en un colegio. Todo se tornó brusco, las respiraciones se convirtieron en un solo monótono de jadeos, y poco a poco el placer inundó sus cuerpos hasta dejarlos indefensos, con el alma al descubierto.

Malena sonrió. ¿Quién iba a decir que terminaría con su primer amor? ¿Quién hubiera apostado a que el chico más lindo de la escuela se convertiría en el hombre que más amaba en el mundo? Nadie, ni siquiera ella misma, por eso se sintió a punto de llorar cuando se dio cuenta de que a partir de ese día, nada volvería a separarlos. Se sentía especial cuando Sebastián la miraba. Se sentía fuerte y capaz de volar.

Después de acabar, él volvió a besarla sin abandonar su interior. Quería vivir allí dentro, donde hallaba la paz que siempre había buscado y donde sabía que comenzaba a cambiar el mundo. Un hijo, alguien que pudiera construir un mejor futuro. Eso era digno de llamarse milagro.

Pasaron mucho tiempo abrazados en silencio. Ellos no lo sabían, pero pensaban casi lo mismo: recordaban el pasado y planeaban el futuro. Solo después de media hora Sebastián se sostuvo sobre un codo y miró a Malena a los ojos para hacerle una pregunta.

—¿Cómo llegaste?

Malena rio y se mordió el labio antes de dar una respuesta.

—Llegué porque tenés muy buenos amigos —dijo al tiempo que le acariciaba una mejilla—. No sé cómo voy a hacer para no ponerme celosa de todas las amigas bonitas que tenés en Argentina y en el mundo —agregó, todavía sonriente—, pero ya me las voy a ingeniar. Todo empezó con una carta que me envió una tal Johanna de Alemania.

—¡¿Johanna?! —exclamó él, sorprendido.

—¿Por qué tiraste mi carta? —preguntó Malena.

Sebastián frunció el ceño.

—¿Cómo lo sabés?

—Porque tu amiga la encontró en un cesto de basura y prefirió enviármela. Gracias a Dios que lo hizo.

Sebastián, que recordaba la secuencia con claridad, bajó la mirada.

Después de que él redactara la carta, Johanna había golpeado a la puerta de su camarote y él se había apresurado a arrojar los papeles al cesto antes de que alguien pensara que podían servir para algo.

Salió del cuarto y recibió la noticia de que quería verlo el médico. Trató de excusarse asegurando que estaba en perfectas condiciones, pero Johanna le recordó que una de las reglas era cuidar la salud personal antes que nada, y por eso aceptó la cita.

Al regresar, ya no había papeles en la basura; supuso que alguien había hecho la limpieza y que todo había sido destruido.

—¿Mi carta te hizo volver a mí? —preguntó, mirándola de nuevo.

—No puedo decir que haya sido exclusivamente la carta —confesó Malena—, pero tuvo mucho que ver con este reencuentro.

Sebastián le acarició el cabello que le caía sobre la sien, sin dejar de contemplarla. Malena se estremeció con el amor que desbordaba la mirada del hombre que adoraba; sabía que Sebastián quería protegerla de todo y que por siempre podría contar con él para lo que fuese. Podría llorar entre sus brazos cuando se sintiera triste o asustada, reiría con él cuando fueran felices y compartirían los secretos que unen a las personas, porque la vida es una sucesión de momentos que podemos elegir compartir con alguien.

Sonrió, llena de paz, y le devolvió todo el amor que él le manifestaba con un beso suave en sus dedos que luego continuaron acariciándola.

—También tenés que agradecerle a Noelia y a su amigo Walter —siguió explicando.

—¡¿Viniste con Walter?! —exclamó Sebastián, sorprendido—. Lo vi ayer y no me dijo nada.

—Yo le pedí que no lo hiciera.

—¿Por qué?

—Porque te habrías desconcentrado —Sebastián calló, porque era cierto—. La verdad, tenés los amigos más fascinantes y buenos del mundo. Vos te los ganaste, y en algún punto, se parecen a vos.

En esa oportunidad, Sebastián tampoco habló: era cierto que sus amigos, y aun sus conocidos, valían oro.

—¿Cómo está Valen? —preguntó. Al hacerlo, sus ojos adquirieron un matiz tierno que Malena no pasó por alto.

—Extrañándote —contestó. Sebastián sonrió.

—Yo también la extraño —confesó—. ¿Me permitirías llamarla más tarde?

Malena alzó una mano y le acarició una mejilla de nuevo. Lo amaba tanto que no cabía en su propio cuerpo.

—No tenés que pedirme permiso para eso —le hizo saber, muy convencida de lo que decía—. Valentina no es tu hija biológica, pero es tu hija del corazón, y eso vale más que cualquier otra cosa. Ella dice que extraña a su papá, y me consta que habla de vos.

Sebastián sonrió, casi avergonzado.

—Yo no hice nada para merecer tanto amor —susurró.

—Lo hiciste sin darte cuenta —repuso ella—. Desde el instante en que te vi por primera vez, esa mañana en la fila del colegio, supe que eras el amor de mi vida.

Incapaz de resistir la mirada profunda con la que Malena le hablaba, Sebastián decidió devolverle las palabras inclinándose hacia sus labios para rozarlos con los suyos. Su lengua buscó la de ella y se internó en su boca para hacerle promesas que Malena no tardó en creer, porque ya no tenía miedo de soñar.

Una mano de Sebastián recorrió su costado, pasó por la cadera y las costillas hasta alcanzar su rostro.

—Vamos a ser felices —le prometió, besándole la orilla de los labios.

La besaría una y otra vez hasta volar tan alto que ambos se perdieran en el infinito.