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Las puertas de la iglesia se abrieron, y a Sebastián se le aceleró el corazón. Había asistido a pocos casamientos en su vida, pero siempre eran excitantes, sobre todo si quien se unía en matrimonio era un amigo. Además, aunque él había elegido un camino que jamás conduciría a un altar, ante las bodas ajenas no podía evitar preguntarse qué habría pasado si hubiera escogido distinto.
La mañana anterior había plasmado su firma como testigo del casamiento por civil de Brenda y Daniel, y ahora le tocaba presenciar la boda por iglesia. Sonrió al notar la mirada de la novia, completamente enamorada de su mejor amigo, mientras sonaban los acordes del Ave María. Los invitados se pusieron de pie y miraron hacia el pasillo por donde Brenda avanzaba del brazo de su padre. Del otro lado, delante del altar, la esperaba Daniel, orgulloso de su amor. Se veía tan ilusionado como Brenda, feliz de poder decir que desde ese día ella sería por siempre suya, y a Sebastián le alegró la situación. Después de haber pasado otra temporada lejos de Argentina, volver a ver a las personas más importantes para él y que estuvieran en el mejor momento de sus vidas, le llenaba el alma de dicha.
Sebastián había conocido a Daniel en el último año de la escuela secundaria, cuando su padre lo había forzado a cambiarse de colegio, y eran mejores amigos desde entonces. Se acordaba de eso cuando una voz lo distrajo de sus pensamientos.
—¿Cierto? —oyó. Giró la cabeza hacia la mujer que le hablaba, una señora vestida de negro—. Está preciosa, ¿no? —repitió la señora ante la expresión ausente de su interlocutor.
—Sí —contestó Sebastián con voz serena—. Usted también.
La anciana sonrió; no todos los días se obtenía un halago de un joven tan apuesto. A diferencia de los demás invitados, no vestía un traje, pero aun así le pareció el más lindo de todos. Además, era muy amable.
Daniel recibió a su novia en el altar con un beso que dejaba traslucir su emoción, y luego se dedicaron una mirada tan intensa que la iglesia entera se llenó de ilusión. Los invitados susurraban halagos y contemplaban a la pareja, testigos de su amor. Olía a jazmines, las flores preferidas de Brenda, y la iluminación hacía refulgir la gran cúpula que coronaba los altos techos abovedados.
Sebastián sintió que algo le pinchaba la espalda. Giró el cuello para ver de qué se trataba.
—No me dejás ver —le reclamó Nerina, la hermana menor de Daniel.
Tenía quince años, pero Sebastián la conocía desde que era una niña, por eso sabía que solo quería molestar. Se llevaban bien.
—Eso te pasa por ser petisa —se burló.
Ella le pegó entre risas. Alguien chistó.
—Queridos hermanos, nos encontramos aquí reunidos… —comenzó el cura, aunque todavía se oían murmullos y flashes.
Mientras el sacerdote hablaba, Daniel tomó la mano de Brenda y volvieron a mirarse. Él la besó en la mejilla de manera espontánea. Ella sonreía y cada tanto se le caía alguna lágrima.
Todo le recordaba a Sebastián que había sido testigo del comienzo de esa relación. Mientras cursaban la universidad, él y Daniel salían a distenderse en bares algunos sábados. Una de esas noches, conocieron a Brenda. Primero, ella y Daniel se hicieron amigos. Poco después se pusieron de novios, pero para ese entonces Sebastián ya se había ido. Estaba siguiendo su destino y no se arrepentía de nada.
Mentía si decía que lejos de Buenos Aires no había sido feliz: no añoró ni por un instante la vida de la que tanto le había costado escapar. Tenía todo lo que alguna vez había querido y más.
—Demos un aplauso a Brenda y Daniel —pidió el cura un rato después.
Todos aplaudieron mientras los novios, ahora marido y mujer, se besaban.
La marcha nupcial dio sus primeros acordes y el matrimonio se volvió hacia el público. La gente comenzó a salir, y Sebastián se sumó.
—¿Querés un poco de arroz? —le ofreció Nerina.
Sebastián la miró por sobre el hombro. Iban tan apretados que apenas alcanzó a divisar su cabello castaño lleno de hebillitas negras.
—No, yo no tiro arroz —respondió.
—Ay, el antitradiciones —se burló ella.
Él le contestó con una sonrisa que Nerina no pudo ver.
Una vez que consiguió respirar el aire del exterior, se abrió paso entre la gente y se ocultó detrás del tumulto. En cuanto los novios salieron de la iglesia, comenzó la lluvia de arroz. Brenda se cubría su delicado rostro con las manos, inclinándose hacia el hombro de su marido, que la protegía con sus brazos. Sebastián sonrió a la distancia, pensando que cada persona cosechaba de la vida nada más ni nada menos que lo que había sembrado.
Mientras tanto, en la calle resonaban bocinas.
—Mamá, ¿qué pasa? —preguntó Valentina dentro del auto.
Su madre la miró por el espejo retrovisor; estaban detenidas por el tránsito.
—Hay una boda —respondió.
—¿Qué es una boda? —preguntó la niña. Malena sonrió.
—Es lo que hicimos tu papá y yo antes de que nacieras vos: casarnos.
—¡Ah, un casamiento! —replicó Valentina. Malena rio.
—Sí, un casamiento. ¿Ves a la chica de blanco? —señaló con el dedo, aunque no distinguían más que figuras borrosas por la distancia—. Es la novia. Algún día, vos también vas a ser una novia tan linda como ella.
—¿Y si no quiero? —preguntó la niña con el ceño fruncido.
Su madre volvió a reír.
—Si no querés, vas a ser una soltera muy feliz —respondió.
La fila de autos avanzó y Malena aceleró, antes de que el impaciente que tenía detrás volviera a tocar bocina.
—Tengo hambre —se quejó Valentina.
—Falta poco para llegar a casa. Tené paciencia —le sugirió Malena.
—¿Qué es pacencia? —preguntó la niña.
Malena rio otra vez. Valentina había entrado en la etapa de preguntar qué era todo, y de tanto responder, a la larga ella acababa enredándose en sus propias definiciones. Por eso ya no contestó.
Los vehículos avanzaban despacio. Algunos conductores miraban hacia la iglesia, tratando de captar detalles de la boda. Malena también miró, nostálgica, pero enseguida volvió a concentrarse en el tránsito para evitar accidentes.
Veinte minutos más tarde, estuvo en la puerta de su casa del Barrio Nuevo de Banfield. Vivía en un moderno chalet de tejas negras y paredes revestidas en madera blanco mate. Lo circundaba una reja, y del otro lado había un pequeño jardín que conducía a la entrada. La calle era tranquila y arbolada, de veredas anchas y silencios de siesta.
Se sorprendió al no distinguir luz en ninguna de las ventanas. Era de noche y, por la hora, su esposo debía de estar en casa. Pensó que quizás se había atrasado, como le sucedía a veces desde que el trabajo le estaba consumiendo la vida, por eso se relajó, abrió el garaje con el control remoto y entró. El portón automático se cerró al tiempo que ella apagaba el motor. Ni bien se destrabaron las puertas, Valentina se quitó el cinturón de seguridad, saltó fuera del auto y huyó a la cocina. Malena miró un instante el hueco vacío correspondiente al coche de su marido, luego descargó una caja de libros del baúl y siguió a su hija.
—¡Álvaro! —llamó, en caso de que su esposo hubiera dejado el auto en el mecánico, como había sucedido hacía algunas semanas.
Apoyó la caja en el piso, miró la hora en su reloj pulsera y repitió el llamado, pero no obtuvo respuesta. El silencio envolvía la casa, la oscuridad parecía llenarla por completo.
Abrió la heladera y colocó algunos productos sobre la mesada. Quería preparar la cena; ya eran las diez de la noche y Valentina tenía hambre. Sin embargo, también quería esperar a Álvaro, y para eso necesitaba saber si estaba cerca. Buscó el teléfono inalámbrico y lo llamó al celular. Tampoco así consiguió dar con él.
Suspiró mientras subía las escaleras.
—¿Dónde estás, Valen? —preguntó a su hija.
Ella tampoco contestó. Al parecer, ese día, todos la ignoraban.
Abrió la puerta del baño principal al pasar y la encontró subida en su banquito, lavándose las manos. Sonrió satisfecha y siguió hasta su cuarto, donde se quitó los zapatos y abrió el placard en busca de un calzado más cómodo.
Casi se desmayó. Faltaba la ropa de Álvaro. Absolutamente todo.
El corazón comenzó a latir desquiciado dentro de su pecho. Tembló pensando que les habían robado, pero al girar la cabeza vio que el televisor de plasma seguía sobre la cómoda. ¿Qué ladrón se llevaría ropa en lugar de artefactos tecnológicos? Ni siquiera el cuadro que estaba ubicado detrás de la cama, donde se escondía la caja fuerte, se hallaba fuera de lugar.
Tragó con fuerza, tratando de serenarse. Se humedeció los labios y se sentó en la orilla de la cama. Quería pensar con claridad, pero solo conseguía enredarse en el miedo.
Permaneció allí un momento hasta que decidió ponerse de pie para estudiar la habitación. Caminó hacia el baño en suite, y al pasar junto al televisor, encontró un sobre blanco que antes no había notado. Llevaba su nombre y estaba escrito con la letra de Álvaro, por eso al recogerlo le temblaron los dedos. No estaba pegado, le bastó abrirlo para desplegar una hoja blanca, también escrita con la letra de su marido, y leer lo que había dejado.
«No puedo más. Ya no te amo, quizás nunca te quise, y no puedo seguir fingiendo que lo hago. Lo siento, me voy. Hacé de cuenta que nunca existí.»
Lo primero que hizo fue reír. Tenía que ser una broma: Álvaro y ella se llevaban bien. Jamás habían atravesado una crisis, por lo tanto era imposible que de repente se hubiera ido. Se habían casado hacía siete años, dos después había nacido Valentina, y jamás una discusión los había separado. Como a ella no le gustaban las peleas, solía olvidar sus pocas disputas a unas horas de ocurridas, llevaban una vida sexual que hasta esa noche había considerado satisfactoria y se reunían con sus familiares al menos una vez al mes, como cualquier matrimonio corriente. Álvaro siempre había sido distante, pero así era su personalidad. Solo lo había notado un poco más impaciente desde que el trabajo lo retenía más horas de las habituales, pero lo atribuía a las presiones a las que se sometía. Lo habían ascendido, y eso consumía sus energías. Excepto que le hubiera mentido y hubiera invertido esas horas con otra mujer.
No era posible, Álvaro jamás le sería infiel. Lo conocía y, de haberse encaprichado con otra, habría sido honesto con ella, le habría dicho la verdad. Además, jamás se apartaría de su hija. O eso esperaba, aunque en realidad ya no sabía qué pensar. No sabía qué hacer.
Volvió a llamar a Álvaro al celular, tratando de controlar el ritmo de su respiración. Daba vueltas por la habitación mientras insistía sin resultados. Tragó con fuerza justo para cuando sus ojos se encontraron con la mesa de luz de su marido, y sobre esta, el anillo de casamiento y el chip de su celular.
El peso de la verdad se abatió sobre ella y la hizo caer en el borde de la cama. Se cubrió la boca con una mano y los ojos se le inundaron de lágrimas. Volvió a encender el teléfono inalámbrico y marcó el número de su madre, quien atendió tras dos llamados.
—¡Mamá! —exclamó Malena al tiempo que estallaba en llanto.
Esther se sobresaltó al oír la voz angustiada de su hija.
—¿Qué pasa, Male? ¿Valentina está bien? —preguntó, preocupada.
—¡Me dejó! —exclamó Malena, temblando—. ¡Desapareció!
—¿De qué estás hablando? —interrogó su madre, confundida.
En ese momento, Valentina se asomó por la puerta.
—Mamá… —susurró. Malena la miró.
—Andá a tu cuarto —ordenó, dejando el teléfono a un lado.
—¡Mami! —exclamó la niña, asustada al percibir las lágrimas de su madre.
—¡Andate! —le gritó Malena, incapaz de controlarse.
Quería que Valentina desapareciera para evitar que se asustase, pero consiguió todo lo contrario. La niña, en lugar de correr a su cuarto, se cubrió el rostro con las manos y se echó a llorar tanto o más que ella.
Malena volvió al teléfono, donde su madre seguía exclamando su nombre.
—Álvaro se fue. Me dejó —susurró. Esperaba que, por llorar, Valentina no la oyera.
—¡Es imposible! —exclamó Esther, anonadada—. ¿Lo llamaste al celular?
—Mamá… —susurró Malena. No quería hablar a su madre de la carta, ni de la sortija o el chip delante de su hija.
—No te preocupes, tu padre y yo vamos para allá —anunció Esther sin vueltas.
Malena respiró aliviada. Lo único que la mantuvo en pie en ese momento terrible e inesperado fue su hija, y también saber que sus padres siempre estarían ahí para ella.
—Gracias —respondió, fingiéndose tranquila por Valentina, que no dejaba de llorar.
Cortó el llamado y se acercó a la niña. Se puso en cuclillas para estar a su altura y le descubrió la cara. Cada lágrima que Valentina vertía, para Malena era un puñal que se le enterraba en el alma, sobre todo al saberse culpable de su llanto.
—Perdoname, Valen —le habló con calma, aunque temblaba por dentro—. Mamá no se siente bien, pero ya va a estar mejor —en lugar de responder, la niña hipó. No sabía que así rompía todavía más el corazón de su madre, que ya estaba destrozado—. Ahora vienen los abuelos. ¿Cómo recibimos a los abuelos? ¡Con alegría! —trató de recordarle, sonriendo entre lágrimas. Pero Valentina no la imitó.
Los veinte minutos hasta la llegada de Esther y Alberto fueron los más largos de la vida de Malena. Ni bien oyó el auto de sus abuelos, Valentina, que ya había dejado de llorar, corrió a recibirlos a la puerta aun antes de que sonara el timbre. Malena abrió y su padre alzó a la niña antes de saludarla a ella. Como enseguida Valentina comenzó a hablar con su abuelo, Esther aprovechó para conducir a Malena al living y él se llevó a la niña a su habitación.
Cuando Malena le mostró la carta, Esther insistió en llamar a su yerno, aun a pesar de que su hija le aseguró que no iba a atender porque había dejado el chip del celular sobre la mesa de luz. Después de tres intentos fallidos, la mujer acabó llamando a su consuegra.
Mabel se mostró tan sorprendida como los demás. Dijo que había recibido un llamado de su hijo hacía dos horas, pero que no había hecho referencia a que algo estuviera mal. De hecho había asegurado que Valentina había ido a Capital con su madre en busca de un material para la librería y que no se verían ese fin de semana porque tenía mucho trabajo en la nueva revista.
—¿Qué nueva revista? —frunció el ceño Malena en cuanto Esther le informó el resultado de la comunicación.
Que ella supiera, su marido no había cambiado de trabajo, solo había sido ascendido en su puesto como editor de la revista que salía los domingos con uno de los periódicos más vendidos del país. Excepto que ese tiempo extra que pasaba fuera de la casa lo hubiera estado invirtiendo en un nuevo empleo y en otra mujer sin que ella lo supiera. ¿Acaso podía haber sido tan tonta? Claro, ella lo llamaba al celular, no a la oficina, de modo que jamás descubriría que él había cambiado de medio si no se lo informaba, sobre todo si el cambio se había producido hacía poco tiempo, como sospechaba.
En ese momento, tuvo una idea. Tomó el chip que Álvaro había desechado, lo colocó en el celular y buscó allí pistas que delataran los pasos de su marido. No había nada. Había borrado todo.
Se sintió una ingenua. No entendía cómo había confiado ciegamente en Álvaro, no entendía cómo una mujer desenvuelta y experta como ella había acabado abandonada. Se sintió culpable e impotente, por momentos llena de ira, y por otros tan triste, que le costaba sostenerse en pie. Lo demostró rompiendo un vaso y dejándose caer en el sillón, presa de otro ataque de llanto. Esther la abrazó, llorando como ella, y permaneció a su lado en ese estado al menos una hora, hasta que Alberto apareció comentando que Valentina ya estaba dormida y pidiendo explicaciones.
Ni bien se enteró de las acciones de Álvaro, sugirió hacer una denuncia.
—Tu mamá se queda con la nena y yo te llevo a la comisaría —ofreció a su hija—. Tenemos que hacer una exposición por abandono de hogar.
—¿Cómo voy a denunciarlo? ¡Todavía es mi marido! —manifestó Malena, angustiada—. No puede ser verdad, siento que estoy en una pesadilla —se cubrió el rostro con las manos. Le temblaban las piernas.
—No voy a permitir que juegue con mi hija y mi nieta de esta manera —determinó Alberto, que crecía más en su ira—. Haceme caso, Malena, el día de mañana me lo vas a agradecer: vamos a la comisaría.
Aunque sentía que el dolor la consumía, Malena aceptó la propuesta. Denunció a su marido por abandono de hogar, mostró la carta que él le había dejado al irse, explicó que tenía una hija de cinco años de la que por el momento Álvaro parecía haberse desentendido y luego regresaron a casa.
Pudo dormir recién cerca del amanecer, acunada por los brazos de su madre, como si deseara volver a su vientre y luego renacer.
Mientras tanto, una fiesta de casamiento estaba a punto de terminar en Buenos Aires.
Daniel se dejó caer en una silla junto a Sebastián, que hasta ese momento conversaba con otros hombres de la mesa. Sonrió y le palmeó el hombro.
—Desapareciste para el vals —le reprochó con una sonrisa.
—Sabés que no bailo esa basura —replicó Sebastián. Daniel rio.
—¡Hacía tanto que no nos veíamos! —exclamó con alegría—. Ayer ni siquiera pudimos hablar. ¿Cuándo llegaste?
—Hace tres días.
—¿Venís de Groenlandia, como me contaste por teléfono?
—Algo así —contestó Sebastián sin detallar. No era el momento ni el lugar.
—¡Dios mío! —exclamó su amigo, sorprendido y siempre sonriente—. Debe ser un lugar asombroso. Gracias por haber venido.
—No podía fallarle a mi mejor amigo. Me alegra que Brenda y vos sean felices.
Daniel lo abrazó y le palmeó la espalda. Antes de que se apartara, Sebastián le colocó un sombrero del carnaval carioca que había quedado sobre la mesa y rio. Estaba feliz, y no era para menos: su vida se desarrollaba tal como alguna vez había deseado y su amigo acababa de unirse en matrimonio con la mujer ideal para él. ¿Qué más podía pedir?
Una hora después, vio partir a la pareja en el auto de colección que les había alquilado un pariente. Sonrió reflexivamente, con las manos en los bolsillos, y permaneció preso de sus pensamientos hasta que solo quedaron allí él y Nerina. Los demás habían regresado al salón.
No se arrepentía de haber elegido una vida dedicada al mundo, pero aun así, a veces se preguntaba qué habría pasado si la hubiera compartido con alguien. En especial con el único alguien al que alguna vez había amado.